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Читать книгу: «La Larga Sombra De Un Sueño»

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Esta es una obra de fantasía.

Nombres, personajes, ubicaciones y sucesos son imaginarios o son usados de manera ficticia y cualquier referencia a personas, vivas o muertas, a hechos o lugares existentes es puramente casual.

Tituolo oroginale de la obra: La lunga ombra di un sogno

Primera Edición

noviembre 2017

IL MARE

© 2017 La Caravella Editrice

Segunda Edición Publicado por ©Tektime

junio 2020

304 páginas

www.traduzionelibri.it

Roberta Mezzabarba
La larga sombra
de un sueño
Traductora: María Acosta Díaz

A mi abuela Giacinta,ahora un dulce recuerdo,que me ha enseñadoa no rendirmeJamás.



Prefacio

La noche en la que apareció en la mente de Greta la oportunidad de dar un giro definitivo a su vida que, desde hacía tiempo, le daba lo mismo, el mar estaba siendo batido por una tramontana gélida y cortante, todavía se acordaba perfectamente.

Estaba decidida: escaparía.

En la oscuridad sólo había olas, lenguas blancas y espumeantes, que se movían, deliberadamente, para romper la armonía de aquella mesa azul oscura, avanzaban con movimientos cada vez más implacables, casi como si quisiesen golpear con violencia los escollos oscuros de aquella bahía pedregosa a pico sobre el agua.

La espesa vegetación, presente sólo de manera fragmentaria sobre aquella orilla, ondeaba como lo habrían hecho verdes guedejas de ninfas, despeinadas por un viento incómodo.

Muchas veces, desde niña, Greta se había refugiado allí, en aquel Edén, donde podía sentir, cálido y vivo, el contacto con la parte más indómita de sí misma: se sentía muy apartada del resto del mundo que la rodeaba y sin embargo el dolor conseguía alcanzarla con oleadas tan cercanas que le hacían perder completamente la percepción de cualquier otra cosa.

Quizás desde niña había estado siempre un poco desconectada del resto del mundo, de lo que la masa creía justo… y ahora, después de tanto tiempo, en su mente cada vez era más firme la convicción de que haría bien si continuaba manteniendo las distancias con todo lo que la rodeaba: demasiado a menudo la excesiva proximidad, la excesiva confianza, nos convierte en frágiles e indefensos para juzgar y combatir lo que nos perjudica.

De niña le encantaba fantasear, con la mirada perdida en el azul oscuro del mar: soñaba con ser una princesa prisionera de una bruja malvada, contra la cual resistía a la espera de que su príncipe viniese a salvarla, en su caballo blanco.

Quizás era justo la persecución de aquel sueño lo que, en un cierto momento, se había convertido en exasperante, había infectado lo que podría haber sido una existencia por lo menos tranquila.

Sólo ahora que se había quedado sola, realmente sola, se daba cuenta de esto, con amargura.

Sólo ahora, que no tenía ni siquiera fuerzas para recoger los fragmentos de su vida, escombros que se acumulaban alrededor de ella, momentos ahora ya perdidos irremediablemente, veía con claridad ante sí la sombra que le había ocultado el sol.

La larga sombra de un sueño.

PRIMERA PARTE

¿Por qué el hombre se enorgullece de poseer una sensibilidad superior a la que muestran los animales? Esto no hace sino vincularlo cada vez más a la necesidad. Si nuestros impulsos se limitasen al hambre, sed y deseos sexuales seríamos prácticamente libres, en cambio cada ráfaga de viento, cada palabra dicha al azar o la escena que ésta evoca en nosotros nos afecta en lo más hondo

Mary Shelley

1

Ya era tarde para permanecer sentada sobre los escalones del Duomo pero Greta jamás se cansaba de sentirse arropada por aquella plaza, libre para poder admirar hasta la saciedad las ventanas geminadas del Palazzo Papale: era un espectáculo como pocos cuando el sol rojo del atardecer afinaba todavía más sus delgados entramados. A primera vista podían parecer como encajes preciosos, elaborados por una experta bordadora, en cambio no eran más que el fruto de la fuerza y de la precisión de brazos potentes y dedos sabios de canteros viterbeses que con su arte conseguían domar la aparente dureza del peperino1 haciendo que adoptase la forma que más deseaban.

En aquellos momentos todo era mágico.

Habían ya pasado más de cinco años desde que Greta trabajaba en Viterbo, como secretaria de un notario. Amaba su patria adoptiva, las callejuelas del centro histórico pavimentadas con adoquines, las fuentes en cada plaza, las escaleras exteriores pegadas a las fachadas que, con su refinada arquitectura, hacían de conexión entre la calle y el primer piso de los edificios del prerrenacimiento; amaba aquel aire de paz que se respiraba en las campiñas poco distantes de la ciudad. A pesar de esto, como auténtica siciliana, no había conseguido mantenerse alejada del agua, el elemento que prefería y que creía casi indispensable para su supervivencia. Después de haber escapado de Aci Castello se había alojado por un breve período en Roma, donde había trabajado en un sitio de comida rápida, pero luego había buscado playas más tranquilas. Había alquilado una casa en Capodimonte, un pequeño pueblo cerca de Viterbo, bañado por las aguas del lago de Bolsena. Aquel fantástico espejo de agua, con sus dos islas siempre presentes como guardianas, la había atraído desde el primer momento, hechizándola enseguida.

Ya era tarde y Greta debía volver a casa pero primero debería pasar a ver al notario De Fusco, su jefe, para retirar algunos expedientes que debía entregar al propietario de una de las dos islas del lago de Bolsena, la isla Bisentina: estaba emocionada por el hecho de que a la mañana siguiente, en una pequeña barca, iría hasta la isla que había suscitado su curiosidad desde el mismo instante en que la había visto y podría observar con sus propios ojos aquello que sólo había escuchado contar.

El notario De Fusco era un hombre graso, de unos sesenta años, con poco pelo y una mirada vacua, serio con su trabajo pero, realmente, no muy enérgico.

Es una buena persona, pensaba Greta, pero tenía miedo de su propia sombra y quizás ese era su peor defecto.

Greta recordaba cuando, unos años antes, escudriñando un periódico local a la búsqueda de un trabajo, en las páginas de los anuncios, le impactó lo telegráfico de su mensaje Seriedad y ganas de trabajar. Es lo que busco.

Él era así.

«Entonces señorita Greta, estamos de acuerdo. Mañana por la mañana usted irá a visitar al Príncipe del Drago en la barca de aquel pescador con el que ya he contactado, le leerá uno por uno los documentos de venta, hará que los apruebe, le dejará una copia y otra la traerá de vuelta. Le ruego que sea amable pero no ceremoniosa, el exceso no es jamás adecuado en este tipo de situaciones.»

Ya le había repetido tres o cuatro veces a Greta la lección de qué y cómo hacer una operación que ella conocía perfectamente, pero él estaba visiblemente nervioso por el éxito de aquel gran negocio: el hecho de que un gran terrateniente como el Príncipe del Drago lo hubiese escogido entre todos los notarios que había en la zona para poner en orden sus negocios inmobiliarios representaba, seguramente, un motivo de orgullo, sobre todo con respecto a sus colegas que, como decía cuando estaba de humor para confidencias, asumían el trabajo sólo como una manera para ganarse el sustento.

Después de salir del palacete donde tenía la sede su oficina, con un considerable paquete de papeles encerrados en el bolso de piel negra que el notario le había prestado para la ocasión, Greta se topó con un aire fresco que parecía quererla acompañar a la parada del autobús, como habría hecho un compañero fiel, preparado para escuchar sus aventuras del día anterior.

* * *

Cuando, finalmente, llegó el momento de bajar del autobús, el sol se estaba poniendo y, en su lugar, en el cielo había un leve enrojecimiento que reflejaba sombras de sangre sobre el lago que parecía haber sido herido por la estela dejada por alguna remota barca de pescadores que volvía de instalar las redes: las dos islas se perfilaban contra el horizonte oscuro como la noche.

La Rocca2 di Capodimonte que miraba al lago desde la pequeña península en la que surgía la parte más antigua del pueblo, se alzaba con su soberbia figura poligonal. El bosque que coronaba la fortaleza, con sus antiguos magnolios frescos y brillantes, con las palmeras y las adelfas rosas, fue seguramente estudiado para disminuir prácticamente la visión de la altura de los grandes contrafuertes que la sostenían, pero su presencia embellecía aún más el cuadro que se dibujaba al observar la fortaleza, incluso desde lejos. Greta se encaminó hacia su casa pensando en la primera vez que había visitado aquel palacete: recordaba el patio, con sus puertas, sus ventanas, con el triple porche proyectado por Sangallo, recordaba los pisos superiores, accesibles a través de una escalinata probablemente utilizada en tiempos antiguos incluso por los caballos, recordaba escaleras largas, derechas y oscuras. Todo estaba desierto en la vieja fortaleza y, si bien desde cada ventana, desde cada agujero, el lago se extendía con sus brillantes colores, no se advertía más que tristeza filtrarse de los muros que un tiempo habían acogido los fastos y el esplendor de nobles linajes, y que ahora sólo vivían años de soledad.

Si bien en la melancolía de aquellos recuerdos los pensamientos de Greta corrían hacia el día siguiente, cuando finalmente podría ir a la isla Bisentina, minúsculo trozo de tierra, y sin embargo tan fascinante como para ocupar, aquella noche, todos sus pensamientos.

Siempre con la mirada vuelta hacia el lago caminó por la empinada cuesta pavimentada con adoquines grises que conducía a la parte más alta del pueblo, donde se encontraba su casa. Greta conocía bien las callejuelas empinadas y tortuosas llenas de escaleras, muros, arcos entre edificios, con las casas que se asomaban a ellos, construidas con la piedra oscura del lugar, hendidas a veces por oscuros pasillos, o animadas por la nota roja de una franja o de un simple remiendo con ladrillos. Conocía el perfume de las macetas y jardineras llenas de hierbas y de flores que asomaban desde las pequeñas ventanas, o puestas para adornar cualquier pequeño tabernáculo en los ángulos de los edificios. De repente, resurgiendo de la contemplación de aquel puesto idílico que se mostraba sin pretensiones en su simplicidad, sintió que se le había acercado alguien cuya sombra se alargaba cerca de la suya.

«Buenas noches, señorita Greta, esta noche habéis vuelto realmente tarde. Usted trabaja demasiado.»

Una ancha sonrisa, enmarcada por miles de minúsculas arrugas esculpidas en un rostro quemado por el sol: era el vecino de Greta, el viejo pescador.

«¡Caramba! Señor Giacomo, ¡me ha dado un buen susto! Quién sabe quién pensaba que fuese a estas horas… Esta noche tengo la cabeza en otro sitio, creo que estoy ya en medio del lago.»

Siguieron caminado durante un tramo del camino, uno al lado del otro, sin decir palabra, inmersos cada uno en sus propios pensamientos, Greta con la maleta llena de documentos en la mano derecha y Giacomo con una cesta llena de productos frescos de su huerta: zanahorias estilizadas, tomates rojos y jugosos, patatas amarillas, melocotones de piel rosada y aterciopelada y huevos todavía recién cogidos. Sobre los productos de la huerta Giacomo había colocado un manojo de flores, unidas a la perfección por una ramita anudada: distintos tipos de cinia, delicados aster y gladiolos apenas floridos. Ahora ya habían llegado a la plazuela: Giacomo habría querido regalar a Greta aquella cesta con los productos de su huerta pero la muchacha nunca había querido aceptar nada de él, respondiendo que el hecho de que ocupase aquella preciosa casita a cambio de un alquiler bajísimo era ya un regalo demasiado grande para una desconocida.

«Me gustaría que usted aceptase esta… esta cesta, señorita Greta. Ya es hora de que también usted conozca las primicias de mi huerto. Os lo ruego, yo vivo solo y siempre tengo fruta y verdura de sobra. No es ningún sacrificio para mí, es más, sería un placer».

«De acuerdo, señor Giacomo, acepto con gran placer vuestro regalo, a condición de que esta noche vengáis a mi casa a cenar conmigo. Estoy convencida de que, con todas estas maravillas, incluso un desastre como yo será capaz de preparar una exquisitez con guinda incluida».

Esos días Greta se sentía un poco melancólica y quizás compartir mesa con aquel simpático anciano de cabellos blancos le vendría bien.

Grieta se puso enseguida a cocinar y en poco más de una hora había ya preparado la comida y puesta la mesa para dos: le parecía raro compartir la mesa con otra persona después de casi seis años de soledad. Se asomó a la puerta para llamar a su vecino.

Se sentía feliz.

Giacomo, que para ella representaba el abuelo que no había tenido posibilidad de conocer, para aquella ocasión se había puesto el traje de los domingos, con el chaleco debajo de la chaqueta y además se había echado brillantina en el pelo.

Se sentaron a la mesa los dos un poco incómodos: Greta había preparado una tortilla de patata, una ensalada de tomates y zanahorias y una macedonia de melocotones, y se había asegurado de poner en el centro de la mesa un jarrón con agua con las flores. Giacomo comió todo con buen apetito: también para él había pasado mucho tiempo desde la última vez que había compartido la mesa con alguien. Contó a Greta, con los ojos velados por las lágrimas, que su mujer había muerto hacía veinte años de tuberculosis. Debía de estar muy unido a su mujer, pensaba Greta, mientras Giacomo le hablaba describiendo su mansedumbre, mirando fijamente un punto al infinito delante de él.

Durante un momento los pensamientos de la muchacha atravesaron el tiempo y el espacio, trasladándola hacia su Sicilia, reavivando dentro de ella el deseo de volver. Aunque sólo fue un relámpago el que atravesó sus negros ojos no pasó por alto a Giacomo.

«Usted no es muy feliz, ¿verdad? Os he visto tan pocas veces sonreír… ¡y pensar que cuando lo hacéis estáis tan hermosa!»

Greta había bajado los ojos y un rubor apareció ahora en sus mejillas. Era verdad, no era para nada feliz.

No conseguía encontrar estabilidad en su alma, no encontraba la paz ni siquiera en las jornadas más tranquilas: seguramente sería más fácil no pensar nunca más en lo que había sucedido, la mejor solución era esperar que el tiempo pasase con la esperanza de olvidar, olvidar y volver a ser la de antes, la muchacha que iba a la Universidad de Catania, la muchacha que no sabía quién era Alberto.

No había otro remedio

Todo pasaría, pero ¿cuánto tiempo necesitaría?

2

A la mañana siguiente Greta se levantó muy temprano y dio una vuelta, hasta el momento en que debería embarcar, por el camino que recorría la costa del lago durante casi dos kilómetros. El sol de junio acababa de salir y brillaba ya entre el follaje lleno de los brotes en flor de los olmos antiguos, de los troncos y de las guedejas gigantescas que, en doble fila, parecían desplegados para escoltar a la muchacha en su recorrido.

Mientras sus pies se movían con lentitud, sus ojos no tenían más miradas que para aquella isla que aparecía tan salvaje y que dentro de poco visitaría.

En la tranquilidad de aquella aurora rosada volvía a pensar en la feliz velada que había pasado en compañía de Giacomo. Durante un instante, con aquel simpático anciano, había recordado lo que significaría compartir el techo con otras personas, y junto con esas sensaciones había aflorado a la superficie la nostalgia por volver a casa, tan intensa que todavía la tenía metida hasta los huesos. Pero tenía miedo incluso al solo pensamiento de volverse a enfrentar con lo que de lo que había escapado, siguiendo el impulso del momento.

* * *

A las ocho en punto Greta ya se encontraba en el pequeño puerto de Capodimonte. De pie en el muelle parecía aferrarse al maletín negro, lleno de documentos, casi como si fuese su único salvoconducto para el paraíso. Observaba las pequeñas barcas ancladas en el muelle y pensaba que, después del viaje en el trasbordador, con el cual había dejado a sus espaldas Sicilia, no había tenido otra ocasión de navegar. Mientras estaba inmersa en la marea de sus pensamientos fue llamada a la realidad por un ruido de pasos a su espalda.

Un muchacho de figura esbelta se dirigió hacia ella mientras comía con ganas una manzana.

«Buenos días, señorita. Me llamo Ernesto y debo llevarla a la isla Bisentina. Si a usted le parece bien me gustaría salir enseguida».

También él, como el anciano Giacomo, tenía el rostro tostado por las caricias del sol, sobre el que resaltaban dos ojos de un color indeciso entre el marrón y el verde.

Greta no dijo ni una palabra. El barquero, mientras tanto, sin esperar su respuesta ya se había subido a la pequeña lancha motora blanca y trasteaba con los cabos que hasta hacia poco la habían mantenido firmemente anclada al muelle. Todavía de pie sobre el atracadero, siempre con el maletín en la mano derecha, Greta observaba las manos del desconocido, sus brazos musculosos, sus hombros sólidos. Luego, de repente, Ernesto se volvió hacia ella: el sol que resplandecía a sus espaldas esculpía la esbelta figura. La muchacha encontró de nuevo aquellos ojos: le tendía una mano mientras sonreía para ayudarla a bajar hasta la barca, como diciéndole que no tuviese miedo. Greta la cogió y le gustó el calor seco y el apretón seguro.

De nuevo estaba en una barca.

Mientras observaba la quilla de la pequeña embarcación fue atraída por la vegetación que se balanceaba lentamente debajo del agua. Parecía un bosque sumergido en las profundidades del lago. Ernesto, al verla tan atraída por la extraña vegetación se apresuró a darle explicaciones aunque ella todavía no le hubiese preguntado nada.

«Son muchas las plantas que pululan en las aguas del lago. Está el graminaccio3, la scopuccia y la pugnatella que, de la misma manera que cualquier mujer, es, al mismo tiempo, espinosa y frágil. Por desgracia hoy no es posible ver la loglia y la moracia que sólo crecen en primavera. La loglia saca su cabeza fuera del agua para poner al sol sus pequeñas espigas, como haría sólo una madre con sus pequeños. También la moracia hace lo mismo con sus hojas que tienen un color verde azulado y las flores de color rojo, pero encontrarla es un milagro».

«Nunca había visto nada parecido… ¿estas plantas crecen sólo donde hay poca agua?»

«Realmente, no. He oído contar que la crepitaia crece en los fondos marinos más profundos, tanto es así que, cuando los pescadores encontramos los hilos de las redes rotos, comprendemos que hemos sobrepasado los confines de la zona de pesca».

Los dos muchachos parecían unidos por el agua que los hacía sentirse a gusto: en el agua se entendían, parecía que se conociesen de siempre. Ernesto, de reojo, robaba imágenes de Greta con los cabellos sueltos que el viento desordenaba con sus mil dedos.

Un hálito de viento movía el lago encrespándolo con pequeñas olas, dulces y anchísimas que iban a romperse debajo de la proa con ligeros golpes.

En cuanto estuvieron un poco alejados de la costa Greta pudo, finalmente, descubrir el lago en toda su inmensidad.

«¿Es verdad que el lago de Bolsena es el lago volcánico más grande de Europa?», Greta estaba ávida de explicaciones.

«Cierto, es la pura verdad, pero, de todas formas, no pienses que un solo volcán habría podido tener un cráter tan grande. Algunos estudiosos han imaginado, y parece que es verdad, que todas estas depresiones y las sinuosidades presentes non son otra cosa que el testimonio de que había por lo menos tres cráteres de volcanes unidos. ¿Sabes que el punto más profundo del lago está entre las dos islas y que mide casi ciento cincuenta metros? Más que la cúpula de San Pedro», afirmó Ernesto serio, comprometido con su papel de cicerón.

Greta estaba asombrada por la multitud de cosas que sabía aquel muchacho de rostro broceado.

Las olas que movían el lago iban a romper en una miríada de otras más pequeñas que acababan aplastadas por la proa de la barca, recordando a Greta un ruido como de manos palmeando.

Mientras, la isla se aproximaba, cada vez más cercana.

Y era quizás por aquel movimiento de la barca sobre las aguas, quizás por el de las olas, quizás por el leve ondear de los árboles de la orilla, en los ojos de Greta se había creado la ilusión de que la isla se acercaba a la barca, como respondiendo a su deseo de conocerla.

Mirando cada vez más lejos Greta vio aparecer una imponente y sugestiva cúpula en medio de la espesa vegetación arbórea. Habían llegado.

Ernesto condujo la lancha motora entre una multitud de cañas bajas que afloraban desde el agua, que crujieron al paso de la barca, para entrar en un canal que los condujo hasta la pequeña dársena de la isla: estaba cubierta por una marquesina de estilo modernista que provenía de la exposición universal de Torino del 1911.

Aquí estaba el lugar deseado por Greta: por fin había llegado.

Mientras tanto, Ernesto, que ya había salido de la barca, estaba asegurando las amarras al pequeño muelle. Y mientras ayudaba a Greta a descender de la embarcación se dio cuenta de que el viaje no la había disgustado, a continuación, esbozando una sonrisa, dijo:

«Señorita, cuando quiera volver, yo estaré aquí esperándola»

Hacía unos pocos segundos que Greta había apoyado sus pies en la tierra de la isla Bisentina y ya sentía la sangre hirviendo en sus venas: su espíritu de isleña resurgía del profundo de sus recuerdos haciendo que se sintiese viva y renovada.

Imaginarse de nuevo sobre un trozo de tierra, solo, aislado por el agua, la llenaba de emoción.

Todos los árboles temblaban con la brisa perfumada que provenía del lago, que sabía de agua límpida y de resina, mientras que, por todas partes, sus ojos vislumbraban arbustos floridos, mariposas de distintos colores y alegres pájaros que cantaban.

Inmersa en la confusión de todas las emociones que la atravesaban, Greta no había notado a un hombre distinguido que vestido con librea roja, probablemente, la estaba esperando.

«Usted debe de ser la señorita Greta Capua, la secretaria del doctor De Fusco. Venga, sígame, el señor Príncipe ya la está esperando en la villa».

Greta notó que tenía una forma de ser desapegada pero la justificó enseguida en su mente pensando que su jefe no le permitía socializar con sus huéspedes.

Sin ni siquiera esperar un gesto de asentimiento, el mayordomo se metió por el terreno herboso, con los zapatos brillantes, girando a la izquierda. En cuanto superó el alto arbusto de laurel, se abrió ante su vista el amplio jardín a la italiana: éste estaba compuesto por un rectángulo dividido en tres recuadros, cada uno de los cuales tenía en su interior un estanque central enmarcado por regulares parterres de boj. Más allá de los altos arbustos de laurel se extendía un prado muy verde, delimitado por un bosquecillo de antiguos y altísimos álamos. Continuaron andando y, poco después, apareció ante los ojos de Greta el monasterio convertido en villa sin demasiadas alteraciones, del que había leído en varios textos en la biblioteca municipal de Viterbo, con los muros desnudos, las puertas y ventanas pequeñas. La iglesia contigua a la villa, la dedicada a San Giacomo y Cristoforo, era la más grande de la isla. Tenía formas simples y grandiosas al mismo tiempo, en las cuales algunos apasionados del arte reconocen una sobriedad y una templanza que luego Vignola perdió. La iglesia presenta una planta en cruz latina con tres altares en los brazos superiores en el cruce de los cuales se alza la alta cúpula octogonal recubierta por la parte exterior de tejas de plomo. Enfrente de esta imponente construcción se alzaba hacia el cielo un austero grupo de pinos antiguos, y abajo, entre sus seculares troncos, resplandecía el silencio del lago.

Girando la mirada Greta vislumbró un gran prado ligeramente en declive, donde se decía que pululaban liebres y faisanes; ante aquella visión sintió crecer en ella el deseo de vagar por la isla, sintió la necesidad de soñar sin la pretensión de encontrar algo, ni de saber nada de la historia ni del arte presentes en la isla.

Hubiera querido tan solo soñar estar en su isla, sin tener que pensar en nada más.

Pero la voz del mayordomo, ligeramente nerviosa, por el hecho de tener que llamar la atención de aquella muchacha que parecía que tenía la cabeza siempre entre las nubes, la devolvió bruscamente a la realidad, recordándole los documentos que debía hacer firmar al Príncipe. Inspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire y se obligó a pensar sólo en el trabajo sin más distracciones.

No había acabado de tener este pensamiento cuando un hombre de unos cuarenta años, chaqueta azul y corbata bien anudada sobre la camisa blanca, después de haber acariciado la gran cabeza de un gigantesco San Bernardo (que luego Greta descubrió que se llamaba Gino), estaba saliendo a su encuentro, mientras que el mayordomo, después de haberla estudiado todavía durante unos segundos, volvió a entrar en la villa.

«Bienvenida señorita Capua, su belleza hace que empalidezca mi humilde morada».

Tenía una voz persuasiva, cada una de sus palabras parecía que eran pronunciadas entonando las notas de una música suave. El Príncipe Giovanni Fieschi Ravareschieri del Drago era realmente un espíritu noble: Greta enseguida quedó deslumbrada, antes incluso de cuando le levantase la mano derecha esbozando un galante besamanos.

Se había ruborizado.

«Estoy muy contenta de conocerle, Príncipe, y le doy también recuerdos del notario De Fusco. Tengo conmigo los documentos de venta que leeremos juntos y si todo es de su agrado los firmará, le dejaré una copia y otra me la llevaré para registrarla en el Registro de la Propiedad».

Greta había dicho toda la frase casi sin respirar, mirando a los ojos que tenía enfrente. Sentía por él una ligera envidia, por ser el que poseía la isla: hubiera sido su sueño más grande poder tener un refugio todo suyo, ¡imaginemos si hubiese sido una isla…!

«Hoy hace un día precioso y no querría llevarla a los tétricos muros de mi morada. Me gustaría ir a la orilla del lago donde ninguno de mis criados nos podrá molestar».

Greta asintió como embrujada por la voz de aquel hombre encantador.

Sobrepasaron la fronda de los sauces llorones, los perfumados laureles, olmos recios y severos, álamos blancos y del follaje que hacía música con su temblor, hasta llegar a la corona de los alisos que parecían seguir la costa, casi hundiendo sus raíces en el agua. Algunos de aquellos árboles se encorvaban sobre el espejo de agua hasta casi mojar las ramas y el follaje. El silencio sólo era roto por el raro y desigual croar de las ranas entre las cañas.

A la sombra de aquel paraíso había una mesa redonda de piedra y cuatro pequeños taburetes.

Se sentaron

* * *

El Príncipe tapó la pluma estilográfica después de haber terminado de firmas los papeles que Greta pasaba casi sin mirarlos, los conocía muy bien.

«Bien, lo que debíamos lo hemos hecho, ¿no cree que nos merecemos un bonito paseo por la isla?»

A Greta nada le gustaría más, y confesó al Príncipe que siempre se había sentido fascinada por la isla desde el primer instante en que había llegado a Capodimonte.

Las puertas de aquel espléndido templo de naturaleza y arte se abrían ante Greta que, incrédula, flotaba en sus sueños que estaban a punto de cumplirse.

* * *

Ernesto, mientras esperaba, se había acostado sobre el muelle, tenía una ramita de hierba entre los labios que le dejaba en la boca un sabor acre.

Pensaba en Greta. Extraña muchacha.

Tan cerrada a primera vista pero tan locuaz al contacto con el agua. Ávida de información y de curiosidad, como una niña, pero de una belleza magnífica y mal escondida por su ostentosa simplicidad.

¡Qué ojos tan oscuros tenía, negros como la noche, profundos como el lago!

1.Nota del traductor: Toba volcánica de color marrón o gris que contiene fragmentos de basalto y piedra calcárea con cristales diseminados de otros minerales.
2.Nota del traductor: En italiano, en el original. Es un tipo de fortaleza.
3.Nota del traductor: Todas las plantas acuáticas que se nombran en este párrafo no tienen una traducción al español ya que son propias del lago de Bolsena.
399
474,97 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Дата выхода на Литрес:
17 августа 2020
Объем:
231 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788835407485
Правообладатель:
Tektime S.r.l.s.
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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