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14 de abril de 1945

26 de abril de 1945

27 de abril de 1945

15 de mayo de 1945

Créditos

Autor

30 de noviembre de 1941

—La miras como si fuera la primera vez que la ves…

A Adam Stein, aquellas palabras le sacaron de su ensimismamiento. Se había quedado absorto contemplando a su amada, Rachel Green. Logan tenía razón, la miraba como si fuera la primera vez que la tenía al alcance de sus ojos. Su corazón repicaba como una poderosa campana y se ponía al mando de un cuerpo que parecía ascender hasta las nubes montado en una melodía de swing, ese estilo musical que había aparecido pocos años atrás con la intención de hacerse fuerte en los Estados Unidos. Sí, Adam miraba a Rachel como las otras tantas primeras veces que la había visto desde su infancia.

—¡Trae eso! —ordenó Logan arrebatándole las pinzas metálicas de las manos a Adam y dedicándose a remover las brasas para avivarlas—. ¡Que se te van a apagar! Mira que dejar al cargo de la barbacoa al más despistado… Que tú te pones a mirar a tu chica y se te queman las chuletas. O peor, se pone a arder todo el campo, mientras sigues ahí como un pasmarote con la mirada perdida y sin darte cuenta del incendio hasta que tienes el fuego encima de ti…

Adam respondió a aquella reprensión con una sonrisa, pues sabía que las palabras de Logan estaban cargadas de una gran amistad. Su amigo seguía teniendo razón, la presencia de Rachel le transportaba a otro nivel mental, lo que se notaba en la expresión de felicidad de su cara. En aquellos momentos, parecía ser el único habitante de Estados Unidos al que la Gran Depresión, que aún daba sus últimos coletazos, era incapaz de dejar su amarga huella en su rostro. Si estaba cerca de Rachel, no había lugar en su cuerpo que no se rindiera al bienestar.

—La amas mucho, ¿verdad? —preguntó Logan mientras ambos miraban al corrillo de mujeres que se había formado en el porche de la casa de campo, resguardándose de los rayos solares del mediodía.

—La amo… todo —acertó a responder Adam de una manera algo incoherente pero que resonaba con su corazón.

—Pues entonces no sé a qué esperas para pedirle matrimonio —dijo Logan mientras colocaba la carne de cordero en la parrilla sin darse cuenta de que el color rojo se había adueñado de las mejillas de su amigo ante aquellas palabras.

—¡No! ¡Es muy pronto! —negó Adam intentando dar fuerza a su respuesta con amplios movimientos de brazos—. Somos muy jóvenes, tenemos veintitrés años, todavía estamos estudiando y…

—Y el miedo te impide hablar con ella de ese tema —completó Logan—. Y hasta que no decidas ser valiente, seguirás buscando excusas…

Adam agitó su jersey esperando incorporar algo de aire fresco. El nerviosismo que le causaba hablar de temas matrimoniales se había unido al calor de las llamas y a la mala decisión de optar por una prenda de ropa que consideraba que le quedaba mejor en un día que esperaba no fuera tan caluroso.

—¡No son excusas! —se defendió—. Necesito terminar de estudiar y encontrar un buen trabajo. Quiero darle la vida que se merece y para eso necesito un buen salario.

—Pero eso no es impedimento para decirle que la amas —replicó su amigo mientras le daba la vuelta a la carne—. No hablo de que celebréis vuestro matrimonio hoy mismo, pero al menos puedes comprometerte con ella. Tú lo estás deseando y a ella le haría muy feliz. Estáis hechos el uno para el otro y ambos estáis deseando deciros que queréis estar toda la vida juntos. Si es verdad que os amáis tanto, es injusto que retraséis ese momento. Y ya, cuando la situación lo permita, pues os convertís en esposo y esposa.

Adam sonrió de una manera felizmente estúpida al imaginarse casado con Rachel. Durante unos segundos, el único sonido que se pudo escuchar fue el crepitar de la leña ardiendo, como si Logan quisiera permitir un tiempo de reflexión para que aquella idea que había propuesto macerara en la cabeza de Adam. Sin embargo, un tercer amigo impidió que eso ocurriera con su llegada.

—¿Cómo va esa carne? —preguntó Luke haciendo una gran inspiración para captar el aroma del cordero a la brasa.

—Está casi hecha —afirmó Logan aceptando la cerveza que le traía su compañero. Dio un trago a la bebida y agradeció que la ley seca que prohibía la venta de alcohol en Estados Unidos hubiera sido derogada ocho años atrás para no volver jamás.

—Me alegro, que estoy hambriento. —Luke se dio un par de palmadas en el vientre—. Os ayudo a terminar de prepararla, que allí están acabando con mi paciencia. Parece que todos se han puesto de acuerdo en que Estados Unidos no debería entrar en la guerra…

—Es que no debería —apuntó Logan recibiendo una mirada reprobatoria de Adam por haber contestado a Luke, pues sabía que eso significaba el inicio de una conversación interminable debido a la obsesión de aquel hombre por los conflictos bélicos.

—¿No debería? ¿Tú también lo piensas? —manifestó Luke con algo de indignación en su tono de voz—. ¿De verdad piensas que nuestro país debe darle la espalda al mundo?

Luke se ajustó el sombrero de ala ancha, complemento que le daba un estilo muy sureño a su aspecto, mientras esperaba una explicación de Logan en lo que amenazaba con convertirse en una batalla argumental.

—Pienso que bastante tenemos nosotros con recuperarnos de la Gran Guerra que sufrimos hace veinte años… Sea lo que sea que esté pasando en Europa, es cosa de los europeos…

—Según he oído, Vorolank cayó ayer en manos de los alemanes —expuso Luke, que, a pesar del hermetismo de la propaganda en tiempos de guerra, siempre encontraba la manera de enterarse de las noticias más actuales—. Se dice que podrían estar a escasos kilómetros de Moscú. Si los soviéticos caen…

—Si los soviéticos caen, pues tendrán otro presidente, uno alemán —apuntilló Logan con la intención de subsanar su error y finiquitar la conversación—. Así ha ocurrido en muchos otros lugares en otros tiempos y así seguirá ocurriendo. Las naciones combaten y sucumben unas a otras. Pero, te repito, no es nuestro problema.

—¿No es nuestro problema? —preguntó Luke creyendo que la respuesta a esa cuestión debería ser evidente—. Los alemanes exterminan todo lo que encuentran a su paso. Os estoy hablando de un genocidio. ¿Qué tipo de persona puede obviar semejante despropósito?

—Ya está bien, Luke —sentenció Logan colocando la carne ya cocinada en los platos—. No voy a ponerme a discutir contigo ahora sobre cosas que están pasando en el otro lado del mundo. Vamos a disfrutar de este encuentro entre compañeros en paz.

Luke chistó, se reajustó el sombrero y accedió a la opción sosegada de coger los platos y llevarlos a la mesa junto al resto de compañeros.

Una vez allí, los dos grupos en los que se habían dividido los presentes, hombres y mujeres, se reunieron alrededor de una mesa que sostenía todo tipo de alimentos. Rachel se sentó al lado de Adam, desencadenando en el interior del joven un cúmulo de respuestas orientadas a la felicidad.

—A ver cómo te ha salido la comida —dijo la chica acariciándole la mejilla—. Espero que separarte de mí para preparar la carne haya valido la pena, de lo contrario no te voy a perdonar que me dejaras unos minutos sin ti.

—En realidad la ha hecho Logan —afirmó Adam, torpe, en lugar de corresponder a aquel cumplido—. ¿Te lo estás pasando bien?

—¡Sí! —afirmó Rachel fervientemente, aunque luego se acercó al oído de Adam para hablarle en forma de susurro—. Aunque no sé si encajo mucho aquí.

El grupo de mujeres había estado conversando sobre moda. Mientras que todas hablaban de la vuelta a los cortes rectos y recatados, Rachel había sugerido que la búsqueda de las curvas en las prendas femeninas que había comenzado durante los años 30 sería imparable y que los vestidos venideros tenderían a realzar aún más la figura femenina. Por esa opinión, había recibido miradas juiciosas, algo que le ocurría frecuentemente debido a su carácter atrevido.

—Ya sabes cómo son el tipo de novias que suelen tener nuestros amigos —dijo Adam también en voz baja.

—¡Eh! ¡La parejita feliz! —llamó la atención Logan desde el otro extremo de la mesa, hastiado de tanto cuchicheo—. A lo mejor al resto también nos interesa eso de lo que estáis hablando.

—No, no… —dijo Adam moviendo la mano—. Solo hablábamos de lo bien que te ha salido el cordero.

El resto de la comida pasó de forma amena, intercambiando opiniones sobre temas a los que Adam no prestaba mucha atención, pues no había nada más interesante para él que la chica que tenía al lado. Con solo girar su cabeza, su sonrisa se estiraba automáticamente. Aquella joven delgada, de estatura ligeramente inferior a la media, cuyo cabello rubio era el fiel reflejo del oro, le transmitía la certeza de haber encontrado el más preciado tesoro que uno podría hallar en la vida. En su mirada, protagonizada por unos preciosos ojos color miel, había un remanso de paz al que podía llamar hogar. Respecto a aquellos ojos, a Adam le gustaba fantasear con la posible descendencia entre ellos, pues mezclados con los suyos propios de color verde estaba seguro de que podrían engendrar una preciosidad de criatura. También los dos eran atractivos y aportarían una genética bella, aunque esperaba que su futuro hijo o hija heredara el color del cabello de la madre, sin que este se oscureciera por el aporte de su pelo castaño.

—¿Qué os parece si jugamos a las preguntas de parejas? —sugirió Logan sacando a Adam de sus fantasiosos pensamientos—. Aunque ya sabemos quién va a ganar…

Las reglas de aquel juego eran sencillas. Se repartía papel y lápices —de hecho, la novia de Logan ya había ido a la oficina que su padre tenía en aquella casa de campo a por el material— y se hacían preguntas con relación al noviazgo que cada uno tenía que responder escribiendo, en secreto. Después, se desvelaban las respuestas y ganaba la pareja que más coincidiera en ellas. Aquel entretenimiento tendía más a generar enfados que a divertir, pero de alguna manera, nunca nadie se negaba a hacer uso de él esperando no ser las víctimas de aquella diversión basada en el entendimiento mutuo.

—Empiezo yo —se adelantó Logan mientras cada uno recibía sus herramientas de juego—. A ver, qué podría preguntar para empezar… Una fácil. ¿Cuál es la comida preferida de vuestra pareja? Tenéis que escribir la que creéis que es y abajo la vuestra propia para poder comprobar la respuesta.

Todos asintieron, aunque ya sabían de manera sobrada las instrucciones. Los lápices comenzaron a herir los papeles materializando los pensamientos de cada uno de los participantes.

—De acuerdo. La comida favorita de Emma es la tarta de nueces de mi madre —expuso Logan mirando a su pareja, que fruncía el ceño. La chica dio la vuelta a su trozo de papel mostrando que la respuesta era incorrecta—. ¿En serio? ¡Siempre dices que es lo mejor que has probado jamás!

—¡Para complacer a tu madre! —replicó Emma—. ¡Los trozos de las nueces se me meten entre los dientes!

El resto de los comensales reía ante la discusión que aumentaba de intensidad por momentos.

El juego procedió entre aciertos cargados de amor y errores que originaban conflictos que se apaciguaban tras un «ya hablaremos luego». Solo hubo una pareja que acertó en todas las ocasiones en una muestra infalible de adoración y respeto mutuo.

—¡Ya me he cansado! —se quejó finalmente Logan—. Se acabó el juego. Es que Adam y Rachel no fallan ni una… No hay forma de ganarles. Por eso digo que deberían…

—¡No deberíamos nada! —interrumpió Adam levantándose repentinamente, mostrándose algo alterado, algo que contrastaba con su actitud apacible y retraída—. Lo que sí deberíamos es marcharnos, que pronto se hará de noche y hay un largo camino hasta San Francisco. Además, tengo mucho que estudiar.

Rachel le miró con una mezcla de estupefacción y pena. Se preguntó por qué Adam no había dejado terminar a su amigo, cómo sería de importante algo capaz de sacar de sus casillas a un chico que difícilmente se alteraba o perdía la compostura.

—Lo siento, chicos —dijo finalmente Adam al ver que todos esperaban alguna explicación a su comportamiento—. Los exámenes me alteran. Quiero aprobarlo todo antes de que acabe el año y este curso está siendo especialmente difícil…

—Tranquilo, Adam —intervino Luke, intentando calmar a su amigo—. Eres un buen estudiante, y además tienes a tu lado a Rachel, que te puede ayudar con cualquier duda. Entre los dos habéis ido progresando y así seguirá siendo hasta que consigáis la titulación.

—Es cierto, con su ayuda seguro que sacas hasta mejores resultados en los exámenes que en el juego de las preguntas de parejas —añadió Logan, algo jocoso.

—Tenéis razón —admitió Adam—. Pero si quiero esos buenos resultados, voy a tener que irme ya a estudiar. De hecho, no debería haber venido, pero no quería perderme este encuentro entre amigos. Sois estupendos, y nada en el mundo habría hecho que no pudiera estar un rato con vosotros. Pero, ahora sí, me marcho. Gracias por todo, chicos.

Adam y Rachel se despidieron del grupo y fueron hacia el Delahaye 135M que los llevaría de vuelta a la zona urbana de San Francisco. Aquella belleza de automóvil, propiedad del padre de Adam y que toda persona hubiera deseado conducir, causaba el efecto contrario en el joven. No era más que una presión añadida, una demostración más del éxito de su padre como médico reconocido que él debía reproducir. Si bien la medicina era para él una vocación, a veces se volvía una tortura cuando recordaba que tenía el deber de igualar a su progenitor. Eso le causaba un estrés enorme que le impedía disfrutar de los cómodos asientos de cuero de aquel coche que se había popularizado gracias a las carreras de automóviles.

—¿Estás bien? —preguntó Rachel desde el asiento de al lado.

—Sí, tranquila. Es la presión de los estudios, que a veces me supera —mintió Adam.

Pero no se podía engañar a la chica. No había más que verla. En aquel rostro había una picardía que le hacía sobresalir, que indicaba que era capaz de ver e intuir más allá de la normalidad. Hasta el pañuelo que había en su cabello donde el resto de las mujeres solían colocar un lacito indicaba que era diferente a las demás. Por eso, Adam la amaba y sabía que era irremplazable.

—¿Por qué te has enfadado cuando Logan iba a decir algo de nosotros? —volvió a atacar Rachel—. ¿Es por algo que has hablado con él? ¿Algo va mal entre tú y yo?

La chica fue incapaz de separar el miedo y la tristeza inherente en aquellas preguntas.

—No. ¡No! —manifestó Adam mientras el estirado morro del Delahaye iba devorando metros—. Quiero decir… Ellos siempre admiran nuestra relación, dicen que es perfecta.

—Somos la pareja que más años lleva de noviazgo —justificó ella, como si quisiera normalizar una situación que no sabía por dónde podría explotar—. ¿Eso es malo? ¿Te has cansado de mí?

—¡En absoluto! —negó Adam por puro instinto, sin conceder ni una milésima de segundo que permitiera dudar de esa respuesta—. Es solo que… Nada… Da igual. En serio, son los nervios de los exámenes, que me descentran. Pero no te preocupes, todo está bien. Prometo intentar que los estudios no me afecten tanto.

Eso fue lo que Adam dijo, aunque realmente no tenía nada que ver con lo que quería decirle. Deseaba mostrarle que la amaba, que quería pasar el resto de su vida con ella, pero que no era el momento para el casamiento y eso le frustraba. Era uno de los daños colaterales de haberse enamorado de ella tan pronto, de llevar tantos años prendado de Rachel. Aquel sentimiento había crecido tanto que necesitaba explotar en forma de declaración. No podía esperar más, pero aún tenía que acabar sus estudios y conseguir una economía estable para poder pedirle que se uniera a él en matrimonio. Era su deber como hombre. La vergüenza le impedía mostrarle ese anhelo, no era capaz de expresarse sin un buen amarre de seguridad al que aferrarse. Así funcionaba él. Era incapaz de actuar sin las espaldas cubiertas. No podía decirle que quería compartir toda su vida con ella sin saber si sería capaz de satisfacer todas las necesidades que ella pudiera tener en el futuro. Además, estaba el miedo a perderla. ¿Y si Rachel no estaba segura de comprometerse de por vida? Los pensamientos hacían que Adam apretara el volante cada vez con más fuerza, tenso.

—Adam… —susurró finalmente Rachel—. Yo te amo. Te amo siempre y de todas las formas posibles. Incluso cuando estás nervioso por los exámenes, te sigo amando con todas mis fuerzas…

La joven acarició la mejilla del chico que, inmediatamente, sintió unos remordimientos horrorosos por no sentirse capaz de contarle todo lo que pensaba. Entonces, volvieron a su mente las palabras de Logan. Sí, seguramente su amigo tenía razón. Tendría que decirle a Rachel que quería comprometerse con ella, y eso tenía que ser inminente. Y después… Bueno, después ya llegaría el momento de consolidar esa propuesta mediante el matrimonio.

Sí, tenía que dejar de ser tan inseguro y lanzarse. Y tenía que hacerlo pronto, pues uno nunca sabía en qué momento los acontecimientos podían torcerse de manera incontrolable.

Esa amarga lección, Adam estaba a punto de aprenderla a base de sufrimiento.

7 de diciembre de 1941

Adam se miró al espejo y se sintió extraño vestido con aquel traje de tweed. Aunque era de complexión atlética, las hombreras le daban un aspecto aún más robusto. Abrochó los botones de la chaqueta viendo cómo la pieza de ropa se ajustaba dando un aspecto cónico al torso. El pantalón era de cintura alta y ancho alrededor de los tobillos. Se ajustó el cinturón, complemento que finalmente acabaría con la hegemonía de los tirantes.

—Estoy orgulloso de ti, hijo —le dijo su padre mientras procedía a hacerle el nudo de la corbata.

A pesar de que el joven había deseado escuchar esas palabras muchas veces, no sintió efecto alguno al incorporarlas a su cerebro. Era tal la presión a la que había sido sometido que no sintió satisfacción, más bien tuvo la sensación de cumplir con un deber y nada más. Ataviado con aquella vestimenta, sentía que su vocación médica iba desapareciendo, sometida por los deberes a los que estaba siendo sobreexpuesto.

—Muy bien, Adam —continuó su progenitor—. Para sobresalir hay que destacar antes de lo establecido. Esta exposición es una buena oportunidad para ti. No hay que esperar a terminar los estudios para triunfar, eso solo te convierte en uno más. Hay que mostrar la valía antes que el resto de la gente común.

Adam asentía, evitando la conversación. Finalmente, su padre palmeó su espalda y le dio las llaves del coche para que pusiera rumbo a la Universidad Médica Cooper. Antes de acudir al centro formativo, pasó a recoger a Rachel, que al subir al vehículo tuvo que tapar su boca con la mano para evitar reírse al ver la vestimenta de Adam. Le hizo especialmente gracia aquel sombrero borsalino importado de Italia.

—Eh, tú también estás diferente —se defendió el joven señalando el vestido azul cielo que llevaba Rachel, que contrastaba con la camisa y los jeans a los que solía recurrir.

—Es que es un día especial… Estoy muy orgullosa de ti, Adam.

Esta vez, las palabras sí resonaron con fuerza en el corazón del joven. Ella había compartido su pasión por la medicina desde el punto de vista de la realización, de la admiración al proceso de sanación y desde un enfoque puro exento de responsabilidades y egoísmos. Estaba recorriendo con él cada uno de los pasos que daba en el difícil camino de convertirse en médico, enfrentando las dificultades y celebrando los pequeños logros, sin exigencia alguna. Lo que esperaba de su padre, lo recibía de ella.

—¿Estás nervioso? —preguntó la chica, aunque conocía lo suficiente a Adam para saber la respuesta.

—No te puedes imaginar cuánto. Si este traje no fuera tan grande, verías que me tiembla hasta el último músculo.

No era para menos. Había redactado un trabajo universitario sobre las enfermedades transmitidas por picaduras de insectos que había llamado la atención de sus profesores. Estos lo habían mostrado a ciertas empresas colaboradoras y una de ellas, la que pretendía incorporar el insecticida DDT desde Suiza, había solicitado que el joven expusiera su informe en una conferencia con el objetivo de mostrar el interés de las futuras generaciones en ese producto para ganar prestigio y, en consecuencia, inversores.

Una vez llegaron a la universidad, Adam fue guiado a la sala de exposiciones, donde fue presentado a los directivos empresariales que habían reclamado su intervención. Poco a poco, el aula se fue llenando por selectos invitados y, más tarde, se permitió el libre acceso a los estudiantes interesados en aquel tema hasta completar el aforo. Entre los últimos se encontraba Logan, que había conseguido sacar un hueco entre las clases para acudir al tan importante acontecimiento de su amigo. Se sentó al fondo, junto a Rachel.

—Bienvenidos, bienvenidos… —comenzó a decir el director de la universidad y esperó unos segundos a que se hiciera el silencio—. Vamos a dar comienzo a esta exposición que versará sobre enfermedades transmitidas a través de insectos y su posible solución. Me causa gran alegría anunciar que el ponente es parte de esta familia universitaria. Mi orgullo es mayor al saber que se trata de un alumno todavía en formación, pues cada vez estoy más convencido de que en esta universidad se encuentran los mejores estudiantes del mundo. Sin más dilación, le cedo el turno de palabra a Adam Stein.

Los aplausos estallaron cubriendo las inspiraciones forzadas de Adam, que se obligó a relajarse.

—En primer lugar, gracias por asistir y por mostrar interés en mis estudios —fue lo primero que dijo, algo ensayado para conseguir un poco de seguridad—. Como ya se ha anunciado, voy a hablar de enfermedades transmitidas por picaduras de insectos, como pueden ser el paludismo, el tifo exantemático o la peste bubónica. —Aunque había temido enredarse con aquellos nombres, solo había notado que su voz vibraba ligeramente al pronunciarlos—. Si bien son padecimientos bien conocidos, en las ilustraciones que tienen en sus mesas podrán ver los preocupantes datos de su incidencia.

Adam había preparado unos documentos con el objetivo de mostrar los verdaderos peligros de esas enfermedades. Tal y como le habían recomendado los empresarios que habían organizado la exposición, era necesario captar la atención de manera drástica y no había mejor manera de hacerlo que con algunas fotografías que mostraran la cruda realidad de los procesos patológicos.

Después, Adam se centró en las características fisiológicas y los datos históricos referentes a las patologías que había nombrado. Su amor por el conocimiento le obligaba a ello. Pero antes de que los asistentes comenzaran a boquear, pasó a la parte más práctica del asunto: su solución.

—Por suerte, es posible erradicar estos males, y para ello solo es necesario acabar con el vector que los propaga, los insectos. Existe un producto químico muy eficaz para ello, el dicloro-difenil-tricloro-metil-metano, también llamado DDT, que es más fácil de pronunciar. —La falta de risas ante aquel comentario hizo que Adam se pusiera más nervioso. El joven retomó la seriedad—. El científico suizo Paul Hermann Müller acaba de descubrir su toxicidad y creo que podríamos adelantarnos a Europa en su desarrollo y aplicación. Al fin y al cabo, es aquí donde tenemos los mejores científicos y es nuestro deber poner al servicio de la medicina esta oportunidad y no dejarla en manos de los europeos, que a saber lo que pueden hacer con ella…

Algunos asistentes sí que rieron ante aquella chanza que le habían aconsejado incluir en su discurso, aunque realmente Adam no compartía pues admiraba a los científicos del Viejo Mundo. El joven siguió con una profunda descripción sobre el DDT e hizo hincapié en los posibles beneficios de su comercialización, para agrado de los empresarios y los posibles inversores.

—Por eso, como estudiante, creo que esta sustancia aportará un incalculable beneficio a la sociedad y sería un desperdicio pasarla por alto. Espero haberles contagiado mi interés por este producto y que pronto todos podamos disfrutar de él. Muchas gracias por la atención.

Adam hizo una ligera reverencia dando por finalizado su discurso y recibiendo aplausos a cambio de sus palabras. Sin embargo, antes de que las congratulaciones se apagaran y de que alguien comenzara el turno de ruegos y preguntas, continuó hablando.

—Sin embargo… Sin embargo… —Adam pidió silencio con las manos. Le obedecieron—. Sin embargo, quisiera decir algo más.

El joven hizo una pausa dramática en la que todos le observaron con curiosidad, sin tener ni idea de la deriva que iba a tener su exposición.

—Todos los que estudiamos y todos los que trabajáis en esta profesión que amo —comenzó a decir Adam, y esta vez había algo extraño en su voz, quizá un hilo más de sentimiento que bordaba sus palabras— tenemos como objetivo salvar la vida y hacer que las personas puedan esquivar a la muerte. —Los asistentes se miraban entre sí, asintiendo algunos, confirmando aquella obviedad—. Pero ¿qué sentido tiene vivir más tiempo o en mejores condiciones?

Comenzó a generarse un murmullo generalizado con la opinión común de que aquellas palabras tenían que ver más con la filosofía que con la ciencia, una rama que tendía a nutrirse de cifras exactas y no de divagaciones mentales. Nada de eso. Aquellos pensamientos tenían más que ver con el amor.

—Yo me he hecho muchas veces esa pregunta. En el momento en el que un médico salva a su paciente y observa que este se marcha del hospital, ¿sabrá realmente el doctor qué sentido tiene este logro? ¿Sabrá ese hombre recién sanado valorar todo lo que la medicina ha hecho por él? ¿Vale la pena tanto esfuerzo por parte de los investigadores y de los sanadores realmente?

Adam pudo observar a uno de los empresarios hablar con su compañero. Por su sonrisa, debió pensar que el joven estaba preparando un alegato sentimentalista de esos que tendían a persuadir a los inversores. En ese caso, el muchacho le iba a facilitar las negociaciones y, tal y como le habían dicho, sería cierto eso de que era un genio. Siguió escuchando atentamente para comprobar que se equivocaba.

—Lo que trato de decir es que hay algo más importante que todo lo que hacemos y sin lo que todo nuestro trabajo no tendría sentido. Ese algo es encontrar el motivo por el que vivir. No importa que vivamos treinta o cien años, no tiene ningún mérito salvarnos de una muerte segura si no sabemos por qué ni para qué estamos vivos. Y, ciertamente, encontrar esa respuesta es algo bastante complicado. —Adam alzó la vista buscando a Rachel entre los asistentes de las últimas filas—. Pero yo la he encontrado.

El corazón de Adam comenzó a acelerarse en cuanto su mirada se cruzó, en la distancia, con los ojos color miel de su amada, como si el órgano cardíaco quisiera tomar el control de la escena. Alrededor de la chica podía observar el medio millar de asistentes que había acudido a la exposición, creando un attrezzo perfecto para lo que quería decir. No solo el hecho de tener la atención de tantas personas daba grandeza a la escena, sino que iba a anteponer sus palabras a algo tan importante como era su momento más glorioso en su carrera como estudiante.

—Mi razón de seguir vivo el máximo tiempo posible es esa preciosa joven de ahí. —Adam señaló a Rachel con un dedo tembloroso, atacado por los nervios. Pudieron identificar a la chica porque sus mejillas habían adquirido un color rojizo claramente visible y porque intentaba esconderse en su asiento—. Por favor, Rachel. ¿Podrías venir un momento?

Las personas que había sentadas al lado de la chica se levantaron para permitir su paso, no dejándole otra opción que salir de su guarida y avanzar al encuentro de su amado. Lo hizo lentamente y encogida, como si quisiera hacer su cuerpo más pequeño para no recibir tantas miradas por unidad de superficie, de la misma manera que el frío tendía a encoger los cuerpos para exponerlos menos a las bajas temperaturas. Avanzó a paso lento e inseguro, sintiendo que el pasillo que había entre las sillas se convertía en una cuerda floja que podía enviarle sin contemplación al abismo, tal era su nerviosismo. Finalmente, se encontró con su amado y con la sincera sonrisa que le ofrecía.

—Ella es Rachel Green —dijo Adam. La chica se decidió a alzar la cabeza para observarle—. La conozco desde que éramos niños y la amo desde que tengo capacidad de hacerlo. —A medida que aumentaba el discurso, a Adam le temblaban más los labios, el pecho se le encogía de emoción—. No recuerdo un momento importante de mi vida en el que ella no haya participado, y no imagino un instante en mi vida futura en el que ella no esté. Si por algo he escogido esta profesión que desafía a la muerte, es para protegerla a ella, porque sin ella yo sería incapaz de vivir. Y hoy, en un día tan importante para mí y delante de tanta gente, soy incapaz de aguantar un segundo más sin decirle que quiero estar el resto de mi vida con ella.

765,11 ₽
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ISBN:
9788412404838
Издатель:
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