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LOS MUERTOS
Murió Bartók. Murió Britten. Murió Webern. Murió Berg. Murió Górecki. Murió Copland. Murió Messiaen. Murió Bernhard. Murió Beckett. Murió Joyce. Murió Nabokov. Murió Mann. Murió De Ghelderode. Murió Berryman. Murió Lowell. Murió Williams. Murió Roethke. ¿Quién del resto de los grandes no ha muerto? En el siglo pasado. A comienzos de este siglo. Murió Bacon. Murió De Kooning. Murió Rothko. Murió Ensor. Murió Picasso. Murió Braque. Murió Apollinaire. Acaso todos los grandes se hayan muerto. Mi hermano menor se va a morir. Mis otros dos hermanos han muerto. Robert. Merrill. Mis dos hermanas menores se van a morir. Murió Madeline. Mis padres murieron. Murió mi esposa. Murieron sus padres. Sus parientes en Europa llevan muertos largo tiempo. Mis dos mejores amigos murieron. Estoy acostado en una cama de hospital. No puedo levantarme. No puedo darme vuelta. Estoy clavado a esta cama por cables y tubos. No puedo hacer nada por estar menos incómodo, me siento tan desamparado y tan dolorido que casi quiero estar muerto. Llamo a la enfermera. Normalmente responde alguien. Esta vez no responde nadie. Espero. No quiero contrariar a nadie. Vuelvo a llamar. ¿Qué voy a decir: “Háganme morir”? “¿Sí?”. “Analgésico, por favor”. “Le diré a su enfermera”. “Lo necesito mucho”. “Le diré a su enfermera”. Viene la enfermera. “¿Nivel de dolor, en una escala de uno a diez?”. “Nueve”. Quiero decir “Diez”, pero tiene que existir un dolor peor que el mío. Me da la medicación a través de la vía intravenosa. Me quedo dormido. Cuando me despierto empiezo a alucinar. Demasiada medicación para el dolor, dijeron. ¿Qué puedo hacer? Es la única manera de parar el dolor y dormir. La habitación se ha transformado en un calabozo. Barrotes en mis ventanas y mi puerta. Luego es una celda de manicomio. No hay barrotes; solo vidrios extra-gruesos. Hay gente que pasa. Oigo unas voces muy bajas. “Esto”, dicen, y “Aquello”. Tengo que salir de aquí. Grito pidiendo ayuda. La gente no deja de pasar en ambas direcciones delante de mi habitación pero nadie parece oírme ni se da vuelta hacia mi puerta de vidrio. Todos llevan puesta ropa blanca de doctor. Ambos de hospital. Guardapolvos. O como se llamen, pero muy blancos y limpios. Batas de laboratorio, tal vez. Abrazan pizarras contra sus pechos. “Esto”, dicen. “Aquello.” Luego algún que otro murmullo y se han ido. “Ayuda”, grito. “Necesito ayuda. Voy a defecar en mi cama”. Siguen pasando. “De acuerdo”, digo, “voy a cagar en mi cama”. Idiota, pienso; la enfermera. Llamo para que venga. A duras penas puedo manejar la cajita. El aparato solicitador. Comoquiera que lo llamen. La cosa que enciende y apaga el televisor y sube y baja los dos extremos de la cama. Ya no sé cómo se llama ninguna cosa. Ni siquiera aquello que me trajo aquí. Interrupción intestinal. Obstrucción. Aun si encontrara el término correcto, dos operaciones después de haber llegado aquí, ni siquiera sé lo que es. “¿Sí?”. “Gracias a Dios. Analgésicos, por favor”. “Le diré a su enfermera”. Viene mi enfermera. “No debería ser más seguido que cada cuatro horas. Pero estamos a diez minutos, así que lo bastante cerca”. “Gracias. Y eso debe significar que dormí la mayor parte de las últimas cuatro horas. Eso es bueno. Cuanto más duerma, mejor. Y creo que necesito que me cambien”. Se fija. “Lo está imaginando. ¿Necesita ir ahora?”. “No. No quiero estar sentado ahí la próxima hora. Y no he comido nada en días, así que probablemente no haya nada ahí”. Me quedo dormido. Sueño que soy devorado por leones. Lucho por salir del sueño y me despierto. ¿Qué fue todo eso? ¿Leones literarios? Oh, a quién le importan las interpretaciones. Cierro los ojos y oigo voces. Abro los ojos y veo gente que pasa en esmoquin blanco, todos sosteniendo pizarras. “Construya”, dicen. “No construya”. “Entonces corte”. “De acuerdo”. Tengo que salir de aquí. Sueños, despierto, siempre hay algo a lo que tenerle miedo. El médico del otro día, que era solo un residente haciendo su ronda y ni siquiera era mi médico de guardia, dijo que leyó mis rayos X y podría ser que tengan que ponerme una bolsa por fuera de mi barriga para juntar mi mierda. Si voy a morir, y querría morirme si tuvieran que ponerme una de esas bolsas, déjenme morirme en mi propia cama con una gran sobredosis de lo que sea que tengamos en casa o con lo que me manden para allá. Y si voy a vivir, necesito una habitación menos aterradora. Quiero llamar a mis hijas pero no encuentro mi celular. Hoy lo recargaron y dijeron que lo pondrían en un lugar donde yo pudiera alcanzarlo fácilmente, pero no lo veo. Tanteo a mi alrededor. Está el aparato solicitador. Un pañuelo. Una lapicera. Diré que sé que es tarde pero que me estoy volviendo loco y tienen que conseguirme otra habitación. “Son las drogas. Pero sin ellas estoy peor aun. Probablemente no esté hablando con mucho sentido”, diré, “pero oigo voces. Voces de otras personas. Y veo pasar gente por delante de mi habitación, que o bien están muertos o me ignoran intencionadamente, pero nunca responden a mis pedidos de auxilio. Si no consigo otra habitación, me arrancaré todos los cables y los tubos, incluso la sonda, no importa cuánto pueda doler, y me escaparé”. Pero no las asustes ni las despiertes. Han sido tan buenas contigo, volando desde diferentes ciudades distantes y quedándose en tu habitación de ocho a diez horas por día. Leyéndote, aunque no quisiste decirles que no deseabas que te leyeran. Sosteniéndote la mano y haciendo cosas como poner paños húmedos sobre tu frente, aunque tampoco querías eso. Ángeles, las llamaste; así que deja a tus ángeles dormir. Y ahora no estás tan dolorido. Viene más seguido y después se va. Y las voces que murmuran se han ido y nadie pasa por delante de tu habitación salvo las enfermeras regulares y las auxiliares, que vendrían si las llamaras. Trata de dormir. El tiempo pasará más rápido. Tiro de las mantas hasta el mentón. Siento tibieza, no demasiado calor. Estoy cómodo. Mi cuerpo se siente normal. Me quedo dormido. Sueño que estoy en Tokio, adonde siempre he querido ir, pero llego sin tener que tomar un avión. Me despierto y es el comienzo del día. El crepúsculo. El alba. ¿Cómo era que se llamaba? Debería saberlo. Esa es tan fácil. Las palabras son a lo que me dedico. Pero estoy dolorido otra vez, lo que siempre me deja confuso. Presiono el botón llamador. Eso es lo que es. Botón llamador, botón llamador; lo recuerdo. “¿Sí?”. “Analgésicos, por favor”. “Le diré a su enfermera”. Viene otra diferente. “Hola. Soy Martha. Y tu enfermera auxiliar es Cindy. Nuevo turno”. Borra de una pizarra en la pared los nombres de la enfermera y la auxiliar anteriores y escribe los de ellas con un marcador. “Has dormido poco, dijo la enfermera anterior. Mucho agitarte y hablar. Parece que querías un baño termal caliente. Lo siento, compañero. Aquí no tenemos eso. Y que los dragones andaban tratando de atraparte y algo sobre tus brazos que alguien cortaba con una espada a la altura de los codos. Y transpiraste horriblemente. Ella tuvo que secarte”. “No recuerdo nada de eso. En fin, sueños”. “Por causa de todo eso, quiero evitar, en lo posible, darte la medicación para el dolor. ¿Sigue doliendo?”. “Nivel nueve, u ocho”. “¿Crees que puedes tolerarlo media hora más? Y podríamos ponerte una bata limpia”. Me quita la que está húmeda y me pone una nueva. “¿Algo más que necesites?”. “Mi celular”. “Estuviste durmiendo encima de él”, y lo saca de debajo de mi brazo. Se va. Murió Poulenc. Murió Prokofiev. Murió Mahler. Murió Granados. ¿Ya he dicho que Bartók murió? Pärt no murió. ¿Quién más no murió? Tanizaki murió. Murió Solzhenitssyn. Murió Hamsun. Murió Borges. Murió Conrad. Murió Konrad. ¿No se murió Lessing, hace poco? El escritor italiano cuyo nombre de pila empieza con D, y que en uno de sus libros escribió demasiado parecido a Kafka, se murió. Kafka, por supuesto, murió. Murió Cummings. Murió Stevens. Murió Auden. Murió Yeats. Murió Pollack. Murió Leger. Murió Kandinsky. Murió Malevich. Moore, Maillol y Matisse murieron. Mi dolor no ha muerto. Me cago en mi cabeza. Quiero decir en mi cama. De repente vino. Meo a través de un catéter, así que por ese lado estoy bien. Quiero limpiarme en el baño. Quiero tomarme un vaso entero de agua helada. Quiero pararme y salir de aquí caminando. Presiono el botón del llamador. “¿Sí?”. “Lo lamento, pero necesito una limpieza importante. Y supongo que nueva ropa de cama, y una nueva bata, y que me hagan otra vez la cama. Estoy en el fango. Estoy transpirando como un cerdo. Necesito que bajen el termostato. Por favor haga que venga alguien”. “Le diré a su auxiliar”. Aparece una mujer joven. Casi una niña. Trae una bata nueva para mí, y sábanas y paños de limpieza y una palangana con agua. “Oh, veo que ya tiene mi nombre en su pizarra”. “¿Eres la auxiliar? Lamento el desastre que he hecho”. “En realidad soy una enfermera en entrenamiento, pero hoy soy auxiliar. Así que demos un vistazo. Gire sobre su costado”. Aferro la baranda lateral y me impulso para girar. “No sé de dónde vino. No he comido en una semana. Ni bebido nada. Todo el alimento y el líquido que recibo viene de unos cubitos y de lo que hay en esas bolsas. ¿Esta vez no es mi imaginación y defequé de verdad?”. “En abundancia. Solo tomará un minuto”. Me quita la bata, me limpia y me lava y me seca y agita una lata de polvo para bebés sobre mi trasero. “Huele bien, ¿verdad? Es uno de mis favoritos”. “Esto debe ser horrible para ti. Estar limpiando a un viejo. Hasta hizo que dudara de siquiera llamarte, pero tuve que hacerlo. Estoy prisionero aquí”. “No se preocupe. Estoy acostumbrada a hacerlo. Y cuando sea una enfermera hecha y derecha, de aquí a un año, por lo general tendré a un auxiliar que lo haga por mí. Tiene un absceso en el ano. ¿Le habló de eso su doctor o alguna de las enfermeras?”. “Nada”. “Debe dolerle, y no querrá que esa infección empeore. Dígaselo”. Me pone una bata nueva y luego cambia las sábanas conmigo en la cama. “Es una profesión maravillosa, la enfermería, mira qué buen trabajo haces. Yo fui a meterme en una que no ayuda a nadie”. “¿Que viene a ser cuál?”. “La escritura”. “Yo no leo demasiado. Estoy más interesada en las ciencias”. “Bien por ti. Sigue con eso. Todo hombre debería tener por esposa a una mujer que sea o alguna vez haya sido enfermera. Eso no fue una propuesta. Solo estaba pensando. Cuando uno cae enfermo como caí yo, sería tan reconfortante saber que podría ser cuidado como me cuidas tú, pero por mi esposa y en mi casa. Mi esposa murió”. “Lo siento”. “Dos años y un mes. La mayor pérdida de toda mi vida”. “Me lo puedo imaginar. Ya está, tan limpio como nuevo. Y además huele bien”. “Gracias otra vez. Como ya dije, haces un trabajo maravilloso. ¿Ya puedes darme algo para el dolor?”. “Es la enfermera quien tendrá que hacerlo. A mí no me está permitido. Llámela”. “Si llego a tener otro accidente, y nunca se sabe, espero que sea otra auxiliar quien se ocupe de eso, odiaría que tuvieras que hacerlo de nuevo. Una vez, al menos en un período corto de tiempo, debería ser suficiente”. “En serio, no tengo problema con eso. Hago un turno de doce horas y es una de las cosas para las que estoy aquí”. Se va. Llamo. “¿Sí?”. “Analgésicos, por favor”. “Su enfermera está muy ocupada con otro paciente, pero le diré”. “¿No hay alguna otra enfermera que pueda dármelos?”. “Hay mucho trabajo por aquí. A veces ocurre, pacientes que necesitan atención inmediata, todos al mismo tiempo. Le conseguiré una enfermera tan pronto como pueda”. Murió Hemingway. Murió Faulkner. Murió Paley. Murió Sebald. Murió Lowry. Murió Camus. Murió Eliot. Maldelstam murió. Akhmatova murió. O’Neill murió. Murió Williams. Murió Miller. Murió Hopper. Murió Giacometti. Murió Klee. Miró se murió. Sheeler murió. Soutine murió. Murió Arp. Murió Sibelius. Murió Strauss. Hovhannes murió. Vaughan Williams murió. Tengo que cagar de nuevo. Necesito una palangana. O lo que sea esa cosa para poner en la cama, debajo de mí. Es comparable a un orinal, pero para el trasero. No a una escupidera. Llamo. Nadie responde. Llamo y llamo. “Ya le dije, señor. Todas las enfermeras de piso están ocupadas con otros pacientes. Alguna de ellas irá a atenderlo tan pronto como pueda”. “Pero es para mover los intestinos. No quiero volver a hacerlo en mi cama. Lo único que pido es esa cosa que ponen debajo de mí mientras estoy acostado aquí”. “¿Una bacinilla?”. “Una bacinilla, eso es. Puede pedirle a una auxiliar que lo haga. Pero no la misma, Cindy. Ella ya lo hizo una vez, con mano experta, pero provoqué un chiquero y no quiero que ella tenga que pasar otra vez por eso”. “No tiene elección, señor. Si está disponible, se la enviaré. Y si no, a alguna otra”. Si no fuera por mis hijas, me gustaría estar muerto. Pero no puedo hacerlas pasar por la muerte del otro de sus padres tan pronto, después de la primera. Viene una auxiliar diferente, saca la bacinilla del último cajón de mi mesa de luz. “Arriba”, y la pone justo a tiempo debajo de mí. “Al menos esta vez no voy a hacer un gran desastre en la cama y que usted tenga que limpiarlo como pasó con mi auxiliar de guardia”. “Siempre hay algo que hace ver la vida un poco más brillante. ¿Cree usted que ha terminado?”. “No”. “Llámeme cuando haya terminado. Hoy es una casa de locos ahí afuera, peor para las enfermeras que para las auxiliares, así que alguna de nosotras deberá venir”. “Gracias”. Bergman, Fellini, Antonioni, Kurosawa, Kieslowski... todos murieron. Y Bábel. ¿Cómo pude haber dejado afuera a Bábel? Bábel murió.
EN O POR EL CAMINO
En la radio de música clásica la locutora dice que la próxima pieza va a ser un poema sinfónico, “o lo que también se denomina un poema tonal”, compuesto por Rajmáninov. El título es “La roca”, y la obra se basa en un cuento de Chéjov llamado “Por el camino”. El cuento, dice, trata sobre un indigente entrado en años y una joven rica que, en el transcurso de una ventisca, se encuentran en una posada. “Como que ambos vienen a ser arrojados juntos en una habitación, que el dueño de la posada llama ‘La viajera’, dado que la reserva para viajeros de paso o que han quedado varados”. El hombre y la mujer conversan durante horas y gradualmente se toman afecto. “Hay una posibilidad –podríamos decir incluso una esperanza– de que se conviertan en buenos amigos o, cuando menos, compañeros de viaje por el resto del trayecto. Pero a la mañana siguiente la mujer se va en un trineo que el hombre, parado en medio del camino, sigue con la vista hasta que desaparece. Al cabo de un rato, empieza a tener el aspecto de una roca cubierta por la nieve”, dice la locutora, “de allí el título”. Él no conoce el cuento, pero el final es muy típico de Chéjov. Dos personas de medioambientes o condiciones económicas muy diferentes, o ambas cosas, se encuentran por primera vez y conversan de manera íntima, a menudo después de haber vivido toda su vida en la misma región y haber tenido alguna vaga idea el uno del otro durante años, y cuyas existencias… En fin, hay una posibilidad de que después de su primer encuentro puedan unirse… sus vidas puedan... incluso casarse, o ayudarse el uno al otro de alguna manera… pero… Como sea, lo que parecía prometedor se termina de repente, normalmente porque uno de ellos no dice algo que podría evitar que el otro se vaya, o porque el tiempo se ha despejado, o porque la rueda o el eje de una de las carretas han sido reparados o el obstáculo en el camino removido, y siguen cada uno su rumbo, con escasas probabilidades de que vuelvan a encontrarse o a dirigirse la palabra alguna vez. Él nunca ha sido bueno para resumir historias, ni siquiera las suyas. Pero el final de este cuento, por lo que dijo la locutora, es uno que Chéjov utilizó varias veces de manera similar, y tal vez mucho más que eso, ya que él solo ha leído unos cincuenta de los 568 cuentos y esbozos que Chéjov escribió. Ahora viene la obra de Rajmáninov. Durante el último minuto o algo así, pasaron un anuncio de un concierto gratuito de lieder en la academia de música del centro y una propaganda grabada de la señal de radio, que dice que el sesenta por ciento de su presupuesto viene de las contribuciones de oyentes asociados, “así que ¿no invertiría usted unos pocos minutos de su tiempo para convertirse en socio, marcando el siguiente número de teléfono o registrándose online?”. Durante un minuto escucha la música, no le gusta particularmente, luego no le gusta para nada y apaga la radio. A veces, lo que él considera música horrorosa puede llegar a resultar deprimente. En esta señal de radio pasan un montón de esa música, sobre todo alrededor de las diez de la mañana –marchas briosas, valses sensibleros–, aunque también pasan muchísima buena música. En cuanto a hacerse socio, él y su esposa lo han sido por unos veinticinco años, aunque él ahora aprovecha la membresía para adultos mayores. Pero el cuento. Si estuviera su esposa, él le preguntaría por la pieza de Rajmáninov. Ella es la especialista en Chéjov. Sobre sus cuentos, precisamente, hizo su maestría y su doctorado: una tesis sobre los comienzos de sus cuentos –unos veinte de ellos– y una disertación sobre los finales: diez. Él le diría: “¿Conoces un cuento de Chéjov llamado ‘Por el camino’? Yo no. ¿Y cómo puede ser que un poema sinfónico, que es como yo siempre los he llamado, se base en un cuento corto? Especialmente uno con una trama como la que resumió la locutora –ya que no estamos hablando de ópera–, que parece ser más bien una larga conversación en una posada, entre un hombre y una mujer, y que termina con el hombre de pie, metido en lo que asumo que debe ser nieve bastante alta, con la apariencia, el hombre, de una roca”. Ella podría decir que ha leído más de 300 de sus cuentos y esbozos en ruso –una vez se lo dijo– y más o menos la mitad de los algo así como 400 traducidos al inglés, y que ese que él menciona no le resulta familiar, aunque el final es similar a varios de los suyos. “¿‘Por el camino’? ¿Estás seguro de que la locutora no dijo otro título? Aunque muchos de sus cuentos tienen títulos diferentes en cada nueva traducción. ‘Luto’, por ejemplo, que también he visto como ‘Aflicción’ o ‘Pena’, y en una traducción como ‘Tristeza’, aunque puede ser que me equivoque sobre este último… Sé que hay por lo menos cuatro títulos diferentes, para ese cuento, en las versiones inglesas. Si quieres, puedo buscar en mis notas sobre su narrativa, y si no encuentro nada me fijaré en los volúmenes de cuentos suyos que tengo, tanto en ruso como en inglés. Si encuentro el cuento en inglés, ¿quieres leerlo?”. Él diría: “Me gustaría, y después quizá tú podrías leerlo por primera o por segunda vez, y hablaremos de él. Eso siempre es divertido. Y no será una pérdida de tiempo. Jamás he leído uno de sus cuentos, salvo alguno que otro de los esbozos menores –y esos no son cuentos, ¿verdad?–, que no fuera claro y legible y bueno, y veinte o treinta de los que leí eran francamente geniales. No creo poder decir eso de ningún otro cuentista. Acaso Hemingway o Bábel se le acerquen”. Así que se iba a fijar, podría decir ella, tal vez no ahora mismo, pero hacia el final del día. Ella tiene la colección completa de 16 o 17 o el número que sea de volúmenes de cuentos y esbozos completos de Chéjov en ruso. Él se va a fijar en las antologías de cuentos de Chéjov en inglés. Va al living, saca las tres antologías de un estante y en el índice de una de ellas encuentra el título “En el camino”. Tiene que ser ese. Va a las últimas páginas del cuento. Un hombre, parado en medio de una nevada “como si hubiese echado raíces en ese lugar”, y contemplando las huellas dejadas por los patines del trineo de la mujer, empieza muy pronto a parecerse a un peñasco blanco. Luego lee las primeras páginas del cuento, hojea el resto y entra con el libro en el estudio de su esposa. “Hurra, hurra”, dice, “lo encontré. En una vieja edición de los cuentos de Chéjov de la Modern Library que creo haber comprado cuando estaba en la universidad, traducida por esa vieja tan confiable, Constance Garnett. O me parece que era por ella. No dice quiénes son los traductores, salvo por unos cinco de los cuentos, en la página de agradecimientos, y le atribuyen a ella todos menos uno. Tal vez esté al final del libro”. Se fija: no está. “Pero casi como que tiene que ser de ella. El copyright es de 1932”. “Nada de qué sorprenderse”, podría decir su esposa, aunque ya ha pasado por eso antes. “Y salvo por los traductores top de hoy, que son casi tan conocidos como los autores, las cosas no han cambiado mucho desde esa época. Los traductores siempre han sido mal pagados y solían no figurar en los créditos del libro. Pero pobre de ellos si la traducción no suena tan bien, o si el cuento original no es tan bueno. Entonces toda la culpa es de ellos. ‘Descuidadamente traducido’, esa clase de críticas… El escritor, por supuesto, queda libre de sospecha. Déjame verlo”. Él sostiene el cuento abierto en la primera página. “Ah, sí”, podría decir ella, tal vez después de haber leído un párrafo o dos, “ahora lo recuerdo. No es uno de mis favoritos, razón por la que nunca lo he enseñado en clase, pero aun así, como decías, es un buen cuento. Dos personas en una posada durante una tremenda tormenta de nieve. El viento que aúlla. Él se apoyaba mucho en esas cosas. Incluso la tormenta, que sacude las ventanas y el techo. Si tenía alguna debilidad, era esa. Se supone que la mujer es bastante más joven que el hombre, que es descrito como entrado en años, aunque anda por los cuarenta, así que tal vez solo fuese viejo para esa época y ese lugar. Ella es una terrateniente, o tal vez el terrateniente sea su hermano, a cuyo encuentro se dirige, viajando en trineo. El hombre fue alguna vez bastante próspero –me parece que en una época poseía una finca, o la administraba–, pero durante largo tiempo le ha ido muy mal. Al principio no parecen ser una pareja muy compatible. Pero hacia el final, dado que son tan cálidos y francos y serviciales y hasta solícitos el uno con el otro, uno pensaría, si no conociera mejor a Chéjov, que podrían hacer buena yunta. No creo que eso pase nunca en Chéjov, ni en sus ficciones ni en sus obras de teatro, o bien sucede muy rara vez. El hombre viaja con su hija. Una niña encantadora pero triste, como tantos niños en sus cuentos… muy maltratada y regañada por su padre”. “La sinopsis del cuento que dio la locutora”, dice él, “nunca mencionó a la hija. Tal vez no tuviera tiempo, o las notas del programa de la obra de Rajmáninov no la incluyeran”. “Si no recuerdo mal”, podría decir ella, “la mujer tiene algún dinero propio y siente mucha simpatía por la niña, y habría sido una maravillosa madre sustituta para ella y una buena esposa para el hombre. Olvidé lo que le sucedió a su esposa. Creo que había muerto o lo había abandonado por otro hombre, y él se quedó con la hija. Eso explicaría la cuesta abajo en la que está”. “Lo que me gustaría saber es cómo se puede hacer un poema sinfónico a partir de un cuento como ese”, dice él. “Una ópera, como te dije –de un solo acto–, eso sí puedo verlo, aunque la nieve podría ser un problema”. “Oh”, podría decir ella, “saben cómo hacer la nieve en un escenario de ópera. La Bohème, por ejemplo. Pero tengo que confesar que no sé lo que es realmente un poema sinfónico”. “Supongo que es lo que hizo Richard Strauss en Don Juan y Till Eulenspiegel etcétera etcétera, y lo que hicieron Sibelius y Smetana en algunas obras suyas. Una narración en música, aunque yo tendería a creer que es difícil ilustrarla de esa forma. Pero ¿y si nos olvidamos de la música y leemos el cuento –yo ya lo empecé y sé cómo termina–, y charlamos sobre eso en algún momento del día?”. “Termínalo, yo te alcanzaré”, podría decir ella. “Lo leeré también en ruso, si tengo tiempo, por si acaso en la traducción se pierda algo”. “Hasta luego, entonces”, dice él. Va al dormitorio, ahueca y acomoda las cuatro almohadas, la dos de ella y las dos suyas, unas encima de las otras contra la pared, y se recuesta sobre ellas y lee el cuento. Después de terminarlo vuelve al estudio de su esposa. Ella no está allí.