Читать книгу: «Sebastián Sichel. Sin privilegios»

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© 2021, Sebastián Sichel

© De esta edición:

2021, Empresa El Mercurio S.A.P.

Avda. Santa María 5542, Vitacura,

Santiago de Chile.

ISBN: 978-956-9986-72-7

ISBN digital: 978-956-9986-73-4

Inscripción Nº 2021-A-2476

Edición general: Consuelo Montoya

Diseño y producción: Paula Montero

Fotografía de portada: Rodrigo Rozas

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

info@ebookspatagonia.com

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de Empresa El Mercurio S.A.P.


Índice

Primera parte. Niñez y vida escolar

Cazador de luz

«Tranquilo hijo, que no es tu papá»

El punk defensa central

Mantener la cabeza a flote

La madre y un diagnóstico liberador


Segunda parte. Juventud universitaria e interés político

Embajador de Surinam

Izquierda mala para el martillo

«Sepárate si no te acompaña»


Tercera parte. Adultez y nuevos rumbos

Por favor que no sea pelado

Entre Michael Jackson y jamones curados

Niño nuevo en La Moneda

«Siempre estás diciendo que te vas»

PRIMERA PARTE

NIÑEZ Y VIDA ESCOLAR

Cazador de luz

Cinco años. Concón.Vida de okupa.

Cuando le preguntan por los primeros recuerdos de su niñez, la mente de Sebastián Sichel Ramírez (1977), por entonces Sebastián Iglesias Ramírez, se transporta de inmediato a la localidad costera de la Quinta Región en donde la vida del niño, entre los 5 y 12 años, tuvo como refugio una casa ajena que fue tomada como propia.

No está claro, pero al parecer se trataba de una vivienda que pertenecía a unos exiliados que habían dejado el país, por lo que el grupo familiar —mamá, papá postizo y hermana tres años y medio menor— simplemente se adueñó de una propiedad que, en realidad, era una carcasa vacía en su interior. Un hogar sin luz, sin agua, sin refrigerador, sin baño, con ventanas tapadas con plásticos que parecían inhalar y exhalar con cada movimiento del viento, en donde se cocinaba al fuego de unos palos y un lugar donde entraba, salía, se quedaba, bebía, peleaba y se intoxicaba gente extraña. En ese entrar y salir de gente, sí hubo un integrante que se sumó al grupo familiar de manera permanente y más apacible: «Kayser», un perro callejero que los acompañó por largo tiempo.

A fin de cuentas, ese espacio de tres piezas, más que casa, parecía ser una especie de refugio improvisado en algún lugar indómito en donde la familia —y quien quisiera— podía guarecerse. De hecho, cuando llegaron al inmueble, todos se acomodaron durante un tiempo en una de las piezas y luego se fueron distribuyendo a medida que iban sumando mejoras. Y el primer WC llegó gracias a uno que encontraron tirado en un vertedero cercano.

Ahí, en un contexto de vida familiar precaria, disfuncional y violenta, la existencia del pequeño tuvo un sello especialmente marcador que lo acompañaría de por vida: la ausencia de luz.

Esa penumbra permanente de sus primeros recuerdos de niñez hizo que el hombre se convirtiera después en un obsesionado por arrimarse a cualquier destello lumínico que sirviera para acompañarlo. Primero, siendo muy pequeño, robando velas a una Virgen en la zona baja de Concón; décadas después, con la manía de siempre dejar las cortinas entreabiertas para que la luz pudiera colarse como mejor quisiera.

En esos ambientes iniciales siempre sombríos de su niñez, los electrodomésticos y la televisión aparecían como aparatos de una era futurista que no concordaban con la suya. Artilugios de un tiempo de modernidad que, en su caso, se limitaban a ser observados y escuchados en casas vecinas y nunca en la propia. Como esperar una semana completa para instalarse en la casa de José —un vecino que era el cuidador de una residencia de veraneo— para mirar durante largas horas las secuencias de rutinas humorísticas del Jappening con Ja a comienzos de los 80.

La falta de luz en casa, lo convirtió en un adicto a la calle. Era una cuestión práctica: salvo los pocos libros que tenía en su hogar, la entretención y la luz estaban fuera de esa casa-cueva en la que vivía en calle Vergara en Concón. Por eso había que aprovechar al máximo, desde temprano por la mañana hasta el ocaso. Por entonces su vida de chiquillo se dividía entre estar tras una pelota de fútbol o colarse en casas vecinas de veraneantes ausentes.

Un hábito que comenzó a cimentar desde pequeño fue la búsqueda permanente de libros y revistas para leer junto al suave destello de las velas hogareñas. Fue de esa manera que comenzó a establecer una relación de cariño y necesidad por la lectura. Su mamá le conseguía los libros en ferias o los cambiaba por cualquier cosa. Su gran entretención eran los Reader,s Digest que el niño se los aprendía casi de memoria.

Sin embargo, había algo contra lo que las historias y relatos que salían desde los textos no podían competir: la libertad que le daba una existencia extrañamente autónoma y despreocupada para su corta edad.

El Sebastián Iglesias de antaño suele rememorarse como un niño líder que desde temprano debió forjar cierto carácter para acomodarse en esa libertad que masticaba a destajo en la urbe del litoral. Lo del liderazgo prematuro quizás lo diga por haber sido el organizador de un grupo llamado «La pelotita azul», una especie de club social y deportivo que armó con otros pequeños en Concón. La iniciativa pretendía definir una suerte de calendarización de acciones de entretención para el año y significaba buscar materiales para armar la sede y diseñar tarjetas de identificación para los integrantes. Ahí, Sebastián ejercía el rol de presidente eterno y un rígido evaluador de las pruebas que debían pasar los postulantes a la vicepresidencia del conglomerado infantil.

En la práctica, Iglesias era un viejo chico, algo mandón y aglutinador. Un infante que en vez de gastar la escasa plata que alguna vez tenía en sus bolsillos en alguna golosina o bebida encontraba más placer en la lectura de algún diario o cualquier libro que llegara a sus manos.

El menor era una mezcla de cuerpo que se desarrollaba rápido, carácter fuerte y personalidad introvertida, especialmente respecto de sus emociones. Un silencio y reticencia que mucho tenía que ver con la idea de llevar adelante una vida lo más normal posible para que así el resto lo viera como un niño más. Un intento de forzada proyección de normalidad que, sin embargo, escondía una dura batalla interna por hacer a un lado la pesadilla diaria que vivía puertas adentro.

En medio de esa familia el sello distintivo, más que la pobreza, era la disfuncionalidad. Sí, porque más que carencia de recursos o pobreza dura, lo que marcaba la vida en ese hogar era la precariedad de quienes habían decidido navegar la vida de esa manera. Mamá y papá encubierto así lo habían decidido por voluntad propia. Un estilo de vida hippie con ganas de perpetuarse por siempre, donde el trabajo formal era una rareza y en donde las pertenencias materiales asomaban como lujos innecesarios. Un mundo de carencia que se contraponía con un superávit de gritos, peleas, alcohol, drogas, gente que entraba y salía, bullicio y fiestas sin fin. Todo liderado por un papá problemático y secundado por una madre que optó por seguir el ritmo de un marido estrafalario e imprevisible.

En el barrio de calle Vergara el pequeño Iglesias era conocido como «tatán» aunque sus amigos más cercanos, le decían «capitán» por sus reiterados empeños de liderazgo infantil. Por entonces el chiquillo era más bien alto, con tendencia a tener kilos de más —según él por una mala alimentación basada en una mezcla de pan y leche en polvo entregada en consultorios— y con un sello que se transformó con el paso del tiempo en la huella digital de su rostro: papiche.

Lo de la mandíbula inferior prominente es una mezcla de herencia genética y secuelas de un serio accidente que tuvo de pequeño en Concón, cuando perdió el equilibrio y salió volando de una bicicleta prestada, en un paso bajo nivel y aterrizó golpeándose el rostro contra el suelo. Se quebró la nariz y la cara quedó a maltraer. Las secuelas de esa dura caída nunca fueron tratadas como correspondía y Sichel cree que su dificultad para respirar y las complicaciones de su dentadura —uno de sus flancos médicos más débiles— tienen que ver con ese duro aterrizaje frontal en el cemento costero.

A algunas burlas recibidas por «perón» o «papiche» se sumaron otras que para el estudiante eran más dolorosas e indignantes y que tenían que ver con lo precario de su situación material y familiar, lo que hizo que tuviera varias peleas a combos. Incluso, en el colegio en Concón, ya hastiado por los comentarios y bromas que se multiplicaban, un día se envalentonó y preguntó quién era el que le solía pegar al resto de los alumnos. Hubo unanimidad en que Hugo era el más fiero de los patios. Entonces, el niño fue a buscarlo y decidió, sin razón aparente, trenzarse a golpes. El objetivo era imponer un cierto escudo de respeto colegial e intentar detener o, al menos, aminorar la frecuencia de las burlas. «Mi entorno familiar ya era muy duro y no quería que me pasaran por encima», recuerda.

El problema era que el escolar también debía lidiar con un cuerpo que comenzó desde pequeño a desarrollarse de manera algo desenfrenada. No había en ese crecimiento proporcionalidad ni armonía, por lo que su figura era la de un chico en expansión desordenada, en donde parecía que el cuerpo iba por un lado mientras las extremidades habían decidido ir por otro rumbo.

Genética y tipo de alimentación parecen haber hecho su trabajo de manera conjunta en esa caótica extensión corporal. Sus kilos extras estaban basados en su precaria dieta alimenticia que incluía casi únicamente pan, fideos, arroz y papas. Una especie de menú eterno del que no se salía —ni él ni su familia— y que tenía un tono repetitivo en las preparaciones que se cocinaban en los fogones de la casa okupa.

En el hogar todo escaseaba y por eso cada producto debía ser aprovechado al máximo. Él lo recuerda de manera especial con las papas. Se pelaban y a un lado quedaba el tubérculo desnudo y al lado un recipiente que se llenaba con las cáscaras. Primero se cocían o freían las papas y luego se aprovechaba de hacer una nueva ronda de fritura en donde se echaban las cáscaras.

En ese ambiente, cualquier ingrediente que saliera de la rutina era apreciado como un acontecimiento mayor. Quizás por eso Sichel rememora hasta hoy una Navidad en que la madre decidió salir junto a él y obsequiarle un helado Crazy, pequeño lujo infantil contenido en un vaso plástico. Por supuesto, en esa casa, el Viejo Pascuero o el Conejo de Pascua eran personajes más bien imaginarios y ausentes para los dos pequeños.

En Concón el niño estudiaba en el Colegio Parroquial Santa María Goretti, establecimiento fundado por un expárroco de la localidad en 1954 y que en un inicio tuvo el nombre de Escuela Particular N°111. Años después llegaron al colegio las Hermanas de la Caridad Domínicas de la Presentación de la Santísima Virgen, agrupación de activas y empeñosas monjas colombianas que dieron un renovado impulso al colegio. El establecimiento estaba justo tras la parroquia local y fue en ese lugar donde Sebastián hizo su primera comunión y hasta se convirtió en acólito.

Quizás Sichel no sepa la importancia que tuvo, pero para su hermana Banya esas caminatas de ambos rumbo al colegio fueron de los instantes más cercanos y marcadores que ella atesora como un tiempo de complicidad junto a su hermano durante la niñez. «Si pudiera elegir el momento que más me llena el alma es el recuerdo de ir caminando con Sebastián hacia el colegio cada mañana y cada tarde, con mucho frío en invierno y él colocando sus manos heladas en mi guatita diciéndome que era una estufita. Es realmente una tontera, pero son instantes que se graban en la mente de una niña de cuatro años», recuerda Banya desde España.

El entonces estudiante fue de alguna manera «adoptado» por esas religiosas que conocían el complejo ambiente familiar que el alumno Iglesias enfrentaba en el hogar. No se trataba, sin embargo, de que la realidad de este estudiante fuera especialmente inusual. Sichel lo recuerda bien cuando una vez preguntaron al curso de más de cuarenta alumnos quiénes tenían padres profesionales. Apenas dos manos se levantaron y una de ellas era de un estudiante argentino.

Pero hubo algo que las religiosas vieron en Sichel que las llevó a apañarlo de manera especial. Era un buen alumno, cercano a las monjas y a los profesores, lector voraz y empeñado en participar y sacar adelante las distintas actividades que el establecimiento organizaba. Académicamente comenzó a destacar en ciencias sociales y matemáticas. Por eso, poco a poco, monjas y profesores comenzaron a potenciar las capacidades de un niño que ya empezaba a destacar entre los demás.

Charao y Figueroa fueron sus dos mejores amigos en esa época. Fue con ellos que en 1987 vio y celebró el triunfo de Cecilia Bolocco como Miss Universo después de meterse «a la mala» en una casa de veraneo vacía. Y fue en los patios de esa escuela de Concón donde el niño tuvo su primer pololeo. Fue en quinto básico, cuando el pequeño le dejó una sentida carta más el regalo de una foca de lana —que le había tejido su mamá— en el banco de la compañera que le gustaba. Ella le devolvió un «sí» a través de otra misiva formal.

Su paso por este establecimiento de la Quinta Región no solo fue un refugio y una importante represa de contención emocional para el niño, sino que también fue el lugar en donde Sichel comenzó a valorar la prédica del mundo católico y la acción efectiva en que podía convertirse ese cúmulo de buenas intenciones que usualmente solo quedaban en rezos y oraciones a Jesús y María.

Este vínculo fue porque las monjas no solo oraban puertas adentro, sino que tenían una fuerte presencia social con los vecinos y las organizaciones comunitarias, por lo que el trabajo práctico de ayuda y mejora concreta en la vida de la gente se proyectaba mucho más allá de las panderetas del recinto educacional. Así, el escolar fue testigo directo de esa coherencia, uno de los motivos que, años después, explicarían su acercamiento con el catolicismo de base y comunitario. Y fue probablemente eso mismo lo que lo acercaría —en sus inicios en el mundo de la política— a la Democracia Cristiana.

Pero más allá de la contención del colegio y la relevancia que tuvieron las monjas colombianas —y que no se queda en el hecho de conocer y poder cantar hoy el himno de Colombia—, su paso por Concón fue marcada por dos hitos que le ayudaron a descubrir, décadas después, quién era realmente.

El primero fue cuando, ya hastiado por el trato que recibía su mamá, decidió enfrentar a su «padre». Lo hizo tomando un palo para frenar una agresión que estaba soportando su progenitora. El otro hito fue cuando supo, mientras esperaba en una fila de un servicio público regional, que el hombre que vivía en esa casa okupa, en realidad, era un personaje postizo y que no era su padre biológico.

Décadas después, siendo presidente del BancoEstado, Sichel pasó por esa vieja casa ubicada en calle Vergara. La residencia que de niño le parecía enorme, ahora se le asomó como un lugar extrañamente pequeño. Y ahí, los nuevos propietarios le mostraron algunas fotos antiguas que habían encontrado de manera fortuita en la residencia y en donde aparecía un Sichel apenas chiquillo. Los nuevos moradores exhibieron esos registros como si fueran un pequeño tesoro que había quedado abandonado en el lugar. Para los actuales residentes era como si en esas piezas y espacios se hubiera criado alguna estrella de la música o un afamado actor.

Para Sichel, en cambio, era volver a enfrentar un espacio que no había sido benevolente y en donde la angustia, la precariedad y el temor lo había acompañado por demasiado tiempo. De hecho, cuando le preguntan por el momento más feliz de su niñez, asegura que fue cuando dejó esa casa en Concón y se instaló en el hogar de los abuelos maternos en Santiago. Como sinónimo de la felicidad que encontró con ese cambio, Sichel asegura que, más que lo material que había en esa nueva residencia —como tener agua y luz, «lujos» impensados hasta entonces en su vida—, por primera vez experimentó una verdadera sensación de tranquilidad. De alguna manera, la bomba de tiempo que parecía siempre a punto de explotar en su casa en Concón había desaparecido.

El chico, después de muchos años, por fin había encontrado la extraña certeza de que las cosas, personas y ambiente reposado con los que se acostaba por la noche iban a ser los mismos del día siguiente.

«Mi niñez terminó mucho antes de lo que hubiese querido. Se acabó a los 11 años», suele decidir Sichel al recordar en fin de esa etapa de su vida y su paso a una adolescencia-adultez prematura.

«Tranquilo hijo, que no es tu papá»

Ana María Ramírez, la mamá de Sebastián Sichel, era una adolescente común y corriente, bonita y regalona de sus papás. Vivía en el sector de Américo Vespucio con Francisco Bilbao en Santiago. Eso sí, la ubicación de la casa no tenía directa relación con la realidad económica con la que convivían. En realidad, se trataba de una familia de clase media que venía en declive. Desde hacía tiempo que estaban empobreciéndose. El abuelo materno, Guillermo Ramírez, era comerciante. Más bien era un mercader de la subsistencia.

Los negocios del abuelo de Sichel no eran bullentes locales que entregaban generosos flujos de caja. De hecho, se trataba siempre de pequeños emprendimientos pasajeros —la mayoría de las veces— o boliches de barrio —las menos— en donde solía combinarse la venta de productos básicos, como sopaipillas o golosinas y algunos videojuegos para adolescentes ganosos de gastar en fichas. Eso sí, era una persona constante, ya que estos emprendimientos, o si es que se trataba de algún local comercial, solían tener casi siempre el mismo ciclo de vida: fuerte empeño inicial, escaso retorno monetario, estancamiento y fin de la iniciativa más pronto que tarde.

Así las cosas, estas aventuras comerciales del abuelo apenas entregaban un breve lapso de tranquilidad financiera para la familia. Transcurrido algún tiempo, era seguro que el hombre debía reinventarse con un nuevo emprendimiento que ayudara un rato a mantenerlo a flote hasta el inicio de la próxima aventura comercial.

Los abuelos maternos habían construido una familia más bien tradicional y con domicilio político en el centro. En realidad, más que DC, eran admiradores del expresidente Eduardo Frei Montalva y por eso un retrato del exmandatario colgaba desde una de las paredes del hogar.

Fue en esa casa de Las Condes donde Ana María, la mayor de cuatro hermanos, se enteró que sería madre a los 17 años. Asustada, decidió no contarle a nadie y mantener el secreto el máximo tiempo posible. La táctica resultó ser impensadamente exitosa, ya que durante largos siete meses, nadie sospechó en el hogar, ni en los patios o aulas del colegio en donde estudiaba.

Hasta que la adolescente no pudo más. Era claro que su panza en expansión la delataría pronto. Así es que se armó de valor. Y decidió hablar primero con una tía. Fue ella la que se encargó entonces de transmitir la noticia a los padres de la chiquilla. Cuando se enteraron, lo primero que hizo el papá de la adolescente fue salir de la casa e ir a hablar con los padres del pololo que vivía en el mismo barrio. La conversación fue tensa y extrañamente breve:

—Mire, la verdad es que no podemos estar seguros de que nuestro hijo sea el verdadero padre de esa criatura —le contestaron los padres de «Toño», un muchacho que vivía a pocas cuadras.

—Muy bien, entonces desde ahora yo soy el papá de esa guagua. Ustedes no se acerquen ni lo busquen nunca más —les respondió en tono definitivo el abuelo antes de levantarse y salir.

Antonio Alejandro José, el padre de la criatura, se quedó en Santiago, estudió Ingeniería Forestal y luego partió a la Región del Biobío a buscar trabajo en el sector forestal. Irónico, tiempo después se casaría en el sur una mujer de nombre… Ana María. La vida de «Toño» siguió en el sur, armando una pequeña empresa de raleo que luego quebraría. Su existencia sería austera, siempre con el dinero justo y viviendo en casas que nunca fueron propias.

Con 18 años recién cumplidos, un hijo y el quiebre de las confianzas familiares, Ana María terminó su educación media en el Colegio Alexander Fleming, en las mismas salas que después ocuparía su propio hijo.

La familia de Ana María pudo aguantar el chaparrón de la inesperada cría que había llegado a descolocar ese hogar de espíritu tradicional. El golpe había sido duro. Muy duro. Por eso, tras el nacimiento de la guagua, se suponía que lo que debía venir era un período de calma y sosiego.

No lo supo en su momento Ana María, pero las cosas podían ser todavía mucho peor e irse al tacho de la basura por décadas. Todo comenzó cuando conoció a Saúl Alexander Iglesias, un tipo que se dedicaba a confeccionar aros con monedas de un peso y quien vivía en una vieja casa rodante estacionada a unas cuadras de distancia.

La madre de Saúl vivía en San Antonio y era una mujer separada, empeñosa y Testigo de Jehová. El hijo, que no aguantaba la disciplina materna, había decidido mudarse con el padre. Pero optó por no quedarse en su casa, sino que se instaló como inquilino al interior de una vetusta casa rodante estacionada en calle Latadía.

Ana María lo conoció en uno de sus trayectos rumbo al colegio. La pareja comenzó una relación y al poco tiempo la muchacha hizo un anuncio que dejó helados a sus padres: había decidido casarse.

No está claro cómo fue que los papás de la escolar madre soltera autorizaron ese matrimonio. Lo que ha logrado saber Sichel es que, en realidad, sus abuelos lo vieron como opción para que él pudiera tener, al menos, un padre presente en su vida. Un papá postizo eso sí, pero una figura varonil que estuviera con él y que fuera cercana. En medio de esa sensación de soledad de una madre adolescente que había sido rechazada y desconocida por el padre de la guagua, había aparecido un hombre que decía amarla y a quien no le importaba que tuviera un hijo. Fue por eso que decidió casarse, acompañarlo y seguirlo. Y que fuera ese hombre, y no el abuelo, quien le diera su apellido al hijo.

El niño había sido inscrito, cuando nació en 1977, como Sebastián Andrés Sichel Ramírez, con la aclaración de «padre no reconoce hijo». Tres años después, cuando la madre se casó con Saúl, el pequeño pasó a ser Sebastián Andrés Iglesias Ramírez, con la aclaración de «hijo ilegítimo, pero reconocido por su ahora padre Saúl». Ese fue el nombre que lo acompañaría hasta que se convirtió en treintañero.

Saúl, sin embargo, no tenía ninguna intención de llevar una vida tradicional. Esa era una idea que le parecía insoportable y por eso es que, apenas se unieron civilmente, comenzó a elaborar un plan: irse en un recorrido sin destino ni misión concreta por el continente. Mientras a la madre no le quedaba más que sumarse a este sueño de «conquista» latinoamericana nació Banya, la hermana del pequeño Sebastián. Cuando él cumplió cuatro años, sus padres decidieron emprender viaje. En su mente, ya décadas después del periplo, todavía guarda una mezcla de recuerdos vívidos y difusas sensaciones que se apilan de manera desordenada. Como sea, de lo único que está seguro es que nada de ese viaje se le asoma como una cuestión feliz. Por el contrario, todo el recorrido fue una montaña rusa angustiante, una serie de altos y bajos marcados por lo paupérrimo de las condiciones de la travesía y una precariedad que los había convertido en un grupo de vagabundos más que en una familia de turistas despreocupados.

La ruta y el recorrido se basó en tres principios intransables: hacían los trayectos en lo que fuera, dormían en lo que fuera y comían lo que fuera.

Así las cosas, el transporte era a dedo, pernoctaban en casas okupa y para comer solían meterse en supermercados para robar algunos productos básicos. La memoria de Sichel suele tener especialmente nítido dos cuestiones: el viento que le llegaba a la cara debido a la falta de vidrios en los muchos vehículos en que se subieron y que en alguna ocasión llegaron hasta comer ranas.

En esta aventura familiar lo que Sichel rememora está lejos de la mirada de hippies románticos cumpliendo un sueño latinoamericanista. No. Para él se trató de una etapa irresponsable que jamás debió hacerse. Lo suele reprochar por lo que él enfrentó, pero de manera especial por las penurias que debió enfrentar su hermana pequeña.

De alguna manera, este viaje por el continente fue el sello que tendría ese grupo familiar en el futuro y el punto sin retorno para una madre que se vio atrapada en un espiral del cual no pudo escapar más. Así, por acción u omisión, padre postizo y mamá optaron por convertir a la familia no en un proyecto claro de largo plazo, sino más bien en unas hojas llevadas por el viento. Sin destino, sin objetivos ni sueños de largo plazo. Todo se trataba de pasar el día como se pudiera y abrir los ojos en la jornada siguiente y ver de qué manera se podían salvar las horas por venir.

A fin de cuentas, se trató de una elección voluntaria y libre por la precariedad. Una pobreza disfrazada de hippismo, despreocupación y relajo. Una existencia familiar suspendida en el aire en donde pronto se fueron adosando otras cuestiones que no hicieron más que complicar, atormentar y agravar las cosas. Entre ellas, las más complejas fueron: agresividad, violencia, excesos y el abuso de sustancias.

Tras varios meses lejos de Chile, la familia regresó al país. De vuelta, había un destino perfecto para seguir adelante con el estilo de vida: Horcón. Fue en esa zona costera donde instalaron su casa. Lo de hogar, por cierto, era un eufemismo, ya que lo que hacía las veces de hogar no era más que una carpa y unas lonas levantadas en la zona de Bahía Pelícano.

Fue en la rompiente de Horcón donde el niño comenzó a relacionarse de manera un poco más sana con su padre postizo. Saúl, un tipo que también tenía un lado lúdico, le enseñó al pequeño a filetear pescados, a reconocer moluscos en las rocas y a comer pulgas de mar. El niño, por supuesto, estaba encantado con esas enseñanzas. Las maravillas y rarezas de meterse entre las rocas y convertirse en una suerte de mariscador precoz resultaba infinitamente más cautivador que dedicarle tiempo y energías a responsabilidades cotidianas.

El pequeño y Saúl alcanzaron a cimentar una relación relativamente normal. No era un vínculo especialmente cercano ni entrañable, ya que pese a esos chispazos de intimidad que conseguían por momentos de aprendizajes rudimentarios, había algo que al chiquillo le impedía traspasar la barrera del amor verdadero.

Fue en esos trayectos por la zona costera de la Quinta Región que el matrimonio vio una casa desocupada en la calle Vergara de Concón. Entonces, sin mucho más que un par de bolsos que acarrear la familia tuvo, de pronto, un nuevo domicilio.

La residencia, comparada con esa carpa levantada en la playa, asomaba enorme y sólida. Un pequeño palacio costero. Una sensación de amplitud que se hacía más potente con esas entrañas vacías que resultaban imposible de llenar debido a lo poco que llevaron.

La casa podía ser otra, el hogar podía ser enorme, pero lo que se mantenía inalterable fue la dinámica de una pareja que cada vez iba profundizando su vínculo con excesos, fiestas y agresiones. Sichel ha tratado de entender cómo fue que la madre se vio atrapada en esa vida. Ambos se han sentado en varias ocasiones a escudriñar en esas razones. La madre, a modo de defensa, le ha dicho que se trató de una especie de «agradecimiento culposo» hacia el hombre que había querido estar con ella y su hijo.

Viendo lo que pasaba, el abuelo de Sichel quiso actuar como contención en esa situación y, al menos, poder entregar algo de sosiego a los nietos ante la existencia descontrolada en la que estaba inmersa la hija. Por eso decidió dejar Santiago e instalarse en una casa en Concón para estar atento al desbande que reinaba en ese hogar okupa.

Fiel a su tradición de emprendimientos casuales que siempre parecían pender de la cuerda floja, el abuelo ideó un negocio basado en la venta de paltas y chalecos de La Ligua. Un experimento que apenas duró algún tiempo hasta que se hizo financieramente insostenible.

Al menos, durante ese período, el nieto pudo refugiarse, lo más que pudo, en ese pequeño espejismo de tranquilidad que era la casa del abuelo en comparación con la de sus padres. Y por eso, cuando el «tata» regresó a Santiago, resultó ser una pequeña tragedia para el pequeño que sabía bien que volvería a una dinámica familiar que se hacía más oscura y destructiva.

Lo más perturbador y emocionalmente devastador para los hermanos era el ambiente de violencia que se había normalizado en el hogar. Víctima principal de estos maltratos era la madre. La mujer, incluso, alguna vez debió hasta ser hospitalizada después de que su marido la golpeara y terminara con una pierna rota.

En medio de ese panorama, había algo que no parecía concordar: el niño y la niña parecían librarse siempre de cualquier agresión. La violencia psicológica y física que soportaba su madre jamás llegó hasta los pequeños. De hecho, Sichel no recuerda haber sentido miedo de estar cerca o quedarse solo junto a un tipo alcohólico, violento y drogadicto.

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9789569986734
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