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PEDRO CAYUQUEO

HISTORIA SECRETA MAPUCHE 2

CAYUQUEO, PEDRO

Historia secreta mapuche 2 / Pedro Cayuqueo

Santiago de Chile: Catalonia, 2020

ISBN 978-956-324-783-1

ISBN Digital: 978-956-324-787-9

GRUPOS RACIALES, ÉTNICOS, NACIONALES

305.8

HISTORIA DE CHILE

983

Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M. Diseño e imagen de portada del caricaturista político Fiestoforo - www.fiestoforo.cl Edición: Sergio Infante Corrección de textos: Cristine Molina Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: marzo 2020

ISBN 978-956-324-783-1

ISBN Digital: 978-956-324-787-9

Registro de Propiedad Intelectual N° A-2032

© Pedro Cayuqueo, 2020

© Catalonia Ltda., 2020

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl@catalonialibros

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

PRÓLOGO

LANZAS CONTRA FUSILES

LOS ÚLTIMOS SAMURÁI

El tercio de Arauco

Una caballería imbatible

Winchester y Remington

El adiós a los guerreros

Francia y las frutillas mapuche

LUCIO MANSILLA

EXCURSIÓN A LOS RANQUELES

Llegada a las tolderías

El gran jefe Panguitruz

El parlamento de Leubucó

Adiós a la dinastía de los zorros

RUN TO THE HILLS

LOS SOBREVIVIENTES

La paz o la conquista

Asesinatos en Fuerte Lumaco

Los tiempos de la huida

EL ÚLTIMO REFUGIO

ARRIBA DE LA CORDILLERA

La captura del lonko Purran

¿Regaló Chile la Patagonia?

Olascoaga, el espía argentino

LONKO PASCUAL COÑA

UN VIAJE A BUENOS AIRES

Lonkos en misión diplomática

Allá donde pisa el choike

legada a Buenos Aires

En el despacho de Julio Roca

De regreso en el lafkenmapu

EL ROBO DEL SIGLO

INDIOS MALOS EN TIERRAS BUENAS

Los dueños de fundos

Schmidt, el hijuelador

El fracaso de los farmers

Las tierras del pacificador

DE BURDEOS A WALLMAPU

LA CALIFORNIA CHILENA

Alemanes en el Futawillimapu

La Torre de Babel

Bienvenidos a Monte Calvario

El infame Domínguez

La isla Doña Inés

LA RADICACIÓN MAPUCHE

LOS CAMPOS DE REFUGIADOS

Los títulos de merced

Varela, el sobreviviente

El Parlamento de Koz Koz

Tiempos violentos

COLONOS Y BANDOLEROS

BIENVENIDOS AL FAR WEST

La perla del Cautín

Ni tan laboriosos ni tan decentes

El Buffalo Bill chileno

Butch Cassidy y Sundance Kid

A MODO DE EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

En memoria de Camilo Catrillanca,

weichafe del lof Temucuicui.

We don’t serve your country

Don’t serve your king

White man listen to the songs we sing

White man came took everything

We carry in our hearts the true country

And that cannot be stolen

We follow in the steps of our ancestry

And that cannot be broken.

MIDNIGHT OIL, “THE DEAD HEART”.

Todo periodista es un historiador. Lo que él hace es investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo.

Tener una sabiduría y una intuición de historiador es una cualidad fundamental para todo periodista.

RYSZARD KAPUSCINSKI

PRÓLOGO

“Lo que vais a leer son unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo no es ofender, solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil y prescindan de lo demás”. Así parte Las tierras de Arauco, libro del profesor normalista Manuel Manquilef publicado en Temuco a comienzos del siglo XX.

Descendiente de un destacado linaje de Makewe y parte de una cierta “élite letrada mapuche”, la obra del entonces profesor del Liceo de Hombres de Temuco —años más tarde diputado de la República— es un grito de denuncia que remece y enrabia, pero que también conmueve hasta el alma.

Testigo privilegiado de un momento clave en la historia mapuche, tiempos en que se consuma el despojo territorial, se delimitan las fronteras de los Estados y campea el racismo y el desprecio sobre los otrora afamados “araucanos”, Manquilef pone con su libro varios puntos sobre las íes.

“El gobierno de Chile violó tratados, promesas. Hizo pedazos la Constitución declarando la guerra a Arauco en la forma más insidiosa y ruin que jamás una nación lo hiciera. Lo pervirtió hasta matar sus energías y hoy eleva estatuas a esos conquistadores que, a fuerza de propagar vicios, le permitió quitar tierras, animales y, lo que es más, la vida a una nación”, escribe.

Bien vale en estos tiempos constituyentes, en estos días, semanas y meses de efervescencia y lucha social, de estallido de esperanzas, pero también de rabia y descontento, recordar sus palabras y hacernos también cargo de su emplazamiento al Estado, las clases gobernantes y a la propia sociedad chilena.

Chile, como ustedes ya saben, en su relación con los mapuche no ha cambiado mucho desde 1915, año en que Manquilef publicó su libro. Lo sé, desde entonces se han legislado numerosas leyes indígenas y la bandera mapuche flamea digna y orgullosa en plazas, estadios de fútbol, manifestaciones públicas y hasta en populares conciertos de rock.

Sin embargo, en la madre de todas las leyes, la constitución política, no existimos ni por asomo. Tal como en 1980. Tal como en 1925. Tal como en los aciagos días retratados en las letras de Manquilef.

En el principal pacto social que establecen los ciudadanos con el Estado, los mapuche seguimos brillando por nuestra ausencia. Y junto a nosotros el resto de las ocho primeras naciones que mucho antes que los descendientes de europeos caminaron y amaron estas tierras. ¿Cambiará esto en la nueva constitución que emanará del proceso constituyente? Créanme que es mi esperanza.

Por lo pronto debemos seguir —como nos enseñó el profesor Manquilef— insistiendo con el poder transformador de la palabra verdadera, justa, honesta que brota de la memoria de nuestros mayores. De ello trató el primer tomo de Historia secreta mapuche: del respeto por una memoria desconocida para chilenos y argentinos, y que a gritos pedía ser difundida en las nuevas generaciones.

El libro que hoy tienen en sus manos es un fiel continuador de aquel propósito original. Cierra, por así decirlo, el cuadro de lo que aconteció con nuestro pueblo y sus tierras a fines del siglo XIX y cuyos efectos nos persiguen hasta nuestros días, como la peste.

Es curioso constatar cómo la guerra contra los mapuche y el despojo posterior no han merecido mayor atención por parte del sistema educativo chileno y argentino. ¡Más saben nuestros escolares de las dinastías de Egipto!

Bueno, siendo justos algo saben también de Lautaro, Caupolicán y Galvarino, los “espartanos” que tan valerosamente derrotaron a España, el principal imperio colonial de su tiempo. Aquello sí lo enseñan en Chile y bastante. Y desde la primaria, partiendo por los épicos versos del soldado Alonso de Ercilla.

Allí las hazañas de los superhéroes araucanos made in DC Comics, nuestra Liga de la Justicia local con mültrün y muday. Janequeo, nuestra Mujer Maravilla.

Pero de aquella otra guerra, más próxima, menos fantasiosa y absolutamente más relevante para nuestra realidad actual, silencio de grillos. Cosa curiosa, ello contrasta absolutamente con lo bien estudiada que está la brevísima Guerra del Pacífico.

Infinidad de artículos, ensayos, monografías, diarios de campaña y novelas constituyen —en palabras del historiador Rafael Mellafe— “una de las bibliografías más extensas y variadas de la historiografía chilena”; orígenes, causas, detonantes, acciones de combate, campañas, sus héroes, páginas y más páginas de estudios y de libros al respecto.

¿Por qué este desinterés chileno y argentino por la guerra que selló el destino del Wallmapu, el último gran territorio libre de América después del Oeste de los sioux, cheyenes y navajos?

No se trató de un hito cualquiera.

La invasión del país mapuche marcó un antes y un después en la historia de los dos Estados involucrados. Consolidó, a juicio del historiador Jorge Pinto, el proyecto de Estado-nación unitario elaborado por los intelectuales y la clase política chilena después de la Independencia.

Pinto se refiere a la uniformidad racial, cultural y lingüística tan arraigada en la élite nacional y que académicos como don Sergio Villalobos, nuestro querido Darth Vader, defienden cada tanto en El Mercurio con una terquedad digna de elogio.

No muy distinto fue lo que aconteció en Argentina.

Se necesitaban nuevos territorios aptos para la agricultura y la ganadería. Los países industriales, ávidos de alimentos, lo exigían de la periferia del planeta. Fue así como en las quince mil leguas arrebatadas a nuestros ancestros Argentina encontró su pasaporte al siglo XX. Y en el barco frigorífico, por cierto. Y en sus bifes.

La invasión de Wallmapu es una herida abierta que además persigue a nuestras democracias imperfectas hasta el día de hoy. Allí está el conflicto para demostrarlo, casi de manera semanal.

Chile no es un solo pueblo, una sola cultura o una sola bandera, reclaman las primeras naciones desde Arica a Magallanes. La argentinidad se fundó sobre un genocidio aún no reconocido, denuncian referentes de pueblos originarios desde Salta a Tierra del Fuego. A uno y otro lado de la cordillera son voces que cargan con reclamos muy antiguos. Y con olvidos presentes plagados de memoria.

Quizás por ello molesta que Chile siga siendo aquella somera lección de historia basada en Barros Arana. ¿Cómo esperamos que las nuevas generaciones (y las viejas, si es que alguna chance les queda) logren maravillarse con los pueblos originarios si lo que se transmite de ellos son ideas plagadas de menosprecio?

Me hice la pregunta muchas veces cuando llegué a estudiar leyes a la Universidad Católica de Temuco, ello en la década de los noventa. Por qué lo extranjero tenía tanto valor en la ciudad y no así lo mapuche, siempre restringido a la Feria Pinto, el Mercado Municipal o bien a las barriadas que pueblan su periferia.

Es curioso aquello. Mapuche era el territorio. Mapuche la lengua de sus habitantes. Mapuche también los dueños de aquel valle rebosante de aguadas, quilas, robles y temos centenarios a los pies del cerro Ñielol. Pero la ciudad insistía en rendir tributo a los extranjeros. Un tributo justo tal vez, pero desproporcionado. Y bastante deshonesto con la historia.

Los invito a dar una vuelta por Temuco. No necesitan viajar hasta allá, basta con abrir Google Street View.

Son muchas sus calles que hasta hoy rinden homenaje a los colonos europeos: Ziem, Thiers, Patzke, Massmann, Trizano, Carmine, Rosselot, Philippi, Viertel, Dreves y Hochstetter, entre otras. O bien a sus colonias de origen: holandesa, inglesa, española, francesa y alemana. En honor a esta última debe su nombre la reconocida avenida Alemania.

¿Y por qué no avenida Lienán en honor al lonko a quien el ministro Manuel Recabarren usurpó las tierras para construir el fuerte? Sí, existe la avenida Caupolicán que cruza la ciudad de norte a sur y una modesta calle Lautaro que la recorre de oriente a poniente. También un pasaje Lienán allá lejos, en la salida norte. Pero créanme no es suficiente.

Temuco en pleno siglo XXI sigue siendo aquella ciudad de colonos, calles y barrios con nombres europeos que nació en 1881 como parte de una tarea militar y que nunca ha dejado de ser una especie de fortaleza.

“Temuco —escribe el historiador chileno José Bengoa en el prólogo de uno de mis libros— es la ciudad menos ciudad de Chile. Rodeada de comunidades mapuche, las desconoce, las niega, en fin, hace como que no existieran”. Vaya si concuerdo con el profesor Bengoa.

En la vieja perla del Cautín no hay integración social urbana, mucho menos integración étnica. Ni siquiera un cierto carácter común, algo fundamental en toda ciudad que se precie de tal, solo superposición de unas identidades sobre otras. Como las estatuas de su Plaza de Armas.

Allí figuran un soldado de la “Pacificación”, un colono y un guerrero mapuche. Y los tres bajo una machi que eleva su rogativa al cerro Conunhuenu, la “entrada al cielo” de nuestros ancestros. Se supone que representan el alma de la ciudad.

Es lo que trató de plasmar su escultor, pero lo cierto es que lejos estamos de aquella utopía regional. Hoy el monumento solo representa a las tres corrientes de población que desde la fundación de Temuco nunca se mezclaron, nunca dialogaron, nunca se reunieron, al menos no amablemente.

Más de un siglo llevamos entrampados en ello.

Mucho del actual conflicto en las regiones del sur de Chile y Argentina se explica en el contenido de este libro. Son valiosos antecedentes que hoy quedan a su disposición, todos debidamente contrastados como mandata el buen periodismo de investigación. Pero será usted, querido lector, querida lectora, quien deberá juzgar aquello.

En las páginas que siguen encontrarán las cifras y las múltiples formas en que se ejecutó el despojo de nuestras tierras. El gran robo a un pueblo noble como el pan, condenado desde entonces a vivir en reducciones infestadas de pobreza y a padecer injusticias a las que nadie ha puesto remedio pudiéndolo remediar.

También encontrarán la violencia rural desatada por colonos, bandoleros, policías rurales y buscavidas de la más diversa calaña en un país mapuche transformado en un verdadero Far West. Territorio donde una vida humana valía menos que un revólver y donde a veces se mataba solo para que la lluvia no enmoheciera los fusiles.

Pues bien, parafraseando a Manuel Manquilef, lo que vais a leer a continuación son también unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo, por supuesto, tampoco es ofender. Solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil.

Temuco, enero de 2020

Los araucanos, esos héroes de mil combates, viven en pobres chozas faltos hasta del alimento necesario para sostener sus existencias. ¡Pobres mapuches! Saben que fue de sus padres todo lo que les rodea: suyos los magníficos bosques, poblados de pumas y venados; suyas las azules aguas de los lagos, abundantes en pesca; suyas las fértiles vegas en que ahora pastan numerosos rebaños, y ellos, sus hijos, los legítimos herederos de todo aquello, son extranjeros en su propia patria.

El pobre mapuche ha sufrido y sufre aún los más atroces vejámenes, el más inicuo tratamiento; lleno de amargura ve como le arrebatan lo que es suyo, lo que sus padres le legaron a costa de su sangre. Llora, se desespera; pero no, no hay justicia para él, porque es una bestia salvaje, menos que una bestia: es un indio. Arrojadle, dicen unos, golpeadle, dicen otros, y el desgraciado después de agotar sus recursos pidiendo justicia; después de sufrir la risa burlesca de unos, los golpes de los otros, el desprecio de todos, vuelve a su choza soñando con mejores tiempos.

Periódico El Colono de Angol. 25 de noviembre de 1899.

EL WALLMAPU DE POSGUERRA

Radicación de comunidades en Gulumapu, el país mapuche occidental.


* Basado en La memoria olvidada. Historia de los pueblos indígenas de Chile (2004).

Compilación del Informe de Verdad Histórica y Nuevo Trato. Cuadernos del Bicentenario.

– LANZAS CONTRA FUSILES –

Hay quienes opinan que el Füta Malón o gran levantamiento del año 1881 fue una especie de rito final, un adiós con honor a tres siglos de independencia en el Cono Sur de América.

Aquella era una guerra que nuestros ancestros, en ambos lados de la cordillera de los Andes, ya no podían ganar. Y lo sabían, especialmente las jefaturas del lado occidental tras el aplastante triunfo chileno frente a Perú y Bolivia en la Guerra del Pacífico.

Durante meses los lonkos habían seguido las noticias del norte en los periódicos de la Frontera. Una eficiente red de espías los mantenía al tanto de aquello que no se publicaba: compra de armamento, reclutamiento de tropas o llegada de pertrechos a los puertos, datos claves de inteligencia para sus comandancias.

La información llegaba hasta Angol vía telégrafo y pronto era retransmitida por hábiles y sigilosos mensajeros al interior de la selva mapuche.

Lo cuento en el libro anterior; es muy probable que el mismo 17 de enero de 1881 los jefes mapuche se hayan enterado de que el pabellón chileno ya flameaba en el centro histórico de Lima. Y que uno de los oficiales al mando de las tropas era nada menos que un viejo conocido: el general Cornelio Saavedra, impulsor desde la década de 1860 del plan de ocupación del territorio mapuche.

Pero Saavedra no sería el único jefe militar con trayectoria en Wallmapu que destacaba en la guerra del norte.

Apenas declaradas las hostilidades con Perú y Bolivia, el gobierno designó ministro de Guerra y Marina al comandante en jefe del Ejército del Sur, general Basilio Urrutia Vásquez, oficial fogueado en las campañas contra los mapuche.

Otro conocido nuestro era el coronel Pedro Lagos, quien se enfrentó a los weichafe de Kilapán en la batalla de Quechereguas (1867), siendo derrotado por el toqui y gran parte de su tropa aniquilada. Una década más tarde, el 7 de junio de 1880, Lagos lideraría a los soldados chilenos en la toma del Morro de Arica, tal vez uno de los episodios más heroicos de aquella guerra.

El general Gregorio Urrutia Venegas es otro ejemplo.

Urrutia, mano derecha de Saavedra en la década de 1870 y exgobernador de Lebu, tendría destacada participación en las célebres batallas de Chorrillos y Miraflores, el último obstáculo que los chilenos debieron sortear en su marcha sobre la capital peruana. Y así la lista de viejos conocidos suma y sigue.

La ocupación de Lima, el hito que marca el fin de la Guerra del Pacífico, ocurrió diez meses antes del último levantamiento mapuche. Debió ser una noticia devastadora para las jefaturas mapuche; demostró a los lonkos que la superioridad militar winka ya no tenía contrapeso.

Comprender las razones de la derrota militar mapuche frente a los Estados de Chile y Argentina no es trivial. ¿Por qué perdimos finalmente aquella larga y cruenta guerra? La respuesta no es sencilla, pero intentaremos profundizar en ella en este primer capítulo. Sin duda se trató de una suma de factores.

Uno de ellos fue la particular estructura social mapuche, descentralizada y atomizada en diversos liderazgos (algunos de ellos opuestos militarmente entre sí) frente a un mando político-militar winka unificado y alineado tras un objetivo claro y coherente: la expansión territorial de ambos Estados sobre el país mapuche independiente.

Por sobre sus diferencias —que las había y pocas no eran—, la élite política, económica y militar winka, tanto en Chile como Argentina, coincidía en el objetivo central de la guerra: arrebatar esos fértiles y extensos dominios al “salvaje”, al “indio”, al “bárbaro”, para consolidar así un proyecto de Estado e insertar su economía en los mercados globales.

Lo cierto es que más allá de la Confederación de Salinas Grandes, el fallido sueño de Calfucura, tal grado de coincidencia pareció no existir entre la élite mapuche.

Así al menos lo expone el historiador chileno Leonardo León en su artículo El ocaso de los lonkos y el caos social en Gulumapu (Araucanía) (2008); la sociedad mapuche, en su hora más trágica, estaba dividida y convulsionada:

Cuando a fines del siglo XIX se produjo la ocupación estatal de los territorios tribales de Argentina y Chile, los mapuche ya no estaban en condiciones de responder con la férrea unidad que mostraron sus antepasados; viejas guerras y antiguas rivalidades políticas, resentimientos profundos y desconfianzas mutuas, habían trazado fronteras internas entre las tribus que fue imposible superar [...] El colapso de los lonkos, causado por la invasión, fue seguido por el caos manifestado por un recrudecimiento de la violencia, las disputas internas y la división de las comunidades (León, 2008:174-175).

Lo cuento también en extenso en el tomo I; las disputas por el liderazgo político-militar mapuche, el game of lonkos entre los principales futalmapu y las eficientes estrategias de división —vía sesiones de tierras, pago de raciones, nombramientos militares, lo que fuera— impulsadas por las autoridades winka en ambos lados de la cordillera.

Todo ello complotó contra un pueblo que transformó su principal virtud contra la Corona española —la orgullosa autonomía de cada jefatura, de cada lof, de cada clan territorial— en un fatal talón de Aquiles contra las repúblicas.

Pero no solo ello explica nuestra derrota.

Trata de una suma de factores que escapan a los acotados propósitos de esta obra de divulgación histórica. Será tarea de los académicos, en especial de los estudiosos de ciencias sociales mapuche, escudriñar en ello. Por mi parte solo me referiré al factor militar. Existen allí varias aristas dignas de estudio.

Una de ellas fue el avance en el transporte de tropas y pertrechos, especialmente en lo referido al aprovechamiento de las vías marítimo-fluviales de Wallmapu. Hablamos de los ríos Negro, Neuquén y Limay en Puelmapu; y Biobío, Imperial y Toltén en Gulumapu, utilizados estratégicamente por los mandos militares de Argentina y Chile.

Hacia 1840 la tecnología de los barcos a vapor marcó un antes y un después en el auge de la navegación fluvial. Permitió a los winka el rápido traslado de grandes volúmenes de mercancías y personas a lugares distantes y de difícil acceso, así como tareas de exploración y de inteligencia frente a un oponente que carecía de fuerza naval.

Cornelio Saavedra utilizó los ríos de Gulumapu para su plan de invasión en la década de 1860. Las cuencas navegables de los ríos Toltén, Imperial y Lebu fueron claves para desplazar tropas y proveer los fuertes militares de pertrechos y víveres. También los ríos Vergara, Lumaco y Cholchol, posibles de navegar mediante balsas y lanchones.

Ello fue así desde el día uno, como subraya el profesor de la Universidad de la Frontera, Jaime Flores.

La refundación de Angol [1862], uno de los hitos más importantes en el sometimiento de los mapuche, contempló la navegación por el río Vergara [afluente del Biobío] de lanchas cargadas de herramientas, pertrechos, cañones, víveres y hombres indispensables para dicha empresa militar, como queda descrito en el Diario Militar de la Ocupación de Angol. En verdad los mapuche se veían enfrentados a un arma que rompía las formas tradicionales en que se había desarrollado la guerra. El barco a vapor se constituía así en un artefacto que desequilibraría la balanza a favor de los chilenos y al cual no podían hacer frente (Flores, 2011:63).

En Puelmapu, desde las pioneras exploraciones de Basilio Villarino (1783) y Nicolás Descalzi (1833), el río Negro fue objeto de estudio y reconocimiento por parte de las fuerzas militares y navales trasandinas. Por ello no sorprendió que en 1867, cuando el Congreso promulgó la Ley 215 que ordenó el avance de la frontera hacia los ríos Negro y Neuquén, se previera además “invertir fondos en la adquisición de vapores adecuados”.

Casi de inmediato los argentinos avanzaron río arriba desde el puerto fluvial de Carmen de Patagones.

En 1869 el capitán Ceferino Ramírez, al mando del vapor Transporte —también llamado Choele Choel— realizó un viaje hasta la isla de Choele Choel. Allí quedaron varados y tuvieron que resistir los embates de Calfucura y sus guerreros, que les impedían el avance. En 1872, otro buque a vapor, al mando de Martín Guerrico, subió el río, registrando sus islas y su cauce.

En 1883, el vapor Río Negro logró un récord de navegación al alcanzar por el río Limay la confluencia del Collón Cura. Para esa misma época el general Conrado Villegas —en su campaña al Nahuel Huapi— intentó navegar el río Limay hasta el lago. Luego de varios intentos fallidos lo logró el teniente Eduardo O’Connor en la lancha Modesta Victoria.

Todos estos vapores cumplieron la misión de apoyar, por la cuenca de los ríos Negro y Limay, la campaña militar terrestre de Roca, Villegas y Palacios a partir de 1879. Misma función que cumplieron en Chile los vapores Maule, Maipú y Fósforo en el avance del ejército expedicionario de Saavedra, Pinto y Urrutia.

Mucho antes que el ferrocarril, fueron estos vapores los medios de transporte que desequilibraron la balanza de la guerra.

Pero hay una segunda arista en el factor militar que tuvo tanta o más relevancia que la navegación fluvial. Me refiero a la tecnología de las armas de fuego. Sus sorprendentes avances en el siglo XIX modificaron para siempre el arte de la guerra.

En Wallmapu y en todo el mundo.

1 141,26 ₽
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9789563247879
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