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Lejana y rosa

ROSARIO IZQUIERDO



Siete años saltando a las letras hispánicas

2014–2021

Colección Narrativa

Imagen de la portada:

Mina VII, pintura de María Izquierdo Chaparro

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Diagramación: Roger Castillejo Olán

© Rosario Izquierdo, 2021

© Editorial Comba, 2021

c/ Muntaner, 178, 5º 2ª bis

08036 Barcelona

Autora representada por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria

ISBN: 978-84-122232-4-8

Y te verás en mí, adolescente, inmóvil

durante muchos años todavía.

Ana Rosetti

¡El viento solitario

por la marisma oscura,

moviendo —terremoto

irreal— la difusa

Huelva lejana y rosa!

Juan Ramón Jiménez

Para mi hermana María Izquierdo, pintora

11 de febrero de 1999

Llegué a Tarsis anoche desde Madrid, atravesando tormentas que se hicieron continuas al cruzar Despeñaperros. No recordaba exactamente cuándo decidí hacer el viaje, conducir sola después del trabajo y varias horas más tarde aparecer sin previo aviso en el pueblo fantasmal, oscuro como siempre, para intentar dormir en el único hotel. Fueron actos realizados de manera mecánica, como si formaran parte de una costumbre que viniera repitiéndose con regularidad.

Llovía tanto que todo parecía irreconocible.

Han construido este hotel frente al valle moteado por la cal de los huertos y aldeas que a lo lejos, abajo, difumina la niebla. Veo al oeste el Monte Ácido. La tierra estéril se funde a lo largo de la ladera con los restos de la enorme Chimenea del Cobre, que deja en la cumbre su huella geométrica y ruinosa, visible desde los pueblos cercanos. Adivino a sus pies las escorias negras y anaranjadas exhalando un aliento de azufre sobre las ruinas de Lavadoras y otros departamentos abandonados de la antigua Compañía minera. Aunque los edificios dejaron de funcionar gradualmente, todo estará cubierto por la misma pátina de óxido y silencio. Hace frío. La niebla continúa el trabajo de erosión sobre los esqueletos industriales de ese cementerio, sedimentos arqueológicos cuya cercanía me aturde y me debilita.

Mi equipaje contiene poca ropa, bolígrafos, un cuaderno usado y otro en blanco.

Todo seguirá quieto, lejos de la continua actividad minera de la infancia, cuando en la escuela de niñas, cercana a la gran corta, sentíamos en medio de la clase diaria el impacto del barreno del mediodía. La escuela temblaba bajo la explosión y el cristo del crucifijo se agitaba. Más de una vez vimos saltar en pedazos las bombillas y romperse los cristales de alguna ventana mientras el suelo parecía querer abrirse bajo nuestros pies. Enfrente había un llano, donde hacíamos gimnasia, que cada día se iba resquebrajando un poco más y dejaba grietas abiertas entre la hierba, principios de abismos rojos que se hermanaban con la Corta Pirita en su naturaleza cambiante y precaria, violada por la acción de las explosiones. No fue hasta que dos niñas cayeron dentro de aquellas grietas, cuando se valló y se prohibió el acceso al llano. La rutina nos había acostumbrado a esa agitación diaria y difuminaba el temor de que la tierra cualquier día nos tragase, si es que antes no se nos caía el techo encima. Muy cerca de allí dormían, sepultadas en escombreras de mineral, bajo toneladas de escorias y polvo rosado, las ruinas del pueblo antiguo, que no habíamos conocido pero estaba presente en la memoria de nuestras abuelas. Entre la dinamita y el padrenuestro obligatorio de cada día, las niñas aprendimos a vivir en un pueblo rodeado por el vértigo y sometido a su propio subsuelo, que lo alimentaba y alguna vez podría llegar a terminar con él.

Otros paisajes me esperan, sitios que no diferencié de mi propio cuerpo y que sólo a mí podrían deslumbrar ahora, tan llenos de motivos para volver como para fugarme y nunca regresar. No pueden verse desde esta ventana pero sé dónde se encuentran: conozco los carriles de tierra, perdidos entre pinares, que pueden conducirme al pantano y a la casa.

Pronuncio su nombre en voz alta después de mucho tiempo sin hacerlo, arrinconado entre ensoñaciones y miedos nocturnos que nos despiertan en plena madrugada y son imposibles de entender para los otros. La casa de las palmeras. Lo he dicho y nada sucede, no se agitan los pinos ahí abajo con el aliento nervioso que sale de mi boca cuando la nombro. El pantano. La casa. Recuerdo en qué momento salí de ellos, pero no he conseguido en estos años que ellos salgan de mí.

Podría comenzar por el valle herrumbroso de Zarandas y hacer el mismo juego que veinte años atrás, cuando imaginábamos cada uno de sus rincones en actividad permanente: vagonetas cargadas de mineral cruzando sin descanso las vías que ya en aquellos años estaban cerradas, la Chimenea del Cobre echando humo, cada hombre concentrado en su tarea, pieza de un engranaje gigantesco y puntual. Podría gritar que he vuelto y dejar que mi voz se estrellase contra las piedras del Monte Ácido, cerrar los ojos en la soledad amarilla del Llano del Cianuro, pronunciar su nombre. Todavía estoy a tiempo de escapar, nada lo impide, puedo subir al coche y marcharme, reconocer que ha sido un error venir; a nadie tendría que dar explicaciones, las personas que pudieran pedírmelas están amalgamadas con la tierra roja y no me necesitan o bien no viven aquí; hace ya tiempo que se fueron de Tarsis mi hermana, Rocío y Julián, quienes no saben que he pasado la noche en este hotel.

Las ancianas de Tarsis la llamaban «La Mansión». Para llegar había que salir del pueblo por la carretera estrecha que ahora tengo a mis pies, dejar atrás este monte y seguir el carril que, a través de una masa apretada de pinos y jaras pringosas, conduce al «pantano», como se conoce aquí al dique construido a principios de siglo por los británicos. Antes de salvar la última cuesta que daba acceso al muro de contención, el carril se bifurcaba en un camino de tierra que llegaba a una cancela verde, con rejas de hierro coronadas por puntas de lanza, apenas visible desde el carril porque quedaba semioculta entre la vegetación que crecía desordenadamente a ambos lados y asfixiaba el alto muro de piedra en que se prolongaba la cancela, midiendo el tiempo que llevaba deshabitado aquel lugar.

Debí de pasar por allí muchas veces con mis padres, pero no fue hasta los once años cuando hice con mis amigas el primer viaje largo en bicicleta, y desde ese día se convirtió en una costumbre detenernos frente a la cancela. Después de dejar las bicis junto al camino nos acercábamos andando, latiéndonos deprisa el corazón. Mientras nos comíamos las moras de los zarzales silvestres mirábamos en silencio lo que había más allá de las rejas de hierro: dos filas de palmeras, siete a cada lado, delimitando un corredor de losas que terminaba en uno de los porches laterales.

Era señorial como las casas victorianas más grandes del Barrio Inglés, situado en los límites del pueblo. Miraba de frente el valle que se extendía a sus pies y se prolongaba en una masa de colinas poco elevadas tras las cuales, a lo lejos, se erguía el Monte Ácido. Todo en ella, cada piedra, cada detalle de la fachada y cada trozo de cristal de sus vidrieras rotas seguía devolviendo, a pesar del abandono, la altivez de los años de dominación británica. Sin embargo, los habitantes para quienes se construyó a principios de siglo no habían sido galeses, ingleses ni escoceses: fue un matrimonio danés la pareja que procuró a la casa esa sombra de dátiles y en los días de invierno contempló, junto al fuego de la chimenea, cómo más allá del ventanal iban creciendo los cultivos y árboles en estas tierras que la Compañía minera les encargó reforestar, antes esterilizadas por la calcinación de piritas al aire libre.

Kristina y Peter Lomholt. Mi abuela me hablaba de Kristina Lomholt con un entusiasmo que se ensombrecía al recordar las circunstancias de su muerte, y aseguraba que desde entonces la casa estaba maldita, como si las dos supiéramos qué quería decir eso. Vagas leyendas y supersticiones dotaban al lugar de un poder de atracción que me hacía acudir allí sola o acompañada, a pesar de las prohibiciones de mi madre.

En el otoño de 1978 se supo que el escritor Álvaro G. acababa de comprar la casa a su propietaria, la Compañía, hasta entonces tan reacia a deshacerse de ella. Aquella noticia causó conmoción. El pueblo opinaba, había quienes consideraban injusto que alguien de fuera la hubiese comprado. Decían que debería haber sido cedida al ayuntamiento o vendida a cualquiera de las personas que antes lo habían intentado, y presagiaban sucesos oscuros, fantasmas, desgracias, suicidios. Conforme pasaron los meses, Tarsis se fue aburriendo de sus habladurías y la Mansión pasó a ser sencillamente «la casa del escritor».

A los dieciséis años me parecía extraordinario que ese hombre hubiera elegido, de todos los países, ciudades y pueblos posibles, precisamente éste, y no otra cualquiera sino aquella casa. Empleaba mucho tiempo en imaginar sus posibles razones. Era considerado «el escritor de la Transición», en los institutos y universidades de todo el país se analizaban sus novelas y ensayos, todo el mundo sabía que había crecido en Francia, hijo de un abogado republicano expatriado. Sus escritos, prohibidos en España hasta unos años antes, tenían un componente político que encajaba en el ambiente de apertura y agitación social, y comenzaban a recibir premios y a ser leídos con interés. En los periódicos se le veneraba y odiaba por igual. A nadie dejaba indiferente su desaliño indumentario ni sus declaraciones políticas, tachadas de radicales. Yo acababa de hacer un comentario de texto sobre su novela El regreso, donde se reflejaba la vida de una familia española en el exilio y donde el escritor narraba, de forma autobiográfica, una trama de intrigas políticas que incluía su colaboración con los líderes comunistas españoles en París durante la dictadura.

Pasé los primeros meses del año 79 estudiando y leyendo, sin salir apenas. En marzo hice intentos por regresar al pantano, pero las lluvias me lo impidieron. Fue el segundo sábado de abril por la mañana, con el aire muy limpio, cuando encontré la ocasión de coger la bici y enfilar el camino sola, tras decirle a mi madre que iba a casa de Rocío. La jara pringosa lo salpicaba todo con flores blancas, amarillentas. Como solía hacer cuando iba con mis amigas, me detuve junto al sendero de guijarros después de haber salvado la pendiente pronunciada que conducía hasta él. Si hay momentos e imágenes que no pueden olvidarse, ése es uno de mis momentos. La casa moribunda había resucitado: estaba abierta la cancela, habían desaparecido los zarzales que la ahogaban, y las palmeras recién podadas se abrían hacia el cielo, vigorosas. El tejado a dos aguas, antes hundido por varias partes, aparecía restaurado con tejas rojas planas, idénticas a las de la construcción original. Un pintor daba los últimos toques de cal en la fachada. Me alivió comprobar que no se hubiera alterado la estructura del edificio. Allí seguían las dos plantas en forma de cruz que la diferenciaba de las casas del Barrio Inglés, y el mirador acristalado del salón mirando al valle. Las marquesinas de los extremos laterales se habían restaurado y pintado del verde inglés de Tarsis. Las pérgolas habían sido recuperadas de la podredumbre, con nuevas celosías de madera que delimitaban los porches. Habían quitado las malas hierbas y sembrado enredaderas que escalaban por los pilares de piedra, hipnotizándome. Así habría sido la casa donde Kristina vivió.

Recordé el rostro que yo había inventado a partir de las descripciones de mi abuela. Ojos muy claros, pómulos firmes, boca ligeramente carnosa y cejas finas bajo la espesura rojiza de una melena que enamoró a las niñas para siempre.

Al avanzar sobre las losas del pasillo de palmeras sentí cómo los relojes se detenían de golpe justo antes de emprender una carrera hacia atrás, retrocediendo en el siglo y arrastrándome. ¿Qué haces tú aquí, Carmelita?, gritó desde la puerta una voz que rompió bruscamente el retroceso. Cuando tenía dieciséis años odiaba que me llamaran Carmelita. Me ruboricé como si acabaran de sorprenderme haciendo algo prohibido o vergonzoso. Era Dolores, la limpiadora del instituto, que a veces también ayudaba a mi madre a hacer limpieza general. Contesté que iba al pantano y le pedí un vaso de agua. Moviendo la cabeza, me invitó a entrar. Anda niña, pasa, pasa, si es que yo no sé cómo os ponéis a hacer este camino tan largo con las bicis, que sólo esa cuesta que acabas de subir deja sin fuerzas a cualquiera. Para que yo venciera las vacilaciones me hizo un guiño mientras se secaba las manos sobre el delantal de cuadros azules y blancos. Pasa, tonta, que don Álvaro no está ahora, dijo. Y en tono confidencial añadió que había ido al Club Inglés. Era muy amigo del director de la Compañía.

El escritor debía de haber contratado a Dolores porque ella limpiaba en otras casas del Barrio Inglés y tenía fama de ser muy trabajadora, además de buena cocinera. Continuó hablando y la seguí sin escucharla, atravesando casi de puntillas esas habitaciones. Cierro los ojos para recuperar lo que retuve entonces: la chimenea de piedra, grande y profunda, el piano de pared cubierto por una sábana blanca junto a los ventanales, el olor a barniz de las contraventanas secándose al aire. Todo estaba abierto. Las paredes, recién pintadas de un blanco marfileño, eran más altas de lo que parecía desde fuera, y dotaban de vida propia el espacio y el aire interior, sin cuadros o adorno alguno.

Apenas hay gente en la cafetería del hotel, sólo dos hombres que parecen ser ingenieros que hayan venido a las minas en viaje de trabajo, un matrimonio de jubilados británicos y yo. Al entrar doy los buenos días, antes de aislarme junto al ventanal. Sigue lloviendo. Una luminosidad gris entra y se detiene sobre las paredes blancas, la madera de los muebles, la vajilla dispuesta en una alacena antigua. Desayuno tostadas con aceite y tomate, zumo de naranjas dulces, café solo. Los cuadernos y bolígrafos han quedado arriba, encima de la mesa de la habitación. No sé si llegaré a usarlos.

Recuerdo los primeros cafés con leche, cuando empecé a madrugar a la misma hora que mi padre y mi madre y los bebía deprisa, para no llegar tarde a mi primer curso de instituto. Solían mirarme con extrañeza, como si acabaran de descubrir que había crecido. Recuerdo el incesante ruido de los camiones trabajando en el agujero de la corta. La actividad era continua. En el silencio de la noche se escuchaba el rumor —tan familiar que apenas reparábamos en él— de los camiones gigantescos, monstruos lentos y pesados que recorrían en espiral el exterior de las galerías. Era la respiración que convertía a la mina en un ser vivo. Comencé a oírla con una nueva intensidad cuando salía de casa después del café con leche. El susurro industrial ocupaba todavía las calles oscuras, antes de fundirse en los sonidos cotidianos del amanecer.

Ahora paladeo el café sin prisas. Las imágenes vienen sin que yo las convoque. Me sorprende que sea tan fácil recordar. El joven camarero me mira como si esperase una señal mía que no llega. Sus facciones me son familiares, debo de haber hecho un ademán de reconocimiento sin darme cuenta, pero no le quiero preguntar. Por el parecido debe de ser sobrino o incluso hijo de Pepi, una de las compañeras de clase de aquella Carmelita que bebió de un trago el agua y se despidió de Dolores, empujada por la sensación confusa de haber habitado antes la casa de las palmeras.

En vez de continuar hacia el pantano retomé el camino de vuelta con un nudo en la garganta, como si algo fundamental acabara de suceder. Me detuve a mirar la Mansión cuando ésta ya quedaba medio oculta, más allá de los eucaliptos viejos que bordeaban el valle y la separaban del resto del mundo. Desde aquel recodo del carril tan sólo podía verse el espléndido tejado. Quise llorar. Una de las diferencias entre los dieciséis y los treinta y seis años es que en la primera edad se suele llorar sin saber por qué y en la otra casi siempre sabe una por qué está llorando, aunque a veces quisiera seguir sin saberlo. Bajé entonces de la bicicleta y corrí a refugiarme entre los pinos. A su sombra oriné y a la vez lloré, sintiéndome ridícula. Tuve que hacer esfuerzos para reponerme y salir de allí como una heroína rusa —acababa de leer Ana Karenina— arrastrando mi bici al carril polvoriento, con los ojos enrojecidos y una manga del jersey haciendo de pañuelo improvisado, cuando un Land Rover que venía de frente aminoró la marcha al descubrirme y el conductor me miró asombrado, paró e hizo ademán de querer decir algo mientras yo a duras penas erguía la cabeza, me montaba en la bicicleta y escapaba en dirección contraria, a través de la nube de tierra que había dejado él. Tocó el claxon llamándome a destiempo, pero no le di tregua: corría el peligro de volver a llorar sin poder contenerme, incapaz de mantener cualquier conversación. A pesar de todo pude ver su rostro castigado, los ojos claros, los hombros anchos, la fotografía viva de las contraportadas de los libros y de las entrevistas de los periódicos, aunque pareciera un ingeniero más, parapetado con un impermeable verde tras el cristal polvoriento de un vehículo de la Compañía.

Muchas veces me ha gustado recordarlo con esa mirada virgen. En Madrid es más difícil, pero aquí puedo hurgar en rincones de tiempo cuyas imágenes acuden en tromba mientras apuro el café: el espacio de aire limpio entre paredes altas y desnudas, recién pintadas, el camisón rosa de mi abuela, los carriles de tierra. La muerte de mi padre.

El supuesto hijo o sobrino de Pepi se dirige a la pareja de jubilados británicos hablando en voz muy alta, casi a voces, haciendo extrañas muecas mientras mueve los brazos y remarca cada sílaba, tos-ta-das, pan-tos-tao, con-ja-món, a pesar de que la mujer sabe el español suficiente como para comprenderlo y hacerse comprender sin aspavientos. Los ingenieros se van. Llamo al camarero y pido otro café. Me detengo en las noticias de los periódicos. El diario de la provincia recoge en titulares los estertores de la minería metálica. Parece que la empresa sufre una crisis peor que la de los años ochenta: agoniza entre un barullo sindical que no va a ninguna parte y una pésima gestión.

La línea del cobre tiene los días contados.

Se anuncia tiempo lluvioso para los próximos días.

Fin de curso

A finales del mes de abril de 1979, último trimestre del curso de tercero de BUP, el coche de mi padre fue arrollado por un camión cargado de mineral que iba en dirección a las refinerías de Huelva. Llegaba la época de la evaluación final y conseguí que me permitieran asistir al instituto sólo para examinarme. Rocío me llevaba los apuntes y yo no salía de casa. No quería ver a nadie, hablar ni recibir más muestras de condolencia.

Ahí comenzó el insomnio, que empecé a distraer acompañando a mi abuela Concha. Ella afirmaba no haber dormido ni dos horas seguidas desde que acabó la guerra. La escasa sensibilidad de doña Concha, como la llamábamos, apenas se conmovió por la muerte del yerno. Me iba a su dormitorio de madrugada a pedirle que me contara historias de los británicos, que para ella siempre fueron «los ingleses». Me recibía sin agrado, mostrando resignación ante mis visitas. Solía sentarme en una silla baja junto a su mesa de noche, a la altura del platito de cerámica cubierto con un pañuelo húmedo, lleno de jazmines que ella renovaba cada mañana.

Lo único que esperaba doña Concha para el futuro era que sus nietas nunca se enamorasen de hombres ingleses. Se atusaba el pelo y movía mucho los brazos mientras me hablaba de ellos con su fuerte acento andaluz. Solía repetir que eran unos canallas y que lo sabía mejor que nadie porque su tía Manuela había «servido» toda la vida en el Barrio Inglés, en casa de «Miste Broni», pero «no como una criada normal», sino como ama de llaves que gobernó la casa y tuvo que velar el lugar de la dueña desde que Míster Browne se quedó viudo. Manuela tenía a su cargo una criada y una cocinera, dos muchachas del pueblo a quienes mi abuela siempre nombraba con nombres y apellidos que he olvidado. Contaba que su tía aprendió a hablar inglés porque fueron muchos años trabajando para ellos, y se quedó también con los vestidos de la difunta, quien «había dejado dicho que le dieran su ropa a la Manuela». Decía que su tía nunca conoció novio ni quiso casarse y por eso la trataba a ella como a una hija. Se la llevaba de niña muchas veces a la casa del Barrio Inglés donde trabajaba y allí la sentaba a la mesa de la cocina, le decía que se estuviera calladita y le daba pedazos de «caques» con vasos de leche, porque a «esa gente» no les faltaba la buena comida.

Me gustaba provocarla cuestionando la supuesta maldad de los británicos. Si fueron tan amables con vosotras no serían tan malos, le decía. Y entonces abría el abanico y se golpeaba el pecho con mal genio, diciendo tú qué sabes niña, tú no sabes nada de ellos, si yo te digo que eran canallas es porque eran canallas, nada más que tienes que ver las casas que tenían ellos, las que teníamos nosotros y la cantidad de españoles que murieron en la mina, mientras que casi todos ellos han vuelto a su país vivos y coleando, y con muy buenas jubilaciones.

Sólo era capaz de reblandecerse cuando yo le preguntaba por la Lomholt. Cada vez que lo hacía, ella volvía a repetir las mismas historias comenzando por las mismas frases. Ella y el marido sí que eran buenos, vinieron aquí para plantar árboles, para enseñar y para ayudar, no para explotar a la gente. Fueron buenos con los españoles, ten en cuenta que no eran ingleses. ¿Tú te acuerdas del país que eran, niña? Eran daneses, abuela, de Dinamarca, respondía yo con tono rutinario y arisco en la repetición de aquel juego incansable. Eso, eso, de Dinamarca, ¡hay que ver lo buena que tiene que ser la gente de Dinamarca! Ella era monísima. Nunca he visto mujer más guapa. Se ponía a pasear para arriba y para abajo montada en su caballo y quien la viera tenía que pararse a mirarla, porque era una muñeca, con el pelo entre rubio y pelirrojo, y esa piel tan blanca… Los chiquillos la seguían, menuda algarabía se montaba alrededor. Le gritaban ¡moni, moni!, y ella les tiraba monedas y caramelos, siempre con una sonrisa en la cara. Y lo bien que aprendió el español. Era muy lista doña Cristina. Los del Barrio Inglés no la querían porque veían que a ella y al marido los españoles les gustaban. ¿No ves lo lejos que le construyeron la casa, allí, a la vera del pantano?

Otra vez tocaba explicarle que si vivían allí no era porque los ingleses no los quisieran, sino porque la Compañía había contratado a Peter Lomholt, como experto en botánica, para repoblar con árboles toda la zona del pantano, que estaba desertizada por las teleras. Y ella volvía a no saber qué eran las teleras y a hacerme explicar que se trataba de la incineración de piritas al aire libre sólo para corregirme una vez más, diciendo que eso eran «los humos». Si sabría ella lo que hacían los humos, que tenían a la gente medio asfixiada con su veneno, que una prima suya se había muerto «de chica», mala del pecho, por culpa de los humos, decía una y otra vez.

No servía de mucho repetirle que los Lomholt no se llevaban mal con los británicos y que participaban de la vida social en el Club Inglés, estando contratados y bien pagados por ellos. ¿Pero tú qué sabes, niña? Yo tengo más años que tú y te digo que a las inglesas no les gustaba doña Cristina ni a doña Cristina le gustaban las inglesas.

Decía que yo pensaba que sabía más que ella porque había leído el famoso libro que compró mi padre sobre la historia de las minas, pero volvía a recordarme que ese libro lo había escrito un inglés, daba igual que fuera historiador o profesor, lo importante es que era inglés y no le iba a echar flores a los españoles. Se las echará a los de su país, porque aquí cada uno barre para su casa, y los ingleses más que nadie, ¡que me lo digan a mí!

Tras decir eso, o cosas parecidas, mi abuela se abanicaba muy fuerte y a gran velocidad, hasta que cerraba de un golpe el abanico y daba por zanjada la conversación, mandándome a la cama.

Cuando Rocío me contó que el escritor y nuestra profesora de literatura, Macarena, se habían conocido, recordé los coqueteos entre ella y los alumnos, a los que hipnotizaba con sus minifaldas y su exagerado acento sevillano. Me molestaba la idea de que también Álvaro G. se hubiera dejado engatusar, por eso la recibí huraña cuando fue a verme a casa y propuso que me presentara al concurso literario que acababan de convocar para los institutos de la cuenca minera, dotado con un premio de diez mil pesetas en libros. A pesar de mis resistencias me animó a escribir, y redacté un cuento titulado La Mansión en el que hilvanaba leyendas inventadas y obsesiones personales en torno a la casa sin molestarme por disimular la identidad de la protagonista, quien también acababa de perder a su padre.

Dos semanas más tarde, Macarena llamó por teléfono para comunicarme que había ganado el concurso entre un total de veintidós relatos y me entregarían el premio en un acto de fin de curso que iban a organizar como homenaje al poeta que daba nombre al instituto, Juan Ramón Jiménez.

Aquel día iba pálida cuando salí de casa. Mi madre no quiso venir. Llegué al salón de actos del ayuntamiento acompañada de Rocío, con mi timidez y mi luto a cuestas.

Después de la estupenda conferencia que dio Álvaro G. sobre la vida y obra de Juan Ramón, escuché mi nombre por el micrófono y allí estaba Macarena, con una minifalda verde que era mi salvación por acaparar casi todas las miradas, dispuesta a entregarme un cheque por valor de diez mil pesetas que debía canjear por libros en la única librería del pueblo. Subí al escenario avergonzada por los aplausos exagerados de mis amigas y acerté, casi sin voz, a dar las gracias por el micrófono. El escritor me siguió con la mirada hasta que me senté de nuevo entre el público, deseando que me tragara la tierra. Había adivinado que yo era la misma que encontró sonándose la nariz por el carril aquel sábado que entonces me parecía ya lejano, cuando todavía era una adolescente despreocupada de la muerte, uno de los últimos sábados en los que vivió mi padre. Durante todo el acto no pude evitar acordarme de un poema de Juan Ramón que aparecía en un libro que mi padre me había regalado de niña y yo había aprendido de memoria. Abril venía, lleno todo de flores amarillas: amarillo el arroyo, amarillo el vallado, la colina. El poema se acompasaba con los latidos acelerados del corazón y retumbaba en la cabeza a destiempo: el cementerio de los niños, el huerto aquel donde el amor vivía… se me anudaban al estómago. El sol ungía de amarillo el mundo con sus luces caídas. Mientras se entregaban los otros dos premios, iban y venían, sin haber sido convocadas, las amarillas mariposas sobre las rosas amarillas. Vicente Sánchez, el pintor más prometedor de la cuenca minera, recogía mientras tanto el premio de pintura, y Julián Arriola el de mejor comentario de texto sobre cualquiera de las obras del poeta homenajeado. Había elegido el Arias Tristes de Juan Ramón. No recordaba ahora si la maldita primavera amarilla era del Arias Tristes o de otro poemario, sólo sabía que me acosaba sin solución, haciendo que deseara salir corriendo a casa.

Entre los huesos de los muertos, abría Dios sus manos amarillas.

Julián era vago pero brillante: cuando trabajaba a conciencia, triunfaba. Resultaba difícil saber si le apasionaban más las motos o la literatura —estaba obsesionado entonces con Jack Kerouac y Baudelaire—, si los porros con sus colegas o yo misma, con quien había conseguido permanecer desde hacía más de un año. Mis amigas consideraban que salíamos juntos, pero yo no estaba tan segura. No nos habíamos visto desde la muerte de mi padre y apenas lo había echado de menos. Sus amigos nos llamaban «el Arriola y la Canija».

Esa misma noche se celebró la fiesta de fin de curso en el Bar Cobre, a la que el escritor también asistió. Rodeado de profesores y sobre todo de profesoras, lo observé con una antipatía oscilante entre la admiración que me producían sus escritos y la inquietud que me provocaba su amistad con Macarena. Yo había ido a esa fiesta casi obligada por Julián y Rocío. Decían que necesitaba divertirme. Todas estaban muy cariñosas conmigo por mi reciente orfandad. Julián me metía mano cuando podía y bebí más que de costumbre. Contemplo desde aquí esa primera borrachera con la misma claridad con que a una anciana moribunda se le puede aparecer en el lecho de muerte su pasado más lejano. Los vaqueros ajustados y el jersey de hilo negro, sin mangas, que me había hecho mi madre y estrenaba aquel día, el pelo cortísimo que había disgustado a mis amigas, acostumbradas a verme con una melena que decidí cortar dos semanas antes.

El escritor está arrinconado al final de la barra por Macarena y por el de Historia pero a ratos me mira, sobre todo ahora que Julián se acerca con un segundo cubata para mí, volviendo a besarme y a meter las manos por debajo del hilo negro. Me resisto porque no me gusta que haga eso en público, aunque estemos en un rincón poco iluminado. Dice que no sea estrecha, que allí no nos ve nadie, pero sé que hay al menos una persona pendiente de nosotros desde la barra, mirando por encima del hombro de Macarena, cuando sin previo aviso se encienden las luces y empiezan a sonar sevillanas a todo volumen. Joder, ya están éstos con las sevillanas, vámonos a la calle a fumar un canuto, dice Julián. En vez de seguirlo me quedo junto a Rocío y Laura, que empiezan a bailar como locas a mi lado y me hacen señas para que toque las palmas y me anime. Es inútil, nadie va a conseguir eso de mí, pienso mientras bebo con demasiada rapidez, apuro otro cigarrillo y permanezco ajena a la explosión de folclore, agradeciendo que me hayan dejado sola. Es cuando veo que el escritor consigue escapar y avanza hacia mí sin perderme de vista, abriéndose camino entre la algarabía de alumnas y profesoras que cantan y bailan y gritan a los camareros pidiendo más tapas, más cubatas y más cervezas. Llega a mi lado en el penoso instante en que mi estómago, que a pesar de algunas croquetas de jamón ha pasado hoy por tantas emociones, empieza a rebelarse, y mi cerebro da la orden de comenzar a verlo todo borroso y de escuchar distorsionada esa voz grave que me nombra y se presenta. Hola, eres Carmela Estévez, ¿verdad? Enhorabuena por el premio, he leído tu relato, soy… El escritor dice su nombre. Hola, sí, ya sé quién eres, es lo que acierto a decir yo, demasiado debilitada para mantener una actitud digna, incluso para mantenerme en pie. La vergüenza se une a los jugos ácidos y me acelera el vómito. Sin acertar a darle una excusa corro a los lavabos, donde acabaré más pálida que antes, hasta que Rocío dé el toque de aviso y Julián me rescate y me lleve a casa montada en su moto.

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9788412223248
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