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6
El 29 de febrero ya estaban todos en Madrid. Crispo fue el último en llegar. Entró al Pigalle con sus dos maletas. Encontró a Barto en la taquilla, barriendo el piso.
—¿Qué tal? —saludó el pequeño.
—Bien. Acompáñame arriba si quieres.
Emprendieron la escalada por la dorada vía, tan brillante antaño, tan fotografiada, tan cansada de subir.
—¿Cuándo habéis llegado? —pregunta funcional para recién llegados.
—El otro día —respuesta multifuncional para todo uso.
Y los dos hombres ascendían, hollando los escalones por los que corretearon de niños y de los que huyeron en cuanto pudieron. Por dar calor al reencuentro y porque el tema le preocupaba, Crispo salió con lo del cobijo.
—¿Dónde me meto?
—Donde quieras. Sitio y basura es lo único que sobra.
Barto sacó un neceser de baño de un bolsillo de su bata, como para ejemplificar su asentamiento en su nueva residencia (que no era sino la vieja).
Llegaron al tercer piso. Barto cogió la ruta de una puerta que permanecía cerrada. Tras tres eles llegaron a una sala en la que ya olía a ropa amontonada, a aceite al fuego, a suavizante y a sudor entreverado en las tapicerías: el olor a hogar. Un sofácama abierto, con la colcha tersa y el embozo de las sábanas listo, daba más señas. Varios percheros de guardarropía conformaban un vestidor, repleto de prendas femeninas. Mientras alineaba unos zapatos, Barto dijo:
—Para nadie va a ser plato de gusto vivir donde vivía papá. Pero así ahorramos. Este es mi chalé. Hay dos docenas de habitaciones para que elijas.
Los enseres los había encontrado por ahí, pero mañana ya le traían los suyos de Toledo. Crispo, que había abandonado su jergón de gomaespuma en su vivienda de pueblo, expresó su preocupación por hacerse con una cama y una silla.
—No te desvivas —dijo Barto—. Aquí hay mobiliario hasta para encender la chimenea.
Barto abrió una de las puertas laterales, porque su nueva casa contaba con dependencias para todo menester.
—Ven, que te enseño el resto —le dijo.
La puerta daba a una estancia donde cogían polvo varios trastos teatrales y otros cachivaches escenográficos. En una banda de la sala, Barto había organizado una cocina con una placa eléctrica, una fresquera y un arsenal de productos de droguería. Una vieja mesa de ping-pong —Ausias llenó el Pigalle de antojos para su distracción y la de los suyos—, ocupaba el centro del espacio.
En torno al verde tablero, una mujer de treinta y seis años acariciaba la nuca de un niño de seis. Leían un libro de colorines con el que el pequeñín se hacía con las primeras letras. Una melitta humeaba junto a un microondas.
—«La vaca nos da... lecho» —leía el niño, con la hermosura del tropezón en el empeño.
—Lecho no, leche —corrigió la mujer.
Crispo se sintió imantado por ella desde el principio. Si hemos de creer esa teoría de la atracción según la cual opera en nosotros una suerte de gestáltica de la apetencia que asigna patrones morfológicos de deseo a cada bípedo racional, entonces a Crispo le pasó todo eso. Si la estructura formal de ella era una botella de resolí, con sus recovecos en forma de casas colgantes de Cuenca, las ganas de Crispo eran el resolí de dentro: así de bien se amoldaban las plantillas de su instinto a la forma, a la expresión y a las hechuras (ya comprobaría al acercarse que también al olor y a la borrachera feromónica) de ella. Y en cuanto al niño, Crispo, sencillamente, se creyó por un momento la barbaridad de que era suyo. De que la existencia de la criatura se le había olvidado durante algunos años, pero que era suyo.
—¿Quién es? —preguntó Crispo a Barto, intentando parecer natural.
—¿Esa? Mi mujer. Y el de al lado, el crío. El mío, vamos.
Ella levantó la vista y reparó muy sonriente en Crispo. Fue su saludo, que le supo a Crispo más rico que dos besos cualquiera.
—Laura, se llama. Dice que quiere actuar.
La mujer madre se levantó, y se fue a dar a Crispo dos besos que a él le supieron más rico que nada.
—¡Desde que era como este! —Y señalaba Laura a su hijito—. Me encanta lo del teatro. «¡Silencio, se actúa!»
De esta guisa presentó la esposa su dulce simpleza, con remoquete oído en váyase a saber qué tertulia cultural. A Crispo la fórmula le pareció entrañable e ingeniosa, así iba navegando en su alienación amorosa.
«Qué memez», pensó Barto, admirándose de la envergadura de tamaña bobaliconada.
Crispo besó a su cuñada, besó a su sobrino, aspiró el perfume del café de la melitta y sintió unas ganas tremendas de jugar al ping-pong con el chavalín. Contó que se llamaba Crispo y que era el pequeño de los hermanos. Tuvo que ser Laura quien presentara a su hijo, porque a Barto se le pasó.
—Este es Ismael.
—No veas para encontrarle plaza en un colegio a mitad de curso —se quejó Barto.
Ismael le preguntó a su madre al oído si ese sujeto que aparecía sonriente era lo que venían llamando en casa «un tío» desde hacía tres semanas escasas, y que si así tenía que llamarle al dirigirse a él. Laura le contestó que sí.
Crispo, urgido por parecer hombre abierto y amistoso, se arrancó a alabar la organización del nuevo hogar.
—Tenéis de todo, oye —dijo reparando en un tendedero de tijera para interior.
—Bueno, hay que amoldarse —respondió Laura, que no se percataba del efecto que su sonrisa estaba provocando en su cuñado—. Son ya casi las ocho —continuó—. Qué nervios, la primera reunión de la compañía.
Fascinada por la cosa de la escena, en contrapunto dramático y dramatúrgico con cómo lo veían su marido y sus cuñados, Laura relinchaba de entusiasmo por la nueva tesitura: la de la máscara, el arlequín, la candileja y otras varias cursiladas que a los Susmozas repugnaban. De apellido Perellón, Laura llegaba al Pigalle con los baúles de su cabeza repletos de una inexplicable veneración por todo lo que oliera a arte, expresión, creatividad, cultura y todas esas palabras manoseadas cuyo uso encomiástico en tantas ocasiones delata al sujeto de ortografía cómica y vergonzante nivel de conocimientos. Ilusión era lo que no le faltaba. Llamar «compañía» a aquella pobre familia desahuciada era, o no haber entendido lo que estaba pasando, o tener desbocados los mecanismos del empuje y la exultación.
—Esta tarde viene Argi. Que no nos vea aquí —pidió Barto con gestos de evacuación.
—¿Cuál es la casa de Argi? —Crispo se iba haciendo planes sobre su establecimiento en el Pigalle infinito y no quería un área cercana a la de su hermano mayor.
—Ninguna. Está en un hostal. No le hemos dicho nada sobre lo de vivir aquí. Ya sabes cómo es.
Argi caía mal, empeñado siempre en una rectitud que lo convertía en un recto pelma. En efecto, se había instalado en un hostal de la calle Príncipe, entendiendo que el hecho de que su padre y ellos moraran en el teatro durante años era tan ilegal como tantas otras cosas que viera.
—Sí, mejor que no nos pille —afirmó Crispo—. Supongo que si se entera de que estamos aquí metidos nos sale con que si la ley de bienes inmuebles prohíbe habilitar un teatro para uso residencial, etcétera, etcétera.
—Pues sí.
—Dice que tiene localizada una obra que podría funcionar —explicó Laura.
Crispo estaba tan fuera de todo que a la voz «obra» asoció los conceptos «reforma», «albañil», «retabicado», «bote sifónico», «enlucido enrasado», contingencias de esas.
—¿Un obra? ¿Tenemos dinero para eso?
—Una obra, Crispo. Una obra de teatro —dijo Laura.
—Ah. Claro. Se me olvida que tenemos que estrenar. Se me olvida todo el tiempo.
Le había llamado por su nombre por vez primera. Le sonó a gloria. Se acomodó en una inmensa estancia y encontró problemas con la lámpara, con la cama, con el cierre de la puerta, con el aseo. Pero Laura le había llamado por su nombre.
7
El escenario del Pigalle olía a catedral: a exudantes maderas de retablo añejo al olfato de cualquiera, pero a retestinadas babas de beata a las narices de los Susmozas. Toneladas de poleas en los altos de bambalinas se enmarañaban como los cables de una máquina inservible. Sogas y cabos descendían hasta el entarimado del piso, pidiendo cuellos que ajusticiar. Sobre el escenario, bastidores y paneles reproducían un muro con restos de hiedra, una chimenea calcinada, la línea de cielo de una ciudad... El ciclorama resistía, tan desgastado que parecía hecho de papel cebolla.
Y estaban los cachivaches, siempre cachivaches, inundándolo todo como en una planta de reciclaje, coincidentes en el absurdo: una bici con sidecar, un cristal negro, un cañón de papel, una rueda cuadrada. La guía telefónica de Belgrado, dos mil peines de un hotel de Sintra, muchos libros guardados en los electrodomésticos. Cientos de bolis Bic sin tinta, limpios de palabras. Una lata de sardinas sin abrir en el fondo de un acuario, los videojuegos Atari, una bañera hasta arriba de alfileres. Docenas de calendarios por las paredes, paralizados por el tiempo como un reloj de arena con su gravilla anegada en alquitrán.
Sobre el escenario, todos los hermanos, más Laura, celebraban su primera reunión. Combatían el frío en torno a una mesa de borriquetas, con los abrigos puestos, componiendo una desazonadora estampa de desubicados que andan a verlas venir. Se alumbraban con las luces de sala, porque de los mil poderosos focos de otrora no quedaban más que dos faroles con los filamentos de las lámparas a medio morir. Ausias había arramplado hasta con la luminotecnia, que había liquidado y derrochado por las mismas.
Argi dirigía como un sargento de reenganche, Barto pugnaba por hacer valer su experiencia de administrativo y Crispo desestabilizaba los ánimos de todos con su distanciamiento de escéptico de pacotilla, que lo es por inútil más que por propia convicción. Laura soltaba grititos de fe y poesía podrida. A la media hora de reunión, y tras sembrar ladinamente las dudas que su propuesta iba a despejar, Argi sacó a colación el tema del título a producir.
—Porque, claro, yo pensaba: ¿qué vamos a montar? ¿Una de Shakespeare, que todo el mundo sabe ya cómo acaba? Y me dije: pues no. Y os he traído esto.
Sacó de su macuto de nailon un libreto encuadernado en espiral, cuya contraportada exhibió ante la patulea de extraños que formaban su familia. Laura saltó entusiasta.
—Igual la he leído. ¿De qué va?
—El título lo dice todo —respondió Argi.
Argi giró la muñeca y mostró la portada. En grandes letras, el tal título se enseñoreaba gigante en el fondo y en la forma: LA VIDA, nada menos. Más abajo venía el nombre del autor, Klaus Falkenhayen, y el de su traductor, Argi Susmozas.
—Es apasionante.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Crispo mirando el libreto con desprecio.
—La encontré hace años, estudiando la gran cultura alemana para completar mi formación —dijo Argi mientras picaba unos snacks—. Y me la traduje a ratos perdidos.
—Caramba —dijo Laura, mostrando interesado interés—. Ha tenido que ser arduo, pero arduo.
—La trama es de lo que no hay —explicó el Susmozas mayor—. Es dramática, pero con sus píldoras de comedia. Te hace pensar, pero provoca sonrisas. Esto es una vieja familia de bodegueros alemanes, con sus problemones con el vino, con la ambición de por medio, con sus movidas...
Nadie dijo nada, en espera de argumentos más rotundos. Así que Argi prosiguió.
—Es un best seller en potencia. A ver si la hacemos seller, porque es muy best.
Laura rió el ditirambo. No los demás, que notaron que Argi se lo traía preparado con afán y desvelo. Crispo leyó el nombre del autor en la portadilla, con la dificultad de tanta consonante junta.
—¿Quién es este Klaus?
—Cómo que quién es este Klaus.
—No estoy muy puesto en teatro.
—Hombre, no es Calderón. Pero tampoco un desconocido.
—Ni flores.
—A mí me suena —era Laura. Nadie la creyó.
—Un dramaturgo. Vivió una existencia difícil, con los nazis jodiéndole a todas horas. Se lo acabaron cargando en 1936. Pero en Alemania se monta cada vez más. Y el texto es de lo mejorcito, según opiniones contrastadas.
Los presentes callaron, porque tratando sobre autores no tenían conversación que cultivar. Al fin habló Barto, que siempre andaba a la componenda para cuadrar balances.
—Los derechos de autor vencen a los setenta años. Es decir, que a este se le acabaron cuando se murió Pinochet. Daos cuenta de que nos ahorramos eso.
—Y de que todo pasa en una bodega —opinó Argi—. Un solo decorado: más ahorro. Y que no ocurre en ninguna época en concreto. Con lo que, a la hora del vestuario, que se traiga cada actor lo que pille por su casa. Zapatos, pantalones, lo de arriba, lo que tengan.
—No, y que se nota que la trama se las trae —proclamó Laura—. ¿Cómo anda de personajes femeninos? ¡Yo quiero actuar!
Argi sentía que su propuesta dramatúrgica calaba. La que sí que le parecía un poco mema era la cuñada, siempre con su apasionada predisposición hacia un oficio de arrastrados. Animado por el tono de aprobación hacia la obra, el mayor saltó del escenario con trote entusiasta, y no perdió la oportunidad de soltar una ocurrencia de pedorreta.
—Y yo quiero ser Fassbinder y me aguanto.
—¿Adónde vas? —preguntó Crispo.
—Pues que si os parece bien, tengo copias para todos en el coche. —Y desapareció del teatro por el pasillo de platea.
Hubo un momento de silencio. Quizá porque los hermanos y su adscrita notaban que, de una forma u otra, la salida de Argi marcaba el principio de todo.
La reflexiva calma duró poco. Repentinamente, Argi reapareció en el patio de butacas. Venía cabreadísimo, con Ismael en brazos, cogiéndolo mal, con tanta inexperiencia. El niño estaba en pijama, recién despertado e implado de llanto por esa impulsividad de su tío para él tan inexplicable.
—¡Pero qué hace aquí este niño!
Todos se callaron. Argi prosiguió su soflama, avanzando hacia el escenario como en una entrada actoral de tendencia contemporánea que quisiera integrar al público de las butacas en el intríngulis de la situación.
—¡Me lo he encontrado en el pasillo! ¡Dice que está buscando el orinal! ¡Y luego me suelta el crío que lo acompañe «a su casa»! ¿Pero no sabéis que la ley de bienes inmuebles prohíbe habilitar un teatro para uso residencial?
—Es que hemos pensado que durante la primera semana, podríamos quedarnos aquí mientras...
—¡La primera semana! ¡Pero si no os falta ni el Dios bendiga los rincones de esta casa!
Argi dejó en el suelo a Ismael, que se fue corriendo a su madre muy asustado. Laura Perellón habría saltado como una loba, madre cobijante, pero sabía que lo que los hermanos llevaban encima no era como para encender aún más las venas de las frentes. Y no quería indisponerse con quien se perfilaba como conductor de aquella chapuza a organizar que Laura llamaba «aventura escénica». Pero la indignación se le notaba. Argi y su cuñada inauguraban así su rosario de roces.
—¡Con lo contento que yo estaba!
Así era Argi. Ni preguntó de quién era la criatura, ni se interesó por la prole de sus hermanos, ni pidió perdón jamás por aquellas salidas de tono. Él se había puesto contento y la figura de un niño somnoliento le había estropeado la noche. Barto no sentía gran apego por su mujer, y el hijo le solía resultar a veces hasta molesto. Pero sabía que, mirado desde fuera, Argi estaba cometiendo un rampante acto de impertinencia hacia él. A Crispo le rechinó que su hermano mayor armara la bronca a partir de ese niño y esa mujer que, así lo sentía, recibían puyas por su intento de conformar una familia normal que no se pareciera a la de sus tíos y cuñados.
Argi por su parte siguió durante ocho minutos recriminando a todos su informalidad, su molicie y su irresponsabilidad. Hasta al gorronismo apeló, a la hora de reprochar a sus hermanos su aposentamiento en el Pigalle. Barto le recordó que debían demasiado dinero como para estar pagando hoteles, y que más le valdría aportar esa provisión para los gastos que se les venían encima. Pero Argi se encastillaba en su ética.
Ya exasperado, Crispo expuso las razones personales para la ocupación, mucho más contundentes que las económicas: dijo a Argi que, si quería, podía quedarse en su hostal de guiris. Pero que él ya estaba frito de parecer turista en todos sitios, tan descastado de raíces como vivía, y que se quedaba en el teatro así les chillara durante toda la noche. Que ya les habían expulsado durante años de allí de palabra, obra y omisión, y que este cobijo era todo lo que iban a recibir de Ausias, así lo rechazaran en vida del padre o así lo aceptaran aprovechando que ya no estaba entre los vivos. Barto y Laura otorgaron callando. Pero Argi no cedió.
El pequeño Ismael cuchicheó algo a su madre mientras miraba de reojo a aquel señor que parecía un portero de finca celoso. Laura contestó a su hijo.
—Sí, también. «Tío.»
Se quedó en que Argi dejara las copias de La vida en el vestíbulo, porque no le quedaban ganas por aquella noche de verles las caras a sus socios y hermanos. Se convino además que cada cual durmiera donde le saliera del pijama. Los inquilinos del Pigalle se subieron a sus aposentos inabarcables y Argi se volvió al hostal de la calle Príncipe. El trayecto fue un recorrido desasosegante en el que cuatro alucinados distintos le pidieron cigarros y dinero con gestos y ademanes de intranquilizadora proximidad. Dio a todos, hasta tal punto se había desacostumbrado a Madrid.
8
Durante los días siguientes, los Susmozas residentes continuaron improvisando algo similar a una vivienda en aquel castillo. Todos fisgonearon por toda estancia. El no residente también. Y todos por separado, pues lo de hurgar es íntimo como un dedo en la nariz.
Crispo se encontró una madrugada con la sala de los discos, la del party de terror de 1979. Era una estancia forrada de anaqueles en la que cogía polvo una colección de cuatro mil ejemplares, en todo soporte. Un año de música ininterrumpida, alineada en piedras de tres minutos.
Buscó la canción, la suya. Recordaba muy bien que era la cuarta de un disco con la faz de Mina en toda la portada. Se titulaba Insieme (‘Juntos’). Era la música del único día que pasaron juntos papá y él. Ausias no bajó al escenario porque le dolía la espalda, y se hicieron compañía durante una tarde entera. Oyeron la tonada, que Ausias le dedicó. Su padre le enseñó a escribir la letra C, la inicial de su nombre. A las siete se fueron al quiosco de la plaza de Canalejas y Ausias le compró unos chicles a su hijo.
Al día siguiente Ausias se sintió mucho mejor y volvió al trabajo: a rematar las conversaciones con los demás con asertos brillantes, a festonear de idolatría el respeto que concitaba, a recibir aplausos que parecían resbalarle piel abajo. Y ya apenas volvió a dirigirse a él, como si Crispo hubiera dicho algo ofensivo por lo que su padre le retirara la palabra. El niño empezó a frecuentar a escondidas la sala de los discos. Allí oía a Mina y recordaba la tarde que pasó con su padre. La tarde que pasaron Insieme. Bailaba un poco y al rato se sentía ridículo expresando danzarina alegría por un evento que sólo duró unas horas, y que quizá sólo ocurrió porque Ausias estaba enfermo y no le quedaba más remedio que descansar. Que si no, igual Crispo seguía sin saberse la letra C.
Argi llegó puntual a la segunda reunión, con nuevas recriminaciones sobre la habitabilidad, técnica y jurídica, del Pigalle. Tal y como tenían convenido en caso de darse esta contingencia del Argi fastidioso, Barto y Crispo se aplicaron a disparar andanadas de peros y pegas contra la conveniencia de montar La vida, para perturbar al enemigo y que dejara de incordiar. Todas fingidas, ya que ninguno de ellos había abierto el cuaderno encanutillado, pero la cosa funcionó a las primeras de cambio: Argi, que estaba empeñado en poner aquello en cartel, se achantó y se calló, no fueran a tirarle los hermanos la propuesta dramatúrgica por un asunto domiciliario en el que iban a acabar haciendo lo que se les pusiera en el colodrillo.
Celebraron una reunión itinerante que los llevó a la azotea del Pigalle, desde la que se les veía la coronilla a los edificios de Madrid.
En la extensa terraza había unos antañones columpios de hierro, con sus vivos colores ya desconchados: un tobogán, un balancín y un torno, con su ácido olor a manoseo ferruginoso. Eran los artilugios recreativos de antes de las normativas de seguridad y protección. Fabricados en fiero metal, propiciaban mamporros sin cuento. Nada que ver con las amables atracciones en suave PVC de los parques posteriores. Además, tan cerca del vacío, parecían emplazados a conciencia para que algún niño saliera despedido cornisa abajo con el impulso de la trepidante diversión. Tan lejos nunca cayó nadie, pero sí asustaban.
Al pequeño Ismael le faltó tiempo para irse trotando a la zona de marcha. Alarmada y a voces, Laura conminó a su hijo a que no se acercara a aquel amasijo de peligros (químicos, por la roña que chorreaba por los tubos; físicos, por corte, contusión o precipitación). Ella era de quienes se distraen en su mar de tiempo mediante la vigilancia de todo riesgo para el hijo. De quienes escanean el espacio a cada rato en busca de la punta aguda, del cazo al fuego, de la arista amenazante, para vedar la aproximación y ahuyentar así el daño posible.
Argi veía en estos cacharros riesgosos una herramienta educativa de primera magnitud, convencido como estaba de que no hay didáctica posible si el juego no incorpora la eventual amenaza de livianas lesiones. Era un coñazo esa importunación continua que tenía vista en las madres por los parques de Alicante. Su ideario pedagógico iba por otras veredas. Él tenía claro que un niño ajeno al tajo y al abrasamiento sería luego hombre sin reflejos, que pasaría la vida adulta pinchándose con todo porque no hizo la gimnasia durante los días de su desarrollo.
—No seas tan mamá —gruñó de mal tono—. Que aquí hemos jugado todos los hermanos y ninguno nos hemos muerto.
Nadie contravino, y Laura se calló para no enturbiar las relaciones con los Susmozas. Así que Ismael, con el permiso lateral de su tío, se encaramó al balancín. Crispo suspiraba de ganas de irse a jugar con su sobrino. En cambio, y para romper la violenta pausa que queda tras una recriminación fuera de sitio, se tiró a hablar.
—Los mandó poner papá un verano, que nos dijo que nos los colocaba de premio si aprobábamos todo en junio.
—Vaya, qué buenos estudiantes —dijo Laura para que, echándose a hablar, pareciera que las palabritas de Argi no le habían supuesto otra muestra de impertinencia.
—Nadie aprobamos nada. Pero los puso igual. Subía aquí y jugaba como un hámster con los actores, con los inspectores de Hacienda, con los albañiles, con Gran Damián.
—Quien conservó su gusto por el balanceo hasta el final.
Volvieron a centrarse en sus gestiones, cuenco de cerezas embrolladas del que era imposible tomar una guinda de disgusto sin que trajera consigo mil problemas gratis colgando en zarcillos. Decidieron que se imponía un primer reconocimiento del medio, y que sería bueno meter las narices en la labor ajena. Nunca anduvieron al tanto de lo que se cocía entre los colegas de la comunidad teatral, y menos ahora. Pero con la que estaba cayendo no quedaba más remedio que hacer acopio de paciencia, arrostrar la obligación y apelar a la capacidad de padecimiento para ojear lo que la competencia cocinaba.
—De teatro hay que verlo todo —dijo Barto, que tiraba del carro—. Llevamos un retraso de años. Hay que ponerse al día. A ver qué se está haciendo por ahí.
Barto había estado haciendo sus gestiones, mientras pasaba las horas adecentando el local con el empeño de un percherón arando las eras. Había hecho sus llamadas, sujetando el teléfono con el hombro mientras fregaba suelos a dos manos.
—He quedado la semana que viene con Alfredo Estuch-Tizón. A ver qué nos cuenta y a ver qué orientaciones nos da. Ha estado muy majo.
—Normal. Si no es por papá, Estuch estaba todavía de taquillero. Siempre le estuvo muy agradecido.
Alfredo Estuch-Tizón fue meritorio del Pigalle entre 1981 y 1983. Siempre quiso crear compañía propia. Se salió con la suya, al parecer, sin que ninguno de los presentes supiera si con fortuna o sin ella.
—¿Qué están montando ahora?
—Pues seguramente cualquier cutrez, con unos cartones y tres bombillas —terció Argi, enfadado con la empanada que les había tocado en suerte y envalentonado por sus chafadas a la cuñada—. Cualquier guarrería, con cuatro desempleados subidos a unas cajas haciendo el monicaco. La crisis del teatro es eterna y general, qué van a estar haciendo. El indio, a ver si así se les pasa el hambre.
—Vaya —habló Crispo con toda ironía—. Me gusta que vayamos entonando el ánimo.
Resonó de pronto una culada breve de poquita carne. Ismael estaba tirado junto al balancín, apeado con violencia tras fracasar en sus denuedos por hacer funcionar un aparato que precisa de dos. Lloraba, o por el dolor o por sentirse tan solo y tan necesitado de ayuda. Como sus padres y tíos, pero sin reprimir la llantina. Alarmada, Laura corrió hacia el niño. Crispo siguió tras ella mientras el legítimo procreador recriminaba con un «¡A ver si vigilas!» que hasta a él mismo le sonó mal.
Con mucha dulzura, Crispo besó a Ismael en la leve rozadura que se había hecho.
—No es nada...
Argi se reía por dentro. Con lo que dejaba patente que nadie se preocupó por él cuando le pasó lo propio en el balancín, décadas atrás.
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