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Pierre Castro Sandoval (Trujillo, 1979) se graduó de publicista en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y estudió en la Escuela de Escritura Creativa del C. C. de la Universidad Católica. Ha publicado los libros Un hombre feo (2010), Orientación vocacional (2015) y Yo no quería escribir cuentos (solo quería conocerte) (2019). En el 2012 ganó el Premio Copé de Plata con su cuento «El río». En la actualidad de dedica a la docencia universitaria.




Orientación vocacional

Primera edición electrónica: octubre de 2020


© Pierre Castro Sandoval

© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020

para su sello Narrar

APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,

San Martín de Porres, Lima

http://paracaidas-se.com/

editorial@paracaidas-se.com


Composición: Juan Pablo Mejía

Arte de portada e ilustraciones interiores: Pierre Castro Sandoval

Retrato del autor: Perú21


ISBN ePub: 978-612-47543-7-1


Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.


Producido en Perú

Debo tener diez años en esta foto




Estoy en el jardín trasero de mi casa, a punto de irme al colegio. Allí veré a los chicos que inspiraron estos cuentos. Pero lo de los cuentos todavía no lo sé. No tengo ni la más jodida idea de que un día escribiré el libro que tú estás leyendo. Y es mejor que no lo sepa. Si el niño de la foto supiera que el salvaje que le roba la lonchera, o que el amigo que le contó la historia de cómo cachan las arañas, o que la chica que le enseñó a bailar el rock se convertirán un día en historias impresas en un libro, se paltearía. Él solo sabe que su vieja le está tomando una foto y que luego tendrá que correr al paradero para no perder el bus. Sabe que lo espera una carpeta y que alrededor hay otras para sus amigos. Solo cuando este niño sea un adulto, descubrirá que nunca olvidó a esos chicos. Descubrirá, además, que su vida como la conoce ahora es así porque ellos estuvieron allí para robarle la lonchera y contarle historias de arañas cacheras y enseñarle a bailar el rock. Entonces se sentará a escribir. Escribirá por las mañanas como cuando iba al colegio. Escribirá y no se detendrá hasta que todos esos niños que ocuparon una carpeta junto a la suya, regresen a su vida convertidos en las historias que estás a punto de leer.




A Holden Caulfield,

Manongo Sterne

y Pichulita Cuéllar



«El distrito 14», Henry Miller




Lo peor de todo, Ray Loriga

Tiranosaurio




En mi colegio decían que Jorge Caro estaba loco porque se subía al techo de los salones y se quedaba allí hasta la hora de la salida. Yo era uno de los pocos que no pensaba que Jorge estuviese loco, así que fui y le pregunté qué demonios hacía allá arriba. Me dijo que tenía un pote de pintura roja y que estaba dibujando un Tiranosaurio Rex. Dijo que lo estaba haciendo a tamaño natural de modo que los aviones que llegaban a la base de Las Palmas pudiesen verlo. Supongo que, salvo aquellos pilotos y Jorge, nadie más vio aquel tiranosaurio.

Y nadie lo vio porque nadie preguntaba y preferían pensar y decir que Jorge estaba loco. Pero no estaba loco. La única diferencia entre Jorge y el resto era que, mientras nosotros dibujábamos mapas del Perú en nuestros cuadernos, él estaba allá arriba dibujando aquel enorme tiranosaurio. Esto no lo supo nadie salvo yo y ese jodido psicólogo del colegio que, cuando escuchó la historia, le preguntó a Jorge si no había pensado en estudiar paleontología o algo que tuviera que ver con dinosaurios. Jorge le respondió: Dalí pintaba relojes y nadie le sugirió que fuera relojero.

Fuego




Los papás de Luchito Vargas estuvieron algo sorprendidos cuando él les dijo que quería ser bombero. Los papás de Luchito estuvieron sorprendidos porque ellos no veían cómo en el colegio le prendían fuego a su carpeta. La cosa era así. Alguien iba y sacaba el alcohol del botiquín. Luego lo iba regando bajo su carpeta sin que él se diera cuenta y, finalmente, otro prendía un fósforo y lo arrojaba. Luchito Vargas no se incendiaba de milagro. Luchito hubiese querido acusarlos con el profesor pero el problema era que al profesor también le incendiaban el escritorio. Era la misma modalidad. Alguien iba por el alcohol al botiquín, lo regaba bajo el escritorio cuando este iba a la pizarra y luego tiraba un fósforo encendido.

El profesor hubiese querido acusarlos con el director, pero el problema era que al director también lo habían encerrado un día en su oficina y le habían tirado bolas de papel en llamas por la ventana. Mi colegio estaba lleno de gente incendiaria y por eso no es nada extraño que Luchito les dijera a sus viejos que quería ser bombero. Yo les dije a los míos que iba a ser escritor y también estuvieron algo sorprendidos. Y es que ellos tampoco vieron cómo le prendían fuego a la carpeta de Luchito.

Natalia B.


Natalia B. nos dijo que quería ser actriz porno. Estábamos en quinto de secundaria y muchos ni siquiera habíamos visto una porno. Pachas dijo que tenía una en casa, así que lo seguimos. Pachas tenía el disco Monster, de R.E.M, una hermana muy guapa y una porno, así que no hicimos muchas preguntas antes de seguirle a casa. Hasta ese momento mis encuentros con la pornografía comenzaban y terminaban con unas Playboys que encontré en casa de mi abuela mientras buscaba los viejos juguetes de mis tíos. En una de las revistas había un doble página con una rubia desnuda entre las patas de un león. En la película de Pachas no había leones ni rubias, sino dos tipos dándole lo suyo a una morocha pequeñita como un mono. Parecía una situación injusta, pero la morocha chiquita no daba muestras de estar a disgusto. Vimos la película un rato y luego nos pusimos a oír el Monster a la espera de que la hermana de Pachas apareciera por allí. Ese año muchos chicos querían invitar a Natalia B. al baile de promo. Fue Pachas quien finalmente la llevó. Según recuerdo, la pasaron muy bien. Natalia B. no era una puta ni una hijadeputa, simplemente quería ser actriz porno. Después de la noche del baile no la volvimos a ver. De hecho, no volví a ver a mucha gente del colegio. A Pachas sí. Me lo encontré hace poco en el matrimonio de otro amigo de la promoción. Me dijo que cuando compra porno todavía revisa la lista de actrices esperando toparse con Natalia B.

Kalolo




Así como todos los techos tienen su gato, todos los salones tienen su Carlos. En el mío habían dos. Para no confundirlos, solo al que había llegado primero lo llamábamos por su nombre. Él era, además, el que tenía más cara de Carlos. De todas formas, ¿qué cara tiene un Carlos? Llamarte Carlos es estar condenado a vivir con un sobrenombre: Calín, Carlitos, Carlangas, Carloncho. Y esos son los afortunados. A otros les amputan por completo el nombre y los dejan a merced de su apellido. Carlos muere y solo queda Fernández, Cueva, Villareal, una palabra que se agita sin sentido como una cola de lagartija sin su lagartija.

En nuestro salón, al segundo Carlos lo llamábamos Kalolo, variante ancha y sonora como él. Decirle Carlos hubiera sido tan desatinado como llamar piedra al árbol o perro al ornitorrinco. Kalolo, en cambio, era un sonido que le calzaba como el bombín a Chaplin o como el sombrero de ala ancha a Gardel, quien por cierto no se llamaba Carlos sino Charles Romuald, aunque todo el mundo le decía Che Carlitos, melodía de arrabal.

Ahora que recuerdo a Kalolo y me pregunto hacia dónde se lo llevó la vida, me doy cuenta de que fue un buen amigo. Me regaló mi primer perro y mi primer libro de Julio Verne. ¿No es acaso eso suficiente como para deberle una pierna, aunque sea de cerdo ahumada? Ahora, sin embargo, no sé ni dónde está. Parece que con el tiempo los amigos de la infancia dejan de ser Carlonchos, Calines y Kalolos para convertirse en simples Carlos o Estimado Señor Rodríguez. Crecemos y de pronto conservar amigos es como tratar de no soltarle la mano a alguien en medio de una procesión. He conocido decenas de Carlos desde que salimos del colegio, pero ninguno me volvió a regalar un perro o un libro de Julio Verne. Tampoco a ninguno volví a decirle Kalolo.

Manimal




En el colegio tuve dos profesores de Biología. El profesor Chinchayán era el oficial, pero no fue del que más aprendí. De hecho, la única de sus clases que recuerdo fue aquella en la que tuvimos que diseccionar a un cuy. Como yo no conseguí el cuy, llevé un conejo blanco como salido de un cuento, y Mónica, que amaba los conejos casi tanto como yo la amaba a ella, me desbarató a puteadas cuando el profe cargó al bicho de las patas traseras y de un karatazo en el cogote, lo mató. Luego no me quedó más que abrirlo, verle las tripas llenas de hierba y anotarlo todo en mi cuaderno mientras ella me descuartizaba con la mirada. Del trauma me olvidé de la biología y, además, me vino tal aflojada de huacha que ya ni siquiera estuve seguro de si mi corazón pertenecía al aparato circulatorio o al digestivo.

Mi pata Juano, que me vio más desnucado que el conejo, me dijo: tranquilo, huevas, si es solo un conejo; además, eso le pasa por cachero. ¿Sabías que estos bichos pueden hacer más de mil crías antes de morir? Ese conejo ha culeado más de lo que tú soñarás en tu vida, ¿por qué te palteas? De tiernos no tienen nada. Si mean a la coneja para marcarla, la mean desde lejos, así como pistolita, y si la hembra los chotea, se ponen como locos a escarbar la tierra. Puta, pero si aparece un rival, conchesumare, lo quieren castrar a mordiscos. A la franca, yo preferiría que me desnuquen a que me castren a mordiscos. ¿Tú no?

De cómo se veía el conejo abierto ya me olvidé, pero de esa clase maestra que Juano me dio, jamás. Y no fue la única. Como yo no escarmentaba, otro día me encontró mirando a Mónica con cara de huevonazo y me dijo: Hermano, esa mujer te está comiendo vivo. Es tu mantis religiosa. ¿No sabes, no? Mira, cuando el macho de la mantis anda templado como tú, la mantis viene y le mete la lengua hasta el buche, pero no de romántica sino que le va chorreando ácido para disolverle las tripas. Mientras él la hace feliz, ella se lo va jameando y lo deja pura cascarita. ¿Así te quieres quedar tú, compadre? No pe’, no seas huevón, tú tienes que ser como los machos de las arañas. Esos también la tienen jodida porque su hembra es grandaza y siempre se los quiere almorzar después del cache, pero ellos son sapos pe’. Por ejemplo, hay un macho que le trae de regalo insectos envueltos, así mientras se la tira, ella tiene qué comer. Pero hay otro que es más pendejo todavía. Viene y le hace cosquillas un ratazo hasta que la araña entra en trance y se queda panza arriba. Entonces aprovecha y al toque con su telaraña le amarra todas las patas a unas ramitas. Qué Kamasutra ni qué huevada. Cuando la araña se despierta dice: ¿oe, qué?, ¿qué chucha pasa? Pero ya es muy tarde porque ya la tiene adentro y puuuta, mientras se desata, el macho ya le hizo choque y fuga. Aprende, huevón. Cosquillas. La risa es un arma poderosa porque nadie la ve venir. ¿Qué haces acá mirándola como baboso? Anda cuéntale un chiste. Hazla reír y ya verás.

La técnica de Juano me funcionó tan bien que hasta me atrevería a decir que esa fue una de las razones por las que empecé a escribir cuentos. Cada vez que una chica me choteaba, yo escribía una historia divertida. A veces, incluso, era la propia historia de mi amor choteado. Y cuando te ríes de tus propias desgracias, estás así de cerca de pasarles por encima.

Años después, cuando ya habíamos salido del colegio, vi a Juano por la calle. Venía de la mano de una chica guapísima a la que traía muerta de risa. Juano también me descubrió desde lejos y aceleró el paso hacia mí. Nos abrazamos con fuerza. ¿Qué es de tu vida, cauuusa?, me preguntó. ¿Cómo estás? ¿Ya dejaste la paja? Jajaja. Mira, Marta, le dijo a su novia, este era mi pataza del cole, lo malo es que siempre andaba templado y yo tenía que andarlo desahuevando. Oe, ¿te acuerdas de cuando lloraste por el conejo desnucado? Noseasssspendejo. Jaaaaajajajaa.

Y ahí, mientras nos reíamos y nos resumíamos los años e intercambiábamos teléfonos para un futuro encuentro que nunca se dio, yo miraba a su novia y pensaba en cómo habría hecho para enamorar a una chica tan guapa. Y entonces recordé cada una de las historias de amor animal que me había contado en el colegio. Y cuando las recordaba, imaginaba a Juano y a Marta en ellas. Primero los veía dándose de zarpazos como tigres arrechos, o los alucinaba cayendo en picado tomados de las garras como hacen las águilas de cabeza blanca antes de copular. También los imaginé tirando con el pesado y lento amor de los cocodrilos o traspasándose la epidermis con ácidos dardos como hacen los caracoles de jardín. Imaginé a Juano emperifollándose como un ave del paraíso, o poniendo flores y música en su casa como esas aves que construyen bellísimos nidos para atraer a sus parejas. Sin embargo, ninguna de esas historias me parecía que les calzaba bien. Solo cuando ya nos habíamos despedido y yo volteé a darles una última mirada, vi a Juano que seguía haciendo reír a su novia, y vi, sobre todo, esa gran sonrisa suya que se expandía sobre ella como una telaraña.

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382,08 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
83 стр. 39 иллюстраций
ISBN:
9786124754371
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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