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Historias de Dunnet Landing

Sarah Orne Jewett

Traducción de Raquel G. Rojas


Primera edición: diciembre de 2021

HISTORIAS DE DUNNET LANDING contiene los relatos de Sarah Orne Jewett titulados, en su idioma original, «The Queen’s Twin», «A Dunnet Shepherdess», «The Foreigner» y «William’s Wedding». «The Queen’s Twin» apareció por primera vez en la revista Atlantic Monthly en febrero de 1899; «A Dunnet Shepherdess», en Atlantic Monthly en diciembre de 1899; «The Foreigner», en Atlantic Monthly en agosto de 1900; y «William’s Wedding», en Atlantic Monthly en 1910.

© de la traducción: Raquel G. Rojas

© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.

Publicado por Dos Bigotes, A.C.

www.dosbigotes.es

ISBN: 978-84-124023-3-9

eISBN: 978-84-124665-0-8

Depósito legal: M-30188-2021

Impreso por Ulzama

www.ulzama.com

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

El papel utilizado para la impresión de Historias de Dunnet Landing es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.

Impreso en España — Printed in Spain

Índice

La melliza de la reina

Una pastora de Dunnet

La extranjera

La boda de William

La melliza de la reina
I

La costa de Maine estaba hace años tan conectada con otros litorales allende el océano gracias a su activa flota de barcos mercantes que, entre los hombres y mujeres más ancianos, aún se encuentra una sorprendente proporción de viajeros. Cada cabo que se adentra en el mar con sus casas encaramadas en lo más alto y cada isla de una sola granja han enviado a sus espías a multitud de valles de Escol; a esas ventanas se asoman rostros sencillos y satisfechos cuyos ojos han visto puertos lejanos y han conocido los esplendores del Oriente. Esas gentes ponen en evidencia al cómodo viajero del Atlántico norte y del Mediterráneo: han rodeado el cabo de Buena Esperanza y desafiado los furiosos mares del cabo de Hornos en modestos barcos de madera, han criado robustos a sus hijos e hijas en estrechas cubiertas y fueron de los últimos descendientes de los pueblos del norte en aventurarse hacia costas desconocidas. Más que eso no se puede ofrecer a un joven estado para su ilustración y progreso; los capitanes de Maine y sus mujeres conocían el mundo y jamás confundieron sus parroquias de origen con el orbe entero, se sabían una parte de él; no solo habían estado en Thomaston, en Castine y en Portland, sino en Londres y en Bristol y en Burdeos y en los puertos de extrañas costumbres del mar de la China.

Un día de septiembre, llegando ya al final de una de mis estancias veraniegas en un pueblo llamado Dunnet Landing, en la costa de Maine, mi amiga, la señora Todd, en cuya casa me hospedaba, volvió después de un largo y solitario paseo por el campo con una mirada entusiasta, como si estuviera a punto de emprender una prometedora búsqueda en lugar de regresar de ella. Traía una cestita con moras suficientes para la cena y me la tendió para que pudiera ver que también había algunas frambuesas tardías desperdigadas por encima, pero no hizo ningún comentario sobre su expedición. Me di cuenta de que tenía algo mucho más importante que decir.

—No ha traído ni una sola hoja de nada —me aventuré a señalarle a esta experimentada herbolaria—. Ayer decía que los avellanos de bruja podrían haber empezado a florecer.

—Tal vez, querida —repuso ella con cierta altivez—, y no voy a negar que fuese así; no me he preocupado mucho de los avellanos de bruja. Lo cierto es que he estado de visita. Hay un viejo sendero indio que lleva hasta Back Shore atravesando el pantano de las garzas y que no puede transitarse en todo el verano. Hay que aprovechar ahora, cuando el terreno está seco, como hoy, y antes de que lleguen las lluvias del otoño. Ni se me había ocurrido hasta que ya estaba lejos de casa, pero me he dicho: «¡Sin duda, hoy es el día!» y he apretado el paso cuanto he podido. Sí, he estado de visita … Pero me he metido por un sitio que aún estaba encharcado sin darme cuenta, así que espere a que me ponga un par de medias secas, no vaya a ser que coja frío, y enseguida vengo a contárselo.

La señora Todd desapareció. Era evidente que algo la había fascinado. Tal era su aire de misterio y satisfacción que bien podría haberse tropezado con la leviatánica serpiente marina o las tribus perdidas de Israel. Se había ido poco antes de media mañana y ahora, mientras la esperaba sentada junto a mi ventana, veía el último resplandor rojizo de un sol ya otoñal llamear sobre las rocas grises de la costa y dejarlas frías de nuevo para tocar luego las lejanas velas de unas goletas de cabotaje que parecían, así, casas doradas construidas sobre el mar.

Me quedé esperando e imaginando más tiempo del que me habría gustado. La señora Todd se puso a encender la chimenea y a preparar las cosas para la cena, pero luego volvió enseguida y aún animada y afable tras el largo paseo.

—Hay una vista preciosa desde una colina, donde he estado —me dijo—. Sí, una bella panorámica tanto del mar como de la costa. No es tan elevada que se distinga desde muy lejos, pero lo que vale es su ubicación. Me he sentado allí un buen rato y le aseguro que la he echado en falta. No —añadió al momento como si yo se lo hubiera reprochado de viva voz—, no sabía que iba a ir cuando he salido esta mañana, solo me apetecía caminar y he cogido la cesta, pero ni siquiera sabía si volvería a tiempo para el almuerzo. Me ha parecido más sensato dejarle el suyo preparado por si acaso, espero que haya tenido suficiente, sí, no creo que se haya quedado con hambre.

—Por supuesto que no —le confirmé. Mi casera siempre desplegaba una prodigalidad especial con la comida cuando me dejaba sola, como si fuese una especie de ofrenda de paz o una afectuosa disculpa.

—¿Conoce esa colina que tiene una vieja casa en lo alto, más allá del pantano de las garzas? Me disculpará si me entretengo en explicárselo —se excusó la señora Todd—, pero sé que no es usted tan dada a adentrarse en el campo como a explorar el litoral. Verá, hay un camino que lleva directo hasta allí, aunque hoy en día hay que buscarlo con atención para dar con él; era una ruta de los indios del interior para bajar a la orilla y llegar a las islas. Los viejos del lugar dicen que había un sitio, por entre unos riscos, donde habían dejado un sendero bien marcado de tanto pasar de acá para allá con esos mocasines que calzaban, pero yo nunca lo he encontrado. Y este que le digo está tan asilvestrado en algunos tramos que es fácil perderlo entre los arbustos y cuesta volver a encontrarlo, pero va bastante recto teniendo en cuenta la disposición del terreno y yo me mantengo atenta al sol y al musgo que crece a un lado de los troncos de los árboles. Algún arroyo ha debido de quedarse estancado y el pantano es más grande que antes. Sí, me he metido bien, ¡menudo paraje!

Mostré mi preocupación. La señora Todd ya no era tan joven y, a pesar de su constitución robusta y su buen ánimo, yo sabía que de cuando en cuando la aquejaban ciertos achaques y que algún día estos terminarían por dejarla coja y débil.

—No se preocupe por mí —insistió mi amiga—. Quedarme quieta es la única forma que encontrará el Maligno de sacarme ventaja. Mientras siga moviéndome, tendré por delante otros veinte veranos y otros tantos inviernos. No sé por qué, pero nunca le he mencionado a la persona a la que he ido a ver. Por lo que sea, nunca le he hablado de Abby Martin, y eso que pienso en ella a menudo, pero lo cierto es que vive muy lejos y ya llevaba sin verla tres o cuatro años. Es una mujer muy interesante y nos conocemos bien; más próxima a mi madre por edad que a mí, pero de espíritu joven. Me ha preparado una buena taza de té y creo que me habría quedado allí a pasar la noche si hubiera podido avisarla a usted para que no se preocupase.

Entonces se hizo un profundo silencio antes de que la señora Todd hablara de nuevo para anunciar en tono muy solemne:

—Es la melliza de la reina.

Y se quedó observándome para ver cómo reaccionaba.

—¿La melliza de la reina? —repetí.

—Sí, ha llegado a profesar un auténtico interés por la reina y cualquiera puede entender por qué. Nacieron el mismo día y le sorprendería saber cuántas otras cosas tienen en común. Hoy me ha contado algunas y da la impresión de que nunca ha hecho otra cosa que leer historia. He visto más que nunca el fervor que siente al respecto. Ya la había oído muchas veces aludir a todos esos detalles, pero ahora que ha llegado a la vejez y ya no tiene que apurarse por el trabajo, se diría que vive ensimismada en sus pensamientos, como sucede a menudo, y le aseguro que no le hacen poca compañía. Si quiere saber algo sobre la reina Victoria, la señora Abby Martin se lo puede contar todo. Y las vistas desde esa colina de la que le hablaba antes son una maravilla; merece la pena ir a visitarla solo por eso.

—¿Cuándo podrá usted volver? —le pregunté entusiasmada.

—Tal vez mañana —contestó la señora Todd—. Sí, tal vez mañana, aunque supongo que sería mejor tomarme un día para descansar. Me lo he planteado de camino a casa, pero he venido tan deprisa que no me ha dado mucho tiempo a pensar. En carro es un trayecto larguísimo; hay que llegar hasta las viejas tierras de los Bowden y desviarse a la izquierda, por una carretera eterna y muy complicada, y encima hay que volverse nada más llegar para estar en casa otra vez antes de las nueve. Yendo campo a través, sin embargo, da tiempo de sobra hasta en los días más cortos y se puede disfrutar de una agradable visita de una hora larga o incluso dos. Son apenas unos kilómetros y el paisaje es precioso. Antes había un puñado de buenas familias por allí, pero unos han muerto y los demás se han dispersado, de modo que ahora la pobre mujer no tiene vecinos cerca. No le digo más que se ha echado a llorar de felicidad al ver llegar a alguien. Le gustará oírla hablar sobre la reina, pero sobre todo, mientras estaba allí, dos o tres veces he pensado que seríamos su única compañía en mucho tiempo.

—¿Podríamos ir pasado mañana? —pregunté anhelante.

—Me parece perfecto.

II

Uno nunca puede estar tan seguro de que hará buen tiempo en Nueva Inglaterra como en esos días en que una pertinaz tormenta con viento del este se ha llevado las cálidas nieblas de finales de verano y ha enfriado el aire de modo que, por mucho que brille el sol durante el día, las noches se van cubriendo de escarcha. Había un fresco relente en el aire de la mañana cuando la señora Todd y yo salimos de casa y cerramos la puerta a nuestra espalda. Ese día desplegamos velas en tierra y nos echamos al campo como se hace uno a la mar. Cuando llegamos a lo alto de la colina que hay detrás del pueblo, parecía que hubiésemos rebasado los peligrosos bancos de arena de la bahía y que por fin estuviéramos a nuestras anchas en aguas abiertas.

—¡Ya está! —proclamó la señora Todd respirando muy hondo—. Ahora sí me siento a salvo. Con este tiempo es muy fácil que alguien venga a la costa a pasar el día. Desde que me he levantado esta mañana, tenía la sensación de que la señora de Elder Caplin, de North Point, no andaría muy lejos, y no quería que entorpeciera nuestros planes. Es toda una experta en el arte de hacer visitas; se dedicará a ir de casa en casa desde ahora hasta Acción de Gracias, pero en Dunnet va a muchos sitios y, si yo no estoy, llamará a la siguiente puerta. También he pensado que podría venir madre, y eso es un gusto, pero he subido calle arriba esta mañana para echar un vistazo, antes de que se levantara usted, y no había señal alguna del bote. Si no habían salido a esas horas, ya no lo harán, tal y como está la marea; además, he visto a un montón de pescadores de caballa en dirección a Green Island que entretendrán a William. No, ahora estamos a salvo y, si madre viene mañana, tendremos más cosas que contarle. La señora Abby Martin y ella son viejas amigas.

Bajábamos por las amplias laderas de pasto hacia las oscuras arboledas y matorrales del valle que se extendía hacia el norte como una indómita tierra virgen; las brumas tempranas aún empañaban gran parte de los colores y hacían que las tierras altas que quedaban más allá pareciesen un mundo muy lejano.

—No está tan lejos como parece desde aquí —dijo mi compañera para animarme—, pero tampoco podemos perder el tiempo.

De modo que aceleró el paso y fue abriendo el camino con energía y enseguida nos metimos en el viejo sendero indio —que atravesaba claramente la hierba de aquellos pastos que llevaban tanto tiempo sin ararse— y lo seguimos entre las achaparradas píceas. Allí la tierra era firme y oscura y las finas ramas de los árboles formaban una umbría techumbre sobre nosotras. Caminamos un buen rato sin hablar; a veces teníamos que apartar las ramas y a veces los árboles eran más altos y el camino se ensanchaba. Era un bosque solitario, sin pájaros ni otros animales; no se veía ni un conejo, ni un solo cuervo que sobrevolara y rompiese el silencio.

—Dudo que la reina haya visto alguna vez un sendero tan solitario —comentó la señora Todd como si siguiera los derroteros de mi pensamiento.

Nuestra visita a la señora Abby Martin parecía concernir, de un modo un tanto extraño, a los grandes asuntos de la realeza. Iba yo discurriendo sobre los paisajes ingleses, las imponentes colinas de Escocia con sus solitarias casas de campo y sus apriscos de piedra y los rebaños errantes en los altos pastos nublados. A menudo me había llamado la atención el vivo interés y las alusiones tan familiares a ciertos miembros de la Casa Real que uno podía encontrar en las lejanas tierras de Nueva Inglaterra; si es que los viejos instintos de lealtad personal han sobrevivido a los nuevos tiempos y a las vicisitudes nacionales o si se trata solo de que el carácter y la disposición de la reina le han granjeado simpatías a pesar de la distancia, me resulta imposible decirlo. Sin embargo, oír hablar de una hermana melliza era la prueba de intimidad más sorprendente de todas y debo confesar que mi imaginación estaba de lo más exaltada durante aquel paseo matutino. Figurarse que a una la presentaban en la Corte al modo tradicional era, aún entonces, bastante común.

III

La señora Todd iba columpiando su cesta como una colegiala mientras andaba y, en ese momento, se le escapó de la mano y rodó ligera por el suelo como si estuviese vacía. Yo la recogí y se la devolví y ella enseguida levantó la tapa y comprobó preocupada el interior.

—No llevo mucho, pero no quiero perderlo —se justificó con modestia—. Suerte que la otra la ha cogido usted si la mía había de salir rodando. La señora Martin se lamentaba de que no tenía suficiente seda rosa para terminar uno de sus marquitos y se me ha ocurrido traerle un poco, además de un manojo de hilo dorado que tenía en una caja desde hace veinte años. Nunca he sido de las que hacen labores muy elegantes, pero todos estamos expuestos a dejarnos llevar por las modas. También traigo un hatillo de hierbas muy selectas y cuidadas con mucho esmero; la animarán y le abrirán el apetito cuando llegue la primavera. El otro día me dijo que el clima de la primavera le resulta agotador y que ya empezaba a temerlo. Madre es igual y, si pudiera hacer que tomase alguno de mis remedios a tiempo, notaría una gran diferencia, pero empeora antes de que pueda enterarme siquiera y luego viene William a decirme, entre suspiros y lamentos, lo débil que está. «¿Por qué nunca te acuerdas de las hierbas cuando yo me aseguro de que no le falten?», le reprocho, porque me enerva, y entonces se vuelve a ir, enfurruñado por demás, a coger el bote. Y no vuelvo a saber nada de ellos hasta que madre viene para asistir al oficio, con ganas de hablar con todo el mundo y sintiéndose una chiquilla. El caso de la señora Martin es muy parecido, pero ella no tiene a nadie que la atienda. William es un poco torpe, pero ve ahí, un William es mejor que nada cuando se llega a la edad de la señora Martin.

—¿No ha tenido hijos? —le pregunté.

—Y no pocos —repuso ampulosa la señora Todd—, pero algunos se le han ido y los demás están casados y tienen su vida. Nunca ha sido muy buena invitada. No sé, tal vez podría decirse que la señora Martin es un poco peculiar, incluso con su familia. Ni siquiera en casa de sus hijos parece encontrarse a gusto. Una vez oí a una de sus nueras decir que, si pudiese elegir entre las dos, preferiría una visita de la reina, pero yo nunca he pensado que Abby fuera tan difícil. A mí me gustaba que viniese a vernos; tal vez era un poco ceremoniosa, pero muy agradable y alegre si tenías la delicadeza de tratarla a su manera. Siempre he creído que sabría vivir con las gentes de alcurnia y que se sentiría más cómoda con sus modos y costumbres. La mujer de su hijo lleva de maravilla el trabajo de la granja, hospeda a un buen puñado de hombres durante la siega del heno y ahí está en su elemento. No digo que no sea una buena mujer, e inteligente, pero sí algo ruda. Cualquiera con un carácter más refinado y meticuloso, como la señora Martin, la haría cohibirse. Hay todo tipo de gente en el campo, al igual que en la ciudad —concluyó por fin muy seria la señora Todd, y yo asentí igual de solemne.

Ya habíamos dejado atrás las espesas arboledas y el sol brillaba claro en lo alto del cielo, la bruma de la mañana se había disipado y una tenue neblina azul suavizaba el horizonte. Según subíamos la colina desde la que íbamos a contemplar el paisaje, parecía un día de pleno verano. Había una casa muy vieja en la cumbre, orientada al sur, apenas un cascarón abandonado con los huecos de las ventanas vacíos que parecían ojos ciegos. La hierba helada se agolpaba a su alrededor como un pelaje marrón y la única rama retorcida de un lilo colgaba con sus hojas verdes junto a la puerta.

—Vamos a tomar un buen trozo de pan con mantequilla —dijo la comandante de la expedición— y luego dejaremos la cesta colgada de algún gancho dentro de la casa, fuera del alcance de las ovejas, y así tendremos en qué entretenernos cuando volvamos. La señora Martin ya habrá terminado de almorzar cuando lleguemos, pero querrá ofrecernos un té y debemos terminar la visita y ponernos en marcha de nuevo no mucho después de las dos. No quiero tener que cruzar otra vez ese valle cuando ya haya empezado a refrescar y me parece que a última hora podría nublarse.

Frente a nosotras se extendía un magnífica vista costera. Las tonalidades otoñales ya alegraban el paisaje y aquí y allá, al borde de una oscura extensión de abetos puntiagudos, se alzaba una hilera de coloridos arces rojos como flores escarlata. Ni el lejano mar azul ni las grandes ensenadas se veían perturbados por el más mínimo viento.

—¡Pobre tierra esta! —suspiró la señora Todd cuando nos sentamos a descansar en el desgastado escalón de la puerta—. He conocido a tres buenas familias, gente muy trabajadora, que llegaron aquí orgullosas y llenas de esperanza e intentaron sacar adelante esta granja, pero pudo con todas ellas. Hay una parcelita que es excelente para las patatas si dejas descansar la mitad cada año, pero la tierra siempre está hambrienta. Y, sin embargo, mire los abetos y las píceas que suben por toda la colina tan verdes y robustos; ¡campan a sus anchas! A veces parece que la naturaleza se pusiera celosa de un lugar determinado y quisiera hacer con él lo que le da la gana. Ya lo verá; con las heladas y la humedad hará su propia labranza y plantará lo que quiera y esperará sus propias cosechas. El hombre no puede hacer nada al respecto, por mucho que lo intente. ¡Le aseguro que esos arbolitos se las gastan muy en serio!

Miré ladera abajo y temí que nosotras mismas pudiéramos acabar rodeadas y vencidas si nos entreteníamos demasiado. Aquellos vigorosos arbolitos tenían una pujanza, una tenacidad y una fiereza que ponía en jaque a la débil naturaleza humana. Una sentía una repentina compasión por los hombres y mujeres que habían acabado derrotados tras una larga lucha en ese solitario lugar; un súbito temor ante las apremiantes e indomables fuerzas de la naturaleza, como en medio de una tormenta arrolladora.

—Me acuerdo de cuando los lugareños rehuían esos bosques que acabamos de atravesar —siguió diciendo la señora Todd con voz grave—. Ni los hombres se atrevían a adentrarse allí solos; si el ganado se extraviaba en la espesura, reunían cuanta ayuda podían encontrar e iban juntos. Decían que era fácil desorientarse y que antiguamente se había perdido gente. Supongo que aún pervivía un miedo considerable de los tiempos de los indios y los desgraciados días de la brujería, pero sea como sea yo he visto achantarse aquí a hombres valientes. Unas cuantas mujeres de la familia de Asa Bowden salieron una tarde a recoger bayas, cuando yo era una chiquilla, y se perdieron y estuvieron allí toda la noche. Las encontraron ya avanzada la mañana al día siguiente, apenas a un kilómetro de sus casas, muertas de miedo y diciendo que habían oído lobos y otras bestias suficientes para una caravana. ¡Pobres criaturas! Al final fueron vagando hasta una especie de hondonada entre unos alisos y una de ellas quedó tan afectada que jamás se recuperó y fue cayendo en un lento declive. Fue como esas personas que se ahogan en medio metro de agua, sufrieron una angustia terrible. Hay quienes nacen con miedo a los bosques y a los lugares agrestes, pero debo decir que yo siempre me he encontrado en ellos como en casa.

Miré de reojo la expresión resuelta y confiada de mi compañera. La vida se manifestaba en ella con gran vigor, como si alguna fuerza de la naturaleza se hubiera personificado en esta mujer de corazón sencillo y la hubiera emparentado con las antiguas deidades. Podría haber recorrido los primitivos campos de Sicilia; sus recias faldas de guinga podrían doblegar en ese mismo instante los esbeltos tallos del asfódelo y perfumarse con el tomillo hollado a su paso en lugar de la hierba parduzca y barrida por el viento de Nueva Inglaterra y la vara de oro mordida por la escarcha. Era un gran espíritu, la señora Todd, y yo su humilde discípula cuando seguimos camino para ir a visitar a la melliza de la reina, dejando la alegre vista del mar a nuestra espalda y descendiendo hacia una ladera más baja por entre los predios y los pastizales secos.

Las granjas tenían todas un aspecto envejecido, aunque el asentamiento era, después de todo, muy reciente. Las cercas ya mostraban un estado precario y parecía como si el primer impulso de la agricultura se hubiera agotado pronto y sin esperanza de renovación. Las mejores casas eran siempre aquellas que tenían algún dominio sobre las riquezas del mar; cualquiera que no pudiese guardar un bote de pesca en alguna ensenada vecina quedaba lejos de tener aseguradas las comodidades de la vida diaria. La tierra, por sí sola, no bastaba para vivir de ella en esa región pedregosa; pertenecía por derecho al bosque y al bosque retornaba rápidamente. Desde lo alto de la colina en la que habíamos estado descansando se veía la prosperidad en la distancia, donde la tierra era buena y el sol brillaba sobre pingües graneros, y casas de aspecto cálido, con tres o cuatro chimeneas, se alzaban firmes en sus collados por encima de la bahía.

A medida que nos acercábamos a la casa de la señora Martin, era triste ver qué pobres campos llenos de arbustos y qué viviendas estrechas y desoladas habían abandonado aquellos que en su día eligieron esta desalentadora región del norte para establecer su hogar. Al cruzar el último, llegamos a un angosto camino desgastado por la lluvia y la señora Todd parecía entusiasmada y expectante y dijo que ya casi estábamos al final del viaje.

—Espero que la señora Martin la invite a entrar en el salón, donde tiene todas las fotografías de la reina. Sí, es probable que la invite, aunque no a todas las visitas las considera dignas de verlas, ¡se lo aseguro! —añadió en tono de advertencia—. Lleva coleccionándolas y recortándolas de los periódicos desde ni se sabe y, cuando se enteraba de que alguien iba a zarpar para Inglaterra, se las ingeniaba para darles algo de dinero y pedir que le consiguieran el último retrato que se hubiese hecho. Tiene cubierta casi toda la pared del salón y mantiene la estancia cerrada como un santuario. «No le negaré que tengo mis favoritas», me dijo el otro día, «¡pero me parecen todas maravillosas!». Y a todas les ha hecho unos preciosos marquitos, que ya sabe usted que siempre hay alguna moda nueva en esto: primero fueron las conchas marinas, luego las piñas, las cuentas también tuvieron su momento y ahora le interesa mucho el cartón perforado decorado con sedas. ¡Le aseguro que ese salón es un verdadero espectáculo!

Mi amiga pareció quedarse unos segundos reflexionando y luego continuó:

—Aunque no debe esperar nada elegante. La señora Martin siempre ha vivido sin muchos posibles. Tenía expectativas para sus hijos, pero ellos siguieron el ejemplo del padre y guardaban poco para sí mismos. Hizo un matrimonio modesto y poco más, por muy halagüeño que ella considere oportuno pintarlo. Ha sido una mujer paciente y trabajadora toda su vida, y siempre muy por encima de las quejas o los comentarios mezquinos sobre otras personas. Supongo que todo este asunto de la reina la habrá ayudado a superar muchos escollos. Sí, podría decirse que Abby ha sido una esclava, pero no hay ningún esclavo que no tenga un resquicio de libertad.

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