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Ideas de crítica y arte en el Romanticismo y en Nietzsche

Colección Nexos

© Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín

Facultad de Ciencias Humanas y Económicas

Centro Editorial

© Silvio Mattoni

ISBN: 978-958-794-236-1 (digital)

Primera edición

Medellín, septiembre de 2020

Preparación editorial

Centro Editorial

Facultad Ciencias Humanas y Económicas

Sede Medellín

Corrección de texto: Daniel Pajón Toro

Diseño de la Colección Folios: Melissa Gaviria Henao

Diagramación: Melissa Gaviria Henao

Conversión a ePub

Mákina Editorial

https://makinaeditorial.com

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medio sin autorización escrita de la Facultad de Ciencias Humanas y

Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín.

Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia. Sede Medellín

701.1

M17 Mattoni, Silvio

Ideas de crítica y arte en el Romanticismo y en Nietzsche / Silvio Mattoni.--

Primera edición. -- Medellín : Universidad Nacional de

Colombia. Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, 2020.

1 recurso en línea (98 páginas). -- (Colección Nexos)

ISBN: 978-958-794-236-1 (ePub)

1. FILOSOFÍA DEL ARTE. 2. CRITICISMO EN EL ARTE. 3. ESTÉTICA.

4. ROMANTICISMO EN EL ARTE. 5. CRÍTICA LITERARIA. I. Título. Serie

Contenido

Prólogo

Durante el pasado mes de agosto, dejé atrás el final del invierno en la zona del continente en la que vivo y partí en busca de una región desconocida, en la que reina la primavera eterna. Tenía en mi equipaje una serie de notas acerca de dos temas de estética, que más bien parecían desembocar en cuestiones de crítica literaria, con el honesto propósito de dictar un breve seminario1 en la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Los temas eran tan amplios —ideas de literatura y arte en el Romanticismo alemán, la posibilidad de una estética en Nietzsche— que tuve que agobiar a mis oyentes con horas de monólogos, es decir, cumplir el papel de profesor: proferir, dar fe, responder con una vara cuando se es interrogado, etc. La sorpresa mayor fue la extrema atención con la que fui escuchado y el inmediato interés que los asistentes manifestaban por temas quizá demasiado europeos pero que armaban un singular diálogo sudamericano. Las notas se fueron transformando en un discurso, las paradojas de los autores que citaba en tentativas apasionadas de comunicación. Las páginas que siguen son apenas registros del fervor de una escucha que se reveló en mí, y para mí, como deseo de dar a entender antes bien cierta perplejidad que alguna clase de comprensión abarcativa o sintética de nombres, de libros que me acompañan hace ya bastantes años.

Añadí tan solo un epílogo, que se escribió antes, como una “comunicación” estricta para un evento lejano, pero que anunciaba la felicidad de viajar para encontrar al menos la promesa del pensamiento y ciertamente una escritura en el idioma que nos unía, en los dos extremos del continente, sin conocernos.

Que las huellas de algunas lecturas, el registro de un par de conversaciones prolongadas, cumplan también su función de símbolo, de partes que se juntan o se reconocen porque acaso estuvieron unidas siempre, en lo inmemorial de la lengua que nos sujeta y nos impulsó a pensar. Parafraseando a un jovencísimo autor, un crítico inconsciente traducido desde la noche de los tiempos, se trataría de proponer, aquí y ahora, apenas una serie en busca de ser frase: ideas, prosa, ritmo.

El hecho de que las ideas actuales sobre crítica y arte tienen su origen en el Romanticismo, luego reorientado hacia un más allá de la unidad metafísica de la naturaleza por Nietzsche, podría alcanzar para justificar su enfoque privilegiado en las lecciones que siguen. En el caso de las reflexiones del joven Schlegel, alrededor del círculo de Jena, las pruebas estarían a la vista, puesto que las consideraciones de Peter Szondi acerca de los géneros literarios y sobre la fundamentación de una teoría especulativa de la literatura, vale decir, sistemática, encuentran su núcleo y su base de sustentación en aquellos estudios y en aquellos fragmentos, completados, por así decir, por los esbozos de fragmentos en cuadernos publicados póstumamente. De tal modo, sin las reflexiones de Schlegel sobre una poesía universal, que significa a la vez única y absoluta, no se puede concebir la idea de literatura que va a sobrevolar, como un imperativo y una meta supremos, los dos siglos subsiguientes. Y en ese caso también se destaca el inédito papel que se le atribuyen en los fragmentos y los ensayos de la revista Athenaeum al género hasta entonces subalterno de la novela. De allí que nos dedicásemos a poner de relieve, en primer lugar, el problema de la función de la literatura, sus relaciones con la comunicación y con la formación, que marcan su tendencia a la indiferenciación con la filosofía. Pero luego, también, debimos destacar el sitio privilegiado de la novela en esa comunicación, que no es tanto la transmisión de un contenido sino más bien el conocimiento del otro, la intuición del otro. Lo novelesco entonces, que puede no pertenecer en principio solo a la forma de la novela, implica salir de sí, ponerse en el lugar del otro, para volver a sí con un reconocimiento de lo ajeno que asume un mayor grado de autoconocimiento. Tal dialéctica, apenas esbozada pero ya compartida por la sección filosófica y la sección filológica de Jena, unifica lo común y lo ajeno en el proceso de la formación de sí, que pasa por la comunicación.

Si la poesía es una sola, digamos, en tanto que expresa la existencia o el todo, en tanto que absoluta, no puedo conocerla solo, tengo que romper la limitación de una forma para intuir la serie infinita de las formas. Esta tarea comunicativa, y al mismo tiempo formativa, no puede separarse de dos actividades casi simultáneas: leer y escribir; a partir de las cuales se postula un mundo no del todo individual, ya que sobre estas actividades se conversa y se juzga. En ese sentido, la otra justificación más actual de la fundación romántica de la idea de literatura, la tesis juvenil de Walter Benjamin, acentúa el carácter crítico de la poesía romántica. E incluso allí la novela se presenta como el género moderno, no definible por una regla ni una tradición, que incluye su propia teoría. Lo que Benjamin traduce así: la novela, que tiene que inventar su forma en el proceso de constituirse, es la idea de la literatura, descifrando de alguna manera el enigma, ese fragmento que dice que la idea de la poesía es la prosa.

Pero la “Conversación sobre la poesía”,2 que expone y describe un modo de entender la literatura que se conecte con la vida, también despliega los caracteres de los integrantes del círculo de Jena. No solo se afirma allí la importancia de la novela para resolver diversas oposiciones, como lo antiguo y lo moderno, lo objetivo y lo subjetivo o lo ingenuo y lo sentimental, sino que antes se realizan observaciones sobre la historia de los géneros literarios, cómo fue posible entonces el surgimiento de la épica, la lírica y el drama, de una manera natural en la antigua Grecia, y de manera artística en la poesía universal de las lenguas nacionales. Cabe destacar entonces, en toda época literaria, las cumbres que no se deben ignorar si uno quiere verdaderamente formarse. Así, el Romanticismo conoce cada lengua para disolverla en su literatura: el italiano es Dante, el inglés es Shakespeare, el español es Cervantes, que son la única poesía “romántica” que se levanta frente a las formas griegas para delinear un horizonte que piense a la vez la naturaleza irrepetible y la conciencia infinita del sujeto. ¿Qué se puede hacer después? Precisamente, reflexionar sobre la promesa de una más amplia conciencia de la poesía que ensanche la vida, modifique las costumbres, haga posible el encuentro del saber con lo sensible.

Viene entonces el discurso entusiasta del filósofo del grupo, que afirma la unidad de todo lo que existe. ¿Se necesita acaso algo más para probarlo que la existencia de la ciencia de la naturaleza, la física, cada una de cuyas leyes es mística sin saberlo? En ella podría asentarse una nueva mitología, que cumpliera el papel de la antigua para toda la literatura griega, o sea convertir todos los poemas individuales en uno solo, pero en tanto que obra de arte más consciente de su doble origen, como naturaleza y como historia. Se vería tal vez así que filosofía y poesía son dos accesos a la unidad de la sustancia, su costado ideal y su costado real, presentados en forma de adhesión al concepto y de amor por el significante, como pensamiento y como ritmo. En este sentido, toda la “Conversación” se presenta como una serie de fragmentos significativos, como teorías de novelas, como caracterización de sujetos insoslayables.

Tras el historiador y el filósofo, como si anunciara su unidad en un nuevo objeto de reflexión, se confiesa el crítico literario. Su carta descubre además la superación de la simple lectura. Corriendo el velo lleno de arabescos de la ficción, aparece la verdad, que es una chica que quiere formarse, una joven filósofa y una futura poeta, a quien hay que enviarle las cartas de su emancipación. Por eso en las novelas habrá que entender algo más, no solo lo que se cuenta, sino también la singularidad de un estilo, que es un modo de vida. Lo que implica que si la novela absorbe y mezcla todos los géneros precedentes, para ofrecerlos a una meditación que enseñe el problema de vivir, un arte siempre inacabado de la ingenuidad espontánea y de la elaboración de los sentimientos, a su vez tiene que convertir todo lo que toca en una esperanza novelesca. Las cartas, las charlas, las confesiones, los diarios íntimos y las autobiografías serán la novela que la vida escribe sin llegar nunca al desenlace, cuando todos los personajes se reúnen en un palacio o en un parque, las muchachas recuperan su soberanía y los jóvenes escritores vuelven a tener enfrente las posibilidades prometidas de escribirlo todo, de nuevo, de una vez y para siempre.

Incluso un nombre puede serlo todo para todos, convirtiéndose en sistema. El autor, cada autor es una literatura, con sus épocas y géneros, su mitología, su unidad invisible que se conoce por fragmentos, como la obra en tránsito por medio de los poemas singulares. Es lo que un escritor contemporáneo, a posteriori de la unidad del absoluto romántico, puede seguir llamando una lectura “trascendental”: leer todo lo que escribió un autor, luego leer sus cartas, los testimonios sobre su vida, las biografías, finalmente, o al mismo tiempo, leer todo lo que se escribió acerca de él. Goethe, como autor del presente romántico, les brindaba esa función trascendental a los lectores de Jena, era un compendio, una constelación y un manual para el arte y la vida.

Entre las cuatro exposiciones del simposio organizado por las mujeres del grupo, se dan las discusiones, donde se oculta y se revela simultáneamente la cuestión de la diferencia de género: ¿deben las mujeres dedicarse a la filosofía?; ¿es formativo leer novelas o ir al teatro?; ¿hay un punto de vista tácito en la modificación de las costumbres, en la no fijación del amor y del interés? Pero la solución de los interrogantes, que podrían además multiplicarse, solo se brinda en forma de mitos antiguos, que quizá sean temas para escribir. Así, escribir según ideas no necesariamente sería llevar la literatura al terreno filosófico, sino también elevar su condición de cuento al rango de un modelo. Una de las mujeres de la “Conversación” propone volver a la historia de Níobe, la madre orgullosa que es castigada por expresar su amor. Uno de los varones recurre a Prometeo, el que crea su propia imagen sacrificando la vida, desafiando las leyes y el instinto de autoconservación. La última palabra la tiene un representante del autor, Friedrich Schlegel, quien menciona la fábula del sátiro Marsias, desollado por el dios del arte, demasiado inspirado como para alcanzar la técnica de la sobriedad. ¿Será posible una literatura reflexiva, teórica como la novela, que no abandone el entusiasmo, el rapto rítmico? El sueño de la novela en verso, como el proyecto de incluir poemas, cartas y confesiones en el interior del marco novelesco, no abandonará la continuidad de la tendencia romántica, a veces incluso disfrazado de retorno a una epopeya popular.

Pero el sátiro Marsias indica también que escribir según ideas no implica un imperio del proyecto racional sobre la poesía. El interés de la literatura, su transformación en un objeto de verdad, no contemplado estéticamente, habrá de volverse una pulsión, un instinto (Trieb), que Nietzsche devolverá al cortejo de Dionisos. No es sencillo construir una postura de Nietzsche sobre el arte. Nuestra segunda lección desarrolla algunos sitios, que son solo momentos, dentro de una justificación artística de la existencia en ciertos libros o fragmentos de libros. La pregunta con la que suspendía su acabamiento la “Conversación”, es decir, si sería posible un retorno de la tragedia, justamente por la operación filosófica de la literatura, tiene para Nietzsche la coloración de un origen anhelado, puesto que según él no hay progresión. Lo que existe no es más que un velo de lo trágico originario, el conocimiento artístico de la verdad, tal como la novela encubre el movimiento dramático de una vida que se termina y se repite siempre igual. No se trata entonces de una búsqueda de la felicidad, que estaría prometida en el arte, sino de un reencuentro con la unidad perdida, o bien con el deseo y la intensidad. Puesto que lo bello, la apariencia bella, es promesa de felicidad. La intensidad de la tragedia no puede ser simplemente un género del pasado, sino aquello que le otorga a la vida su brillo de un eterno comienzo. Nace un nuevo heroísmo, ya no bajo el castigo inexorable de los dioses, sino contra las fuerzas de una racionalización que solo cree en las cosas útiles o en la multiplicación de los bienes. La fe en el arte de Nietzsche, sobre todo en su juventud, no deja de prolongar entonces las tendencias románticas, pero en lugar de terminar, como estas últimas, en un saber universitario, en las lecciones que darán casi todos los integrantes del grupo de Jena, arranca en cambio desde la universidad en busca de un aire más libre. La filología se había separado tal vez demasiado de la vivencia filosófica, de las cuestiones últimas, y en ese extravío también había perdido su identidad con la poesía. Una crítica de la poesía que sea ella misma poesía, o una teoría de la literatura que no se diferencie en su forma de la literatura, son modos de afirmación a la vez poética y filosófica tanto en los románticos como en Nietzsche. De tal modo, en un apéndice final, damos cuenta de este parentesco en la inversión nietzscheana de la frase romántica: no solo la idea de la poesía, la reflexión oculta en el poema como su núcleo, es la prosa, se despliega en la crítica, sino que la buena prosa, la auténtica exposición artística, nunca se aleja de la poesía, del ritmo.

La sobriedad es una manera en que el impulso de la embriaguez llega a ser arte. Sin Apolo, Dionisos no hubiese generado la tragedia. Lo contrario es aún más comprobable, ya que un arte sin entusiasmo, puramente técnico, simétrico, mesurado y delimitado, se hunde en la banalidad y la reiteración. Pero ¿dónde se verifica la conjunción de lo apolíneo y lo dionisíaco más allá del momento único de la tragedia ática? Tal vez como un vestigio o un fulgor que persiste, en la experiencia del artista, a la vez presa de un impulso irrefrenable y dueño de cierta técnica, como una voluntad animada por lo involuntario, una espontaneidad sacudida por las medidas que le dan forma. En esa unidad del obrar consciente y del acto inconsciente, que los románticos llamaban “arte”, y por antonomasia “poesía”, se anuncia la justicia que Nietzsche le aplica a la estética, o sea la proclamación de un arte para artistas, no para el juicio del espectador. No obstante, si en todos se produce, para que sean hablantes y crean en una identidad aparente dada por el lugar de la enunciación, la unión artificial y natural de la lengua, única obra de arte de la naturaleza según Schelling, entonces está en cada uno esa experiencia conscienteinconsciente, la imaginación y el deseo, el fantasma, el símbolo y la imposibilidad de la muerte, es decir, el arte. Un arte para artistas, pregonado en otro momento por Nietzsche, no sería entonces un aristocratismo, como si solo los artistas pudieran juzgar sobre arte. Porque ya no hay nada que juzgar. “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno”,3 ocurrencia tardía de un epígono romántico, implica la misma sustracción del juicio como decisión, impone también el valor de la promesa y del disfrute. Para que la poesía pueda ser hecha por todos, para que se entienda que tal es el caso, todo arte debe tender a un círculo de artistas, donde cada cual está en trance de hacer, producir y crear, tal como la lengua lo produce continuamente en su discurso interior y en las palabras ajenas —todas lo son— que atraviesan el tubo de su cuerpo aún antes de hablar.

La reflexión sobre ese arte experimentable en todos y cada uno, en su impulso y en su medida, sería la filosofía. Pero ya no la del hombre conceptual que se distancia del vértigo metafórico del lenguaje, que se protege así del sufrimiento que afecta al intuitivo, al artista, sino una filosofía de la apariencia esquemática, apolínea, en su exposición más bella lógicamente, que sin embargo hace perceptible lo inimaginable, la locura de la verdad, la negación del individuo y su disolución en la pérdida del sentido, algo que no tiene forma pero que se acerca danzando, con sonido de flautas en la noche. De allí que la poesía y la filosofía sean dos maneras del mismo arte, dos aproximaciones a la lengua como obra de arte natural. El arrebato de la poesía solo se hace perceptible por la mediación de una forma asumida, por la mesura. No hay exceso sin una ensoñación del límite. No hay retorno al origen sin una intuición histórica, aunque sea una alucinación de las sombras del pasado.

¿No es acaso demasiada fe para el arte, demasiada creencia en la posibilidad de la poesía? Como última forma de la voluntad de creer, también el arte debe dejar de ser uno, tiene que multiplicarse. No ser entonces una sombra del dios único sino la producción de un retorno de los dioses, sueño y embriaguez desplegándose en una banda continua, la historia que vuelve a empezar. Tal pluralidad, como la inestabilidad de los modos de nombrar las sensaciones, que siempre desmienten y mueven las palabras, no niega ninguna ley, no hace más que afirmar la determinación variable de las vidas, el retorno continuo de los modos terrestres, de Dionisos y de Apolo, aunque no solo de ellos. El deseo y la fuerza de choque juegan también en la reaparición permanente de Afrodita y Artemis, de Perséfone y Atenea. En cierta etapa, Nietzsche pensará incluso que el arte, con su misterio de velar un vacío para mostrar la intensidad de sus efectos, existe para protegernos de tan aniquiladora verdad, como un consuelo supremo para la existencia mortal. Pero al final será más bien su ejercicio de salvación, la salud y la afirmación de una vida que quiere existir, que a cada palabra pronunciada, a cada sueño y a cada olvido, le dice que sí. El eterno retorno no es el de la farsa de la historia, sino la vuelta hecha de creación y destrucción de formas, la construcción de imágenes y el extravío del sentido. El siempre igual desvelamiento de su misterio infantil nunca está lejos del puro desgarro del mismo velo. La máscara del artista se descubre entonces como lo más cercano a la propia identidad, no el yo sino ese querer siempre lo que pasa, ese trance de desear que se convierte en hacer. Como última figura del heroísmo, el artista que no quiere decir nada, el personaje de una decadencia, cuyos dioses son apenas pulsiones, instintos y un conocimiento de la historia técnica, se refugiará en sus efectos, en el sentimentalismo que será su fe. Y en primer lugar el sentimentalismo que retorna para sí mismo, no en un “público”, siempre imaginario. Ahí lo dejará Nietzsche, con arrebatos de emoción crédula y caídas en la hipocresía, porque el artista luego se adueñará del filósofo danzante, convertido en Dionisos hasta el final, sin el auxilio de la máscara apolínea, sin libros por venir. Es el otoño de la filosofía pero es también la vuelta de la poesía, su otoño sentimental, lingüísticamente brillante, como el fechado por el poeta un 15 de noviembre de 1759, once años antes de nacer, que parece ser en verdad del 12 de julio de 1842, cuando en su altillo de una supuesta insania empezaba así Hölderlin o Scardanelli o Dionisos resucitado: “El brillo de la naturaleza es más alta apariencia, / donde termina el día con muchas alegrías, / es el año, que con esplendor se completa, / donde los frutos se unen a ese brillo dichoso”.4

Repito que los ensayos que siguen deben su forma, cierto inacabamiento de la exposición, al hecho de provenir de unas notas, bastante profusas, para las clases de un seminario. Aun cuando luego fueron reescritas a fin de completar algunas de sus lagunas, no abandonan su carácter de síntesis de los textos que citan, glosan y comentan. Su objetivo no era tanto interpretarlos, como puede ser el caso de esta introducción así como de su reutilización en el texto final de este volumen, sino más bien destacar sus momentos fundamentales y alentar a lecturas minuciosas de los escritos de Friedrich Schlegel al igual que de Nietzsche, poniendo de relieve su actualidad para una teoría del arte y una crítica literaria contemporáneas. Esa atención a los textos mismos se abstiene pues de proporcionar una historización detallada y una bibliografía crítica, conjeturalmente tendiente al infinito, de dichos autores.

S. M.

Córdoba, Argentina, septiembre de 2019

1. Se trató del Seminario “Enfoques filosóficos de la literatura y el arte”, realizado el 23 y 24 de agosto de 2018, y orientado principalmente a los estudiantes de la maestría en Estética.

2. Friedrich Schlegel, “Conversación sobre la poesía”, en El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán, eds. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012).

3. Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror (Madrid: Cátedra, 2008), 113.

4. Friedrich Hölderlin, Poemas de la locura (Madrid: Hiperión, 1978), 85.

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9789587942361
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