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Letrame Editorial.

www.Letrame.com

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© Roberto Hurtado García

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 9788418362125

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..

La vida no es sentarse a la puerta y esperar a que pase. La vida, bien entendida, es el arte de superar trabas y las ansias, la obligatoriedad, de levantarse y seguir. Los obstáculos son absolutamente necesarios, ya sea para mantenernos despiertos en nuestra ruta o para tropezar con ellos y saber que nada que merezca la pena es fácil de conseguir.

PREFACIO

Cuando publiqué Cartas a Liz en junio de 2019 no sabía hasta qué punto una historia de un escritor novel podría llegar a tanto público. La verdad es que no pretendía en ningún momento que fuera a llamar la atención más allá del público formado por los conocidos, los amigos y la gente de mi hospital, pero las ventas fueron creciendo: los primeros cien, trescientos, quinientos. Escribiendo estas letras va camino de los mil ejemplares vendidos, ya se ha hecho un pequeño hueco y todavía sigue en plena carrera.

Pocos meses después de Cartas a Liz recuerdo haber hablado con mi colega pediatra, Martin Ferrando, que me ha ayudado mucho en las presentaciones. Una mañana subí a la segunda planta del hospital, donde se sitúa la sala de pediatría, a buscarlo con una idea que me rondaba la cabeza de forma constante. Recuerdo que le estuve preguntando acerca de la muerte, sobre las enfermedades terminales infantiles. Quería saber cómo se puede afrontar esa situación tan crítica, qué papel toman los padres, los profesionales. Cuál es la carga emocional a la que están sometidos tanto pacientes como sanitarios.

Siempre me resultó un tema interesante, acostumbrado a los pacientes adultos de medicina interna, a ver cómo fallecen cuando llegan a las edades extremas de la vida, cuando apuran al máximo su salud alcanzando el extremo final de esta. A veces cuesta ponerse en la situación del familiar, en el papel del acompañante el día después de la muerte de su ser querido. Muchas veces no sabemos qué es mejor, si acompañar en el dolor al familiar o dejar que llore su pena con los suyos, consecuentemente muchos compañeros tienen taras psicológicas con este tema, llevándolos a implicarse de tal manera en la muerte de los pacientes que les puede traer problemas éticos.

Como profesionales en ocasiones nos vamos del hospital y le damos mil vueltas al porqué de la muerte, lo irracional que a veces es y toda la afección psicológica, emocional y física que nos hace pasar como médicos.

Todo eso se lo comenté a Martin y me contó una historia acerca de un niño, enfermo de una extraña enfermedad muscular, que venía siempre acompañado de su madre. Vivían en una pequeña población muy cercana al hospital, lo suficiente para venir a diario a pie. El padre se había desentendido del crío y la madre tenía serias dificultades para poder acompañar a diario al chaval. Esto hizo que aquel chiquillo dejara su niñez en el hospital antes de tiempo: maduró a base de goteros, pases de enfermería y frías mañanas de analíticas. Hablaba como si fuera un adulto y solo tenía doce años. Ahora ese niño está curado, canta canciones de rap y saca discos rapeando sobre su vida. Muchos chicos pasan tanto tiempo en hospitales que crecen de golpe, de tal manera que cuando son adultos les falta ese algo que se aprende en la infancia: les falta su niñez, su periodo de aprendizaje, los juegos, las sonrisas, y son presas de los traumas por desapego, por la falta de cariño. Esta es la historia de una de esas criaturas y en él se pueden reflejar las historias de otros muchos que perdieron su infancia en el pasillo de un hospital. También es la historia de los que pierden la esperanza, de los que huyen de la realidad cuando esta es cruel con ellos, de lo que se puede llegar a hacer con tal de buscar un sentido a todo —incluidas las palabras— cuando alguien sufre una gran pérdida.

Los que piensan en la nada trata del amor, de las mermas, de los reencuentros, de las traiciones y, sobre todo, de la esperanza en el ser humano —en algunos—, en los que tienen principios y no los pierden pese a todo, en los que piensan que están vacíos y, sin embargo, se salvan por mantenerse firmes, por no cambiar tanto que la misma vida les convierta en monstruos. Es un manifiesto a creer en las personas, a repeler la maldad y la codicia, a confiar en los buenos sentimientos.

A veces me siento y pienso que este libro es un canto a la lucha de la especie humana, a pensar que aún hay un porcentaje de personas que tienen algo más allá de nuestras desvirtuadas miserias. Es una historia para acabar con los egos, la vanidad y todas esas afecciones que nos sobran, nos superan y llenan las calles. Una batalla para que gane la humildad, para que aprendamos a pensar si el egoísmo debe gobernar o no nuestras vidas: es poner los pies sobre el suelo y quitarse las vendas de los ojos.

Pienso en aquel niño que venía con su madre a pie al hospital: pese a que perdió su infancia en aquel lugar no desaprovechó su buena voluntad, no tenía odio ni rencor. Me pregunto si aprendió algo más que todos los que no tuvieron su mala suerte. Quizá lo que descubrió fue que lo más importante de la vida es no perder los principios, los valores…

Puede que este libro no les guste a todos, pero está escrito desde el corazón de alguien que quiere separarse de esas taras, de la serpiente de la mentira, del monstruo del egoísmo.

ROBERTO HURTADO GARCÍA

PRÓLOGO

Los que piensan en la nada

La vida. Nos pasamos la vida subiendo peldaño tras peldaño, intentando aparentar que cada día la subida es más sencilla, que nada ni nadie nos puede detener.

Avanzamos con paso firme. Intentamos sonreír y disimular todo lo que podemos para que nadie note las grietas que, inevitablemente, a veces aparecen. Aparentamos normalidad, que todo está bien construido, cada pieza en su sitio, para no mostrar nuestra fragilidad.

Nos disfrazamos con una coraza de acero para que nada duela. Y ocultamos nuestras cicatrices como nuestro mayor secreto.

Nos convertimos en fósiles de nuestra propia existencia y, a veces, nos cuesta reaccionar.

Duele llegar, alcanzar la cima, pero se consigue. El problema es que durante todo el trayecto no hemos sido capaces de sentarnos, respirar, llorar y gritar: «¡No puedo más!». Porque no somos de piedra. Somos frágiles. Y la vida duele. A veces, demasiado.

Pero en todo camino, por más piedras que encontremos, siempre aparece un halo de esperanza. Una mano amiga, unos brazos fuertes que no te sueltan y te reconstruyen. Unos ojos que te guían porque, al final, el secreto está en mirarnos a los ojos y sentirnos en casa. Así de sencillo.

La vida merece la pena, sí, solo hay que saber buscar el motivo. Vivir. Vivir y luchar por lo que queremos, aunque nos cueste, porque nada que merezca la pena es fácil de conseguir.

Y, entre tanto, aparece el amor. El amor nos salva de todo, hasta de las peores situaciones, con amor, se ven de otro color.

Encontrarse de casualidad. Compartir unos minutos, unos meses, una vida de confesiones. Mirarse a los ojos y descubrirse a uno mismo. Reír, reír mucho. Y compartir lágrimas. Emocionarse.

La mirada inocente de un niño al que la vida lo ha hecho adulto antes de tiempo. El reencuentro de un adulto con él mismo. El saber perdonarse. Aceptar las consecuencias de nuestras decisiones. Querer escapar, buscar una salida, correr bien lejos y al final encontrar la luz. Ese halo de esperanza. El amor. El amor en todas sus vertientes porque al fin y al cabo el amor nos salva de todo.

Después de Cartas a Liz, Los que piensan en la nada reafirma a Roberto Hurtado como un escritor sensible, honesto y valiente. Escribe con el corazón y nos desgarra los sentimientos. Sus palabras son puñales que nos atraviesan, que nos conmueven y remueven por dentro. Nos hace sufrir, nos hace llorar, nos enamora, nos emociona y nos reconcilia con la vida. Roberto escribe desde lo más profundo de su corazón. Y no lo hace para gustar, lo hace para vaciarse, para curarse y para curarnos. Y conseguir emocionar, en los tiempos que corren, es toda una proeza. Roberto lo consigue con cada palabra. Nos hace pensar que la vida, después de todo, merece la pena. Y merece ser vivida de la mejor forma posible porque cuesta llegar, pero cuando llegamos, podremos decir: «Lo he conseguido». Y al final nos convertimos en supervivientes. En héroes de nuestra propia vida. Y nos reencontramos a nosotros mismos, un día cualquiera frente al mar, escuchando esa canción de los Beatles que nos recuerda lo importante que es el amor. Y nos perdonamos por todo el tiempo que hemos vivido con los ojos cerrados, dándole la espalda a la verdad.

Los que piensan en la nada es la historia de Roberto, la mía y ahora que lo tienes en tus manos, también es la tuya. Disfrútalo y déjate llevar en cada reflexión. Vive cada página de este libro como si fuera tu propia vida. Porque nadie está a salvo de nada. Como decía Neruda: «Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida».

Rocío Fuentes

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Estar en las alturas confiere al ser humano otra perspectiva. Ves el horizonte, lo cotidiano es pequeño. Los coches, las personas que están abajo son seres diminutos que no significan mucho más que pequeñas manchas en la lejanía. Parecen insignificantes. Pero esas manchas se amplían al acercarse y puedes comprobar lo capaces que son de convertirse en sombras. De esa oscuridad surgen brazos, caras, voces que te hablan: vidas que se plantan delante de ti. Esas pequeñas e insignificantes manchas se transforman en personas que influyen en el día a día cotidiano, ya sea para bien o para mal. Esas motas insignificantes pueden hacer que tu estructura se derrumbe y que todo lo que ves de un color cambie al contrario. O pueden construir algo contigo, de forma que la simbiosis sea magnífica, extraordinaria y te hagan construir nuevos rascacielos. Tienen ese poder, es su maravillosa capacidad: te cambian. Por eso cuando subo a un rascacielos doy gracias por estar arriba y ver con perspectiva, porque he construido mi propio edificio. Entonces vuelvo a mirar hacia abajo y las contemplo. Si dejas que esas manchas que se ven desde arriba se aproximen mucho pueden transformarte: construir o derrumbar, todo depende de lo que dejes que se acerquen.

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A Sara,

por hacerme creer en el amor: puro, limpio, sin cicatrices, sin manchas, sin secretos.

1

MARIO

«Ese niño no dejaba nunca de llorar», pensaba para mis adentros.

¿Es necesario que alguien solloce de esa manera? Pero… ¿de verdad tiene motivos para hacerlo? No puede ser que por un pequeño quiste en la espalda un niño de doce años se ponga así. Y eso que no tiene que quedarse mucho tiempo en el hospital. Creo que no deberían haberlo puesto conmigo, debe haberme visto, rapado y con cara de merluza pasada, y se habrá asustado.

Es que es completamente normal, si esto en lugar de ser una habitación de hospital fuera la habitación de casa no estaría llorando como una magdalena. No comprendo por qué motivo lo han tenido que meter en mi cuarto. Mira que estaba tan bien, solo, con mis Masters del Universo, ahora capaz que toca compartirlos con el llorica este…

Se acaba de abrir la puerta de la habitación, es la enfermera del turno de mañana. Ya la conozco bien, tiene un lunar un poco grande debajo de su oreja. Lo tapa disimuladamente con esa mata de pelo que Dios le ha dado —no sé qué tendrá que ver Dios con esto, pero es lo que ella siempre me dice, porque no dejo de preguntarle si eso fue un antojo de su mamá—. Ella dice que no, que simplemente nació con él y se deja el pelo largo para esconderlo. A mí me gusta mucho su mancha, parece como si le hubieran derramado el café con leche por la oreja, rozándole el lóbulo y se hubiera depositado todo él justo debajo; parece un lamparón en la camisa. Además, acaba haciendo pequeñas manchitas, salpicando, que le llegan hasta la base del cuello. Me parece hermoso, pero ella siempre lo tapa; creo que le da un poco de vergüenza. Todas las enfermeras van con el pelo recogido, pero ella siempre lleva la melena al viento. No creo que le gusten esas normas tan tontas, por eso me cae bien. A veces incluso me da un beso después de ponerme el termómetro porque siempre le estoy preguntando por su lunar.

Se acerca al niño llorón, le da los buenos días. El plañidero no le contesta, —maleducado—, esconde su cabeza debajo de la almohada y hace un ruido con la boca, parecido a un quejido.

—Esta mañana te vas de alta, chaval —le dice la enfermera—. Así que ve tomándote el desayuno en cuanto lo traigan, que no digan que te hemos alimentado mal estos dos días.

El gemebundo saca la cara de la almohada, mira a la enfermera con desaire y se gira hacia mí, me observa con los ojos como dos huevos fritos recién hechos. Me mira, sonríe, deja de parecer un lamento con pelo. Se sienta en la cama, cruza las piernas y entrelaza las manos. No dice nada, salta de la cama, se pone los zapatos y se mete en el baño. No pertenece a esta habitación, vuelve a su casa, ya ha hecho la visita a mi territorio comanche, así es como llamo yo al hospital.

—Buenos días guapote, ¿cómo estás? Espero que hayas tenido una buena noche —se acerca a mí y me susurra—, aunque este no ha dejado de llorar toda la noche, ¿eh? —Sonríe de forma cómplice.

La miro, me mira, vuelve a sonreír. Me hace cosquillas y me dedica la más grande de sus sonrisas.

—Déjate el termómetro, son cinco minutos.

Son solo cinco minutos, me dice, lo que pasa es que para mí es una eternidad. Mientras vuelve, espero quieto, muy quieto. Juego a no moverme en absoluto, dejo que las motas de polvo que se reflejan en la ventana vayan cayendo sobre mi cuerpo. Me pica la nariz, probablemente por alguna de esas motas que ha caído encima de mi cara, pero permanezco impasible, soy una estatua de bronce. Suena el termómetro, no tengo fiebre, lo sé, pero no me atrevo a extraerlo de mi axila. Aguardo el momento en que la enfermera toque mi piel con sus cálidas manos. Es el pequeño contacto diario, el más cercano, el más intenso del día. Estoy deseando que vuelva porque volverá a dirigirme otra sonrisa, otra pequeña conversación sin ningún trasfondo, una dulce ocurrencia, un comentario agudo, cualquier palabra que me haga reír.

Es lo más cercano al placer que puedo sentir; a lo mejor es que me estoy enamorando de la enfermera. ¿Qué sé yo? No puede ser, solo tengo doce años, esas cosas no le pasan a un niño de mi edad. O bien sí, lo que ocurre es que ni te planteas que algo pueda ocurrir a estas alturas. Es cosa de mayores, ¿no?

Se está acercando la Navidad, tengo unas ganas enormes de que sean esas fiestas, acaso porque salga de aquí. Ya tiene que ser mala suerte que me tenga que quedar. No me ha pasado nunca, pero al chaval que hay en la habitación de al lado —la 622— el año pasado le tocó permanecer ingresado en Nochebuena. Parece ser que tuvo fiebre alta, no le quedó otra que pasar todas las navidades aquí. Me contó que pidió un bocadillo de atún para la cena de Navidad porque le daba asco la sopa que ofrecieron. No me extraña. Creo que las hacen de cemento o alguna cosa así. Saben a tierra, están tan calientes cuando las traen que te quemas la lengua sin remedio al probarlas. Vienen en unos platos hondos, de metal brillante, gris. Parecen los que salen en las películas de cárceles, esas que no me dejan ver las enfermeras. Las traen en las bandejas, tapadas con una especie de plástico duro, las tocas y te quemas los dedos, las miras y son iguales que los brebajes que hacen las brujas, solo falta que surjan ojos de cordero, con manitas de niños aderezadas con col morada y pimientos morrones para pensar que las hechiceras que hacen estos potingues en la cocina del hospital nos conviertan en sapos encantados. Cuando la dejas enfriar se solidifica y tiene un sabor… creo que es una mezcla entre piojos enlatados y cuerno de escarabajo. Los mayores nos dicen siempre que la tenemos que tomar, pero… ¡es que ellos no la han probado!

Un día me decidí, con otros dos chicos que estaban ingresados en mi misma planta, a investigar cómo hacían la sopa. Bajamos al semisótano por los ascensores de madrugada, buscando la cocina del hospital. A esa hora, todos los pasillos eran iguales: fríos, alargados, con ecos al fondo. Desnudos de carteles, sombríos, llenos de misterios y sombras amenazantes. No había nadie paseando por las plantas. El hecho de bajar por el ascensor nos infundía un cierto temor a encontrarnos con el jefe de celadores, que era la única persona que podría estar despierta a esas horas; siempre nos producía estremecimiento el hecho de que se pudieran abrir las puertas del ascensor y encontrarnos a tan temido personaje. Era un señor de avanzada edad, al borde de la jubilación, siempre llevaba un imponente juego de llaves en la cintura. La linterna le servía de cachiporra. Tenía el pelo en forma de pincho, era pelirrojo y solía llevar unas gafas de pasta de color marrón. Caminaba con cierta dificultad, fruto de una minusvalía que había sufrido de niño —dicen que le atropelló un coche— lo cual le había amargado el carácter. Todo el mundo le temía por su mal humor y las noches que le tocaba hacer guardia eran las peores. Si encontraba a alguien a deshoras fuera de su lugar le caía una bronca de mil pares de narices. Así que siempre, antes de salir a hacer cualquiera de nuestras excursiones, procurábamos mirar en el tablón que había justo al lado de la pared del control de enfermería si figuraba en el turno de aquella noche. Pero esta vez no ocurrió así.

Nunca llegamos a averiguar en qué lugar se cocían esos menjunjes, pero sí que vimos a uno de los cocineros. Cuando sigilosamente nos adentramos en el semisótano, dimos con un pasillo que se torcía hacia una zona algo más lúgubre. Las paredes ya no eran blancas, como las del resto del hospital, sino grises. Daba la sensación de que brillaban un poco más que en las demás salas. Si te fijabas bien, podías notar la capa de grasa que embadurnaba aquellos tabiques —nadie se preocupaba nunca de limpiar esas paredes—. No había duda alguna: estábamos muy cerca de las cocinas. El sonido rebotaba. Nuestros pasos, si bien eran de niño, hacían un ruido descomunal que me ponía nerviosísimo y eso que solamente éramos tres. Si hubiéramos sido toda la tropa a la que estábamos acostumbrados nos habrían delatado ipso facto. Nos detuvimos ante una puerta algo más gruesa que las demás, justo al lado había un ventanal por el que se escuchaban los ruidos que yo atribuí a cacerolas. Sigilosamente, me asomé por la ventana. La luz de los focos halógenos era amarillenta, fantasmagórica, iluminaba de forma tenue toda la escena, varias cazuelas estaban colgadas del techo, en total desorden, grandes y pequeñas. Colgaban igual que si fueran jamones secándose al aire, al fulgor de aquella luz aterrorizaban aún más si cabe, recordaban a animales colgados, esperando su turno para entrar en el agua hirviendo del fogón. Al fondo me llamó la atención un trozo de algo que estaba colgado. Esta vez no eran cacerolas. Al acercarme, adiviné que se trataba de un animal. No sabía muy bien qué tipo de bestia era aquello, probablemente un cordero. No había estado nunca en una carnicería, solo en alguna ocasión y con mi madre de la mano, pero a ese animal se le salían los ojos de las órbitas, sus dientecitos sobresalían también, no había piel ninguna que cubriera aquella cara ensangrentada. Estaba despellejado. La escena era brutalmente espantosa. Parecía que me estaba mirando, diciéndome: «Así vas a acabar tú, chaval». El pánico llegó por primera vez a mi interior —creo que nunca lo había sentido tan intensamente como aquella madrugada—. Una helada sensación se hincó en mi pecho, como si un cuchillo se fuera clavando, poco a poco, entre mis costillas. Sin querer, se me escapó un grito. Una pequeña exclamación que escondía una blasfemia —no sé ni qué palabra empleé—, pero fue lo suficiente para fijar la vista en lo que había debajo de aquel animal que me miraba. Una masa enorme estaba justo allí, de ella salían dos brazos gigantescos, uno de ellos con un tatuaje que se podía ver a lo lejos, no recuerdo exactamente qué era aquello —quizá una ballena, es posible—. Cuando me quise dar cuenta, ya mis ojos dejaron de engañarme y por fin descubrí que se trataba de uno de los cocineros. Estaba muy gordo, llevaba los pelos alborotados, eran mitad grises, mitad oscuros, encima tenía una calva prominente. Su bigote era como el de los señores de las fotos antiguas que tenía mi madre en casa y su barba de chivo me parecía lo más cercano a una cabra montesa. Su mirada me dio mucho más miedo que la de aquel animal porque, al fin y al cabo, aquel pobre trozo de carne estaba muerto. Un aroma entremezclado de sudor, mugre y sangre inundó mis fosas nasales, el tufo se hizo más potente en cuanto aquel engendro comenzó a moverse y a levantar sus brazos, dejando escapar de su cuerpo un apestoso efluvio que me aturdió.

—Es el Doctor Infierno —solo se me ocurrió decir aquellas palabras, petrificado, aterrorizado por aquella figura siniestra. Bajé la vista un segundo para decirles eso a mis amigos; para cuando quise encontrarlos ya habían puesto los pies en polvorosa y corrían hacia el ascensor.

Aquel tipo me estaba mirando con un gesto que parecía que nos fuera a hacer lo mismo que le había hecho a aquel animal que luego metería en nuestra sopa. Emitió un gruñido ininteligible —casi me caigo de culo al escucharlo—. Sin dudarlo ni un segundo, salté por la ventana que daba al pasillo y corrí hacia el ascensor donde me estaban esperando mis dos compañeros horrorizados. Al llegar, apretamos con desesperación el botón del número de nuestra planta. El tiempo que tardaron en cerrarse las puertas fue una verdadera eternidad, escuchamos unos pasos que se acercaban, cada vez más próximos, sonoros, pesados, sentíamos el chasquido de unas llaves que sonaban por momentos muy cercanas. ¿Sería el jefe de celadores? ¿Era aquel monstruo del averno que venía a despellejarnos?

Sin darnos cuenta nos apretamos los unos contra los otros, como si así pudiéramos formar un superhéroe que nos protegiera ante la sombra que nos perseguía. Mis puños se cerraron, sacando fuerza del terror.

Por momentos el terror era mayor, crecía en cuestión de milésimas. No fueron ni dos segundos, pero las puertas no se cerraban, no hacían ni el más mínimo movimiento señalando que nos fueran a librar de aquel terrible animalote que se abalanzaba sobre nosotros. Ya estábamos preparados para arañar, patear y gritar. Una súbita nube de adrenalina me subió a la cabeza, noté algo parecido al placer. Una sensación agradable dentro del terror que nos envolvía, el estremecimiento había originado una fortaleza inmensa dentro de mí, como si en realidad no tuviera miedo. Me sentía enorme, gigante, poderoso, imbatible. Dispuesto a defenderme de aquel carnicero hediondo que quería hacer un puchero con nuestros huesos enfermos.

Las puertas del ascensor se cerraron, rápidamente, mucho más de lo que en realidad pensábamos, demasiado rápida para todos mis sueños quijotescos. Una pequeña gota de decepción se deslizaba por mi espalda, un bajón súbito, un desencanto incipiente. Había perdido mi oportunidad de hacer justicia a aquel pobre trozo de carne que me miraba acobardado. El caballero andante que tenía dentro tuvo que quitarse de nuevo la armadura.

Subimos a nuestra planta, chillando, con risas nerviosas. Nos habíamos librado de una buena en realidad. El chasquido de aquellas llaves, los pasos, el miedo, se quedaron en aquel semisótano, probablemente para siempre, sin podernos vengar del pobre animal al que habían vapuleado.

Cuando se abrió la puerta del ascensor nos dimos de bruces con el jefe de celadores. Nos cayó una bronca de órdago. Nos acompañó a cada uno de nosotros a sus respectivas habitaciones y nos hizo prometer que no volveríamos a cometer una de nuestras expediciones nunca más.

Me metí en la cama con taquicardia, nervioso, excitado por toda nuestra pequeña aventura. No me podía dormir, todavía esperaba que apareciera por la puerta el Doctor Infierno reclamándome un trozo de mi mano para que la sopa estuviera a punto. Cuando por fin me dormí no soñé con nada, al menos no recuerdo. Se había invertido todo, el sueño fue real y la realidad fue sueño. El tedio se desarrolló en la cama y la aventura en los pasillos del hospital.

Nunca más volvimos a plantearnos de qué estaba hecha la sopa. De hecho, nunca más la probamos, fue una decisión unánime entre los tres aventureros de aquella noche. Decidimos no mencionar jamás aquel tema y no probar sopa de ojos de animal despellejado hecha por el Doctor Infierno.

No consigo entender el terror que tenía mi madre, no comprendo por qué llevaba siempre esa cara cuando hablaba con mi médico. Parece como si le estuviera contando un cuento de esos de terror que nos narramos aquí en el hospital. Sale con una cara de susto que a veces me dan ganas de que me lo cuenten a mí. Si supiera de la aventura del semisótano nunca habría tenido esos miedos extraños que tenía.

No me decía muchas cosas, le daba pánico contarme. La historia que le relata el médico debe de ser buenísima porque sale con verdadera cara de espanto. Creo que un día voy a preguntarle directamente al doctor, seguro que es buenísimo contando historias porque se pone muy serio, solemne, mirando fijamente a los ojos. La cara es de esas que impone respeto cuando hablaba con mi madre. Lo hace tan sumamente bien que me llego a creer que no es él. A mí siempre me sonríe, me cuenta chistes de los de reírse mucho. Las carcajadas y el estruendo que montamos suena en toda la sala. A veces aparece alguna enfermera, con pinta de circunstancias, pidiéndonos que bajemos la voz y dejemos de reír. Yo no lo entiendo, me lo paso muy bien cuando viene a visitarme. Podría dedicarse a salir en esos programas de televisión de chistes, se haría muy famoso. Así que o es un gran actor o es un excelente mentiroso con mis padres porque siempre salen como si vinieran de un funeral.

Lo que ninguno sabe es que yo sé cómo se llama mi enfermedad: la suelen mencionar como algo así que se llama leucemia aguda y sí, ellos también le dicen cáncer. No comprendo por qué motivo la citan con ese nombre —si es un signo del zodiaco—. No sé qué tendrá que ver un signo del zodiaco con una enfermedad, ya podrían haberle buscado otro nombre. Así no se confundirían porque yo soy cáncer en el zodiaco. ¿Le van a llamar cáncer a tres o cuatro cosas? ¿Verdad que es absurdo?

A mí me gusta llamarle «extraterrestre», al menos no conozco a ninguno, así que no hay problema de confusión. También se le puede llamar de muchos otros nombres menos feos que cáncer. A veces le llamo cansancio porque la verdad es que hay días en los que ni me puedo levantar del sofá, es como si tuviera una plancha de acero encima de mi cuerpo que me estuviera sujetando y no me dejara moverme. Otras veces le llamo «estar blanco» como la pared del hospital. Porque mi madre decía que estaba famélico o anémico —no sé qué quiere decir ninguna de las dos cosas—, así que le decía que me han dado una mano de pintura, como a la fachada de casa de los abuelos.

En ocasiones me sale decirle el Pecoso porque me surgen manchas en la piel. Son muy raras, están ahí unos días y luego desaparecen sin más, pero a veces —solo a veces— cuando salen esas manchas también me sangra la nariz y es un engorro, porque lo dejo todo manchado por las noches y me asusto un poco.

Hay días que a mi extraterrestre le llamo el Resfriado porque suelo tener catarros que no curan bien del todo, me dan escalofríos por las tardes y me duelen los huesos de vez en cuando, por las buenas, sin tener que jugar al fútbol, sin que me peguen una patada en la espinilla. Es como si tuviera la gripe cada dos por tres. Creo que el extraterrestre se desespera porque no puede salir de mi cuerpo, debe ser muy frustrante querer salir y no poder. Por eso me pega buenas patadas y así estoy luego yo, dolorido por todas partes. A veces se desespera tanto que me pega con mucha saña y voy cojo por las buenas. Paso la tarde con un dolor de mil demonios, hasta que mi extraterrestre se calma un poco y deja de pegarme. Entonces se duerme y a mí se me pasa todo.

También es extraño cómo me salen bultos por el cuello y las ingles —los médicos le dicen ganglios o algo así—: a mí me gusta más llamarles bultos porque son míos. Tiene que ser que debo de tener al bicho este dentro que quiere salir —eso lo vi en una película—, pero parece que está bien en mi cuerpo porque no se atreve, así que debe de estar calentito.

A veces mi madre lloraba, lo hacía a escondidas de mí, pero la he visto. No podía evitar tener los ojos como tomates cuando llegaba a la habitación. Un día me dijo que «lo sentía», no sé a qué se refería. Debe de ser que como no estoy yendo mucho al colegio se sentía mal porque no veo a mis amigos de clase. Hubo una época que siempre escuchaba todas las cosas que le contaba, aunque me las inventara. Y es que creo que antes me inventaba muchas cosas, por eso no se tomaron muy en serio lo de mi marciano, porque tengo mucha imaginación.

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