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RODOLFO DAGNINO

LAS INSOPORTABLES TRANSPARENCIAS

COLECCIÓN

EL GRAN CRONOPIO

Esta obra fue posible gracias al apoyo de:

CONACULTA - CECAN - GOBIERNO DE NAYARIT

D.R. 2014, Primera edición: CECAN.

D.R. Por la obra: Rodolfo Dagnino.

Segunda edición: Libros Invisibles, 2018.

Corrección editorial: Nicolás Guzmán Olague.

Ilustración de portada: Bea Ortiz Wario.

Proyecto gráfico e impresión: Libros Invisibles, servicios editoriales.

informes@librosinvisibles.com - 33 1482 2765

www.librosinvisibles.com

ISBN-13: 978-1503225169 | ISBN-10: 150322516X

Impreso y hecho en México.

Presentación

De los claroscuros de la memoria emergen historias por demás sinuosas y llenas de una melancolía intangible, quizá un tanto lejanas para un lector distante de sí mismo. Historias que se entretejen en zonas insospechadas de una ciudad multiforme y diversa, compleja y simple a la vez, ciudad que pide a gritos ser narrada por los nuevos personajes que la habitan y la padecen más allá del anecdotario popular o de las efemérides históricas.

Flotan aires familiares, los rostros van y vienen, cambian de nombre y forma pero su materia narrativa esencial es la misma. Se baña en el mismo río pero nunca en las mismas aguas. Conjugación de tiempos, modos y pronombres, Las insoportables transparencias revela un narrador desdoblado en diversas versiones de sí mismo aunque, de cualquier manera, el fabulador no pueda esconderse, antes bien deambula suplantado, enmascarado, objeto y sujeto de sí mismo, entre el equilibrio catastrófico de historias y atmósferas. De repente le brotan alas, sale volando por una página y regresa más adelante, como si saliera a recorrer las calles de otras ciudades o mundos posibles e imposibles en donde rigen las leyes inexorables del encuentro y el desencuentro.

Ya sea desde el realismo crítico o bien desde el realismo fantástico, Las insoportables transparencias es una exploración en torno a lo visible en lo invisible (y de nuevo en sentido contrario), a partir no sólo de la disolución de la identidad de sus personajes y su búsqueda desesperante para restituirla, sino también del equívoco y de la suplantación.

Desde el vago azar o desde las precisas leyes, el primer volumen de cuentos del narrador y poeta Rodolfo Dagnino (¿Roberto Lara?), contiene la suma (y por consiguiente resta, diría el gran Cronopio) de sus otredades y alteridades. Las insoportables transparencias es el canto de cisne de las últimas boqueadas de las pulsiones adolescentes y miedos genitales, rito de paso de una escritura que presiente y preanuncia una nueva bancarrota de imágenes en el espejo.

Convicto –y confeso– del “ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro”, como lo dicta el epígrafe de uno de sus dioses tutelares, podría concluirse que la inminente navegación escritural del narrador, personajes y materia investigada –tal vez muy próxima e ineludible– discurrirá inevitablemente entre el zumbido incesante de una multitud de voces que nos dicen, inequívocamente, la vida, siempre, está en otra parte.

Brisa López

La energía de lo visible, es lo invisible.

Marianne Moore

Una mano invisible acaricia calladamente la pulpa triste

de los mundos rodantes. Alguien, a quien no comprendo,

me macera el corazón de dulzura.

Alfonsina Storni

El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible.

Oscar Wilde

El viaje en autobús

Él llega un minuto antes de la hora de partida: ocho veintinueve p.m. Entrega el boleto a la edecán y recibe una bolsa con un emparedado y a la pregunta de qué quiere tomar, él responde. Whiski. Sonríe y rectifica. Coca Cola por favor. La edecán entrega la bebida y con una sonrisa confirma su número de asiento: 12, pasillo. Él le sonríe y nota que la edecán tiene bonitos labios, discretos pero sugerentes. ¿Las edecanes van también en el autobús? Pregunta con malicia. No, nosotras nos quedamos en puerto. Contesta de manera impersonal. Lástima. Dice él y aborda.

Ella ocupa el asiento número 11. Habla por teléfono. Sí mamá, el viernes en cuanto termine tomo un autobús de regreso. Sí, sí. Dales un beso por mí, diles que las amo, no dejes que coman dulces por la noche, adiós. Cuelga. Ve su reloj y voltea hacia la ventana. Ve su rostro reflejado en el cristal. Se arregla un poco el cabello y suspira. Busca en su bolsa y saca una caja de Paracetamol. Toma dos pastillas y bebe de la botella de agua que está en el portavasos. Su celular vibra. Revisa sus mensajes y lee bajo el nombre de Julián. ¿Ya tomaste tus pastillas? Que tengas bonito viaje. Te veo al regreso. Besos. Piensa en responder el mensaje pero no lo hace. El detalle de las pastillas la enoja. Antes eran cosas que apreciaba, ahora, no sabe bien por qué, le molestan.

Él camina por el pasillo con los ojos puestos en la cinta de numeración de los asientos. Se da cuenta de que cada vez que sube a un autobús avanza contando parsimoniosamente: uno-dos, tres-cuatro, cinco-seis hasta llegar al que le corresponde. Ríe mentalmente de sí mismo y se detiene en el once-doce. Ella tiene el rostro vuelto hacia la ventana. Él piensa que Alba no tuvo la precaución de escoger un asiento que estuviera solo cuando le compró el boleto. ¡Es tan distraída! Ella siente la presencia de alguien que se prepara para sentarse a su lado y maldice el momento en que le pidió a Chelita que le comprara el pasaje. Claramente le dije que escogiera uno que fuera solo, creo que se desquitó por hacerla trabajar hasta tarde. Él saca un libro de su valija, lo deja en el asiento y sube la valija al portaequipajes. Ella voltea a ver el libro. El profesor del deseo, Philip Roth. Después voltea a ver el rostro de la persona que lo acaba de dejar ahí en el mismo momento en el que él, después de acomodar su pequeña valija, dirige su vista hacia ella. Los dos se contemplan un instante cuya duración les parece incierta. Hola. Dice él. Creo que nos toca compartir. Hola. Responde ella. Sí, creo que sí. Y acomodándose como si quisiera proteger en la medida de lo posible el espacio que le corresponde regresa su vista a la ventana. Él se sienta. Vamos retrasados, ¿no? Pregunta ella como para sí. Él ve su reloj. Sí, pero sólo por cinco minutos. Ella, sintiendo una especie de reproche en su precisión, responde. Bueno, me parece que deben de ser más cuidadosos con sus horarios. Él, dándose cuenta de que su comentario la ofende de alguna forma, afirma sin convicción. Sí, creo lo mismo. El chofer aparece, se para al inicio del pasillo y recorre el espacio con la vista. Parece contar el número de asientos vacíos u ocupados, no lo saben. Da media vuelta y toma su lugar como conductor. Sienten el motor al arrancar con una suave vibración en el cuerpo. Él imagina que se acaba de sentar en un gato enorme que ronronea. Ella ve su reloj y se tranquiliza.

¿A dónde se dirige? Pregunta él dejando a Roth de lado. Ella, abandonando las luces al fondo de la oscuridad de la ventana voltea a verlo y después de dudar un momento responde. Voy al DF. Él asiente en silencio. ¿Conoce? Pregunta ella. Un poco. Miente él. Ella lo ve con detenimiento y él rectifica. Bueno, sí. Yo nací allá. Hace ya algunos años. Ríe. Evito ir lo más que puedo. Ella suspira y cuando se recobra continúa. Y ¿usted? Voy a Querétaro. ¿Hacemos escala en Querétaro? Pregunta ella sobresaltada mientras ve su reloj. Eso espero, de lo contrario estoy en el lugar equivocado. Ella lo ve repentinamente como si hubiese un mensaje oculto en lo que acaba de decir. ¿Qué? Dice él. Nada, nada. Responde ella. Silencio. Y ¿a qué se dedica? Pregunta ella buscando algo, para él inimaginable, en su bolso. Mmm, soy poeta. Saca la cabeza del bolso. ¿Poeta? No me diga. Sí, sí le digo. ¿Por qué le parece tan extraño? Lanza su vista hacia la noche y responde. No, extraño no, es sólo que conocí una vez a un poeta. Silencio. ¿Y qué tal fue? Ella voltea a verlo como si no comprendiera. Él puntualiza. ¿Qué tal fue conocerlo? Ella suspira. Bien, por momentos. Él asiente con la vista refugiada en la portada del libro. ¿Y qué tal se gana como poeta? Pregunta ella con cierta malicia. Sonriendo, como si se hiciera una broma a sí mismo, dice. No mucho, digo en dinero. ¿Y en qué más se puede ganar? Él voltea a verla como para verificar que lo dice en serio. Ella ríe. No me haga caso, sólo bromeo. Son bromas que tenía con aquel poeta del que le hablaba. Él sonríe. Bueno, soy poeta pero no vivo de eso. Para subsistir doy clases en la universidad, para existir hago poemas. Soy como el doctor Jekyll y míster Hyde. Se avergüenza de inmediato de haber usado una referencia literaria tan trillada. ¿Y cuál es cuál? Pregunta ella en tono juguetón. Él sonríe y recobra el ánimo. No estoy muy seguro. Risas. Él continúa. El trabajo es necesario, ya sabe, tengo que ayudar a sostener una familia. Ella, queriendo evitar sonar muy curiosa pregunta. ¿Casado? No. Dice él. Divorciado. Yo también. Dice ella. Y se ven a los ojos. Cada uno piensa que hay algo en la vista del otro que les recuerda algo sobre sí mismos, algo que habían olvidado. Las luces se apagan, el camión sale de la ciudad. Las pantallas de los televisores descienden lentamente con un bep-bep hipnótico. Los dos ríen perturbando un poco el espacio sonoro envuelto en algodón del autobús. La película comienza.

Y usted ¿a qué se dedica? Soy criminalista. Vaya, eso es… intimidante. Ella lo ve y sonríe cuando descubre la broma en su mirada. Sí, eso me dicen. Responde mientras retira de su bolso un paquete de Trident de menta, saca uno, lo mete en su boca y le ofrece el resto. Él acepta mientras imagina el chicle que ella mastica. Ve el diminuto, blanco y aromático chicle pasando entre sus labios, recibido por la punta de la lengua voluntariosa que se adelgaza para alcanzarlo y mandarlo ipso facto a las muelas implacables. ¡Quién fuera el chicle! Piensa él mientras da comienzo a su propio rumiar mentolado. ¿Y qué tal se gana? Imagino que mucho y bien. Dice tratando de evitar cualquier dejo de sarcasmo en su voz. Ella, con la vista perdida en la pantalla del televisor más cercano, responde ensimismada. Sí, se gana bien. Silencio. Él observa su perfil iluminado por el resplandor azul del monitor. No lo dice muy convencida. Ella reacciona y sonríe. Bueno, lo que pasa es que hay que sacrificar mucho, pero me apasiona lo que hago. ¿O qué, en la poesía todo es fácil? Ríe. Luego de aceptar la encrucijada en la que lo acaba de meter asiente. No, no es fácil. Hay mucha frustración en el camino. Ella ve en el brillo azulado de sus ojos una pasión que le recuerda sus años de juventud, cuando todo era una posibilidad detrás de cada decisión por tomar, de cada esquina por doblar, de cada puerta por abrir. ¿Frustración por la fama no alcanzada? Pregunta ella con honestidad. Él la encara pensándose blanco de un ataque. No. Dice con energía. Se tranquiliza y continúa con menos severidad. No, no la fama. No en el sentido en el que se piensa comúnmente, por lo menos. Y ¿cómo, entonces? No lo sé, quizá adquirir la certeza, por mínima que sea, de que se puede escribir eso que se creía que se iba a escribir. Ella lo ve. Silencio. En la película los amantes se separan.

Y ¿a qué vas a Querétaro? Perdón, ¿te puedo tutear? Él siente que hay algo muy conocido en esa forma de la confianza, algo parecido a la intimidad. Claro, voy a un encuentro de poetas. Ella sonríe y bromea. Pues sí que es difícil eso de la poesía, ya me imagino, todos ebrios acostándose con todos por todas partes. A él le divierte la imagen tan estereotipada que ella tiene sobre tales eventos. No quiere decepcionarla y, en el fondo, sabe que algo de cierto hay en eso. Bueno, imagina un congreso de ególatras narcisistas y te darás cuenta de lo que es. Ella voltea sobresaltada, como si se sintiera descubierta por algo. Después ríe. Lo imagino. Él la ve. ¿Qué, en los congresos de criminalistas no pasa lo mismo? Se ven a los ojos y ríen. Bueno, sí. Pero tengo la impresión de que el ambiente es más frío, más… ¿cómo decirlo? ¿Científico? Entonces no copulan. Dice él. Se estudian, se comprueban. Ella, en tono desafiante arremete. ¿Y los poetas? ¿Se usan entre sí para futuros textos? Vuelven a reír. Silencio. En la película los amantes separados recorren caminos opuestos aunque saben en el fondo que el destino predestinado por el celuloide holiwodense los hará volverse a encontrar.

Y ¿cómo te llamas? Héctor, ¿y tú? Helena. Helena. Piensa él y dice casi sin querer. En este momento me gustaría llamarme Paris. ¿Hilton? Él voltea sin creer que lo que dice es en serio. Ella lo recibe con una risa franca y para nada moderada. ¡Tranquilo! Los poetas siempre andan colgados de las nubes y no aguantan una broma de los mass media. Él ríe. Bueno, no estaría mal, un poeta con el dinero de los Hilton. Lo ve y revira. Te la pasarías borracho ocho días a la semana. Quiere reír pero se da cuenta de que a él no le causa gracia. Lo digo por la fama que tienen los poetas. Ya lo creo. Responde refunfuñando. Ella cambia la conversación. Mi viaje es de trabajo. ¡Siempre trabajo! Exclama él entre dientes. ¿Cómo dices? Se molesta ella. No, digo que es inevitable estar sujetos al trabajo. ¿En qué consiste tu trabajo? Más tranquila responde. En realidad es capacitación, voy a encerrarme tres días en una oficina a estudiar. ¿Visitas la ciudad? Casi no tengo tiempo, a lo sumo voy al cine por las noches o de compras, sin embargo, cuando las labores me lo permiten me gusta mucho caminar por el centro, hay en Madero una cafetería que me encanta y a la que cada que puedo siempre voy. Ríe y continúa. Tomo una mesa cerca de la puerta que me permita ver tanto lo que ocurre adentro como lo que ocurre afuera. Puedo pasar horas ahí. Aunque regularmente sólo me alcanza el tiempo para tomar uno o dos cafés, después salgo a caminar antes de regresar al hotel, las noches del Zócalo me dejan un sentimiento entre nostalgia y esperanza que disfruto mucho. Él, sin saber por qué, siente celos de la calle Madero, de la cafetería en la que se sienta algunos momentos a ver a los parroquianos del mundo, de las pisadas que da en esa enorme y caótica ciudad de sus placeres y sus pesadillas. Pero no dice nada.

La película termina. Las televisiones se levantan para dar paso a una oscuridad arrullada por el ronroneo constante del autobús que se desliza sobre la autopista. Después de un momento él le toma la mano y ella lo deja hacer. El tacto es tan familiar que tienen en un primer instante el impulso de soltarse. No lo hacen, al contrario, aprietan las manos como en reconocimiento y las manos se acarician entre sí como dos criaturas con frío. Él acerca su cabeza a la de ella y deja que el perfume de su cabellera le impregne el rostro y le inunde los pulmones. Ella lo recibe con un quejido suave, un ligero sollozo como un anuncio, una licencia, y las bocas se buscan en la oscuridad. Un sobresalto las invade en el primer contacto, después los labios se aproximan con suavidad y se besan como si flotaran en una balsa sobre un río tranquilo que se aproxima lenta e inexorablemente a una cascada, como si al final de esa travesía les esperara únicamente la catástrofe.

Despierta con la voz del conductor. Señores pasajeros, la ciudad de Querétaro, diez minutos. Se talla el rostro como para despegarse las telarañas que el sueño le dejó y se recobra a sí mismo lentamente. Su reloj le dice que son las seis a.m. A su lado ella duerme. Él la ve por un instante cuya duración no puede precisar. Se levanta para sacar su valija del portaequipaje y luego se agacha hasta ella para besar suavemente sus labios dormidos. Ella despierta. ¿Qué pasó? Pregunta con un fantasma de voz. Es mi bajada, estamos en Querétaro. Ella ve por la ventana como queriendo contrarrestar las imágenes del sueño que la engañan. ¿Ya? Pregunta. Ya. Responde él. Adiós. Se acerca para besarla, ahora en sus labios renacidos. Ella le ofrece suavemente la boca. Cuando da la vuelta para bajarse ella le dice. Oye, las niñas quieren pasar contigo todo el verano. Él voltea a verla. En sus ojos se enciende una luz que bien podría llamarse alegría. ¿Y tú qué opinas? Silencio. Por mí está bien. Dice ella y sonríe. Él también sonríe, asiente en silencio, da media vuelta y se va. Cuando el autobús reanuda su marcha ella descubre en el piso el libro de Philip Roth, lo ve como si viera algo más que un libro, lo guarda en su bolso, recuesta la cabeza, cierra los ojos y no puede evitar sonreír antes de quedarse dormida.

Duvalín, chocolate o chicle de fresa

No sabemos todavía lo que nos espera en el futuro, dieciocho días en el futuro para ser exactos. Aún no tenemos en la boca el sabor amargo de la más terrible transgresión. Ahora estamos en la fila, impacientes, comentándolo todo como si todo fuera nuevo. La escuela decidió llevarnos al cine y es un día maravilloso. Seis grupos de sexto de primaria desfilando por la banqueta, uniformados con pantalón azul, camisa blanca, con el escudo del instituto bordado del lado del corazón y el suéter amarrado a la cintura. Es primavera. Hace apenas unos meses que se permitió el ingreso a las niñas, así que un pequeño grupo de nuevas alumnas se disgrega entre las filas, como protegidas por una fuerza que los niños desconocemos. Vamos comentándolo todo a gritos como si el mundo externo fuera ahora más asombroso.

Seis cuadras para llegar al cine, seis filas de alumnos bulliciosos y expectantes en la explanada de la entrada aguardando el momento de ingresar. Miguel, Blanca y yo, formados uno delante del otro, intercambiamos miradas que no sabemos qué significan. Blanca es de las nuevas y nunca hemos hablado con ella. Por fin, avanzamos formados para entrar al cine. En el trayecto siento el roce de una mano en la nuca, volteo y me sorprenden los ojos claros e inexpresivos de Blanca. Miguel, que está detrás de ella, nos ve con la boca abierta.

En la sala de cine nos acomodan como veníamos en las filas. Miguel, Blanca y yo, en ese orden, somos de los últimos en sentarnos en la hilera final. Así que detrás de nosotros se levanta el gran muro de alfombra roja del que, metros más arriba, saldrán los rayos del proyector. Se apaga la luz y el mundo es excitante. Todos gritamos en la oscuridad como una hermandad de sombras enloquecidas. Se ilumina la pantalla y recibimos su resplandor con un aplauso generalizado. No obstante el ruido, escucho el carrete de celuloide tronando con rapidez al iniciar la película. Blanca es la única que no grita ni aplaude, observa todo con seriedad. Todavía no sabemos que dieciocho días más tarde quedaremos enlazados para siempre, Miguel, Blanca y yo, en un vínculo más fuerte que el amor o la amistad.

La película es japonesa. Hay monstruos, seres malvados y un grupo de niños ninja que intentan salvar al universo. Aunque está doblada al español nos reímos de los gestos y de las expresiones de los personajes tan extraños y distintos a nosotros y esa risa nos hermana, nos congrega, nos une en sólida comunidad. Estamos a salvo.

De repente siento el roce de una mano en mi muslo. La mano de Blanca. Es cálida e inquietante a la vez. Lentamente el roce se transforma en una contundencia, ahora la mano se mueve en una caricia segura, convincente. Ella ve hacia adelante, hacia la pantalla en la que ahora no sé lo que sucede. ¿Qué? Pregunto desconcertado. Ella voltea como si no entendiera. ¿Qué? Me responde y quita la mano. Pero ahora todo es diferente. La verga se me endurece y el poliéster del pantalón facilita la erección. Me siento incómodo pero no logro evitar el instinto de tomar su mano y dirigirla hacia el bulto que se eleva en mi entrepierna. Ella no sólo se deja hacer, sino que mueve la mano como si ya conociera mi extremidad íntima, la acaricia como si supiera de antemano deseos en mí que ni yo reconozco. Paulatinamente acerco mi cabeza a la suya y ella corresponde. Ya que estamos cerca me dice al oído. Mi hermano me enseñó esto. Como si me diera una explicación que yo no soy capaz de pedir ni de pensar siquiera. Pero su aliento es fresco y huele a Duvalín, a chocolate, a chicle de fresa, no lo sé. De golpe me doy cuenta que del otro lado de ella, Miguel observa todo con la boca más abierta que de costumbre. Después me ve con la altanería que acostumbra en los partidos de futbol. No hay competencia que Miguel no acepte con arrogancia y aparte detesta perder. Toma la mano izquierda de Blanca, la dirige a su verga y me lanza un reto con la mirada. Pero yo no compito, cómo podría, todo es confuso ya, como si la realidad fuera ahora vaporosa. No hay asideros, no hay barandales que me salven de la caída. Ni siquiera sé qué es exactamente eso de la caída. Posiblemente la caída hacia el futuro, hacia dieciocho días después, la mañana en que Miguel y yo estaremos fuera de la escuela, compraremos tarjetitas de Star Wars, discutiremos, competiremos por tener todas las de Luck Skywalker y sonará el llamado de la campana de entrada y nos veremos a los ojos y decidiremos en silencio no entrar a la escuela, huiremos, saldremos corriendo y robaremos un día a la maestra Cuquita, desbordaremos los muros del recreo y seremos libres. No nos daremos cuenta que Blanca nos observará y decidirá seguirnos a distancia.

Pero ahora estamos inmersos en esta nueva competencia que no comprendo. Ella es la cancha y el trofeo, es el público y el árbitro, los jugadores y el juego. Todo es confuso. Ahora hemos usado los suéteres como mantas contra la visión ajena y culposa, hemos bajado nuestros cierres para dejar que la piel se encuentre. Los tres vemos hacia la pantalla con obsesión hipnótica, pero nada de lo que sucede en ella nos es familiar, todo es absurdo, ridículo. Lo único que tiene coherencia es lo que sucede debajo de los suéteres, las vergas impúberes que enfrentan por fin esa mezcla de terror y placer que provoca una mano ajena, una mano de niña.

No sabemos aún que dieciocho días después, una vez fuera del perímetro del colegio nos sentiremos muy bien. Pensaremos en grandes exploradores y expedicionarios. Será la primera pinta, la primera desobediencia de esa magnitud. Miguel y yo nos detendremos ante todo como ante hallazgos sorprendentes. Veremos cómo unos perros perseguirán a una perra y querrán montarla y la morderán y reñirán entre ellos por la hembra y nosotros la defenderemos a pedradas y nos sentiremos héroes por un momento. Niños ninja. Diré y Miguel simulará no escucharme. Huiremos de un policía que no nos perseguirá, que ni siquiera notará o no le importará nuestra presencia en la calle y reiremos cuando nos creamos a salvo escondidos detrás de un auto rojo y caminaremos, después, felices a la sombra mentolada de los eucaliptos del boulevard.

Todavía no sé que divisaré a lo lejos una silueta familiar vestida con el uniforme de niñas del instituto. Y diré. Mira cabrón… es Blanca. Y Miguel, sin cerrar la boca, responderá. ¡Ah chingá! ¿Y esa qué onda? Y veremos cómo Blanca levantará el brazo para saludarnos y sentiré un fuerte jalón en la camisa que me arrancará un botón y escucharé la voz de Miguel. ¡Córrele wey! Y correremos despavoridos como si nos persiguiera el mismísimo Satanás y Blanca correrá detrás de nosotros. Lograremos llegar a la antigua estación de trenes y nos esconderemos en un vagón. Escucharemos los pasos de Blanca sobre la grava y se nos acelerarán los latidos del corazón. ¿Qué quiere? Preguntará Miguel con un miedo que no le reconoceré. No sé. ¿Y si salimos y le preguntamos? Pero Miguel me retendrá con fuerza. No, mejor que se vaya. Esperaremos un rato en el vagón hasta que no escuchemos sus pasos o ruido alguno que nos haga inferirla. Saldremos y nos sentiremos extrañamente seguros. Me preguntaré qué daño nos puede hacer una niña y por qué le tendremos tanto miedo. Blanca saldrá de debajo del tren abandonado y nos saludará con un simple hola. Yo querré contestar el saludo pero Miguel lo impedirá gritándole. ¿Qué quieres? Ella responderá con tranquilidad que quiere acompañarnos y sonreirá. Miguel le dirá. ¡No, lárgate! Ella y yo nos veremos como para intentar comprender pero Miguel insistirá. ¡Que te largues! ¿No escuchas? ¡Vete a la chingada! Y de repente estará empujándola mientras continúa gritándole. Yo me interpondré, controlaré a Miguel por un momento y me acercaré a ella para decirle suavemente mejor vete. Ella empezará a llorar. Miguel se volverá loco y volverá a empujarla. Trataré de detenerlo pero, más alto y más fuerte que yo, me lanzará al suelo de un manotazo. Y veré cómo recogerá del suelo un palo de escoba y lo levantará sobre su cabeza para gritar. ¡Que te largues! Y lo dejará caer en un primer golpe sobre el hombro de ella. Blanca caerá al piso gritando y Miguel no detendrá su ataque, la golpeará con furia creciente y cada golpe estará acompañado de un grito. ¡Perra! ¡Perrra! ¡Perra! Me abalanzaré sobre él para detenerlo pero me dará un rodillazo en los testículos y me golpeará en la cara con el palo de escoba. Desde el suelo veré cómo Miguel levantará una piedra del tamaño de su cabeza. Intentaré gritar pero no podré y él la dejará caer sobre Blanca y escucharé cómo truenan los huesos de su cráneo. Miguel quedará petrificado un rato, después se dejará caer de rodillas, esconderá la cara entre sus manos y se pondrá a llorar. Yo también lloraré.

Pero eso aún no lo sabemos. Ahora estamos en la sala del cine oliendo su aliento a Duvalín, chocolate, chicle de fresa, no lo sé, esperando que algo suceda bajo los suéteres, algo que no conocemos ninguno de los tres y para lo que no tenemos nombre, algo tan maravilloso que nos aterra.

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