Читать книгу: «La magia del abuelo»
En este libro de Ómar Marino Rodríguez están mínimamente bosquejadas las palpitaciones de las sagas llaneras. La creencia en brujas y tesoros hace parte íntima de nuestra memoria narrativa, y el autor de La magia del abuelo echa mano de ellas para mostrarnos, en un lenguaje intermedio, lo que sería la fuerza de la oralidad y el rigor del idioma escrito.
Quizás haya más de lo primero en sus páginas, pero sin duda antes que quitarle efectividad las cargan de emoción mágica. De hecho este libro es también un híbrido compuesto por dos asombros, el de la infancia y el de la adultez.
Sus escritos se mueven entre dos aguas, la de la fantasía, que involucra sueños y deseos, y la de la realidad, que nombra racionalidades y esperanzas.
El tono narrativo de las historias de Ómar Marino tiene la fantasía de las fabulaciones contadas al aire libre, a tal punto que el lector queda comprometido con su eco: resonancias de músicas pasadas, reverbera- ciones de un paisaje perdido en la remota infancia y el convencimiento tácito de cómo nos movemos en un mundo lleno de afugias alucinantes.
No es un libro inscrito en la línea del realismo mágico pero sus relatos guardan esa doble factura. Tal vez no sea un desacierto semejarlas a un diálogo que se tiene una tarde con un sabio telúrico que pronuncia en Voz alta sus divagaciones de inocencia.
Guillermo Linero Montes
Título original: La magia del abuelo
Dirección editorial: Jaime Fernández Molano
Coordinación: Orlando Peña Rodríguez
Asistente de producción: Santiago Molina, Esmeralda Rodríguez
Diseño y diagramación: Diego Torres
Diseño de portada: Diego Torres, Luis Miguel Ortiz Ilustraciones: Guillermo Linero Montes
Colección: Nuevas voces
Primera edición: mayo de 2014
© Jaime Fernández Molano
© Para la presente edición
Corporación Cultural Entreletras
Villavicencio, Meta, Colombia, S.A.
310 333 4801 - (8)662 1091
ISBN 978-958-99907-9-7
Hecho el depósito legal
Se prohibe la reproducción parcial o total de este libro por cualquier medio posible sin la autorización expresa del autor y del editor.
Preprensa digital e impresión:
Entreletras
Presentación
Estos escritos de Ómar Marino me hacen recordar lo que para mí fue la primera lección literaria: que la literatura escrita es la misma que la hablada. Todos sabemos la deuda que la literatura contemporánea occidental tiene con la literatura rusa y sabemos también la deuda que la literatura rusa tiene con Tolstoi.
Me explico, León Tolstoi entendió que un escritor verdadero debe crear sus historias en función de contar las de la colectividad, y que en ellas estaba toda la imaginería necesaria para crear un mundo que trascendiera la unipersonalidad.
Desde entonces todos los grandes escritores no han hecho sino eso, relatar de una nueva manera las historias sabidas por los otros, toda la mitología griega, toda la fábula romana, todas las imaginaciones de los hermanos Grimm y de Andersen, toda la chismosgrafía balzaquiana y todo el realismo del romanticismo inglés guardan la imaginería, la fábula y el mito de la gente de su tiempo.
Los temores, las tribulaciones y las euforias de Tom Sawyer estaban antes de Marc Twain en boca de los ribereños del Misissipi. Al pensar en ello, me pregunto ¿Dónde están los mitos y leyendas de Colombia? ¿Dónde están las historias de la costa o de la llanura? Quizá todas ellas estén todavía en boca de los llaneros y de los costeños que no escriben.
En este libro de Ómar Marino se me antoja que están mínimamente bosquejadas las palpitaciones de las sagas llaneras. La creencia en brujas y tesoros hacen parte íntima de nuestra memoria narrativa, y el autor de La magia del abuelo echa mano de ellas para mostrarnos, en un lenguaje intermedio, lo que sería la fuerza de la oralidad y el rigor del idioma escrito.
Quizás haya más de lo primero en sus páginas, pero sin duda antes que quitarle efectividad las cargan de emoción mágica. De hecho este libro es también un híbrido compuesto por dos asombros, el de la infancia y el de la adultez.
Quiero decir con esto que sus escritos se mueven entre dos aguas, la de la fantasía, que involucra sueños y deseos, y la de la realidad, que nombra racionalidades y esperanzas.
El tono narrativo de las historias de Ómar Marino tienen la fantasía de las fabulaciones contadas al aire libre, a tal punto que el lector queda comprometido con su eco: resonancias de músicas pasadas, reverberaciones de un paisaje perdido en la remota infancia y el convencimiento tácito de cómo nos movemos en un mundo lleno de afugias alucinantes.
No es un libro inscrito en la línea del realismo mágico pero sus relatos guardan esa doble factura. Tal vez no sea un desacierto semejarlas a un dialogo que se tiene una tarde con un sabio telúrico que pronuncia en voz alta sus divagaciones de inocencia.
Guillermo Linero Montes
Odilia
Les diré los hechos tal como ocurrieron desde cuando César me llamó a gritos:
–¡Marino, Marino!
Era domingo. Los carros y la algarabía de los niños en el parque me impidieron oírlo. Hizo un gran esfuerzo al correr las dos cuadras de distancia que nos separaban.
Agitado y jadeante, llamó mi atención parándose en frente, obstaculizando mi camino.
–¡Tienes que verlo, es algo espantoso! –me dijo.
Sus ojos estaban desorbitados, la delgada carne de los párpados pecosos le saltaba, su semblante era cadavérico.
–¿Que ocurrió César, qué es lo que te causa terror y asombro?
Apuró su marcha. Casi corriendo, lo seguí intrigado. Al llegar a una edificación que estaban demoliendo, se detuvo. Su índice derecho señaló un mogote de tierra recién desentrañada. A los lados había escombros de antiguas paredes, de tierra y madera.
–No veo más que tierra revolcada –dije decepcionado.
–¡Allá, en la talega negra!
Caminé tres o cuatro metros en la dirección señalada y él se quedó junto a la puerta como dispuesto a coger impulso para correr, tembloroso y angustiado.
Aproximé mi mano al alijo y de nuevo le oí gritar:
–¡No, con la mano no! Yo cogí esa mierda y ahora siento escalofríos, me tiembla todo, tengo alucinaciones, siento un hormigueo en mi cuerpo.
Con un pedazo de madera seca hurgué buscando encontrar en aquella bolsa tejida en cuero, lo que le causó pavor a César. Él es un caleño que vino al Llano a buscar fortuna y por malos negocios tuvo que fugarse de El Yopal. Ahora se rebusca vigilando vehículos frente a la catedral, o haciendo mandados y trabajos varios como el que le comisionaron la semana anterior: demoler las paredes de madera y barro de una casa colonial donde antes había funcionado un restaurante; ahí, en ese lugar, exhumó lo que le ha hecho temblar de miedo como a un cobarde.
Sus historias me parecían fantasiosas, hasta que conocí a Drigelio, un vendedor de mercancías que recorría el llano y quien una mañana de invierno, al calor de una taza café, me narró lo siguiente:
–¿Conoce a ese hombre que está recostado en aquella esquina?
Fue adinerado, un hombre rico, –¿lo sabía?, negociante de ganado, hábil para los negocios pero pendejo con las viejas. Aunque lo perseguían las muchachas jóvenes, bonitas, se enamoró de Odilia la hija de la bruja Mercedes, la adivinadora que se salvó de ser quemada viva al hallar en su casa, situada a las afueras del pueblo, fotos de mujeres y hombres aguijoneadas con agujas y alfileres, entretejidas con mechones negros y guardadas en bolsas de diferentes colores. Esa fue una hijueputa que se tiró mucha gente.
Drigelio acercó su silla un poco a la mesa, tomó otro sorbo de café y prosiguió:
–Odilia se estableció como criada en la casa del cura y él la amparó cuando las mujeres del pueblo querían expulsarla para que desapareciera, igual que a Mercedes. Temían que aplicara la hechicería que había heredado de su madre. Era una joven hermosa, delgada, ojos grandes, azules, cabello negro, cuerpo fastuoso, manos y pies perfectos, senos medianos y rígidos; contrario a Mercedes, que era larguirucha, narigona, panzona, cabezona, ojona, muelona, grosera y apestosa.
Su reservada vida pasaba en silencio. Salía al mercado y regresaba como autómata. Con voz tajante y lánguida, y la mirada fija sin distraerse; como si algo la mortificara. Todos le temían, menos el carnicero del pueblo.
César no desaprovechaba un segundo para galantearle y atosigarla, la acosaba. Así pasaron varios meses, hasta que de un momento para otro los vieron juntos, paseando de la mano por el parque, o en las tiendas.
Todos en el pueblo se conmovieron.
Odilia modificó el aspecto. Arrojó su habitual bata blanca y ahora vestía ropa ajustada a su carne como las demás chicas; caminaba como ellas como si danzara, contoneando su cuerpo, moviendo rítmicamente sus manos; dueña de una sonrisa siniestra, en su mirada se mecía campante y despótico el rencor.
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