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El Santuario de la Tierra

Sixto Paz Wells


Título original: El Santuario de la Tierra

Primera edición: Junio 2017

© 2017 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Sixto Paz Wells

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Colaboradores: Paula Represa de la Fuente, Aida Bonacasa Crespo

ISBN: 978-84-16994-30-4

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/93 272 04 45).

Dedico este libro a todas las mujeres que he conocido en mi vida, que han sido maestras, heroínas y amigas en el tiempo, porque en Esperanza hay mucho de todas ellas.

Y especialmente a Marina, Yearim y Tanis, mis admirables y entrañables heroínas.

I. EL OCASO DE LOS HIJOS DEL SOL

«El Inca Huayna Cápac murió, tal como lo anticipaban las profecías, en medio de una terrible epidemia, y con él murió su sucesor, Ninan Cuyuch, viniendo a continuación una desgastante guerra civil entre los hijos del Inca, que rivalizaban por el trono. Tras la guerra civil llegó inmediatamente la rápida e increíble captura del Inca Atahualpa y su ajusticiamiento posterior por parte de los conquistadores europeos, sellándose con ello la suerte del Imperio del Sol. La oscuridad, la desesperanza y el horror se extendieron sobre la Tierra, sumiéndola en el caos y la anarquía».

Una ligera estela de polvo que se iba levantando a distancia, previno al guardián del tambo de la llegada de un correo. El tambo era el lugar de aprovisionamiento para tiempos de escasez y punto de paso y relevo de los correos del Imperio. Nada más avistar la señal, este hombre mayor curtido por los años y por el escaso oxígeno y el aire seco de la cordillera, anunció la llegada del chasqui –el hombre del correo–, por lo que se dispuso a que se preparara el que tomaría la posta, calentando sus músculos. El relevo debía estar listo para recibir la información del emisario que se acercaba a un trote constante y continuar a toda carrera hasta el siguiente puesto. Los tambos estaban ubicados cada tres o cuatro leguas, siendo una legua 5.552 metros (cinco kilómetros y medio). Y un chasqui corría entre doce y catorce leguas diarias.

El empedrado camino que arañaba la alta montaña de roca serpenteaba el macizo andino a más de tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, desafiando espectaculares abismos en cuyas profundidades las aguas de los deshielos de los nevados iban socavando su curso cuesta abajo.

El eficiente sistema de chasquis u hombres correo estaba integrado por individuos de baja estatura pero de gran fortaleza física y recias piernas que mantenían integrado y muy bien comunicado el Imperio del Tahuantisuyo –que era el Imperio de los Cuatro Puntos Cardinales–, uniendo la costa, la sierra y la ceja de selva o selva alta a través de magníficos caminos principales (llamados Capac Ñam), complementados por una intrincada red de caminos menores.

La trompeta de caracol o pututo, recogida de la costa norte correspondiente al Chinchaysuyo, llenó la amplia quebrada con un sonido profundo que advertía el relevo inmediato. De pronto, el ambiente se hizo eco de los acompasados pasos del corredor que se acercaba a su meta. Con los brazos flexionados y cruzados sobre el pecho, el corazón agitado, la respiración dificultada por la altura y los jadeos en el rostro sofocado, aquel atleta de montaña estaba ansioso por entregar el encargo al otro chasqui.

Quien habría de tomar la posta debía conocer el empinado y peligroso camino que transitaba entre peñas rotas que fueron colocadas igualando el terreno con mampostería, escaleras y túneles, subiendo por las quebradas hasta las más altas cumbres, y luego bajando a los más profundos valles interandinos. En su misión, el chasqui portaría el tocado de plumas a manera de quitasol del postillón, símbolo de haber desafiado la mayor parte del Jahua Ñam, como se llamaba a la parte del camino real de alta cumbre.

Por lo general el mensaje se trasmitía de boca en boca. Así, cuando se estaba lo suficientemente cerca como para que el otro pudiese oírlo, el chasqui comenzaba el relato en voz alta para tener tiempo de culminarlo al momento de poner la posta en manos del relevo. Pero esta vez el mensaje sería lacónico… El correo se limitaría a entregar la chuspa o bolso multicolor que le colgaba del hombro y caía sobre su uncu o túnica.

Era mediodía, bajo un ardiente sol serrano que castigaba la piel de quien salía más allá de la sombra. Llamas negras y marrones se arremolinaban dentro del local en torno al área techada de la wayrona, un edificio de solo tres paredes con techo, pisoteando el estiércol acumulado.

El guardián se alejó del edificio principal formado por una sola pieza de cien por treinta pies, encerrada tras recios muros de adobe y piedra fina, en uno de los cuales se alzaban dos puertas. Caminó rápidamente hasta dos edificaciones menores construidas con piedras rústicas y adobe, cuyos accesos se oponían mirando el uno al otro. Cada uno era habitado hasta por cuatro chasquis que permanecían pendientes del correo. Pero el lugar estaba semivacío como consecuencia de las epidemias y la guerra civil que azotaban el imperio, lo que producía escasez de hombres.

Afortunadamente, dentro de una de las chozas encontró al hatum chasqui (el principal) Churo Mullo, jefe de grupo, un hombre arrugado y parco de unos cincuenta años, que estaba esperando alerta. Churo Mullo había desarrollado el oficio gran parte de su vida; su experiencia le había llevado incluso a alcanzar el grado de mallku o «jefe de cóndores», por considerársele aun superior a los huaman o halcones que con su fuerza y velocidad desafiaban las alturas.

Mientras se preparaba, el fogueado correo masajeaba sus muslos y pantorrillas deseando en lo más íntimo que las piernas no le fallasen porque presentía en lo más profundo de su ser que debía tratarse de algo sumamente importante.

Estaba en lo correcto. El Inca Atahualpa había vencido en batalla y capturado a su hermano Huáscar, pero a su vez, había sido hecho prisionero por unos hombres blancos y barbados llegados por el mar, de los que se decía podían ser viracochas, enviados del eterno, del dios que está aún por encima del padre Sol.

Churo Mullo se dirigió al camino y con ansiedad aguardó el arribo del encargo trotando ligeramente para calentar el cuerpo. Cuando llegó hasta él, el mensajero compartió rápidamente su bolsa y, tal cual, un lacónico correo:

«El Sol ha sido eclipsado y hecho prisionero dos veces».

El relevo tomó entre sus manos el pequeño morral de lana de vicuña, una tela fina y valiosa propia de los mensajes de la realeza, asiéndolo con fuerza mientras aceleraba el paso y dejaba atrás a aquel otro hombre, pálido, cenizo, que jadeante caía pesadamente sobre sus rodillas, cubriéndose con las manos el rostro y estallando desconsoladamente en sollozos como un niño.

Mientras alcanzaba los primeros quinientos metros de su recorrido, el chasqui percibió a través del tacto el contenido de la bolsa: eran un quipu, sistema nemotécnico de cuerdas y nudos de colores, un cinto de tela lleno de tocapus, glifos1 geométricos y multicolores, y una pequeña bolsa de algodón con pallares2 presumiblemente grabados con glifos. No pudo evitarlo y miró dentro de la bolsa encontrándose con un pedazo de fleco carmesí de la insignia imperial manchado de sangre. Las lágrimas empezaron a asomar por las mejillas de aquel hombre andino.

A medida en que avanzaba por el camino, la naturaleza quebrada del paisaje lo llevó a subir una veintena de ásperos y empinados escalones trabajados en la piedra. Mientras ascendía, un impresionante nevado se erguía a la distancia, mudo testigo de la tristeza que se abatía sobre aquel hombre. El camino continuaba por una cornisa rocosa que lo llevó directamente a un espectacular puente colgante hecho de cuerdas que lo conduciría por encima de un profundo cañón en cuyo fondo discurría el agua del deshielo de los glaciares. Mientras avanzaba se sujetaba bien con las cuerdas entre las manos, a la vez que medía sus pasos con sus pies calzados con sandalias de cuero de llama y ataduras de lana negra. Lo largo del puente hacía que este se doblara en el medio, y el viento que soplaba por aquellas alturas le hacía estremecer. Al final del puente, como al principio, las cuerdas se sujetaban a poderosos torreones de piedra.

El camino continuó por terrenos de cultivo, resguardados a ambos lados por muros laterales de adobe, como medida precautoria del daño que pudieran causar las tropas movilizadas en las campañas militares. Unos mitmaj o mitimaes (colonos por castigo arrancados de su tierra) se encontraban trabajando la chakra (campo de cultivo) cuando vieron al correo pasar veloz. Se detuvieron a observar su premura asiendo con fuerza sus chaqui-tacllas (arados manuales). En sus rostros, que lucían la protuberancia del acullicu (bolo hecho con hojas de la planta de coca que se masca extrayendo las propiedades de la planta), se dibujaba una mueca de desprecio a la que acompañó el sonido seco de un escupitajo irreverente, lanzado violentamente sobre la tierra por uno de los más jóvenes.

Al chasqui Churo Mullo lo siguieron otros relevos que en conjunto pudieron cubrir en solo cinco días la gran distancia que separaba Cajamarca de Qosqo (Cuzco), calculada en unas doscientas leguas.

El último chasqui fue el portador de la terrible noticia: el Cápac Ucha o «gran delito» se había consumado con el asesinato del Sapan Inca Huáscar. También se daba a conocer el número de zungazapas (hombres barbados) que venían a pie o montados en una suerte de llamas gigantes (caballos, que por aquel entonces eran desconocidos en Sudamérica), y se informó del número de pueblos indígenas que se habían aliado con ellos y los acompañaban.

Huayna Cápac, padre de Huáscar y de Atahualpa, había ascendido al trono en el año 1481, a los treinta años de edad. Había sucedido a su padre, Túpac Inca Yupanqui.

El soberano bebía mucho, aunque siempre sin llegar a emborracharse. Era afable y muy querido por sus vasallos. Se le admiraba por su valentía y prudencia, y se le temía por ser un implacable conquistador. Tuvo más de cien hijos varones y unas cincuenta esposas. Su heredero directo y legítimo fue el príncipe Ninan Cuyuch. Con la hija del señor principal de Quito engendró a Atahualpa, mientras que Huáscar nació en Qosqo, producto de la unión con la coya3 Rahua Ocllo, su hermana y segunda mujer legítima, ya que la coya de mayor edad no le había podido dar descendencia.

Dato interesante es que, como regalo de bodas, la princesa Quilago de Quito le regaló a su consorte, el Inca Huayna Cápac, la «Umiña», un cristal verde o esmeralda gigante con ciertas propiedades mágico-espirituales. Una piedra misteriosa venida de las estrellas.

El soberano marchó a Quito en compañía de Ninan Cuyuch, donde permaneció diez años, quedando su otro hijo Huáscar al frente del gobierno en Qosqo. Huáscar se reunía permanentemente con los cuatro suyuyuj apu –que eran los jefes de cada suyo, región o punto cardinal–, para escuchar sus ideas y peticiones, y coordinar acciones e ir ganando experiencia.

Huayna Cápac gobernó más de tres décadas, continuando con la política de expansión territorial y fortalecimiento de la organización estatal iniciada por su padre, el Inca Túpac Yupanqui, gran conquistador y estadista.

Túpac Yupanqui quiso llevar a cabo una auspiciosa expedición militar de conquista a la zona selvática del Madre de Dios, con más de 40.000 guerreros, para expandir las fronteras del imperio hacia el Antisuyo (el Oriente selvático). Pero la fuerte resistencia de las tribus aborígenes, junto con la difícil geografía de ríos turbios y torrentosos, selvas tupidas e impenetrables, parásitos y toda suerte de alimañas, y el clima excesivamente cálido y húmedo, obligó a las diezmadas huestes incas a pactar con el Gran Yaya, señor y cacique de las tribus de la región del Paititi. Testimonio de dicho convenio fue la construcción de Paiquinquin Qosqo, «ciudad gemela a Qosqo», en la meseta de Pantiacolla, como último puesto de penetración en la selva, conectada con Paucartambo por siete tambos y pucaras4 a lo largo del camino. Mientras que Qosqo o Cuzco era considerado el «ombligo» del mundo andino, Paiquinquin Qosqo o Paititi sería el «corazón» o el «alma» de dicho mundo.

Al pie de la ciudad selvática se construyó una laguna con forma cuadrada para asegurar los recursos hídricos. Este lugar, considerado un santuario por las tribus locales, se encontraba al lado de una gran cascada y de una montaña atravesada por profundas cavernas. Ocasionalmente, del interior de las grutas se veía salir hombres muy altos vestidos de blanco o con trajes de color ocre, por lo que la avanzadilla inca, no solo tuvo que solicitar autorización de los indígenas de la zona para establecerse allí, sino también de los habitantes de los subterráneos o «guardianes primeros». Se decía que estos eran los Paqo Pacuris, sobrevivientes de una civilización anterior que se extendió por toda la región amazónica y que por aquel entonces formaban parte de una comunidad intraterrena.

Huayna Cápac tuvo que enfrentar, igual que su padre, gran cantidad de insurrecciones de distintos pueblos sojuzgados, por lo que para mantener la integridad territorial aplicó castigos ejemplares como el que sufrieron los nativos de la Punta de Santa Elena y Tumbes, a quienes se les llamó «los desdentados»: hombres, mujeres y niños fueron sometidos a la terrible y dolorosa extracción de los dientes de la mandíbula superior. O el caso de los habitantes de Carangue, que fueron vencidos en batalla y quince mil de los cuales fueron degollados como escarmiento y ejemplo para evitar futuras insurrecciones.

Las sublevaciones en el Norte del imperio fueron aprovechadas por Huayna Cápac para consolidar territorios, como el golfo de Guayaquil y la región de los Chachapoyas, así como para llevar la frontera hasta el río Ancasmayo (en el territorio de la actual Colombia).

Huayna Cápac se encontraba en Quito cuando fue informado de una invasión de los antis (selváticos chirihuanos de la familia de los guaraníes). Como en ocasiones anteriores, asediaban la frontera del Sureste, pero fueron repelidos prontamente por las tropas imperiales al mando del apusquipays (general) Yasca.

El final de Huayna Cápac llegaría con el arribo de los viracocha (los enviados del cielo), tal como se interpretó la llegada de los españoles que llegaron a la costa norte, ya que a partir de entonces se extendió la epidemia de viruela por todo el reino, introducida por ellos y por los esclavos negros que los acompañaban. El propio Inca enfermó pronto del terrible mal que cubría todo el cuerpo de dolorosas pústulas. Cuando se encontraba postrado, tuvo la visión, al pie de su lecho, de tres seres humanoides enanos y grises, con cabezas grandes que le querían hablar.

El soberano consultó entonces con el oráculo de Pachacamac (el más importante centro de adivinación de Sudamérica, situado en la costa central del Perú) sobre su enfermedad y el significado de aquella extraña aparición. El sacerdote y vidente le reveló que no moriría de aquel mal. Pero no fue así, la enfermedad lo consumió.

A la muerte de Huayna Cápac, que ocurrió en Quito, le siguió la de algunos hermanos de Atahualpa y de Huáscar por la misma dolencia, entre ellos el heredero designado originalmente en Tomebamba, Ninan Cuyuch, por lo que el terreno quedó expedito para que fuese coronado Huáscar, segundo en la línea de sucesión y que contaba con el respaldo de la nobleza de Qosqo.

Durante la entronización de Huáscar, cuatro ancianos encargados de registrar todo cuanto sucedía durante el reinado de su padre le dijeron:

–Oh, Sapan Inca, grande y poderoso, el Sol, la Luna, la Tierra, los montes y los árboles, las piedras y tus padres te guarden del infortunio y te hagan próspero, dichoso y bienaventurado sobre todos cuantos nacieron; sabe que las cosas que sucedieron a tu antecesor son estas…

Y luego, puestos los ojos en la tierra y bajadas las manos con gran humildad, le dieron cuenta de todo lo que sabían.

La momia de Huayna Cápac fue trasladada a Qosqo desde Quito, siendo depositados sus restos en su palacio bajo el cuidado del chunca uti cápac camayoc (mayordomo a cargo de la momia real).

Inti Cusi Hualpa Huáscar recibió la borla imperial a la edad de treinta y cuatro años. Como heredero del Inca, Huáscar portaría una mascaypacha similar a la de su padre, con la diferencia de que esta insignia era de menor dimensión y de color amarillo. El sucesor vistió el unco (la túnica) y la colla (capa de dos piezas) por encima del hombro izquierdo, dejando descubierto el brazo derecho. El unco solía estar cuajado de aplicaciones de oro, piedras, conchas y plumería. Estas prendas las llevaba todo Inca, pero la calidad del tejido y la decoración eran distintas.

El ajuar era preparado en el ajllahuasi (casa de las escogidas) con lana de vicuña reservada para la alta nobleza e incluía una chuspa (bolsa) que colgaba del hombro. El llauto o corona era siempre policromado y estaba rematada con una mascaypacha (insignia del linaje original de los masca al que pertenecía el fundador de los incas, Manco Cápac, consistente en un haz de hilos rojo encendido que se introducía por canutillos de oro hasta la mitad, permitiendo que el resto cayera libremente). Este tocado se colocaba sobre la cabeza.

Era un privilegio de los nobles y especialmente del Inca llevar el pelo corto. Del llauto también colgaban figuras y flores hechas de plumas; asimismo usaban adornos metálicos en la cabeza y en el pecho unos canipos (patenas de oro y plata). En el pabellón de las orejas la horadación era mayor que el resto de la nobleza; los pendientes eran tan grandes y suntuosos que deformaban y alargaban extraordinariamente las orejas. También empleaban adornos en la ursuta (sandalia), y de la muñeca pendía una chipana (ajorca o aro grueso de oro o plata).

Parte importante del menaje del soberano era el suntur paucar, que era una pica o mezcla de lanza y hacha. El nuevo jefe, dotado del carisma de líder, fue reconocido como descendiente del lejano progenitor que estaba en su lugar bien conservado, y este a su vez descendía del fundador del ayllu y, por lo tanto, de su espíritu rector. El vínculo jerárquico se establecía de la siguiente manera: primero el jefe vivo, luego el ancestro momificado, el fundador humano, y finalmente el espíritu fundador. Para todos los pueblos andinos, el espíritu fundador por excelencia era el wari (según la creencia, el wari era el creador de todos los grupos humanos de los que derivaron todas las comunidades y pueblos.)

Desde su coronación, Huáscar mostró como sería su reinado; no permitió que el willaj-umu o gran sacerdote, que era tío suyo, sacrificase a un niño pequeño –como era costumbre– como ofrenda a los dioses. Sorprendido, el sumo sacerdote prosiguió la ceremonia pronunciando la oración correspondiente ante la imagen del dios Wiracocha en el Coricancha, que era el templo mayor de los incas en Qosqo.

Como Wiracocha era un dios trascendente, no ubicable en el espacio, ambiguo (ni hombre ni mujer), superior al propio Sol que él había creado, se le representaba de muchas maneras, entre ellas como un ser humano con barba y vestido con una túnica en su propio templo de Raqchi.

La oración del sumo sacerdote decía: «Señor, esto te ofrecemos (una llama en sacrificio), para que nos tengas en tranquilidad y nos ayudes en nuestras guerras y conserves a nuestro señor el Inca en su grandeza y estado, y que vaya siempre en aumento y le des mucho saber para que nos gobierne».

Hay quienes piensan que la causa del fracaso de Huáscar fue su carácter grave e innovador. Ocupado siempre en asuntos de Estado, eludía las actividades sociales como salir a comer a la plaza pública –costumbre arraigada entre los incas–; eso le restaba popularidad dentro del estrato de la nobleza y lo alejaba del pueblo. Decían que Huáscar sería castigado por los dioses por introducir tantos cambios en la ciudad buscando corregir lo que él consideraba actitudes relajadas y sin sentido.

Entre otras cosas, el Inca mandó enterrar a los muertos y les quitó todo lo que tenían, que era lo mejor del reino, contrariando la costumbre religiosa inmemorial de que los muertos de la realeza debían ser servidos como si fueran vivos, dotándolos de vajilla de oro y plata. Es más, la mayor parte del personal de servicio, tesoros, alimentos, gastos y vicios estaban en poder de los muertos (y de los vivos que los atendían, pues esos sirvientes aprovechados interpretaban así lo que según ellos era la voluntad de los muertos. Cuando tenían deseo de comer o beber, decían que era deseo de las momias; si querían ir a visitar la casa de otros, decían que era costumbre que los muertos se visitaran los unos a los otros y hacían grandes bailes y borracheras. Algunas veces iban también a casa de otros vivos y estos a las suyas).

Huáscar también trató de acabar con las inmoralidades que fomentaban algunos sacerdotes y nobles que priorizaban la tradición antes que la lógica y el sentido común; todo ello le granjeó enemistades y más de una intriga palaciega.

Atahualpa envió sus saludos al recientemente coronado Sapan Inca Huáscar, acompañados de muchos y muy ricos presentes para la madre del soberano, Mama Ragua Ocllo, y su esposa, la coya Chuqui Huypa.

Atahualpa era un hombre joven de unos treinta y un años, con un cuerpo bien proporcionado, algo grueso y recio, rostro grande, hermoso y feroz. Sus ojos eran rojizos y brillantes. Hablaba con gravedad y reposo; era lúcido y juicioso, alegre, inteligente y comunicativo. Con los obsequios iba la petición de que su hermano le concediese el gobierno de Quito.

Huáscar accedió con cierto recelo, recomendándole que fuera cuidadoso, para lo cual le enviaría instrucciones precisas. Desde el primer momento las habladurías e intrigas entre parientes y con algunos rivales como Ullco Colla, señor de los Cañarís, que junto con el gobernador de Tomebamba aludían a una posible conspiración, le produjeron desconfianza y una intensa animadversión hacia su hermano, cuyos enviados recibía de manera desdeñosa.

Al poco tiempo, Huáscar mandó ejecutar a algunos personajes que consideró traidores, entre los que se hallaban un tío y un hermano suyo.

Entretanto, en el Norte se sublevaron los huancavilca, pero fueron rápidamente sofocados y casi exterminados por Atahualpa. Después se llegaría a decir que esa gente se había rebelado contra Atahualpa, quien los quería atraer a su propia causa.

Poco a poco llegaron los rumores, cada vez más intensos, de la belicosidad de Atahualpa, cuya ambición al parecer iba en aumento. Hasta se difundió la versión de que se había apoderado de las ricas andas que su padre Huayna Cápac dejó en Tomebamba, así como de las finas y delicadas ropas que se guardaban en los depósitos, argumentando haber sido designado por su padre, Huayna Cápac, antes de morir, como señor de esa parte del imperio, que sistemáticamente logró polarizar a su favor, ya fuera valiéndose de la persuasión o de la fuerza.

Después de consultar a sus consejeros y temeroso de un alzamiento de grandes dimensiones y funestas consecuencias que sumiría al imperio en una guerra civil, Huáscar solicitó la presencia de su hermano, pero este se negó a acudir a su presencia, aduciendo que le podría ocurrir algo infortunado por la cantidad de enemigos que tenía.

La reiterada negativa de Atahualpa de no comparecer delante del Inca fue la gota que rebasó la paciencia del emperador, quien vio en todo ello una verdadera ofensa a su autoridad. Fue entonces cuando dispuso la organización inmediata de una expedición punitiva.

Atahualpa gozaba de gran prestigio entre el grueso del Ejército y sus oficiales, que se hallaban acantonados en el Norte, y de los que recibió apoyo multitudinario, aclamándole por sus dotes de caudillo.

Huáscar, por su parte, dio órdenes para que un poderoso Ejército sometiera al rebelde, encomendando la jefatura del mismo al general Atoc, al que se le unieron las fuerzas de Ullco Colla con sus cañaris y tomebambas.

Atahualpa, conociendo la amenaza que se cernía sobre él, llamó a sus generales Calcuchimac y Quisquis, pero primero envió mensajeros al encuentro de Atoc para interrogarlo sobre sus intenciones. Al confirmarle que iba a ser apresado, se iniciaron cruentas luchas que produjeron una inesperada derrota en el bando quiteño cerca de Tomebamba, cayendo prisionero el propio Atahualpa, que fue conducido a prisión.

Una noche, cuando todo era algarabía por la rápida y sorpresiva victoria y la gente de guerra se encontraba de celebración, se produjo la fuga del hermano del Inca gracias a que una de sus mujeres le facilitó la barreta de cobre con la que él logró abrir una abertura en la pared. Esta mujer se había valido del soborno y de algunos bebedizos con los que adormeció a los guardias. Atahualpa afirmaría después que «gracias a la magia de su padre Sol se había convertido en serpiente escapándose así de su encierro».

En Quito volvió a agrupar a su gente para enfrentarse a una nueva batalla en la localidad de Riobamba, donde se produjeron muchísimas bajas por ambos lados. Esta vez Atahualpa fue el vencedor. Tomó prisionero al general Atoc, a quien ordenó torturar, y ordenó que se atravesara con flechas el cuerpo del jefe de los cañaris.

La guerra fue cruenta, con victorias y derrotas en ambos bandos. En un momento en que parecía que las fuerzas de Huáscar se imponían y salían en persecución de las diezmadas tropas rebeldes, el Inca, que se hallaba al frente de una parte de su Ejército, cayó en una trampa. Quisquis, el veterano general que servía a Atahualpa, en un acto suicida se lanzó con algunos de sus hombres contra la litera del monarca, haciéndole caer violentamente de las andas y tomándolo como rehén. Ya en prisión, Huáscar fue torturado horadándole salvajemente los hombros para introducir una soga de la cual se lo arrastraría.

Una vez se hizo nombrar Inca, Atahualpa ordenó terribles represalias contra la familia de Huáscar, que fue exterminada casi en su totalidad, degollándolos delante suyo para incrementar aún más su sufrimiento. En Qosqo se extendió la matanza empezando por los nobles leales al rey vencido, seguidos por otros de sus hermanos, algunos de los cuales tuvieron que huir o esconderse, y solo unos pocos fueron perdonados por ser muy jóvenes y encontrarse al cuidado de los restos de Huayna Cápac y de su wauke, el doble representado en un ídolo de piedra y oro que guardaba en su interior el corazón momificado del soberano fallecido para perpetuar su memoria y su energía.

En esos días también se persiguió y se dio muerte a muchos de los amautas o sabios maestros del conocimiento, así como a algunos de los quipucamayocs, que eran los lectores e intérpretes de los quipus, sistema nemotécnico consistente en cuerdas y nudos de colores donde se guardaba el registro de información del imperio. Se prendió fuego a los quipus, con la finalidad de hacer desaparecer los archivos de la Historia y así legitimar al usurpador Atahualpa. Durante la barbarie se destruyeron igualmente las tablas de madera que contenían grabados los tocapus o jeroglíficos incas, donde se relataban los orígenes y la Historia de los incas, así como de los antepasados wari, cuya confección había ordenado el Inca Pachacutec, y con ellos desaparecieron las claves de interpretación de los tocapus.

Aun tiempo después de haber sido hecho prisionero por las tropas españolas, Atahualpa pudo consumar su venganza. Una noche en Cajamarca, encontrándose muy alegre en compañía de algunos soldados europeos que lo retenían, miró al cielo y vio en el firmamento, en dirección a Qosqo, un cometa de fuego; se levantó y elevando su vaso como para celebrarlo dijo:

–Pronto habrá de morir en esta tierra un gran señor.

Tales palabras no eran sino la anticipación de sus deseos. Debía deshacerse rápidamente de Huáscar, pues temía que los viracocha pudiesen devolver el poder a su hermano. Ordenó asesinar de inmediato a su rival y, como símbolo de poder, bebió chicha, el licor de maíz, en su cráneo, al que había mandado previamente incrustar un kero o vaso de madera y un caño entre los dientes.

Igual suerte sufrieron más tarde otros dos de sus hermanos: Huaman Tito y Mayta Yupanqui. Encontrándose estos en Cajamarca pidieron licencia a Pizarro para ir a Qosqo, pero en el camino fueron asesinados por la gente de Atahualpa.

Con el primer viaje de exploración de Francisco Pizarro, en 1524, llegaron noticias de la costa norte, que pusieron sobre aviso al Inca Huayna Cápac acerca de la llegada de hombres blancos barbados. En estos primeros desembarcos esporádicos se contagió a los locales con la viruela, que de inmediato se extendió por todo el imperio causando terrible mortandad hasta la muerte del Inca en el año 1525. Pero fue en 1532, durante la guerra civil de los hijos del Inca, cuando Pizarro y su gente desembarcaron definitivamente en la zona de Tumbes y Piura. Al preguntar cómo se llamaba aquel lugar le contestaron que Virú (que era solo el nombre de un valle), que derivaría posteriormente en la palabra Perú y en la denominación de todo el territorio del imperio, cuyo nombre original era Tahuantinsuyo.

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9788416994304
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