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Читать книгу: «El espíritu de Uayamon»

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© Sandra Fernández

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-177-2

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A mi hija Elena, que me susurró esta historia sin darse cuenta. Entonces supe que algún día se la devolvería… Aquí está: es tuya.

A mis padres que me inspiraron a iniciarla. A mi esposo que me impulsó a terminarla.

Y a todos aquellos que retomaron el vuelo, antes o después. Que su memoria nunca muera… solo trascienda.

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La mayoría de nosotros estamos aprisionados por algo. Vivimos en la oscuridad hasta que algo enciende la luz.

Wynonna Judd

PRÓLOGO

Salvar el alma requiere enfrentarnos a la oscuridad que encierra el pasado para mortificarnos. En el Espíritu de Uayamón, Sandra Fernández construye una trepidante historia donde la protagonista Beatriz Sorni debe transitar un largo camino para saldar las cuentas de su pasado. Todo esto dentro de una cosmología maya que se hace palpable desde el inicio hasta el épico y sorprende clímax, en el que la liberación del alma es posible no sin antes hacer sacrificios que sitúan la balanza nuevamente en equilibrio.

En la hacienda de Uayamón, el espíritu de la niña Josefina Carvajal ronda sin descanso. Su historia, que se remonta a muchos años atrás a la época colonial, se anuda con la de Beatriz Sorni, mujer atormentada por un pasado gris que la persigue a donde quiera que ella va, sufriendo el abandono y la imposibilidad de encontrar felicidad. Ella deberá liberar a Josefina para poder liberarse a sí misma, y así lograr entender que la muerte es una fase de un ciclo cósmico que atañe a todos los seres.

Beatriz deberá regresar a la hacienda para desentrañar el secreto que a su vez la hará cumplir con su destino. En esta aventura, la sabiduría de Balam Canek será decisiva, conocedor de los secretos ancestrales de la tradición maya, llena de misterios y prodigios.

La aventura por los sortilegios del presente lleva al lector a enfrentar los propios miedos y encarar al mal acechante, con el fin de salir victoriosos de las tinieblas en una trama de acción, sentimientos y emociones múltiples que se desgranan al vuelo de las páginas con aliento poético.

Estamos seguros de que el lector, tras finalizar la novela, intuirá secretos en los que nunca había reparado. En la certeza de que es el amor el que finalmente nos libera de las cadenas opresivas de la muerte para llevarnos hacia la luz esperada en dichosa trascendencia. Y que, así, la muerte es sólo un elemento cósmico más, perfectamente engazado a la misma vida.

PRIMERA PARTE

Año 1987

Corría en medio de la oscuridad. El corazón le latía agitado. Sentía la fragilidad bajo la piel y ese miedo que te hiela la sangre, iban tras ella. Lo sabía desde que vio sus rostros enfurecidos, fuera de sí; la perseguían y no iban a detenerse. Las ramas le arañaban las piernas, tropezaba y se levantaba de nuevo. Escuchaba gritos lejanos, lloraba desesperada.

El fuego abrasaba el bosque y lo iluminaba con destellos de luz que convertían a los árboles en figuras fantasmagóricas. Su vestido, hecho jirones, se enredaba en la maleza. Escuchaba las voces cada vez más cerca. «No mires hacia atrás, sigue adelante, no te detengas», se repetía a sí misma. Oscuridad. Sombras. Resbaló y cayó en un pozo muy profundo. Siguió cayendo. Descendió hasta que se sumergió en el agua. No sabía qué estaba pasando. Solo un silencio sordo la envolvió.

—Despierta, Beatriz —su padre le hablaba angustiado. Ella despertó sobresaltada—. Estabas gritando, tienes el cabello empapado —le dijo.

—Me perseguían. Los árboles se incendiaban alrededor de mí. Me querían lastimar. Fue tan real el sueño —dijo Beatriz agitada.

La voz se le quebró y los sollozos no la dejaban respirar.

—Fue un mal sueño, hija. No fue real. Respira —le dijo su padre, mientras la estrechaba entre los brazos y la mecía suavemente.

Beatriz se soltó a llorar. Sus manos estrujaban la suave tela del pijama azul celeste.

—¿Fue mi culpa verdad? Mi mamá se fue porque se enojó conmigo —dijo, como si al final lo comprendiera. Su rostro se ensombreció.

—No fue tu culpa que tu madre se haya ido. Ella te amaba —añadió Eduardo con un hilo de voz.

¿Cómo podía explicarle a su hija algo que él tampoco comprendía? La miró como se mira a una niña indefensa y frágil, y entendió que quizá él no era el padre que ella necesitaba. No podía darle esa fortaleza que él simplemente no tenía, pues se sentía tan roto como ella. Después de la muerte de Isabel pensó en irse lejos de la Ciudad de México, a un lugar en el que no los conocieran, en donde no tuvieran que explicar una y otra vez lo que había sucedido.

Sin dudarlo aceptó la propuesta de remodelar una antigua hacienda abandonada en Campeche. Quizá en aquel lugar encontrarían el valor para comenzar de nuevo.

«Isabel Rioja Valverde. Suicidio consumado. 12:13 a.m. 29 de marzo de 1987. 35 años. Intoxicación aguda», rezaba fríamente el certificado de defunción.

Eduardo recordaba ese día de marzo, el día de la muerte de su mujer, con una nitidez y una claridad como si hubiera sido ayer. El cuerpo inerte y pesado sobre la inmensa cama; los ojos inmóviles, como dos canicas azules carentes de brillo; los labios violáceos entreabiertos, dejando escapar quizá una última palabra que ya nadie escuchó; los largos dedos de sus manos, de pronto envejecidos, formando la señal de la cruz, quizá, como un inesperado arrebato de fe o quizá de miedo.

En aquel frío cuarto de hotel de la colonia Narvarte perdido entre callejones flotaba un penetrante aroma dulzón a vainilla y a jazmín. Eduardo se asfixió al entrar en la habitación. Lo reconoció de inmediato, era Vanille Charnelle, el perfume que le había regalado a Isabel en su aniversario de bodas, apenas dos meses atrás, el 28 de enero y que, sin siquiera imaginarlo, sería el fiel y único testigo de una vida que se esfumaba.

Desde entonces, el peso de la culpa lo atormentaba y lo perseguía, enredándose en sus venas como una hiedra silvestre, nublándole los sentidos por no haber sido capaz de mantener a su mujer con vida, por no haber visto las últimas señales. «Te odio, Isabel. Te odio por haberte ido, por habernos abandonado. Por rendirte», murmuraba con los labios apretados. Lágrimas gruesas rodaron por sus mejillas, como si una grieta se hubiera abierto en su interior y de ella emanaran a borbotones.

Beatriz, exhausta, se durmió bajo el cálido abrazo de su padre. Él, recostado a su lado sin poder conciliar el sueño, miraba a través del enorme ventanal a la luna ocultarse entre las densas nubes, mitad temerosa y mitad cautiva.

La noche languidecía, mientras a lo lejos se escuchaba el tenue sonido de una flauta entonando una antigua canción maya que se perdía en la inmensidad del cielo que los cubría. Escondida entre la maleza, una figura sombría los vigilaba bajo el cobijo de las sombras.

Beatriz Sorni

Beatriz se despertó con un sopor que le impedía abrir los ojos. Las piernas le pulsaban y tenía los brazos entumecidos. Se estiró con torpeza. Al incorporarse, una punzada de dolor en las pantorrillas la sobrecogió. Pequeños rasguños rojizos brillaban sobre la piel, pero no recordaba haberse lastimado el día anterior. Para asegurarse, lo repasó en su mente. Habían viajado por carretera, saliendo muy temprano; había llegado dormida a la hacienda, ya entrada la noche, y se había despertado en una sola ocasión, justo después de la pesadilla.

Un escalofrío le recorrió la piel al recordar el sueño y se preguntó si había sido real. Lo pensó por un momento. Había sido tan verdadero… Se había visto a sí misma en medio de aquel bosque. Dejó la respuesta suspendida en el aire. Quizá se había lastimado durante el día y lo había olvidado. «Sí, eso debió haber sucedido», se dijo a sí misma. Si su padre le llegara a preguntar por los rasguños en las piernas, le diría que se había tropezado, él no indagaría más.

Recorrió con la mirada el dormitorio. Se sintió diminuta a causa de las paredes altas, los muebles antiguos y las vigas de madera robusta que colgaban del techo. Olía a encierro y a soledad. Era nuevo para ella. En un rincón de la pared colgaba un espejo ovalado con ribetes dorados, una mancha grisácea en él le daba un aire siniestro. Después de meditarlo por unos segundos, se levantó de la cama con cabecera de forja y latón dorado, dejando en su lugar una silueta dibujada sobre las sábanas blancas. Caminó sigilosa sobre el piso esculpido con cuadros blancos y negros como si fuera una enorme tabla de ajedrez. Esquirlas de hielo se le clavaron en los pies desnudos y dio un ligero respingo.

Se acercó al espejo. La imagen que este le devolvió no le gustó: su tez almendrada lucía opaca y sin brillo, el cabello marrón recién cortado le daba un toque pueril, lucía tan delgada como un palillo. Esbozó una media sonrisa que de inmediato se transformó en una mueca. Transitaba los últimos albores de su niñez y su aspecto no era algo que apreciara, se consideraba insípida. Estaba justo en esa edad intermedia entre la niñez y la adolescencia, la edad que es preferible olvidar.

Tuvo el repentino impulso de tocar la mancha gris que se adhería al espejo. Acercó la mano, pero antes de siquiera rozarlo con la yema de los dedos se sobresaltó al escuchar un bisbiseo muy cerca de sus oídos, como si montones de abejas volaran a su alrededor. Retrocedió de un salto, dando manotazos al aire y cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrió, el extraño sonido había cesado. En su lugar, una ráfaga de aire frío se había colado por la ventana, inflando las cortinas de algodón como las velas de un barco en altamar. Cerró el ventanal de golpe, sintiéndose una intrusa.

A media mañana, al ver que su padre no estaba en la hacienda, decidió salir a explorar los alrededores del caserón. El ambiente se había tornado cálido y húmedo; la ropa se le pegaba a la piel y tenía la boca seca. Caminó entre las viejas paredes, las cuales no tenían puertas ni ventanas. El paso del tiempo las había deteriorado y ahora lucían enmohecidas y agrietadas, cubiertas de musgo. La yerba le acariciaba la cintura. Decidió encaminarse hacia un jardín de pequeñas flores blancas y amarillas cercado por bancas de piedra que se alineaban conforme a los cuatro puntos cardinales. Más allá, en lo alto de una cima, se extendía una escalinata que ascendía hacia una torre de piedra tornasolada.

Entonces la vio. Había una niña parada sobre una roca junto a la torre de piedra. Su vestido blanco contrastaba con las sombras y las luces que se filtraban entre los árboles. El cabello oscuro, casi carbón, le caía sobre la espalda. La piel pálida, casi transparente, la hacía parecer un espectro de mirada ausente. En sus manos blancas como la espuma de mar sostenía algo que parecía ser un cordón. Beatriz imaginó que podría ser una cuerda para brincar, que quizá podrían jugar juntas. Sus ojos brillaron.

Cruzaron miradas por un instante. La niña se apresuró a entrar en la torre de piedra a través de una puerta ovalada. Beatriz subió por la escalinata de escalones agrietados y atravesó la puerta que tenía inscripciones y símbolos mayas. La oscuridad en el interior de la torre la cegó. Un tenue rayo de luz se filtró por el techo de la torre, iluminando una cruz de madera vieja empotrada en la pared. Se quedó inmóvil ante la sensación de sentirse observada.

—¿Hola? —preguntó.

No hubo respuesta, solo el gorgoriteo de un pájaro que había hecho su nido en lo alto de la torre y que salió revoloteando por un pequeño resquicio en el techo. No estaba la niña. Habría jurado que la había visto entrar por la misma puerta. «¿Dónde se habrá metido? ¿Por qué no la vi salir?», se preguntaba Beatriz.

Algo afuera llamó su atención. El vaivén de la espesa vegetación la puso en alerta. Las hojas se balanceaban precipitándose y chocando unas contra otras. Alcanzó a ver a la niña abriéndose paso en medio de las hojas verdes, huía.

—¡Espera, no te vayas! ¡Quiero conocerte, soy Beatriz! —le gritó con fuerza.

La niña siguió corriendo sin detenerse ni voltear hacia atrás y bajó por una empinada pendiente. Beatriz se puso en marcha detrás de ella, sujetándose al tronco de los árboles para no perder el equilibrio. La temperatura empezó a descender. Un tenue halo de niebla se esparcía lentamente bajo sus pies y las palmas de las manos le ardían ante el contacto con la áspera corteza de los troncos de los árboles. Casi la perdía de vista. La niña del vestido blanco se desplazaba tan rápido como si flotara.

Al final de la pendiente había un caserío perdido entre la espesa niebla. Las casas deterioradas mantenían algunos rastros de pintura corroída, color amarillo terroso, rojo escarlata, azul aguamarina y púrpura profundo; tenían las tejas desvencijadas y los vidrios rotos; estaban impregnadas de un olor a abandono y a humedad, como si se hubieran petrificado con el paso del tiempo.

La niña se ocultaba detrás de los árboles. Su risa sonaba como muchas risas de niñas juntas, como un eco constante. Ligera como un ave, se desplazaba de un lado a otro tan rápido que Beatriz no podía seguirla con la mirada. Entró en una casa rojo escarlata y cerró la puerta de golpe. La madera crujió.

Beatriz se había quedado paralizada afuera de la casa, como si estuviera encantada por algún influjo maligno. Diminutas luces la comenzaron a rodear, eran como luciérnagas luminosas y etéreas que brillaban con luz propia y que al intentar tocarlas se esfumaban. La cabeza le daba vueltas y perdió la noción del tiempo. De su boca salía un vaho espeso, el frío le entumecía el rostro.

«Beatriz… Beatriz…», escuchaba una voz que provenía de los árboles, de la niebla, de la tierra, de todos lados y de ninguno, como un gemido prolongado. «Beatriz… Beatriz…», la voz se desvanecía en el aire, como el llanto de una criatura en la mitad de la noche.

La niña la miraba impasible, como una estatua a través de la ventana. Los vidrios rotos distorsionaban su sonrisa triste, que era como la vejez y la muerte, como el dolor y el olvido. Beatriz sintió que estaba a punto de desvanecerse cuando una mano la sujetó del brazo con fuerza.

—¡Estás helada, Beatriz! ¿Estás bien? ¿Qué haces aquí? —exclamó su padre.

Ella se sobresaltó, como si se hubiera despertado de un sueño muy profundo. La espesa niebla y las luces habían desaparecido. No tenía voz para explicárselo a su padre. Un repentino pensamiento emergió del pasado y le cruzó la mente como una ráfaga de viento. «Tan frío como la muerte y tan efímero como la vida», recordó a su madre dándole un pellizco en la mejilla y sirviéndole cereal en la pequeña cocina de azulejos amarillos de la casa en la que vivían los tres, tan solo unos meses atrás.

Sintió una punzada de nostalgia y tuvo ganas de llorar.

—Vamos, regresemos a la hacienda. Debes descansar —le dijo Eduardo al ver los ojos enrojecidos de su hija.

Beatriz lo siguió, sumida en un profundo silencio. De cuando en cuando miraba de soslayo hacia atrás. La casa de tejas desvencijadas se empequeñecía conforme avanzaban. En la cada vez menos visible ventana de vidrios rotos, aquella niña de largos cabellos y pálido vestido ya no estaba.

La hacienda Uayamón

La antigua hacienda Uayamón se erguía imponente con sus arcos pronunciados, sus puertas robustas y sus grandes ventanales. Era tan majestuosa como un gigante dormido: inerte, sumergida en un sueño profundo del cual no quería despertar. A su lado, un enorme árbol de ceiba cuidaba de ella cual celoso escudero. Sus ramas la buscaban ansiosas, acariciando cada uno de los ventanales. La hacienda se cobijaba bajo su sombra: le pertenecía, la había visto crecer. La amaba. Siempre estaban juntos: día y noche mirando los años de gloria y bonanza que transcurrían como si les correspondiera un cuento con un final feliz. La belleza a su alrededor los deslumbraba. Veían pasar el tiempo a sus espaldas, perdidos en la apoteosis de su amor, inseparables, vacilantes. Se resistían a que el tiempo los alcanzara, pero los alcanzó. Nada era para siempre, tampoco lo fue su felicidad. Un día, las injusticias y el odio los cubrieron de sangre.

Las precarias condiciones de vida en las que vivían los indígenas mayas hicieron que estos se sublevaran en contra de sus opresores, los criollos y los mestizos. Antes de ellos fueron los españoles, pero siempre había alguien superior a ellos, que estaban en el peldaño más bajo. Españoles, blancos, criollos, qué más daba. Estaban relegados, repudiados en su propio territorio, en la misma tierra que les había pertenecido a sus antepasados y bajo el mismo cielo indiferente que los cubría.

Aquel 30 de julio de 1847, al grito de «Libertad y justicia», estalló la Guerra de Castas. Casta en latín significa «puro». ¿Quiénes eran los puros? Los líderes de la guerrilla: Manuel Antonio Ay, cacique de Chichimilá, Cecilio Chi, cacique de Tepich, y Jacinto Pat, hacendado y cacique de Tihosuco. Iniciaron la lucha en la Península de Yucatán. Cecilio Chi atacó Tepich, en el oriente, y ordenó la muerte de los hombres y las mujeres blancos por igual. Manuel Ay murió ahorcado en el atrio de la iglesia de Santa Ana en Valladolid, expuesto como mártir en la guerra. Por su parte, Jacinto Pat se incorporó desde el sur con sus huestes. Cuando llegó a Campeche, la hacienda Uayamón lo esperaba, tenía un destino que cumplir y sus hombres una deuda por saldar.

El cielo se enardeció. Se perdieron vidas de indígenas, de criollos, de mestizos por igual. Las llamas se extendieron sobre la hacienda Uayamón. Dejaron a su paso una estela de dolor y de abandono: arrasaron el Hospital de la Caridad, la capilla, la fábrica, las máquinas desfibradoras y todo cuanto fueron encontrando a su paso. Días de tinieblas la dejaron herida, afligida, bajo la sombra de su fiel enamorado, el sagrado árbol de ceiba o Yaxché que nunca la abandonaría. Su vínculo era así, como solamente ellos sabían amarse: entrelazando sus raíces.

El tiempo transcurrió. El fuego se apagó y el humo se desvaneció como una nube peregrina que se aleja disipando las brumas. Todo terminó y volvió a comenzar. Los pájaros se arrullan entre las cálidas ramas del Yaxché y despiertan a la vieja casona por las mañanas, le regalan sus trinos, sus aleteos de plumajes exuberantes, augurando un nuevo día como señal de gratitud por haberlos cobijado durante la noche entre el suave follaje. El árbol sagrado de ceiba, Yaxché, rodea en un tierno abrazo a su amada musa, extendiendo sus raíces por debajo de la tierra, alcanzándola, haciéndola suya, protegiéndola. Ya nadie se la arrebataría, le pertenecía. La hacienda extasiada se alimenta de él, dejándose poseer.

El palacete de ensueño se diluye a través del tiempo a su propio ritmo, sin prisas, siguiendo el orden supremo de la naturaleza, como la cadencia de las olas del mar, como el golpeteo de las gotas de lluvia, como un cálido atardecer, como el cauce de los ríos. No antes, no después. En sincronía perfecta, atemporal, siguiendo el pulso de su propio latido.

Oro verde

Beatriz, con las piernas estiradas y recargada en las raíces del árbol de ceiba Yaxché, se adueñaba de los colores que la rodeaban para plasmarlos en sus dibujos. De los verdes profundos, de los azules infinitos, de los destellos dorados que se derramaban sobre los arcos góticos, del oscuro patio interior, de la voluptuosidad de los jardines amurallados que se alzaban colosales entretejidos con las raíces de las higueras.

Esa tarde algo la distrajo. Era una voz nueva, con un timbre grave y fuerte. Se acercó para saber quién era. Se detuvo en los abrevaderos que estaban llenos de agua y se quedó un momento mirando su reflejo. Entonces lo vio. Era un niño que podía tener entre doce y catorce años, o quizá más, era difícil de predecir porque tenía el rostro envejecido, los ojos negros sabios y profundos, y desprendía un aire solemne y trágico. Mechones de cabello lacio le caían sobre la frente, los hombros anchos contrastaban con su corta estatura y lo hacían parecer asimétrico y dispar. La guayabera blanca, impoluta, contrastaba con su piel color chocolate. Le impresionó la seguridad y la gallardía con la que conversaba. Le mostraba a su padre unas ramas verdes y delgadas, con la punta alargada como cuchillas afiladas. El chico las sostenía en sus manos con delicadeza, como si fueran láminas de oro que se pudieran quebrar.

«¿Quién es él?», se preguntó Beatriz. Un cosquilleó le recorrió la piel.

—Los mayas, en épocas antiguas, flagelaban las hojas del henequén con piedras una y otra vez; después las dejaban secar por la noche y al siguiente día las peinaban. Así era como se producían los hilos del ki, los cuales envolvían con cera y los transportaban en tren hasta el puerto de Sisal, en la ciudad de Mérida, para embarcarlos hacia Europa y Estados Unidos. Allí se fabricaban cordones para barcos y sacos de yute. Era nuestro tan codiciado «Oro verde», como le llamaban. Nuestro tesoro —enfatizó.

«¿Ki? Qué extraña palabra. No la había escuchado antes», se dijo Beatriz. Antes de que pudiera preguntarle, el niño se anticipó como si le hubiera leído el pensamiento.

—Ki significa henequén en nuestra lengua maya —dijo el niño a modo de respuesta, dirigiéndose a Beatriz. Acto seguido, le guiñó un ojo.

Ella no supo qué decir, se le subieron los colores al rostro.

El niño continuó hablando:

—Este era el proceso antiguo de fabricación de los cordeles y las sogas del henequén, antes de que se inventara la máquina llamada «tren de raspa» por José Esteban Solís, que ayudaría a multiplicar la producción. Entonces, tuvo tanto auge el «oro verde» que al poco tiempo la compañía norteamericana McCormick implantó el uso de hilos o cordeles provenientes del henequén en sus máquinas enfardeladoras de heno, por lo que la demanda creció y la producción se hizo en serie. En 1916, la exportación del henequén en México produjo ingresos de más de 80 millones de pesos en oro, lo cual era una fortuna. Después, ya entrado el siglo xx el henequén fue desplazado por la fabricación de fibras sintéticas como el polipropileno, que era mucho más barato y rápidamente fue ganando terreno. No hubo mucho que hacer: disminuyó estrepitosamente la producción del henequén hasta casi desaparecer —matizó el niño que hablaba con tal soltura que intimidó a Beatriz.

—Hola, ratona. Te presento a nuestro amigo y guía, Balam Canek. Vive cerca de la hacienda, en Holpechén, aquí en Campeche. Nos ayudará a preservar la historia que palpita dentro estas antiguas paredes, ya que, como buen descendiente maya que es, él conoce cada uno de los secretos que guarda este misterioso lugar —dijo su padre sonriendo.

Balam Canek le devolvió la sonrisa.

Beatriz se enterneció al escuchar la palabra ratona, tal como le decía su madre cuando aún vivía. Contempló a su padre y se perdió en esos ojos tristes y apagados que le hablaron de aquellos tiempos no tan lejanos, en el que todavía era su niña, antes de que se convirtiera en una desconocida para él. Después, todo cambió cuando su madre murió. Los colores de su casa se pintaron de blanco y negro, como si solo pudieran verse a través de una televisión antigua sin colores. Como si una enorme ola los hubiera arrojado y los hubiera dejado, inertes y heridos, tendidos sobre la arena como los desechos que devuelve el mar. Abandonados a su suerte. Recordó ese olor penetrante a tabaco y a flores secas que flotaban en su casa, su padre enflaquecido, los ojos rojos, sin dormir por noches enteras, con los mismos pantalones del día anterior, los cabellos alborotados y sosteniendo un vaso con rastros de alcohol barato. Ella escondida detrás de la puerta de la cocina, atemorizada, sola, conteniendo la respiración, queriendo desaparecer igual que lo había hecho su madre cuando se marchó para nunca volver. No se pudo despedir de ella, se la habían arrebatado. Pero no, eso no era verdad. Ella así lo había decidido. Había preferido morir antes que seguir con ellos. El dulce perfume a vainilla y a jazmín que estaba acostumbrada a aspirar por las mañanas al sentir el cálido abrazo de su madre se había marchado y con ella también los días felices.

La voz de su padre la devolvió al momento presente. Caminaba junto a ella, delgado, un poco encorvado, así como son las personas altas que hacen un esfuerzo por estar a la altura de los demás e inclinan la cabeza. Seguía hablando sin parar, le gustaba ocultarse detrás de las palabras, evitaba los silencios, como si durante esos espacios vacíos se pudiera filtrar la melancolía. El bullicio era un lugar seguro. Prefería distraer a los demás con sus palabras, aparentar que todo estaba bien. Le hablaba acerca de las mejoras de la hacienda, de lo que tenía planeado hacer, de lo bien que se la iban a pasar juntos. Hablaba de cualquier cosa, no importaba si era significante, solo descargaba sus palabras una tras otra, como una ametralladora sobre sus oídos sordos.

Beatriz ya no lo escuchaba. Caminaba en silencio, preguntándose qué era más doloroso. Vivir, así como ellos vivían, negando lo que había pasado, o rendirse al sufrimiento y enfrentarlo. Quizá fuera mejor descender hacia las profundidades del dolor y aceptarlo, aceptar que la pérdida de su madre los sobrepasaba.

No lo sabía en realidad y tampoco se atrevía a preguntarlo. Lo único de lo que estaba segura era de que la tristeza de su padre era tan profunda como la de ella, aunque él nunca lo admitiría. Las aguas pantanosas de sus ojos se lo decían, aunque sus palabras lo trataran de disimular como si fueran un disfraz que se empeñaba en mostrar al mundo. Las capas delgadas que lo cubrían detrás de esa sonrisa eran tan imperceptibles como las de una cebolla, pero ahí estaban. Para llegar a tocar sus fibras más profundas, tenía que remover una y después seguía otra y después otra. Nunca llegaría a conocerlo en realidad.

La tarde moría. Las ramas de los árboles se movían con frenesí, el cielo se había matizado de gris y nubes ansiosas se arremolinaban sobre ellos. Beatriz y su padre, perdido cada uno en sus propios pensamientos, apresuraron el paso y subieron los peldaños de las escaleras hacia el antiguo casco de la hacienda antes de que las primeras gotas de lluvia los pudieran atrapar.

Eduardo la tomó de la mano. Beatriz apretó su mano con fuerza. Si bien era cierto que el amor de su padre era un amor a destiempo, inacabado e insuficiente, era todo lo que poseía.

Balam Canek

Los ojos oscuros de obsidiana del jaguar se iluminaron con los rayos de la luna que descendían sobre ellos y caían como una fina escarcha. Los pasos solitarios de Balam Canek se perdían en medio de la noche que lo cobijaba. Caminó un poco más entre la espesa vegetación y se adentró en el interior de una cueva que permanecía escondida con piedras, ramas y palos en medio de la montaña. Abrió el morral de yute que le colgaba del hombro y de su interior fue sacando lo necesario para iniciar el ritual maya: cuencos, incienso, maíz, velas, copal. Todo tal como ella le había enseñado, en ese mismo lugar, algunos años atrás, cuando atraído por una intensa llama se adentró en la cueva. Entonces tenía seis años y mientras caminaba en medio de la selva con su ka’kiik, su primo Yunuen, se perdió. Nunca nadie supo qué le sucedió, ni en dónde estuvo. Pensaron que quizá había sido atacado por un jaguar o que había caído muerto por el piquete de una serpiente. Lo buscaron los hombres de Holpechén, pero fue inútil. Hasta que un día, después de algunos meses, Balam Canek apareció en la puerta de la casa de su madre. Ninguna palabra salió de su boca. No estaba lastimado, ni herido. Llevaba ese extraño jaguar de jade que colgaba de su cuello. Dormía durante días y noches enteras, delirando, sudando frío, mudo como las piedras; despertaba para ver el amanecer y después volvía a dormir. Su madre pensó que moriría.

Pero no murió, sobrevivió. Y recordaba. Recordaba todo como si hubiera sido ayer: la luz que lo atrajo a la gruta aquel día; la voz que lo llamaba por su nombre era la voz de Akna, la mujer leyenda; aquella llama que chisporroteaba en medio de la caverna; el miedo que poco a poco se fue desvaneciendo, igual que la llama de una vela al consumirse.

Tiempo después, cuando le regresó la voz a Balam Canek y al fin pudo hablar, ya nadie recordaba la desaparición en la selva ni su extraño comportamiento, ya no había preguntas. Sin embargo, su madre tenía nuevas preocupaciones. Balam Canek guardó el secreto de la gruta en lo más profundo de su alma. Desde aquel momento Akna se convertiría en su guía y en su protectora.

Se apresuró a encender el copal en el interior de la cueva. Un aroma a flor seca y a madera flotó en el ambiente. Vertió en un cuenco el agua sagrada, algunas gotas se desparramaron sobre las piedras. Hizo sonar la trompeta de caracol. Dio un gran sorbo al balché, su bebida favorita, resultado de una mezcla de hierbas y especias. Encendió las velas y entonces luces juguetonas danzaron ante sus ojos e iluminaron la gruta, formando sombras en las paredes.

399
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160 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788411141772
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Правообладатель:
Bookwire
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