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Desenfrenada lujuria

Una historia de la sodomía a finales del periodo colonial

Pablo Bedoya Molina


© Pablo Bedoya Molina

© Universidad de Antioquia, Fondo Editorial fcsh de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas

© Universidad Nacional de Colombia, Centro Editorial Facultad de Ciencias Humanas y Económicas

ISBN: 978-958-5596-70-2

ISBN E-book: 978-958-5596-71-9

Primera edición: junio de 2020

Imagen de cubierta: Hacia una historiografía homoerótica #11, 2013 (basado en una escultura de la cultura Moche), lápiz y acuarela sobre papel (dibujado por Carlos Motta y Gata Suba), 22.86 x 30.48 cm. Cortesía del artista y Mor Charpentier.

Coordinación editorial: Diana Patricia Carmona Hernández y Daniel Pajón Toro

Diseño de la colección: Neftalí Vanegas Menguán

Corrección de texto e indización: José Ignacio Escobar

Diagramación: Luisa Fernanda Bernal Bernal, Imprenta Universidad de Antioquia

Hecho en Medellín, Colombia/Made in Medellín, Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita del Fondo Editorial fcsh, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia, y del Centro Editorial, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia

Fondo Editorial fcsh, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Antioquia

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Medellín, Colombia, Suramérica

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Centro Editorial, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia

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Medellín, Colombia, Suramérica

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Correo electrónico: ceditorfche_med@unal.edu.co

El contenido de la obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad de Antioquia ni de la Universidad Nacional, ni desata su responsabilidad frente a terceros. El autor asume la responsabilidad por los derechos de autor y conexos.

A Dora y Fantina, mis madres. Dos mujeres que, con su carácter decidido a ser simplemente ellas, formaron una familia sin pedir permiso, aun acarreando los costos económicos y emocionales que les implicó. Son unas valientes.

A Alejandro, mi hijo. Sus preguntas desnaturalizan lo que “supuestamente” sé, recordándome en cada una el carácter contingente de la realidad.

Pablo Bedoya Molina

Historiador y Magíster en Historia, Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Docente Departamento de Trabajo Social, Universidad de Antioquia. Miembro del Grupo de Investigación en Intervención Social de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia, en donde coordina el Laboratorio de Teoría y Acción Contemporánea. Premio Nacional de Ciencias Humanas y Sociales Fundación Alejandro Ángel Escobar (2018) por la investigación del CNMH: “Aniquilar la diferencia: Lesbianas, gays, bisexuales y transgeneristas en el marco del conflicto armado colombiano”.

Agradecimientos

Como es ya un decir de cajón, hay muchas personas e instituciones a las que debo agradecer su apoyo económico, político, académico y, sobre todo, emocional en este proceso. Primero, debo agradecer a la profesora Ruth López Oseira, quien en varios momentos me ha ofrecido su erudición, su experiencia y la agudeza de sus lecturas. También fue fundamental su apoyo emocional en algunos momentos en los que no lograba encontrar el equilibrio entre la historia y los movimientos feministas, lgbt y queer, no solo para este proyecto, sino también para mi vida como académico en esta área.

A la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, por la formación y el incontable listado de oportunidades académicas y laborales que me brindó. De igual forma, debo agradecer el apoyo económico recibido de la Vicedecanatura de Investigaciones de la Facultad, quien financió el proyecto “Las caras de la sodomía. Las identidades sexuales en las postrimerías del periodo colonial”. Así mismo, a la profesora María Eugenia Chaves, quien fue la tutora de ese proyecto.

Agradezco los valiosos comentarios y aportes que, en distintos momentos de la investigación, me hicieron las profesoras y los profesores de la Facultad. Especialmente a Alberto Castrillón, Diana Luz Ceballos y Orián Jiménez.

Debo agradecer también a Daniela Vásquez, Joan Tejada, Carlos Satizábal y Sebastián García, quienes, en distintos momentos del desarrollo de esta investigación, me apoyaron con transcripciones de archivos. También a Madelin Clavijo, quien en la recta final me apoyó con la minucia de los formatos de citación. A Daniel Bedoya por su revisión estilística del texto.

Al movimiento social lgbti y queer, y a los movimientos de mujeres y feministas en los que me he formado. Si bien los temas específicos de este libro no son en apariencia el tipo de problemas que discutimos cotidianamente, es indudable que estos años de formación han sido fundamentales para mis reflexiones en torno a la heteronormatividad y la heterosexualidad obligatoria en nuestro país, ideas que subyacen a lo que aquí está escrito.

En esa misma línea, les agradezco a Walter Bustamante, Hernando Muñoz y Guillermo Correa, que en distintos momentos me han ofrecido su experiencia, su biblioteca y su conocimiento. Les consideraré siempre mis maestros, en lo que a la reflexividad maricona se refiere. Particularmente, le agradezco a Guille las conversaciones de los últimos meses, su casa, sus referencias y sus comentarios agudos, siempre tan útiles para hacer los análisis menos “políticamente correctos”.

Quisiera agradecer especialmente a mis estudiantes de la Universidad Nacional y la Universidad de Antioquia. Realmente siento que las clases y el reto que han significado en el día a día me han brindado aprendizajes invaluables, y la posibilidad de entrar en otros campos de conocimiento, a otras autorías, a nuevos textos y debates que también han alimentado esta investigación.

A Daniel Chacón, quien con paciencia y afecto me brindó la compañía y el apoyo emocional durante este proceso de escritura. Gracias por las idas al archivo, a la biblioteca y por, a pesar de ser de un área tan distinta, haber sentido que esto podía ser importante para la academia y el movimiento social. A Maritza, Tefa, Estefa, Julio, Daniel, Analú, Made, Gian, Lina, Juliana, Nancy, Hunza y Carly, por el afecto, los cafés, las cervezas y la felicidad compartida.

A David Marín-Hincapié, agradecerte ante todo el amor, el cuidado y cada acción de afecto. También tus juiciosas lecturas y tu conocimiento editorial. Ha sido una aventura cada tramo del camino recorrido juntos.

A todas estas personas y las que me faltan: muchas gracias.

Prólogo

Al referirse a esa trama corporal, sexual y relacional del amor, el deseo y el vínculo entre personas que, en principio, se reconocen durante el periodo colonial como del mismo “sexo”, Pablo Bedoya postula con guiños y entrelineados que esa sexualidad disidente puede releerse como un hecho incontenible, que se filtra y se niega a ser reducida a una noción paradigmática de producción o invención socio histórica, cultural y discursiva. Esta provocación histórica nos sugiere, entonces, que ese hito teórico fundacional que sostiene que antes de la invención o producción del personaje homosexual (especificado a mediados del siglo xix) no existen homosexuales propiamente sino prácticas homosexuales, requiere de una mirada oblicua y de una sospecha necesaria que, sin desestimar sus planteamientos y potencia, explore en sus articulaciones e intersecciones otros ámbitos para evitar el juego del determinismo cultural instalado casi en modo a-problemático en los múltiples estudios contemporáneos.

Si bien Michel Foucault ha planteado que: “La sodomía —la de los antiguos derechos civil y canónico— era un tipo de actos prohibidos; el autor no era más que su sujeto jurídico. El homosexual del siglo xix ha llegado a ser un personaje: un pasado, una historia y una infancia, un carácter, una forma de vida; asimismo una morfología, con una anatomía indiscreta y quizás misteriosa fisiología”1, Bedoya encuentra en la sodomía colonial no solo una práctica o un acto contra-natura, sino una trama relacional que complejiza la relación de los sujetos y entre sujetos con sus actos, con las miradas externas, con las formas institucionales y con los vínculos comunitarios; así, en esta trama que enreda deseos, cuerpos, relaciones y vínculos afectivos, resulta insuficiente asumir que solo constituyen actos sin advertir un individuo especificado, como aparece en la mirada foucaultiana o incluso en la propuesta de John D’Emilio. Este hallazgo, insinuado en modo precavido, plantea preguntas que, lejos de devolver los debates en torno a las disidencias sexuales a un problemático esencialismo, procura desinstalar construcciones teóricas canónicas que han arrinconado e incluso oscurecido otras posibilidades de comprensión de la sexualidad, el deseo e incluso de las pulsiones; piénsese, por ejemplo, en las articulaciones posibles entre biología y cultura, psiquis y mundo social, entre otros, que si bien Bedoya no plantea de modo explícito, sí sugiere con cierta timidez.

Ahora bien, no es solo un asunto de deseo o de prácticas sexuales, en ese tema parecen estar de acuerdo tanto autores postfoucaultianos y otros construccionistas culturales, como aquellos inscritos en las corrientes del orden de la continuidad. De lo que se trata es de releer y esbozar a unos sujetos específicos amarrados a un contexto sociocultural e histórico difuso, que antes habían sido reducidos a una lógica de actos o prácticas. Pero ocurre que estos individuos construyen historias del deseo disidente con otro semejante, y no como un asunto efímero, un encuentro casual que no comunica nada de ellos; no, sus relaciones cultivan historias, vínculos, producen equívocos semánticos, no desean ser interpretados con claridad puesto que se revelan como sujetos que reconocen las lógicas de control y regulación colonial del cuerpo y el sexo, por ello construyen modos de protección y despiste para el observador, pero al mismo tiempo no renuncian a su osadía y sostienen en el tiempo amores y deseos disidentes. Estas historias construidas magistralmente por Bedoya no solo nos permiten el juego de la sospecha con las sacras teorías, sino que restituyen a unos personajes y unas prácticas que antes de su invención en el discurso disciplinar se negaban al destierro corporal.

De otro lado, Desenfrenada lujuria. Una historia de la sodomía a finales del periodo colonial nos traslada con gran destreza por el complejo y prolífico debate en torno a la sodomía, sus reinterpretaciones históricas, sus articulaciones y adaptaciones tácticas y su comprensión teórica, despejando con gran acierto las ideas preconcebidas amarradas a la serie de prejuicios y juegos políticos.

La emergencia contemporánea de una serie de grupos religiosos extremistas que ondean con fervor las banderas de la intolerancia sexual y desean reinstalar el demonio castigador cristiano en los cuerpos disidentes y los amores fugados propicia que este texto sea profundamente pertinente, útil políticamente y obligatorio como estrategia.

Guillermo Antonio Correa Montoya, marzo de 2020.

1. Michel Foucault, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber (Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 2011), 56.

Historia, heteronormatividad y colonización. A modo de introducción

Discursos de odio

En las últimas décadas se han dado importantes avances en el país en materia del reconocimiento de personas gais, lesbianas, bisexuales y transgénero. Después de la Constitución de 1991, parece que floreció una era de esperanza en la cual cesaría la violencia que históricamente han sufrido quienes no se ajustan a los parámetros hegemónicos del género y la sexualidad. Sin embargo, y aunque no era la primera vez en la historia, los sectores sociales lgbt no contábamos con el desarrollo de movilizaciones ciudadanas dirigidas a idearnos, de nuevo, como sujetos que encarnamos el mal, como los enemigos del futuro de la sociedad y de la nación.

Esta cruzada contemporánea ha sido liderada fundamentalmente por sectores radicales de la Iglesia Católica y por visibles líderes carismáticos, muchos de ellos pastores de distintas iglesias cristianas. Estos movimientos se han valido de la actualización de viejos discursos medievales que por siglos legitimaron la violencia y el exterminio de quienes no han cabido en su orden moral imaginado. Los efectos de estas ideas son conocidos en la historia de Occidente: el asesinato de mujeres por la Inquisición, la persecución de “sodomitas” durante la colonización americana, los tratamientos médicos y psiquiátricos de “corrección” desarrollados desde el siglo xix, los triángulos rosa y el exterminio en los campos de concentración nazi, la violencia sexual ejercida por los distintos actores del conflicto armado colombiano contra aquellas personas que se apartan de las normas de género y sexualidad o la violencia policial a personas travestis1 en las dictaduras y las democracias latinoamericanas.

Estos movimientos legitiman su postura alegando que sus ideales solo son la expresión de la voluntad de Dios y del orden de la naturaleza, aunque en realidad son lo contrario. Sin embargo, un análisis histórico como el que aquí se presenta permite comprender que estas ideas se han construido en el tiempo y han dado lugar a la formación de un aparato ideológico, que hoy sirve como herramienta para la pervivencia del odio, distanciándonos de la posibilidad de una sociedad donde podamos vivir juntos. Posturas como estas han sido encarnadas en el país por personajes como Miguel Arrazola, pastor cartagenero de la Iglesia Ríos de Vida, quien, en una de sus prédicas, llamada “Sal de Sodoma”, afirmaba:

Dios creó a varón y a hembra, lo demás es locura del hombre, lascivia del hombre, perversión del hombre. Lo demás es una perversión diabólica, carnal, animal de lo que eres. Pero el hombre se volvió loco y lo que está ocurriendo son los finales de los tiempos, la descomposición social y la decadencia moral que está preparando el terreno para el anticristo [...] Porque el homosexualismo no es una obra de la carne, es una obra diabólica. De hecho, el ser homosexual o lesbiana no califica de pecado, de hecho no es pecado, es perversión, que es peor. El homosexualismo y el lesbianismo no alcanzan a ser pecado de lo inmundo que es. En el antiguo testamento se dice aberración o abominación, es lo mismo que el sexo con los animales y la Biblia ordenaba que si tenías sexo con animales, y en la costa es muy común esta práctica, debía ser muerto él y el animal. Después nos preguntamos por qué hay tanta pobreza en la costa, si alguno se ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron y ambos han de ser muertos y sobre ellos será su sangre. Entonces, en la Biblia, desde el principio, Dios considera esto abominación. Estas son leyes de Dios, estas no son leyes del hombre. Esto no es discriminación sexual ni nada. Es una aberración al diseño original de Dios, es una perversión satánica de la obra maravillosa que Dios creó en la familia que es hombre y mujer.2

Su prédica recoge los principales elementos que han dado forma a las prácticas y los discursos heteronormativos que comenzaron a institucionalizarse en Occidente desde la Alta Edad Media europea, y que llegaron a América a través de la colonización. En la conceptuación de Arrazola, la diferencia sexual, que en su discurso da origen a las diferencias de género, es la base de la creación, que se expresa en la conformación de una familia nuclear validada por el matrimonio. Por lo tanto, las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo/género constituirían una afrenta directa a la arquitectura divina, convirtiéndolas en signo de decadencia moral. Para Arrázola, entonces, el empobrecimiento del Caribe colombiano no es producto de fenómenos estructurales de nuestras instituciones políticas, el modelo económico y el racismo, sino producto de las relaciones eróticas y afectivas “abominables”. Pero eso no es todo. Para este pastor, que en teoría encarna la palabra de amor de Dios, la pena para lesbianas, gais, bisexuales y transgénero deberá ser la muerte. A pesar de que el contenido de su prédica es claro, Arrazola finaliza arguyendo que sus ideas no son discriminación, son la ley de Dios.

Arrazola no es el único que encarna los discursos de odio. Se han incorporado en lo más profundo de la cultura y en las instituciones políticas que rigen la vida en común en nuestra sociedad. Por ello, son muchos los que coinciden con estas posturas, ya sea por convicción o por interés. Actualmente, la reinvención de estos discursos no ha quedado circunscrita a los espacios de culto de distintas iglesias, sino que ha reclamado un lugar en la esfera pública y ha llegado a ser parte de las instituciones del Estado colombiano. Esto es evidente en la actuación de distintos funcionarios de ministerios, del Congreso de la República o de la Procuraduría General de la Nación. Por ejemplo, en el año 2013, en un foro sobre el matrimonio igualitario en el Congreso de la República, el entonces procurador Alejandro Ordoñez afirmó ante la comisión primera:

Es absurda e insostenible la postura según la cual se acusa al Estado de regular el matrimonio heterosexual únicamente para complacer unas exigencias religiosas del cristianismo. Por el contrario, una mirada desprevenida en la historia universal basta para cerciorarse de que el matrimonio, a través de todas las culturas, todas las épocas y de todas las religiones ha sido una institución heterosexual. Y esto ha sido así porque la institución matrimonial parte de la verdad antropológica de que el hombre y la mujer son complementarios. Parte del hecho biológico, incontrovertible, por el cual la reproducción depende de la unión del hombre y la mujer, y de una realidad social cada vez más evidente: todo niño necesita tener mamá y papá [...] como ha sido evidente durante toda la historia del mundo civilizado, la función del matrimonio consiste en promover la fidelidad, la exclusividad sexual y la estabilidad de las uniones familiares, una redefinición del matrimonio es una fórmula ilusoria de buscar mayores libertades ciudadanas. La progresiva eliminación de los elementos esenciales del matrimonio, del que ha sido testigo el mundo occidental en las últimas décadas, solo ha conducido a nuestras sociedades a una inestabilidad social.3

Como se ve, la posición del exprocurador esencializa la heterosexualidad, al tiempo que la reivindica obligatoria. Para defenderlo, deshistoriza el matrimonio monogámico heterosexual, la familia moderna y la protección del Estado a estas formas únicas de relación. No obstante, lo que Ordoñez quiere mostrar natural —dado, presocial— la historia lo devela humano. Ni las relaciones entre personas del mismo sexo/género son ajenas a la reproducción y la crianza, ni la biología es tan incontrovertible como lo demuestran los desarrollos recientes de esta disciplina.4 Así, estos discursos han querido minar el orden democrático y el principio de laicidad que separa la Iglesia del Estado, para instaurar una visión única fundamentada en preceptos morales que, lejos de ser naturales, se han construido históricamente.

Sin embargo, sus perspectivas no son del todo nuevas. Los discursos, a partir de los cuales legitiman sus ideas, se han apropiado de conceptuaciones del pasado para institucionalizarlas de nuevo en el Estado. Tampoco son exclusivamente locales, pues estos movimientos de fundamentalistas religiosos se han multiplicado en distintos lugares del mundo, recurriendo comúnmente a argumentos similares basados en sus particulares nociones de Dios y de la Naturaleza.

Reconocer las trayectorias históricas de los discursos heteronormativos permite identificar que no han sido solo ideas abstractas, sino que se han producido en el transcurso de relaciones sociales, económicas y políticas determinadas, donde han cobrado vida aparatos ideológicos y políticos, engranajes orientados hacia el control y la enajenación del cuerpo, el deseo, el amor y la sexualidad.

Por esta razón, si bien este escrito parte del análisis de realidades localizadas en el Nuevo Reino de Granada a finales del siglo xviii y principios del xix, propone un análisis genealógico de la heteronormatividad que aporta a la comprensión del surgimiento, desarrollo e implantación de la heterosexualidad obligatoria como un sistema mundo que ha colonizado y violentado, a veces hasta su exterminio, otras posibilidades de amar y vivir juntos. En este sentido, espero que esta investigación pueda ser de utilidad para tender diálogos con otros contextos que enfrentan también la materialización de estos discursos, aparatos estatales y formas de coerción social del cuerpo, el sexo y el deseo.

Esta historia busca ofrecer además una interpretación de la institucionalización de la homofobia en Occidente, de su implantación violenta en América y de los mecanismos de control del cuerpo, el deseo y la sexualidad a los que dio lugar en la sociedad de finales del periodo colonial. De igual forma, busca mostrar las experiencias de personas que, en medio de la represión, idearon formas de agenciarse los placeres, ensanchando así los límites de la heteronormatividad.

Historiar la heteronormatividad

En 1975 se publicó “Tráfico de mujeres”, un texto ya clásico de la teoría feminista y la antropología, donde Gayle Rubin introdujo la categoría de sistema sexo/género, la cual definió como “el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas”.5 Para Rubin, el género es un conjunto de relaciones que —al igual que lo hace el capitalismo al convertir el trabajo en capital— transforma el cuerpo sexuado biológico, su materia prima, en un producto significado socialmente, en este caso, las identidades de género como el ser varón o el ser mujer. Para esta autora, al igual que para otras teóricas del feminismo radical de los años setenta,6 el género es una categoría crítica, útil para el análisis de los sistemas de producción de la diferencia y de las jerarquías desiguales de poder que, en torno a la diferencia sexual, se han configurado en Occidente y en otros contextos culturales. De tal modo, el género es una categoría primaria de relaciones significativas de poder.7

Rubin también introdujo la categoría de heterosexualidad obligatoria, lo que significa que “la heterosexualidad era mucho más que una práctica sexual; era una institución social basada en una división binaria de la sexualidad y de un orden jerárquico: de los hombres sobre las mujeres y de la heterosexualidad sobre la homosexualidad”.8 Teóricas como Monique Wittig y Adrienne Rich trabajaron en profundidad esta categoría. En sus obras, la heterosexualidad obligatoria no es vista como orientación sexual —como comúnmente puede entenderse hoy la heterosexualidad—, sino como un régimen político configurado a través de relaciones políticas, económicas y morales que establecen parámetros obligatorios sobre el cuerpo, el deseo y la sexualidad, con el fin de hacerlo lucrativo para la producción y la reproducción del capital. De tal modo, la obligatoriedad de la heterosexualidad se ha configurado como una fuente de producción de fronteras que ha dado forma a los límites de la normalidad, y hace que las vidas de los sujetos que los cruzan tengan menor importancia y sean objetos de violencia, como ocurre con quienes no se ajustan a los patrones morales mayoritarios, o como sucede con los hombres y mujeres que sienten deseos eróticos y afectivos por las personas de su mismo sexo/género.

De manera similar, en los años noventa, dentro de las trayectorias de la crítica queer, Michel Warner propuso el concepto de heteronormatividad para dar cuenta de cómo “la matriz de los discursos, las formas y las prácticas institucionales posicionan a la heterosexualidad como la expresión sexual normal, natural e inevitable y legítima”.9 Esto ha sido posible a través de la “promoción, la afirmación y reinscripción performativa de tropos discursivos”,10 usando estrategias de vigilancia y control de la sexualidad, tal como las descritas en la obra de Michel Foucault.

De tal manera, siguiendo las tesis de historiadores como Michel Foucault,11 David Halperin,12 John Boswell,13 Mark Jordan14 o Colin Spencer,15 las sociedades griegas, romanas y cristianas primitivas mostraron una amplia apertura hacia diferentes tipos de prácticas sexuales. Esto ocurría por varias razones: en las sociedades grecorromanas antiguas, muchos de los preceptos sobre sexualidad no eran de orden legal, sino más bien recomendaciones para un buen vivir, para un “cuidado de sí”, dirigidos principalmente a los varones de sectores sociales altos, alrededor de instituciones educativas como academias y gimnasios. Esta ars erótica —como la denomina Foucault— fue un conjunto de recomendaciones no obligatorias que, por tanto, no acarreaban castigos cuando eran incumplidas, aunque en ocasiones sí podían generar sanciones sociales.

Por lo anterior, antes de la institucionalización de la homofobia las relaciones eróticas y afectivas entre varones o entre mujeres, y no las que se daban entre mujeres y hombres, podían pasar desapercibidas o, al menos, no generar preocupación, porque no eran consideradas por el común de la gente como un atentado contra la unidad familiar, la reproducción social, mucho menos el orden social. De manera que la heteronormatividad se ha formado con el tiempo.

Al respecto, John Boswell evidencia que la “homofobia” o la “intolerancia social” —en sus términos— ha sido leída como un continuum que a veces se cuestiona cuando se estudian sociedades antiguas, pero que se deja intacto desde la aparición del cristianismo. El efecto de esta orientación analítica ha sido una deshistorización y, en ese sentido, una naturalización del rechazo social a las prácticas sexuales homoeróticas.16

La formación de la heteronormatividad ha sido un proceso histórico y por ello nunca ha sido acabado ni total. Más bien ha sido un proyecto prescriptivo que hasta ahora no ha cooptado ni todas las conceptuaciones sobre el afecto y la sexualidad que existen en el globo, ni todas las prácticas del placer que experimentan las personas. En ese sentido, la heteronormatividad ha sido el resultado de relaciones de poder donde el cuerpo y el deseo han estado en disputa. A lo largo de sus trayectorias históricas, los mecanismos de control y regulación de la sexualidad han debido confrontarse con la agencia cotidiana de sujetos deseantes que, en ocasiones, incluso contra su propia voluntad, han fisurado los mecanismos de su poder. Reconocer la heteronormatividad como proyecto político y moral implica reconocer los sujetos y las relaciones de poder que la han constituido. De igual manera que las relaciones socioeconómicas, culturales y políticas que en distintos momentos y latitudes han sido su condición de posibilidad.

En razón de ello, me guío en este trabajo por el horizonte interpretativo de las categorías de análisis feminista de sistema sexo/género y de heterosexualidad obligatoria, y de la categoría heteronormatividad proveniente de la crítica queer. Estos conceptos me permiten comprender la configuración histórica de las jerarquías y otredades subalternizadas que han establecido lugares de privilegio para las sexualidades “normalizadas”, al tiempo que han producido lugares de abyección para las experiencias que interpelan o que, por lo menos, no se ajustan al orden sexual hegemónico.

No obstante, algunos usos de estas categorías presentan limitaciones. Una primera limitación que se identifica es el modo en que se comprenda la relación entre los sistemas sexo/género y los sistemas sexuales propiamente. En “Tráfico de mujeres”, Rubin parecía fundir en una sola categoría aquellos aspectos relacionados con la producción del binarismo del género con la forma en que la sexualidad es significada. Esta perspectiva ha terminado por hacer de la sexualidad una suerte de apéndice subsidiario de las relaciones de género, por lo cual, historiadoras como Fernanda Molina plantean que: “La sexualidad no puede interpretarse como una extensión del sistema de género, ya que un caso de desacato de las normas dominantes de masculinidad —como el afeminamiento— no implica, necesariamente, una preferencia sexual por personas del mismo sexo; así mismo, la existencia de una práctica sexual entre varones, como el caso de la sodomía activa, no exige una alteración de los roles de género hegemónicos.”17

De manera que, si bien existe una relación profunda entre los sistemas sexo/género y los sistemas sexuales, estos deberán comprenderse como sistemas de relación más o menos autónomos, para que puedan examinarse mejor los modos en que se imbrican, coproducen y superponen estos conjuntos de disposiciones como lo ha expresado la misma Gayle Rubin en trabajos posteriores.18

Una segunda limitación se relaciona con el carácter histórico de los sistemas sexo/género y de los sistemas sexuales. De acuerdo con distintas perspectivas, pareciera existir un consenso en el que las relaciones sociales descritas por tales nociones son de carácter histórico, es decir, relaciones que mutan en el tiempo.19 Por esto, su comprensión debe fundamentarse en una mirada histórica que dé cuenta de las trayectorias particulares de estos sistemas.

Ahora, las opiniones o posturas homofóbicas, es decir, aquellas que ven como negativas las relaciones entre personas del mismo sexo/género, han existido a través de la historia y a lo largo y ancho del globo. No obstante, no es posible afirmar que la heterosexualidad como institución obligatoria tenga la misma suerte; al contrario, ha sido histórico el proceso mediante el cual determinadas posturas y opiniones que significan negativamente la sexualidad, las relaciones homoeróticas y los tránsitos de género han logrado constituirse en ley, dando paso al desarrollo de aparatos institucionales de represión y castigo. Es a este proceso al que me refiero con la idea de institucionalización de la heterosexualidad obligatoria o institucionalización de la heteronormatividad.

812,99 ₽
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9789585596719
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