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Herencia

Aprendiendo a lidiar con las pérdidas

Ronnie Roberto Campos


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Introspectiva

1 - Mi amigo Tuna

2 - Sembrar y cosechar

3 - Tiempo de reír

4 - Tiempo de llorar

5 - Deslumbrado

6 - Primer empleo

7 - Empleo de primera

8 - Tiempo de aprender

9 - Princesa

10 - Príncipe

11 - Tiempo de enseñar I

12 - Tiempo de enseñar II

13 - La herencia

Herencia

Aprendiendo a lidiar con las pérdidas

Ronnie Roberto Campos

Título del original: Herança Aprendendo a lidar com as perdas. Casa Publicadora Brasileira, Tatuí, San Pablo, Brasil. 2019.

Dirección: Walter Steger

Traducción: Germán Correa

Diseño del interior: Carlos Schefer

Diseño de tapa: Nelson Espinoza, Romina Genski

Ilustración de tapa: CPB

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXX

Es propiedad. © CPB 2017. © 2019 Asociación Casa Editora Sudamericana.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-118-6


Campos, Ronnie RobertoHerencia : Aprendiendo a lidiar con las pérdidas / Ronnie Roberto Campos / Dirigido por Walter Steger. - 1ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.Libro digital, EPUBArchivo digital: onlineTraducción de: Germán Correa.ISBN 978-987-798-118-61. Psicología diferencial. I. Steger, Walter, dir. II. Correa, Germán, trad. III. Título.CDD 155.937

Publicado el 30 de marzo de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Web site: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

DEDICATORIA

A mi amada esposa,

A mi hijo,

A mis padres,

A mis hermanos y hermanas,

A mis sobrinos y sobrinas,

Y a todos aquellos que siempre estuvieron cerca.

A ustedes dedico estas páginas.

DOBLE MANO

(Ronnie Roberto Campos)

Somos lo que somos

a la ida o a la vuelta.

Uno lleva, otro trae

y si así nos ponemos

o si así nos vemos;

la verdad, lo mismo da.

Hacia adelante vamos,

mientras ellos piensan

que vamos hacia atrás.

Introspectiva

Instruye al niño en el camino correcto,

y aun en su vejez no lo abandonará.

Prov. 22:6, NVI.

Lo recuerdo como si fuera hoy. A decir verdad, difícilmente ocurre alguna cosa en mi vida que no me haga pensar en él, en su mirada, su sonrisa calma, su voz grave y firme.

Sus palabras aún resuenan en mi mente cada vez que se me presenta una situación difícil o cada vez que un problema se vuelve más grande que mis fuerzas.

A veces pienso en lo que debería haber dicho y en lo que podría haber hecho para mostrarme agradecido por todo el tiempo que me dedicó, al ayudarme a moldear mi vida.

Hoy lo sé. Sé que él tenía razón. Él sabía de lo que estaba hablando. Pero en aquellos tiempos... en aquellos tiempos yo solo pensaba en disfrutar la vida. No tenía tiempo para pensar en el futuro. No tenía tiempo para él.

Aun así, él siempre encontraba alguna forma de estar presente. Sus palabras tenían una especie de imán, de pegamento; quedaban grabadas en la mente de la gente. Era como si él siempre estuviera ahí, bien cerquita... solo para asegurarse de que todo estuviera bien.

Hoy que tengo tiempo, él no está más aquí. ¡Y cómo me hace falta! ¡Cómo me hiere esta sensación de vacío! Me gustaría haber dedicado menos tiempo a tener y más aprendiendo a SER. Ser un poco de lo que él fue, aunque fuera una pálida similitud. Mi modelo, mi maestro, mi consejero, mi profesor, mi héroe: mi padre.

Gracias, papá, por enseñarme, aun cuando no estaba interesado en aprender.

Gracias por no desistir.

Hoy lo sé…

Aprendí que algunas veces todo lo que necesitamos es una mano a la cual aferrarnos y un corazón que nos entienda

(William Shakespeare).

CAPÍTULO UNO
Mi amigo Tuna

–Hijo, ¿podrías traerme la cajita con libros que está en el portaequipaje de la moto?

–Sí, papi…

A veces, cuando mi padre llegaba del trabajo, después de darme ese abrazo cariñoso, me pedía que buscara algo de la moto, mientras abrazaba a mi madre.

Yo no tenía más que cuatro o cinco años, pero lo recuerdo como si fuera hoy. Al acercarme a la moto divisé la cajita y fui directamente hacia ella. Quería llevársela rápidamente, para poder jugar con él un poco antes de que saliera nuevamente. Mi padre era profesor. Daba clases por la mañana, la tarde y la noche.

Cuando estuve cerca de la moto, mi pequeño corazón dio un vuelco. Había un ruido extraño que venía del interior de la caja de “libros”. En aquel instante lo sospeché: solo podía ser un perrito. ¡Y así fue! Era un cachorro de poodle. ¡Qué cosita más linda! Suave, negrito, con el pecho, el hocico y las patitas blancas.

Mientras me emocionaba y admiraba el regalo, ni me di cuenta de que mi padre y mi madre estaban allí, cerquita, abrazados, disfrutando de aquel momento en el que me deshacía de felicidad.

–¿No le vas a poner un nombre? ­–preguntó mamá.

–Necesita un nombre –afirmó mi padre.

–¡Aceituna! Se va a llamar Aceituna. Aceituna… Aceituna… Ven, ven…

La sonrisa de mis padres no cabía en sus rostros. Les gustaba verme feliz. No perdían oportunidad para demostrarme cuánto me amaban. Pero yo en aquel momento solo tenía ojos para Aceituna, mi nuevo amiguito.

–¡Aceituna! Aceituna… Aceituna… Ven, ven…

Me encantaba aquella pelotita peluda negra. Con el tiempo su color se fue aclarando y lo que era negro se hizo gris; el gris más hermoso que haya visto alguna vez. Cuidé de aquel perrito como si fuera mi hijo. Le di tanto cariño que hasta se puso mañoso.

Nunca vi un animalito tan inteligente como ese. ¿Sabes que hasta la puerta de casa aprendió a abrir? Saltaba para alcanzar el picaporte. No entiendo cómo sabía hacerlo, pero siempre abría la puerta y el portón. Era necesario cerrar con llave para que no se escapara. Por cierto, ¡cómo le gustaba escaparse! Menos mal que todos los vecinos eran gente buena. Cuando alguien tocaba el timbre, casi siempre era alguno de mis amigos con Aceituna en brazos:

–Lo encontré en la esquina –decían.

Lo tomaba en mis brazos, sonreía, agradecía a mi amigo, salía corriendo y le daba un “sermón” al perrito. Mi corazón se afligía cada vez que eso pasaba. ¿Y si él no volvía? ¿Y si lo habían atropellado? Rápidamente pensaba en otra cosa porque no me gustaba pensar en cosas tristes. Me angustiaba pensar en perder a mi amiguito.

La verdad es que tenía muchos amigos. Mi casa estaba siempre llena de compañeros. Mis padres preferían que ellos jugaran en nuestro patio o en el lugar en forma de “L” que había a la vuelta de casa. Había mucho espacio para jugar. Pero con Aceituna era diferente. Él era… ¡era de la casa!

Hablando de casa, un día mis padres decidieron que tendríamos que mudarnos. Me desesperé:

–¿Y mis amigos? ¿Y el árbol de mangos? ¿Y nuestros vecinos?

Pronto descubrí que la casa a la cual nos mudaríamos no quedaba tan lejos. Mis amigos prometieron que nos visitarían siempre. Mis padres dijeron que cada tanto volveríamos a reencontramos con los chicos del grupo.

Cuando conocí la casa nueva, me entusiasmé con la idea de mudarnos lo más rápido posible. ¡Era un lugar lindo! Había mucho espacio para que Aceituna pudiera correr y saltar. Mi padre tenía la intención de comprar esa casa nueva. Entonces nos mudamos.

Siempre recibíamos visitas de los amigos y los vecinos que vivían cerca de la otra casa. Ellos también pensaban que la nueva casa era muy buena y estaba bien ubicada. Decían que mi padre estaba haciendo un buen negocio. Algunos incluso demostraban cierto deseo de comprar una casa por allí, pero no podían hacerlo. Aquellas casas pertenecían a una empresa binacional y estaban destinadas a sus trabajadores o a los trabajadores de instituciones vinculadas con ella, como lo era una de las escuelas en las que mi padre daba clases.

Mi padre trabajaba en varios colegios. Su intención era proveer un buen nivel de vida a la familia. Reconocíamos sus esfuerzos y hacíamos lo posible para colaborar. El único día en que descansaba era el sábado, cuando íbamos juntos a la iglesia.

Como de costumbre, un sábado fuimos a la iglesia bien temprano. Mi padre había llevado a nuestro perrite a la tienda de mascotas el viernes. Aceituna había quedado igualito a esas fotos de poodles que ponen en cajas de alimentos para perros. ¡Muy lindos! Ese sábado de mañana, Aceituna quedó en casa; mejor dicho, suelto en el patio. Al volver, al mediodía, nos pareció extraño el silencio.

–¡Tuna! –grité con fuerzas para llamar a Aceituna, que hacía una gran “fiesta” cuando oía mi voz.

Entonces vi un agujero recién hecho debajo de la pared de nuestro patio. Temí que Aceituna hubiera huido. ¡No quedaba otra! ¡Aceituna no estaba en casa!

Fuimos corriendo a la casa de los vecinos. Buscamos en las otras calles y cuadras. Preguntamos a todas las personas que pasaban, pero nadie había visto a mi perrito.

Mi padre salió conmigo todos los días, durante semanas. Utilizó todos sus horarios libres para ayudarme a encontrar a Aceituna. Había un lugar con un pasto lindo cerca de casa, y los vecinos llevaban a sus mascotas a pasear a ese lugar. Todos los días íbamos allí con la esperanza de encontrar a Tuna.

–¡Tuna… Aceituna! –no me cansaba de gritar por las calles.

Sentía mucha angustia cuando lo llamaba y no aparecía. Entonces teníamos que volver a casa, porque se hacía tarde. Siempre tenía la impresión de que aparecería a último momento, pero eso no ocurría.

Yo lloraba de día, de noche, mientras estaba en el baño, cuando había gente que podía verme o a escondidas. Por mucho tiempo todo lo que hice fue llorar.

Muchas veces mi madre me encontró llorando en el baño. Entonces le decía a mi padre y él me buscaba y me preguntaba si estaba todo bien.

–¿Vamos a dar una vuelta? ¿Quién sabe si no tendremos suerte hoy? –me preguntaba mi padre cuando llegaba del trabajo.

Me tomaba de la mano y salíamos juntos a buscar a Aceituna. Después de andar bastante, nos sentábamos a la sombra de un viejo eucalipto. Mi padre siempre esperaba un poco, en silencio. Después me miraba y me decía:

–Hijo, Tuna es un perrito muy lindo. Probablemente alguien jugó con él… Tú sabes cómo es él… Solo pudo llevárselo alguien a quien le gustara su forma de ser. Pero no te preocupes, ya recorrí todas las tiendas de mascotas de la región. Si alguien lleva a Aceituna para bañarlo o cortarle el pelo...

Cierto día, al intentar consolarme, mi padre me dijo:

–Es muy triste cuando nos ocurre algo como esto. Sé por lo que estás pasando. Aceituna era tu amigo, y lo estás extrañando. Pero la vida es así: no logramos entender algunas cosas. No fuimos hechos para sufrir. Dios nos creó para ser felices. Sin embargo, el enemigo nos contaminó con el mal.

Después de un breve silencio, continuó:

–La Palabra de Dios nos da esperanza. En ella encontramos la promesa de que en el cielo no habrá dolor, tristeza, lágrimas, muerte o sufrimiento.

Recuerdo cuánta calma sentía cuando mi padre oraba para que la familia que quedó con Tuna lo tratara bien.

Aceituna estaba siempre en mis oraciones. Pasé a pedirle a Dios que cuidara de él y comencé a aceptar que mi perrito tal vez no volvería. Aunque eso pasara, le pedía que pudiera estar bien. Poco a poco el dolor fue disminuyendo. Durante muchos meses oré por Aceituna. Incluso después de varios años, siempre que veía un poodle gris llamaba: ”¡Aceituna!” solo por las dudas.

Mi padre me enseñó a enfrentar el dolor. No es bueno estar abatido mucho tiempo. Y lo más importante: aprendí que un día “no habrá lamento ni dolor, pues Dios enjugará toda lágrima de los ojos” (adaptado de la NVI).

La mente que se abre a una nueva idea

jamás volverá a su tamaño original

(Albert Einstein).

CAPÍTULO DOS
Sembrar y cosechar

–Papá, ¿puedo quedarme en casa hoy?

–¿Por qué, hijo?

–No quiero ir a la escuela hoy.

Mi padre me miró con la mirada de quien busca una razón que las palabras no revelan. Él sabía leer nuestra mirada, nuestras palabras y actitudes. No tenía sentido intentar esconder lo que estaba detrás de las palabras. No sé cómo, pero tarde o temprano terminaba descubriendo incluso lo que estábamos pensando.

Entonces me pareció mejor explicar:

–Mi maestra, papi.

–¿Qué pasa con ella?

–Hoy nos dará su última clase.

–¿Y no te vas a despedir de ella?

–Ya lo hicimos ayer. Hoy solo va para presentar a la nueva maestra. ¿Me dejas quedarme en casa?

Mis ojos no lo negaban. Intentaba evitar el sufrimiento de ver partir a la “mejor maestra del mundo”. No podía imaginarme el aula sin ella. Dicen que nunca olvidamos a la primera maestra. No sé si eso es verdad en todos los casos, pero para mí era verdad. ¡Y qué linda era! Y sabía todo. Podíamos preguntarle lo que quisiéramos; siempre tenía una respuesta.

En cuanto a la nueva maestra, no sabíamos de dónde venía. ¿Y si no era genial? ¿Y si era mala, de las que no enseñan bien y pelean con los niños?

–Siéntate aquí –me dijo mi padre mientras señalaba el escalón de la escalera que llevaba a la puerta de la sala.

–Un día –comenzó a relatar–, una alumna dijo algo que me gustaría que sepas. Era una de mis primeras clases en la escuela pública. Yo iba a reemplazar a una profesora que estaba enferma, con un problema cardíaco, y que necesitaba cuidados médicos. Esa alumna, cuando supo que habría un reemplazante, decidió no asistir más a la escuela. Yo todavía no la conocía; hacía solo tres meses que daba clases allí. Dos semanas después, la muchacha apareció. Un poco tímida, se sentó al fondo del aula. Estábamos trabajando poesía con el grupo de quinto año.

–¿Y qué ocurrió? –pregunté, curioso.

–Era un proyecto de lectura y producción de textos. Solicité a todos los alumnos que trajeran su libro favorito, y dije que si no tenían libros en casa podían tomar alguno prestado de la biblioteca de la escuela. También les dije que deberían traer un almohadón, o incluso una pequeña frazada. Quería que entendieran que leer debe ser algo agradable, placentero.

–¿Y funcionó, papi? –pregunté.

–El día indicado todos estaban muy entusiasmados. Acomodaron el aula de modo tal que de repente surgieron varias “literas”, “sofás” y diversos espacios de lectura según el gusto de cada uno. Había alumnos recostados, sentados, boca abajo, de a dos, con frazada, con almohada…

–¡Qué genial!

–¡Fue muy bueno, sí! ¡Fue lindo ver a toda esa muchachada leyendo por placer!

–¿Y tú qué hacías, papá?

–Me senté en una esquina, puse una silla a mi lado y me puse a leer uno de mis libros favoritos. Dije que quien quisiera podría sentarse en esa silla y contarme lo que estaba leyendo.

–¿Y fueron?

–¡Sí! Todo el tiempo había alguien contándome acerca de la historia que estaba leyendo. Hicimos eso tres o cuatro veces ese mes. En los minutos finales de cada clase, había un momento especial en el que uno o dos alumnos les contaban a sus compañeros acerca de la historia que más les había gustado leer.

–¿Y aquella alumna? –pregunté por la niña que había faltado durante dos semanas.

–El último día, ella me dio una tarjeta donde decía que lamentaba haber perdido algunas de mis clases. Escribió que de haberlo sabido, jamás hubiera dejado de ir a la escuela.

Mi padre me miró y continuó hablando:

–Nunca más vi a esa alumna, pero sé que aquellas pocas clases marcaron una diferencia en su vida. Y en la mía también.

Las historias que contaba mi padre transmitían mucha calma y seguridad. Cuando me di cuenta, ya estaba en el transporte escolar, a pocas cuadras de la escuela donde estudiaba.

¡La nueva maestra me pareció muy simpática! Dos o tres semanas después, llegué a casa con un brillo especial en mis ojos. Pronto mi padre se dio cuenta de mi entusiasmo y me preguntó:

–¿Qué ocurrió? ¿Alguna novedad?

Yo no podía contener la emoción:

–La maestra nos pidió que mañana llevemos los libros que más nos gusten. Y, si queremos, podemos llevar un almohadón o una pequeña frazada.

Mi padre me miraba, sonriendo con los ojos, de una forma única. Continué:

–La maestra dijo que era un proyecto que había aprendido con un antiguo profesor, el mejor profesor de su vida.

¡Es sorprendente cómo el mundo da vueltas! “Cosechamos lo que sembramos”. Aquel día aprendí el significado de aquella frase.

Mi padre estaba cosechando. Y una vez más, yo estaba aprendiendo a plantar.

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71 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9789877981186
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