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© P. G. Castell

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-332-5

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A mi hijo.

Lo mejor que me ha pasado en la vida.

1

Jueves, 6:00 de la mañana.

Laura Ashford se levantó con gran esfuerzo. Desde hacía tiempo, el hecho de tener que acudir cada día al trabajo suponía un suplicio. Lo importante no era la hora, daba igual que fuera tarde o temprano. Su actividad y entorno no aportaban ninguna satisfacción personal ni profesional a su vida. El tedio la estaba engullendo a cada minuto que pasaba en esa empresa, pero seguía siendo su medio para ganar dinero.

Laura se daba cuenta de la situación por la que estaba pasando, pero hasta ahora había sido incapaz de ponerle remedio y cambiar de trabajo. Bastantes cambios había sufrido últimamente con el deterioro de su matrimonio, que finalmente acabó en divorcio. Sabía que realmente el problema no era el trabajo ni la empresa. Tenía claro que tenía que recuperar su ánimo y la ilusión de vivir. El problema lo tenía dentro de ella.

Parecía mentira pero ya habían pasado cuatro meses desde que acabara aquella pesadilla cargada de problemas. Por no hablar de los abogados y trapos sucios expuestos públicamente en un tribunal, con el único objetivo de hacerse daño mutuamente y repartirse los pocos bienes que poseían. No se podía decir que hubiera algún beneficiado, aunque fuera ella quien se quedara con las pocas pertenencias que compartían: la casa, el coche y la hipoteca, a lo que se añadió la orden de alejamiento. El matrimonio no había tenido hijos. Al menos se ahorraba sufrimiento a alguien.

En las últimas semanas, Laura se había centrado en recuperarse de las secuelas que habían aparecido en su organismo como consecuencia de somatizar el fracaso de su matrimonio. La vida en común con Albert empezó siendo maravillosa pero solo duró el primer año, justo hasta el momento en que Laura descubrió el alcoholismo de su marido. Las conversaciones y los intentos infructuosos de llevarlo a terapia con especialistas no sirvieron de nada y, mientras Albert parecía disfrutar con su adicción, Laura se deshacía por dentro por la angustia que le provocaba ver cómo se estaba destruyendo y cómo estaba destrozándola a ella.

La situación se volvió insostenible cuando Albert fue despedido de su trabajo, al que no acudía desde hacía varios días. Esa noche llegó más borracho de lo habitual e intentó abusar de su mujer. No consiguió la consumación pero la violencia quedó patente en el cuerpo y la mente de Laura durante más tiempo del deseado. Esta vez Albert se había excedido y fue el detonante que la animó a denunciarlo y pedir el divorcio. Ya no reconocía al hombre con el que se había casado.

Cuando Albert se recuperó de los vapores etílicos que lo envolvían y fue consciente de lo ocurrido, asumió por primera vez que tenía un grave problema al que Laura había plantado cara en soledad. Se deshizo en disculpas hacia ella, pero el arrepentimiento llegaba demasiado tarde.

Finalmente, tras un divorcio exprés, aunque intenso y desagradable, Laura se había liberado de la carga de su marido y había conseguido que un juez dictara sentencia de alejamiento contra él. Ya no volvería a verlo nunca más y, para demostrárselo a sí misma, recuperó su apellido de soltera. No sabía si Albert había conseguido superar su adicción, pero le daba igual. Ya no era su problema. No quería saber nada de él.

Desde la sentencia, solo tenía que centrarse en ella misma. Había conseguido recuperarse bastante bien de las secuelas psicológicas y las físicas de mayor gravedad. Poco a poco estaban volviendo la alegría y las ganas de vivir, aunque todavía tenía que conseguir quitarse un poco de sobrepeso rebelde que había ganado como consecuencia de la ansiedad, el estrés y la falta de autoestima que había sufrido. Iba a correr todos los días y jugaba al tenis con algún amigo al menos una vez en semana. Poco a poco estaba consiguiendo recuperar la forma física y anímica y comenzaba a reconocerse en la imagen que le devolvía el espejo cada mañana. De nuevo tenía vida en sus ojos verdes, y su pelo castaño, aunque con alguna cana que otra, volvía a recuperar su brillo de antes.

Hasta ese momento, el trabajo era considerado por Laura como un simple medio para conseguir dinero y poder pagar las facturas. Pero ahora que ya se estaba recuperando, Laura se estaba planteando seriamente el cambio de trabajo como una de sus prioridades. Quería encontrar un proyecto que la apasionara.

Cada mañana, mientras desayunaba y se arreglaba para ir a trabajar, volaban por su cabeza pensamientos sobre lo sucedido, que le recordaban que, en sus intensos treinta y cinco años, siempre había tenido la fortaleza suficiente para superar situaciones difíciles y delicadas. Con el transcurrir de los minutos conseguía devolverse el ánimo y la entereza necesaria para afrontar un nuevo día que, estaba segura, no le depararía demasiadas sorpresas.

2

Jueves, 06:15 de la mañana.

El acceso al muelle de carga y descarga del edificio central de International Content Enterprise, más conocida como ICE, estaba abierto en contra de la normativa de la empresa, que obligaba a mantenerlo cerrado desde las diez de la noche hasta las siete de la mañana siguiente.

Era un típico día de invierno, con el cielo encapotado y apenas luminosidad, como era normal en un día de luna nueva. Todavía no había amanecido y las nubes hacían que la noche fuera aún más cerrada. El muelle estaba desierto, excepto por una caja cuadrada de madera, de un metro de lado, que debía haber pasado desapercibida para los responsables del almacén, quedando a la intemperie durante toda la noche. Lo más seguro es que costara alguna bronca esa mañana, y sería justo en el momento en el que el director del almacén viera la caja en un rincón durante la escrupulosa inspección matutina que acostumbraba a realizar a las siete en punto.

Pero no hubo lugar a ninguna reprimenda. Cuando faltaba menos de una hora para la apertura de las puertas, una pequeña furgoneta negra, sin placas de matrícula, entró rápidamente en el muelle. Dos personas bajaron de los asientos delanteros. Iban completamente vestidos de negro, con guantes y pasamontañas para combatir el frío. Abrieron las puertas traseras de la furgoneta e introdujeron la caja que aparentemente había sido olvidada en el muelle. La furgoneta se marchó con la misma rapidez con la que entró, dejando caer, a su paso por la puerta exterior, un sobre de color manila.

Unos instantes después de la salida relámpago de la furgoneta, un paseante madrugador pasaba por la parte posterior del edificio. Tan solo se detuvo unos segundos para recoger del suelo un sobre y cerrar con llave la puerta exterior de acceso al muelle. Nadie se había percatado de lo sucedido.

Eran las 06:25 de la mañana.

3

Jueves, 06:45 h.

El vigilante de seguridad que hacía la guardia nocturna en ICE acababa su ronda. Normalmente tardaba veinte minutos en recorrer el edificio pero esta vez se había quedado rezagado empezando cinco minutos más tarde. Tuvo que acortar la ronda para que su compañero no se percatara. Después de todo, ¿qué podría pasar por cinco minutos?, pensó Sam. Nunca ocurría nada fuera de lo previsto en esas oficinas.

A la hora planificada se dirigió al centro de control para realizar el cambio de turno. Allí lo esperaba, puntualmente como cada día, su compañero Charlie.

—Hola, Sam, ¿qué tal has llevado la noche?

—Como siempre. Sin novedad. A veces pienso que terminaré jubilándome por aburrimiento más que por edad.

—No seas exagerado. Mejor un destino tranquilo que correr peligros innecesarios. Al menos eso me dice mi mujer cada vez que abro la boca para quejarme de la falta de emoción en mi trabajo.

—Vale, vale... Pues ahí te dejo la paz y la tranquilidad, toda para ti, que yo me voy a echar una cabezadita a casa. ¿Quién tiene hoy el turno de noche?

—Billy. Si es que llega a tiempo. Últimamente debe tener algún problema y suele llegar tarde. De momento solo le han dado un toque de atención pero un día de estos lo despiden.

—El supervisor es capaz de hacerlo. ¡Ese malnacido! No entiende que también tenemos vida. Espero que Billy se ande con cuidado. Dale recuerdos de mi parte.

—Lo haré. Y tú, descansa.

—Lo haré. Buena guardia.

Esa despedida se había convertido en una tradición. Se daban mutuamente consejos banales y se comprometían a cumplirlos aunque nunca lo hacían. Pero el intercambio de esas palabras se había convertido en un talismán, una práctica sagrada que formaba parte del protocolo de finalización y entrega de la guardia. Aunque ellos eran los dos únicos que ejecutaban ese procedimiento secreto que formaba parte de su relación de mutua confianza.

Mientras Sam salía del edificio, Charlie activaba la apertura automática de la puerta principal. Como era habitual, todos los accesos estaban abiertos a las siete en punto.

4

Jueves, 06:50 h.

Podía decirse que la comisaría del distrito 14 era una de las más activas de la ciudad, pero ese jueves por la mañana tenía más revuelo del habitual, si es que eso era posible. Ben McGreidy tenía un humor de perros, a juego con las oscuras ojeras típicas de quien ha tenido que pasar la noche en vela analizando el escenario de un crimen.

Ben llevaba más de veinte años de servicio a sus espaldas y siete como inspector de homicidios, pero a sus cuarenta años, pocas cosas lo habían impactado tanto como este caso. No parecía complicado de resolver, aunque nunca era agradable encontrarse con un asesinato múltiple en el que las víctimas eran una mujer joven y sus dos hijos de cinco años y ocho meses. Al marido lo encontraron sentado en el escritorio del despacho de la casa familiar, con un disparo en la sien izquierda.

El escenario apuntaba al típico caso en el que el marido asesina a su familia, posiblemente movido por un arrebato de locura temporal, para después suicidarse. Los agentes que atendieron la llamada a emergencia habían avisado a la policía científica y ya estaban recogiendo muestras para su posterior análisis forense, aunque aparentemente el caso estaba bastante claro.

Sí. Todo parecía muy claro. Entonces, ¿por qué demonios estaba tan poco convencido con las conclusiones preliminares? Podría elaborar ahora mismo el informe y pasarlo al comisario en jefe, pero también podría esperar a echar un vistazo al resultado de la autopsia y las pruebas forenses antes de poner por escrito sus impresiones y cerrar el caso.

Nadie había reclamado aún los cadáveres, de manera que no había motivo para agilizar el cierre y cometer algún grave error por la precipitación. Sí, pensó McGreidy. Haría caso a su instinto y esperaría. Se marcharía a casa a descansar un par de horas y a la vuelta ya tendría alguna información de su amigo Stanley.

5

Jueves, 07:30 h.

Laura Ashford entraba por la puerta principal del edificio de oficinas donde trabajaba desde hacía varios años. Como de costumbre saludó educadamente al guardia de seguridad y a la recepcionista y tomó el ascensor hasta la cuarta planta donde se encontraba su despacho. La puerta de acceso a la planta tenía un lector de huella digital. Laura posó su dedo índice y la puerta se abrió. Caminó por el pasillo flanqueado de despachos con puertas acristaladas, aunque insonorizadas, hasta llegar al suyo. Colgó el abrigo en el perchero que había en el rincón tras su mesa y guardó el bolso en el armario, que cerró con llave. Encendió el ordenador e introdujo sus credenciales para salvar el doble factor de autenticación y las medidas biométricas que todo ordenador tenía como medidas de seguridad en su empresa.

Abrió la agenda para confirmar la planificación prevista para ese día. Recordó que a las cuatro tenía la reunión departamental y todavía no había terminado el informe mensual que debía presentar como jefe de área. No estaba preocupada. No era la primera vez que le ocurría lo mismo y en esta ocasión había sido previsora reservando dos horas de la mañana para terminarlo. Sería suficiente para rematar los flecos que quedaban. Ya tenía todos los datos y solo faltaba incluir en el cuadro de mando alguna gráfica con comparativas anuales y el seguimiento de la evolución de lo que llevaban de año.

Antes de ponerse manos a la obra, cogería un té como hacía cada mañana. Bloqueó la pantalla y el teclado, como medida de seguridad obligatoria, y se dirigió a la pequeña sala destinada a las máquinas de café. De camino hizo una breve parada en el baño. Al entrar oyó ruido procedente de uno de los cubículos. Era alguien llorando.

—¿Hola? —dijo Laura—. ¿Hay alguien ahí?

—Hola —dijo Mary Pierce con un hilo de voz que salía entre sollozos.

—¿Mary? Soy Laura. ¿Ocurre algo? ¿Estás llorando?

—Ahora salgo. —Inmediatamente salió una Mary visiblemente afectada, con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. No conseguía contener las lágrimas cuando comenzó a decir—: ¡Ay, Laura! No puedo creerlo.

—Pero ¿qué ocurre, Mary? ¡Me estás preocupando! ¿Qué ha pasado?

—Sabes que he estado haciéndome un chequeo porque llevaba un tiempo que no me encontraba muy bien. Ayer me dieron los resultados de las pruebas. Me han encontrado un tumor en los ovarios. El doctor me ha adelantado que está localizado a tiempo y es operable. De todos modos, esta tarde tengo que ir a la consulta para que me dé toda la información y las pautas a seguir.

—¡Dios mío! Mary, por favor, lo que necesites, no tienes más que pedírmelo. Si necesitas que te eche una mano con los niños o que ayude a tu marido con la logística. Yo que sé, lo que sea. —Laura le dio un gran abrazo que reconfortó a Mary, que estaba temblando. Al soltarla, Mary continuó hablando entre sollozos mientras miraba al suelo consternada.

—Bob todavía no ha reaccionado con la noticia. Nos hemos pasado la noche en vela mirándonos y sin hablar. Está en estado de shock. Al menos tenemos el seguro médico en regla y cualquier gasto estará cubierto. Es lo único que Bob es capaz de repetir cada vez que abre la boca.

—Bueno, desde luego ese es un punto muy importante. Así podrán darte cualquier tratamiento que necesites. Y ¿no crees que sería mejor que te vayas a casa y descanses un poco?

—Te lo agradezco, Laura. Eres una buena jefa, pero aquí al menos podré distraerme mientras trabajo y no estaré dándole vueltas a la cabeza en todo momento. Lo único es que, si no te importa, esta tarde saldré un poco antes para poder llegar a tiempo a la consulta. Tengo cita a las cinco.

—Por supuesto. Cuenta con ello sin problemas. ¿Cómo vas a ir? ¿Te recoge Bob?

—Sí, vendrá a recogerme en su coche y me acompañará. Al menos cuento con su apoyo, aunque esté en estado de shock. Ha estado acompañándome a todas las pruebas médicas que me han hecho. Es un buen marido y un gran padre. No sé qué haría sin él.

—Es importante contar con el apoyo de tu familia en momentos como este. En cuanto al trabajo ni te preocupes. Vamos viendo sobre la marcha y cuenta con mi ayuda para todos los trámites internos con Recursos Humanos. —Tras una breve pausa, Laura cambió de tema—. Mary, iba a por un té. ¿Te apetece uno? Quizá te reconforte.

—Te lo agradezco, Laura, pero prefiero quedarme aquí un momento. Tengo que recuperar la compostura antes de salir del baño. No puedo ir por la planta con este careto. —Mary sonrió con una mueca llena de tristeza. Laura devolvió la sonrisa y la envolvió de nuevo en un abrazo. Al soltarla dijo con dulzura y cariño:

—Si necesitas hablar o cualquier otra cosa, estaré en mi mesa terminando el informe para la reunión de esta tarde. ¿De acuerdo? —Dio un beso a Mary en la mejilla y salió hacia la cafetería.

Laura iba sumergida en sus pensamientos. No se quitaba a Mary de la cabeza. ¡Qué disgusto! No podía creerlo. ¡Mary es tan joven! Uno no piensa que esas cosas puedan ocurrirle. Como una autómata, cogió un vaso de plástico y le dio al pequeño grifo del agua caliente del dispensador de agua. Sumergió una bolsita de té verde con menta y echó una cucharadita de azúcar. Mientras daba vueltas a la cuchara de plástico para remover el azúcar, pensaba cómo puede cambiarte la vida en un instante. Esta mañana, al despertar, esperaba que fuera un día aburrido y monótono como cualquier otro, sin esperar siquiera la noticia que la aguardaba con Mary. Sentía escalofríos y se le había quedado mal cuerpo. No podía creerlo y se sentía tan impotente por no saber cómo ayudar a Mary en esos momentos. Llevaban varios años trabajando juntas y podía decirse que Mary era su persona de confianza. No quería perderla. Deseaba con todas sus fuerzas que todo saliera bien.

Laura reaccionó y zarandeó sus pensamientos. Miró el reloj y vio que ya eran las ocho y media. ¡Cómo pasaba el tiempo de rápido! Tenía que ponerse en marcha y centrarse en el informe si quería acabarlo para la reunión de la tarde. Se encaminó a su mesa decidida a concentrarse en las gráficas que faltaban y no permitirse ni una sola distracción más. Introdujo de nuevo sus credenciales para desbloquear su ordenador y decidió procesar primero el correo por si hubiera algo urgente. Echó un vistazo en diagonal y decidió que todo podía esperar hasta que terminara el dichoso informe. Tan solo le llamó la atención un correo urgente de Recursos Humanos convocando a todos los empleados a las doce en el salón de actos. El asunto hacía referencia a una comunicación de la Dirección, sin entrar en más detalles, y solicitaba la asistencia obligatoria de todos los empleados. Bien, para esa hora ya debería haber terminado el informe, pensó Laura.

Laura no podía imaginar lo equivocada que estaba al levantarse esa mañana esperando un día rutinario. En realidad se avecinaba una jornada que prometía ser todo menos aburrida. Era imposible que ella pudiera prever cómo estaba a punto de cambiar su vida.

6

Jueves, 08:00 h. Sala de juntas de ICE.

—Gracias a todos por asistir a esta reunión extraordinaria del Comité de Dirección. —Mathew Donovan iniciaba así la reunión, convocada con carácter de urgencia, en calidad de Presidente de International Content Enterprise, ICE—. Les pido disculpas por la precipitación de la convocatoria y les agradezco que hayan asistido todos a pesar del poco tiempo de preaviso. En el orden del día solo hay un punto a tratar y seré muy breve. Se trata de una comunicación sobre los hechos acontecidos en la tarde-noche del día de ayer. La policía contactó anoche conmigo para comunicarme el fallecimiento de Greg y Bárbara Wilson. Estoy consternado por la noticia y les pido disculpas por no poder dar más detalles concretos sobre lo ocurrido, y que imagino querrán conocer. Tan solo sé que encontraron a ambos muertos, junto a sus hijos, en el domicilio familiar. La policía me pidió expresamente que no me desplazara hasta allí y me emplazaron a una reunión en mi despacho esta mañana a las nueve. Confío en poder darles más información a lo largo de la mañana.

Hubo un rumor de consternación entre los asistentes. No podían creer lo que estaban oyendo. Todos los presentes conocían muy bien a los Wilson después de tantos años trabajando en la compañía. No entendían cómo podía haber ocurrido algo así. Todos los asistentes sin excepción hablaban a la vez sin posibilidad de entender ninguna de las preguntas que lanzaban al aire, más para expresar la sorpresa por la desgracia que acababan de oír que para pedir realmente aclaraciones.

Mathew Donovan levantó la mano reclamando silencio y pidiendo nuevamente disculpas por no disponer de más información. Continuó hablando, esta vez dirigiéndose principalmente al Director de Recursos Humanos y Legal, Mark Stevenson.

—Entenderán que ahora no tengo respuestas para todas sus preguntas. Solamente sé que se trata de una verdadera tragedia que afecta a toda la «familia» de ICE. Mark, por favor, ¿qué pasos aconsejas que debemos dar ahora?

—Si te parece bien, para empezar, creo oportuno acompañarte en la reunión con la policía. Si se abre una investigación, debemos estar preparados ante una posible solicitud para acceder a los puestos de trabajo de los Wilson y al personal —apuntó Mark—. Mientras tanto voy a lanzar una convocatoria a todos los empleados para reunirlos en el salón de actos y comunicarles la noticia. Es cuestión de tiempo que alguno se entere por la prensa y nos eche encima al Comité de Empresa por no haber informado debidamente de algo tan grave. Precisamente, antes de la reunión con los empleados, debemos comunicarlo previamente al Comité de Empresa para que estén avisados.

—Me parece muy bien, Mark. Organízalo, por favor. ¿Sabemos si tenían más familia? —preguntó Mathew.

—No, que yo sepa no tenían a nadie cercano, pero consultaré sus expedientes —contestó Mark.

—¡Qué tragedia! Mark, confirma el asunto de la familia. Si finalmente es como dices, deberíamos hacernos cargo de todo el sepelio —indicó Donovan.

—Como quieras, Mat. No hemos tenido ningún caso similar previo que nos sirva de antecedente de actuación. De todos modos, habrá que esperar a las indicaciones de la policía —recordó el Director de Recursos Humanos.

Mathew tomó de nuevo la palabra.

—Por supuesto. Esperaremos a conocer todos los detalles en esa reunión y, desde luego, les ofreceremos total colaboración por nuestra parte en lo que necesiten. Bien, gracias Mark, así actuaremos. ——Mathew Donovan continuó dirigiéndose a todos los asistentes—. Señores, les mantendré informados tras la reunión con la policía. Tendremos también que preparar las sustituciones de Greg y Bárbara. Nos encargaremos de eso tras las reuniones previstas de esta mañana. Eso es todo. Gracias a todos por su asistencia. Robert, por favor, quédate un momento.

La reunión exprés finalizó y todos los asistentes se levantaron visiblemente afectados, excepto Robert Sullivan, que permaneció sentado junto al Presidente. Cuando se quedaron solos, Mathew comenzó nuevamente a hablar con un tono más pausado y menos afectado que el utilizado en la reunión que acababa de celebrarse.

—Robert, imagino que la policía querrá analizar los ordenadores de los Wilson. ¿Podrían encontrar algo que nos avergüence? ¿Debo preocuparme?

—¡Tranquilo, Mat! No hay nada que la policía no pueda ver. Steve es el responsable de asegurar que todos los sistemas de la compañía sean auditables en cualquier momento. No debes preocuparte. Confío plenamente en la fiabilidad de Steve.

—De acuerdo. Eso es todo, Robert. Te veo en la reunión con la policía. Beth te avisará cuando lleguen. Gracias.

Robert estaba a punto de salir de la sala de juntas dejando a Mathew embebido en sus pensamientos, sentado en la cabecera de la larga mesa de reuniones, cuando este lo retuvo de nuevo.

—Robert, una cosa más. Se resolvió aquella fuga de información detectada hace unos meses, ¿verdad?

—Por supuesto. Todo arreglado. Localizamos el origen de la brecha de seguridad y la cortamos de raíz. No hemos vuelto a saber nada del responsable. El tipo ha desaparecido del mapa. Está claro que recibió el mensaje. Hemos evaluado la posible repercusión y se confirma que no ha quedado traza alguna del fallo de seguridad ni de nuestra intervención.

—¿Recuperasteis la información?

—Al completo. También hemos hecho extensible el estudio de seguridad para localizar otras posibles brechas y atajarlas de forma preventiva.

—De acuerdo. Eso es todo. Nos vemos en la reunión.

Sullivan salió del despacho dejando a Donovan serio y pensativo, con la mirada perdida y los pensamientos enredados en los sucesos que estaban precipitándose sin control. Parecía que la vida había tomado el control y estaba tomando las decisiones por él, sin su permiso, y eso era algo que lo irritaba profundamente.

7

Jueves, 08:15 h.

El inspector Ben McGreidy había conseguido echar una cabezada, lo justo para descansar apenas una hora y darse una buena ducha que le entonó el cuerpo, ayudado por el café doble italiano bien cargado que llevaba en la mano. Gracias al café conseguía mantenerse despierto. No sabía qué podría hacer sin su dosis diaria de cafeína. Seguro que iría arrastrándose y dándose contra las esquinas sin poder abrir los ojos de puro cansancio.

Antes de dirigirse a las oficinas de ICE para la reunión con los directivos de la compañía, había decidido hacer una parada para ver a su amigo Stanley por si tuviera ya algún avance forense. Estaba muy inquieto con este caso. Su larga experiencia en homicidios lo había obligado a presenciar suficientes escenarios como para intuir que algo raro había en estas muertes. Echando un vistazo a la casa de los Wilson se respiraba estabilidad y amor en esa familia. Nada apuntaba a un caso de violencia de género como en otros muchos casos que había visto con anterioridad.

Con estos pensamientos en mente, entró en el despacho de Stanley, quien lo trajo de vuelta a la realidad:

—¡Inspector! Me alegra verte de nuevo y con mejor aspecto que anoche.

—Buenos días, Stanley. Gracias, será el afeitado. —Sonrió a la vez que se acariciaba con la mano izquierda la barbilla rasurada.

—Sí, no hay nada que no mejore un buen afeitado. Seguro que el traje no tiene nada que ver —ironizó Stanley al tiempo que le devolvía la sonrisa—. ¿En qué puedo ayudarte, Ben?

—A las nueve tengo una reunión con los directivos de la empresa donde trabajaban los Wilson y quería saber si ya tienes algún resultado que puedas avanzarme.

—¡Ah! De ahí el traje y la corbata —bromeó—. Bien, puedo adelantar poca cosa. Todavía no tengo los resultados de la analítica ni de balística, aunque sí puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que la causa de la muerte en todos los casos es debido a un disparo en la cabeza. Sería una gran sorpresa para mí que la analítica arrojara un resultado diferente y la autopsia no ha revelado ninguna anomalía, como cabía esperar.

—¿Has calculado la hora de la muerte?

—Calculo que ocurrió entre las diez y las once de la noche de ayer. La mujer y los niños murieron primero, mientras dormían.

—Eso cuadra con la declaración del amigo de la familia que los encontró. Según declaró anoche, él llegó a la casa pasadas las once y media. La llamada a la policía fue a las doce menos cuarto. ¿Puedes adelantarme algo más?

—Es muy pronto todavía, Ben. Tendrás que esperar a los resultados de la científica y de balística. En la autopsia hemos recuperado las cuatro balas y ya se las hemos enviado. Espero recibir sus informes mañana a última hora de la tarde. Soy consciente de tu impaciencia, así que haré horas extras. Mi objetivo es entregarte el informe completo el sábado a primera hora de la mañana, salvo que surja algún imprevisto.

—Te lo agradezco, Stanley. Llamaré a balística y a la científica para que den prioridad a este caso. De todos modos, si descubres cualquier cosa de relevancia, llámame inmediatamente, por favor.

—Descuida. Lo haré. Siempre lo hago, ¿no es cierto? —gritó el forense a la espalda del inspector.

McGreidy ya salía por la puerta de la sala de autopsias cuando le lanzaba una sonrisa a Stanley a modo de agradecimiento. Tenía el tiempo justo para llegar a la reunión.

Faltaban diez minutos para las nueve cuando Ben atravesaba la barrera de seguridad y accedía al recinto de las instalaciones de ICE. Afortunadamente, tenía una plaza de aparcamiento reservada a su nombre justo frente a la puerta principal de acceso al edificio.

Traspasó las puertas automáticas y entró en un espacioso vestíbulo. La vista era aún más impactante que el exterior. A la derecha había un pequeño jardín que incluía un bosquecito de bambú. La pared estaba cubierta de plantas verdes hasta el techo que debía de tener una altura equivalente a tres pisos. Eso debía de ser lo que llamaban jardín vertical, pensó Ben. Junto al jardín había un estanque, con piedras ubicadas cuidadosamente y lo que a su entender eran nenúfares. También había una especie de fuente, con elementos móviles hechos de bambú sobre piedra cubierta de musgo. Parecía un jardín japonés. ¡Era espectacular! La vista, unida al sonido constante del agua, daba una sensación de tranquilidad totalmente opuesta al carácter de su visita. Se dirigió al mostrador ubicado justo frente a la puerta automática y se identificó:

—Buenos días. Soy el inspector McGreidy —dijo mientras mostraba su identificación—. Vengo a ver al señor Donovan. Me está esperando.

—Buenos días, inspector. Por favor, tome asiento mientras aviso de su llegada —dijo la recepcionista con voz cantarina, a la vez que señalaba con la mano abierta y el brazo extendido los asientos a la izquierda del vestíbulo.

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9788411143325
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