Читать книгу: «El libro rojo de Raquel», страница 4
U.S.A.
Los meses siguientes a que consiguiera el empleo, en el que percibía un mísero e ilegal salario, acudía a mis clases de baile y emprendía una vida social tan gratificante como mi nivel idiomático me permitía. Fueron los días más felices que puedo recordar de mi vida. Veía que mis sueños, todo por lo que había trabajado y sacrificado tantas cosas en el pasado, iban cumpliéndose y me sentía feliz, en paz con el universo, sobradamente pagada por el destino y realmente esperanzada en el futuro. Lamentablemente, la felicidad es un estado al que nos acostumbramos demasiado pronto con la incauta esperanza de que durará para siempre, pero las deidades que habitan nuestro universo, con frecuencia, tienen alguna sorpresa preparada para nosotros.
Siempre he tenido la habilidad de fijarme en la persona que no debía. En su día me sucedió con la chica que leía libros de alto calado intelectual. En U.S.A. me sucedió con la novia del dueño de la escuela de baile. No pude evitar poner los ojos en ella. Al aterrizar en suelo americano, una de las cosas que me había propuesto por encima de todo lo demás, incluso de realizarme como bailarina, era reconvertirme a heterosexual en cuanto pudiese o en cuanto las circunstancias idiomáticas me lo permitieran, porque era consciente de lo sola que iba a estar, sobre todo al principio. Me decía a mí misma que aquello que me había sucedido no estaba bien, que había sido producto de la inexperiencia y la juventud y que se basaba, sobre todo, en el conflicto natural que se da entre los dos sexos a tan temprana edad, pero algo dentro de mí que yo negaba con persistente contundencia se imponía contra todo pronóstico en mi lucha por aparentar ser más bisexual de lo que siempre he sido. Lo increíble que me resulta la intimidad con alguien que es igual a mí y lo fácil, simple y tácito que es despertar mis zonas erógenas a su contacto es algo contra lo que no puedo luchar, excepto si practico la abstinencia total y eso incluye no mantener cualquier tipo de relación afectiva con una mujer que no sea una amiga.
Exactamente eso es lo que tendría que haber hecho en el momento que entré por la puerta de la academia de baile, pero fue verla vestida así, con esas mallas negras ajustadas que resaltaban sus redondas y musculadas piernas, y saber desde el primer instante que lo tendría difícil para resistir cualquier tipo de tentación. ¿No te ha pasado alguna vez que entras en una sala y fijas las vista en alguien sin querer y de pronto te imaginas cómo sería desnudo y caes en la cuenta de que te sobra todo alrededor? La gente, el ruido, la música, las centelleantes luces que luchan contra la tiniebla de los locales. Todo en torno a ti parece que se para. Tus oídos quedan ensordecidos y hasta el corazón parece que empieza a bombear menos intensamente. Parece que ha dejado de necesitar la sangre, el oxigeno, los sueños. Pronto su olor llega a ti; aunque en el mundo exterior huela a rata muerta y no quede más alternativa que sufrirlo, te invade. Llega un momento que te quedas parada por completo y ya no puedes obviar durante un minuto más su existencia.
Cierras los ojos, la ves.
Guiselle era la mujer más bonita que había visto en toda mi vida. Con razón todos los chicos que no eran gais de nuestra academia andaban como locos por ella. Era extremadamente atractiva, rotunda, con una fuerte personalidad que no reñía en ningún momento con su increíble talento para la danza. La primera vez que entré en la escuela y la vi haciendo una demostración de baile contemporáneo sobre la tarima encerada, deslizando sus pies como si estuviera bailando por una playa enorme, aplacando con sus manos, sus brazos y su pelo rizado unas olas inmensas, me quedé sin aliento. Supe que iba a tener serios problemas para disimular la emoción que me rompía por dentro cuando la tenía enfrente. Al bailar y arquear su cuerpo y llegar al suelo o alejarse de él, al rozar el espejo con la espalda o abrir las piernas o dibujar una figura en el aire, sosteniendo su cuerpo en cada vuelta más de lo que ninguno podíamos, yo sentía que un hilo fino tiraba de ella hacía mí y destapaba en mi cuerpo una piel arrasada por el dolor, por la distancia de un país que no me era propio, por la soledad que llevaba dentro y que me impedía reconocer el amor en cuantas personas se habían cruzado en mi camino y que yo había apartado de un empujón. Para mí, la vida era un baile representado por una lucha constante contra los elementos, contra las circunstancias, que siempre veía como nefastas, y contra mí misma. Para ella, el baile era solo baile y, por eso y por la rotundidad de su elegancia, era hermoso verla bailar y sentir que algo se te rompía dentro. Daría lo que fuera por volver a enamorarme así, sin poder ni querer evitarlo.
El hecho de tenerla delante hacía que mostrase una timidez que no me era propia. Me dediqué a trabajar mucho los aspectos más puristas de la técnica, a crear relaciones de igual a igual con algunos de los bailarines con los que más afinidad sentía y quise mantenerme alejada de ella. Me conformaba solo con verla bailar, ejecutar, sentir los pasos y las coreografías que nos enseñaban. Después esperaba a que todo se quedase desierto y con uno de ellos, al que abrí la puerta para flirtear conmigo descaradamente, practicaba el cuerpo a cuerpo. A veces, simplemente danzábamos por la sala, aprovechando el silencio que nos daba la furtiva danza; otras nos batíamos sobre la madera como animales y desfogábamos, dando rienda suelta a nuestros instintos, toda la tensión sexual que se había acumulado en nuestro interior. Yo no lo quería, no al menos como sabía que la quería a ella. Al cerrar los ojos mientras tocaba mi cuerpo, me imaginaba estar siendo seducida por sus manos finas y elegantes que dibujarían en mí las cuarenta mil coreografías que habían aprendido, pero, al abrir las pestañas, me encontraba con John, el metro noventa y tres de hombre que había elegido para ser mi pareja en la tarima y fuera de ella. Sé que resulta cruel lo que voy a contar, pero es la única manera que yo encontré de sobrevivir con el corazón dentro del cuerpo, durante los meses que pasé intentando aprender a ser mejor bailarina sin dejarme todo lo que no podía tener en otro sitio por el camino.
Se me fue de las manos, no me di cuenta de que John quería pasar cada vez más tiempo conmigo. En la escuela, fuera de ella, tomando un café. Muchas veces solo me dedicaba a escuchar e intentar entender lo que decía, porque todavía me costaba horrores comprender totalmente todo lo que tenía que decirme así que, simplemente, me limitaba a poner los oídos en modo de escucha alternativa y a no interrumpirle, captando, de tanto en tanto, su experiencia vital: cómo era su familia, cómo había dejado la universidad por el baile, la etapa que pasó bebiendo y solo bebiendo y cómo ahora se sentía plenamente realizado y esperaba, dios mediante, asistir un día a la audición de sus sueños. Me decía que yo le hacía gracia. Me decía que le gustaba hacer el amor conmigo encima de la pista cuando ya no había nadie practicando. Me decía que soñaba con visitar mi país y poder recorrerlo juntos de una punta a otra. Le gustaba que le mordieran las orejas y que le echaran el aliento en la nuca. Disfrutaba cuando le daba la vuelta y era yo la que parecía montarle. Me dijo que nunca había conocido a una mujer que se lo hiciera así. Me dijo que nunca había conocido a una mujer que no tuviera prejuicios y le gustase tanto jugar en el acto. Alucinaba con el sexo oral, con la forma en la que lo practicábamos casi sin conocernos. Tan solo ver como mis labios iban descendiendo por su depilado y musculado torso mientras yo cerraba los ojos y me imaginaba los pechos de ella, hacía que sus ojos se quedasen en blanco y que su pene se pusiera, total, absoluta y completamente erecto. Hacía que recibiese mi boca sin ninguna resistencia. Para mí, era lo normal. Dos amantes que disfrutaban del sexo sin ir más allá, podría haber compartido mis silencios, mis cafés, mis mordiscos o mis juegos sexuales con cualquier otro que hubiera sido igual de atractivo y atento e igual de inocente y, la verdad es que no me di cuenta de que John, pasado un tiempo, me miraba con ojos distintos, porque yo estaba muy ocupada tratando de ocultar que, tras cada movimiento de Guiselle, mi corazón se precipitaba a un abismo sin fondo.
Llegó el día en el que la tensión sexual que me desencadenaba tenerla cerca hizo que pasara de ser la chica tímida que está al fondo de la clase a convertirme en la arpía descarada que intentaba atraer su atención aunque fuera de malos modos. Como no conseguí más que recibir un par de broncas por parte de mi profesor, volví esa rabia contra mí misma y contra John, con quién realizaba cada vez prácticas sexuales menos provistas de cariño y más agresivas, hasta que llegué al punto en el que nada me saciaba, excepto tenerla a ella cerca, y le propuse una apuesta que a ambos nos pareció divertida, porque implicaba algo de peligro. Si yo conseguía seducirla antes que él, nos casaríamos en un casino de Las Vegas.
No sé cuál fue el momento exacto en el que perdí el norte por completo, pero me volví loca de repente y decidí que podría seducir a cualquiera que se pusiera en mi camino sin tener que pagar ningún precio por ello. Nunca pude llegar a imaginar las consecuencias de tan estúpida e irresponsable apuesta. Para él no fue más que una anécdota divertida, una conversación trasnochada a la que no le dio la mayor importancia. Otra nota a pie de página más en nuestro historial emocional que hacía que su sexualidad fuese un poco más abrasiva de lo que ya era, puesto que imaginar a su novia con otra chica hacía que su excitación fuese más allá de lo evidente. Para mí se convirtió en una carrera de seducción a contrarreloj en la cual él y por tanto todo el mundo heterosexual me daba permiso para ejecutar de pleno mis deseos más íntimos y lascivos hacia ella.
Me lo tomé en serio, todo lo que se lo toman las personas que están enamoradas.
No me costó mucho entrar en ella. Era una persona afable, abierta, extrovertida, social, que disfrutaba ampliamente de la compañía de los demás. En cuanto le pedí ayuda y le expuse, en tono lastimero, que tenía serias dificultades con algunos ejercicios, no tuvo problema en encontrar ventanas de tiempo para ayudarme a depurar mi técnica. Al principio, traté de ser descarada en mis citas con ella. Quería que John supiera que estábamos juntas, que me estaba tocando y que yo la tocaba, aunque fuera de forma impersonal y artística. Lo hacía con el objeto de ponerle celoso y de satisfacer, en parte, mi deseo ciego por ella, por él y por dominar a ambos. Pero, con el paso del tiempo y la voluntad de ella, su indiscutible belleza y atractivo personal, se me hizo complicado mantener la distancia emocional y lo que había sido un simple juego en el que podía a veces rozar su cuerpo y el mío y a veces no se había convertido en una tortura de grado tres, en la que toda mi piel no quería ni podía despegarse de ella. Guiselle me decía que lo hacía cada vez mejor y yo veía en esos susurros de refuerzo una carga sexual que mi desbocada imaginación satisfacía a golpe de tórrido encuentro con John. Me esforzaba mucho en hacerlo bien, en seguir los consejos que ella me daba para que no quisiera dejar de tocarme, elevarme, guiarme y abrazarme en el paso de los minutos que necesitaba para estar cerca. Para mantenerme cerca.
Había algo en el fondo de sus ojos cada vez que nos mirábamos tras el esfuerzo o en medio de este que me llevaba a plantearme si el deseo que nacía como algo natural en mí también nacía como algo natural en ella y, en estas dudas y estos pasos y estos tempos y estos roces o la ausencia de ellos, nos quedamos mirándonos una noche, cuando había entrado casi la madrugada y tumbadas en el mismo suelo que antaño compartiéramos, yo con John y ella con nuestro mentor, nos besamos. Guiselle tenía los labios finos y suaves. Siempre me han gustado los labios carnosos porque disfruto la sensación de morderlos, tanto en mujeres como en hombres. Me gusta atrapar y masticar, lamer y succionar la piel frágil que protege nuestras palabras de los otros, en parte porque me parece el lugar por el que nos liberamos y en parte también porque es el lugar en el que guardamos nuestros mayores secretos. Sus labios eran todo lo que no me había dicho, en la fragilidad y el frío de aquel momento en el que le susurré que no podía repetir el movimiento que me había mostrado, que lo suyo era puro arte y que era imposible que ninguna otra persona en la faz de la tierra pudiese igualar su talento. Sus labios se entreabrieron buscando los míos, un poco de aire en mitad del sudor que transpiraba y también, supongo, buscando una brizna de aliento por el que no se le fuera la vida. Qué podíamos saber nosotras sobre el amor si nuestro amor por el baile lo era todo, si nos dejábamos la vida en el escenario y con ello renunciábamos a todo lo que la vida nos traía. Qué podía hacer yo frente al amor o frente a la forma en la que se mostraba, si cada vez que lo hacía tenía bastantes problemas como para llenar dos vidas enteras. No me entendía a mí, no la entendía a ella, ni comprendía ninguna de las relaciones que había tenido en mi vida. Quería estar en un mundo en el que no tuviera que decidirme por ningún sexo y entonces sería libre. Tanto como lo era su beso, tan seguro y tierno, tan brillante. Tan húmedo, cálido e inesperado. Tan certero como una flecha que va directa al corazón y lleva la punta cargada de un veneno que te hará dormir durante siglos. La aguja de una rueca maldita que va dando vueltas en torno a mí y en la que me pincharé irremediablemente, una vez y otra y otra y otra, hasta que se haga el día y con él vengan a mi lecho de paja todos los príncipes azules del mundo que quieren sacarme de mis pesadillas llenas de princesas. Guiselle tenía los labios finos, pero eso no fue ningún impedimento para que con ellos recorriera mi cuerpo y no dejara un solo rincón sin saborear. En el frío suelo de madera que ahora descansaba bajo nuestros cuerpos, el sudor de mi espalda se quedaba pegado a la tarima, anegándola de una sustancia extraña que quería parecerse al amor, pero que, con cada golpe sobre la madera, se convertía en un deseo puro y vibrante, haciendo que todas las barreras que pudiera tener en mi interior y todos los juegos y apuestas y demás maldades se quedasen calladitas en el fondo de mí, para no levantar sospecha al abrir mi cuerpo ante ella. Tuve miedo de que no le gustara. Mi cuerpo, mi sabor, el fluir de mis tejidos dilatados en medio de la noche. El líquido caliente que salía de mi interior, pero ella era un animal hambriento que quería devorarme con sus labios sutiles y finos mientras fuese posible. Guiselle siempre parecía un ser delicado cuando bailaba, con sus pequeñas y blancas manos acariciando el aire y sus movimientos inquietantes y maravillosos, dibujaba surcos y figuras en el cielo y la tierra. Parecía que era la Música misma que había tomado forma humana, pero al quitarse la ropa se convirtió en una serpiente que resbalaba por mi cuerpo, apretaba mi carne y penetraba en ella una y otra vez, haciendo con sus labios finos y su lengua grande y ágil una marioneta de mi cuerpo, un ave de paso de mi alma. Teniendo la segura convicción de que me transformaría en muerte, y con ello, me daría vida.
Me había olvidado de todo aquella noche. De que eran casi las dos de la mañana, de que no habíamos cenado porque cuando estábamos juntas no teníamos hambre y de que a Guiselle también la estaría esperando alguien en su casa. En realidad, nos habíamos olvidado las dos. Del reloj, de que había cerrado el metro, de que fuera hacía un frío endemoniado, de que John y su homólogo en otra parte de la ciudad nos estarían esperando. Habíamos obviado que éramos dos personas con sendos compromisos, que tenían cada una su vida construida en los cimientos de relaciones serias y estables, que no podían equivocarse en los pasos que daban, puesto que eran especialistas en danzar sobre la tarima de la vida. Nos habíamos dedicado a mirarnos a los ojos, a quitarnos la apretada ropa y a contemplarnos. A quitarnos la apretada ropa y saborearnos. Obviándolo todo, incluso la apuesta que yo había hecho con John, y cómo había dejado de gustarle que ahora pasase tanto tiempo con ella y cómo ella me lamía el cuerpo y después los pies y más tarde el alma.
“Imagínate que voy y gano la apuesta”, le decía y él se sonreía. Con una sonrisa triste que ya había perdido todo su halo de picardía y ahora que ya no le montaba, ni pasaba mis labios por su torso, ni soplaba en su nuca, ni mordía sus orejitas, ahora que me había convertido en una autómata que le desnudaba y se saciaba de él sin apenas mirarle, había caído en una tristeza inexacta que delataba todas mis ausencias.
“Imagínate que voy, gano la apuesta y me caso contigo”, le decía.
Imagínate que voy y me enamoro de ella.
Nos quedamos dormidas, sobre el suelo. Ella abrazada a mí y yo abrazada a ella. Era tarde, no teníamos nada con lo que taparnos y nos transmitíamos el calor corporal la una a la otra, mientras una corriente de felicidad y placer recorría nuestros cuerpos recordando todo lo que acaba de suceder. Yo todavía estaba semierecta, húmeda, excitada, ebria de placer. Aunque hubiese experimentado el orgasmo más intenso de mi vida, sentía que no podía conciliar el sueño totalmente en su compañía. Estaba tan feliz que no quería dormirme. Ella emitía un ronquido gutural, plácido, como un cachorro que acaba de caer en la cuenta de que ha comido demasiado y necesita descansar entre los brazos de su mamá.
Recuerdo haber escuchado ruidos en la calle, voces de hombres que me resultaban conocidas, pero a las que no di demasiada importancia porque creí estar soñando. Recuerdo la luz del pasillo iluminando el cerco de la enorme puerta de la entrada de la academia y cómo se deslizaban los pasos de un gigante hacia nosotras y no tener la suficiente fuerza de voluntad para levantarme, vestirme y plantar cara. Recuerdo la sombra de su vida estructurada y la mía dibujarse contra el fogonazo cegador de la escalera que dio paso al fin de lo que estaba sucediendo y las manos de Guiselle tapando su cara y escondiendo su cuerpo ante la flagrante evidencia de lo que acababa de suceder, mientras yo permanecía abierta, atónita y semiinconsciente todavía por el placer.
Nos despertaron a voces. Nuestro mentor, su novio, y unos amigos. Nos tiraron la ropa por encima y, cuando nos habíamos vestido, nos echaron a la calle. A ella la metieron en el coche. A mí me echaron a la gélida acera amenazando con romperme los huesos si no me iba para no volver. Nunca olvidaré su mirada, en el frío de la noche, cómo supo instantáneamente que no volveríamos a vernos en mucho tiempo y sus lágrimas, rompiendo la tibia felicidad que habíamos compartido. Yo regresé andando a casa, sola, deseando que alguien me descerrajara un tiro en la sien. Queriendo que fuera cierto cada mito que habían construido sobre las peligrosas calles del mundo americano. Esperé que pacientemente se levantará algún indigente y me rajará por los cuatros dólares que llevaba en el bolsillo, pero no sucedió. Simplemente, llegué a mi piso compartido, que estaba en silencio alrededor de las cinco de la mañana. Abrí el frigorífico y tomé un trago de leche fresca que me supo agria y, tras meterme en una fría y dura cama, rompí a llorar hasta que me quedé dormida.
Al día siguiente, inmigración se presentó en mi casa. Aporrearon la puerta hasta que pude levantarme. Sentía el cuerpo cansado. No solo por las horas de ejercicio, sino también por el impacto de lo sucedido la noche anterior. Estaba mareada, no tenía la certeza de que estuviese en la mejor de las formas físicas para enfrentarme a nada, pero igualmente entraron con una brutalidad que me hizo temer lo peor, me pidieron mi documentación y no de forma educada precisamente. Casi antes de que pudiera articular palabra, me habían tirado al suelo y puesto las esposas. Al decir que no tenía visado y que era ciudadana española, me metieron en el coche con lo que llevaba puesto de la noche anterior y me llevaron esposada directamente al aeropuerto. No me dejaron hacer la maleta, ni ir al baño, ni vomitar ni nada.
Llegamos allí por la puerta de atrás, por la que sale la gente que entra como no debe. No vi despedidas, ni niños, ni abuelos, ni padres que lloran al dejar a los hijos. No pude ver nada.
Me metieron en un cuarto con una luz indigesta, en el que un señor me explicó muy despacio para que pudiera entenderle, en un perfecto inglés americano, que no podía permanecer por más de tres meses en EE.UU. sin visado y que llevaba nueve. Siendo ciudadana europea, iba a ser deportada, lo que implicaba irse tal cual, con una mano delante y la otra detrás, en el siguiente vuelo junto a otros ciudadanos europeos en mi situación y que, extraoficialmente, podía dar gracias de que fuera así, porque si hubiera sido latina me hubieran puesto en un autobús tercermundista y acercado a la frontera con México, lugar en el que me habrían dejado a mi suerte en mitad del desierto. Se permitió la licencia, sabiendo que no podía hacer nada al respecto, de recordarme que en su país la homosexualidad no disfruta de un trato tan permisivo como en Europa. Quien me había denunciado lo había hecho a conciencia, asegurándose de que las manos a las que iba a parar me sacarían sí o sí de su país. Podría haberle rebatido, haberle insultado en castellano, haber puesto algún tipo de resistencia, pero sabía lo que sucedería si decidía retirarme el pasaporte y darme otro tipo de trato, así que firmé cuanto me pusieron por delante y permanecí callada hasta que subí en el avión que supuestamente me llevaría de vuelta a España. En el transcurso de ese tiempo, no pude apartar mi pensamiento de Guiselle, de lo que habría sido de ella, de John, cuando no volviese a verme, de todo el tiempo que había pasado en ese país, y al darme cuenta de que no podría volver en mucho tiempo allí me eché a llorar, siendo consciente de todo lo que había ganado y perdido al mostrarme tan obstinadamente orgullosa.
No tengo más recuerdos de lo que pasó desde que me comunicaran que volvía a suelo patrio hasta que llegué a España. Solo sé que no me quedaron ganas de volver a hacer la maleta en mucho tiempo. Regresé a la casa de mis padres con las orejas agachadas, temiendo lo peor, que no querrían volver a verme. Que me odiarían o me desterrarían o algo parecido, pero nada más lejos de la realidad, en cuánto mi padre abrió la puerta de casa y me vio, me dio un abrazo enorme. Nos echamos a llorar. Lo encontré más delgado, cansado, con algunas canas más en el pelo. En seguida buscó mi equipaje, pero yo no traía nada, llevaba más de cuarenta y ocho horas con tan solo mi pasaporte encima. Mi ropa estaba sucia, había intentado asearme todo lo posible en los baños públicos de la T4 del aeropuerto en Madrid, pero aun así mi aspecto era demoledor. Necesitaba un baño, un poco de comida caliente, una cama en la que descansar y, casi sin mediar palabra, mis padres, como siempre, me lo dieron todo.
Después dormí durante catorce horas aproximadamente, en las que entre sueños podía oírles conversar y elaborar teorías sobre qué habría sucedido conmigo. De dónde vendría. Incluso desarrollaron la idea de que una secta me había secuestrado y había conseguido escaparme. Aquello, mientras yo descansaba plácidamente, no dejaba de tener su gracia, conseguía que se me escapara una sonrisa. Conseguía que la alegría de volver a estar en suelo conocido fuese creciendo en mí, pese a lo mucho que recordaba a Guiselle y las ganas que tenía, por lo menos, de poder darles una explicación.
Al fin conseguí levantarme, y no solo de la cama, sino también emocionalmente. Encontré la fuerza para salir de mi antigua habitación y contarles a mis padres toda la verdad. Ya no podía seguir luchando por más tiempo con la desoladora sensación de mantener oculto todo lo que yo era, todo por lo que había terminado así. Al principio, se quedaron en shock. No sé si no pudieron asimilar bien el hecho de que, ante sus ojos, mi primera experiencia lésbica se había dado en suelo americano, si es que verdaderamente provenía de una secta que nos obligaba a bailar y las exigentes condiciones físicas en las que nos mantenían nos había llevado a ello, si es que concluyeron que finalmente yo no estaba bien de lo mío y necesitaba la ayuda de un profesional o qué, pero definitivamente se creó un silencio alrededor de las circunstancias por las que había regresado a casa que resultaba indignante.
Nadie quería hablar sobre ello. Simplemente siguieron con su vida, girando en torno a nada. Levantarse, trabajar, volver a casa y encontrarnos todos allí, tan tranquilos. Disfrutando de una comestible rutina que nos engullía por completo. Pasar un día y otro y otro en el que no había novedades, en el que yo a veces pasaba muchas horas sola tirada en la cama intentando recomponer todas esas partes de mí que parecían estar rotas. Intentando de vez en cuando hacer algún comentario al respecto que era sepultado de inmediato por su articulada intranquilidad.
Levantarse, no tener nada que hacer y llegar a la conclusión de que cada minuto que estaba quieta era irremediablemente quemado en la hoguera del tiempo y que no volvería a tenerlo nunca más.
Echaba mucho de menos la rutina de la que solía disfrutar cuando estaba allí. Levantarme temprano, salir con lo puesto y tomar el café de camino. Pasar la mañana practicando y hablar y tontear con John o Guiselle o con los dos al mismo tiempo. Integrarme como parte de una familia de personas que sienten lo mismo que yo, que comparten conmigo sus sueños, sus ideales, sus esperanzas y que no tienen ningún problema en quererme tal y como soy.
Tras un periodo en el que no hice nada, solo dormir y escuchar música, echaba mucho de menos el baile y, aunque mis padres volvieron a estar en contra de que dedicara mi esfuerzo y mi tiempo a ello, pronto encontré la manera de volver a hacer lo que me gustaba. Me inscribí en una academia céntrica que tenía fama de ser la mejor de toda la ciudad y me hice la promesa de limitarme a no perder la forma física, de no destacar en nada, de no volver a tener sexo y de no enamorarme.
Me acordaba mucho de Guiselle, cada vez que realizaba algún paso que ella me había enseñado o nos daban lecciones sobre lo que era innovador. Yo me limitaba a ejecutar todo cuánto había aprendido a su lado y siempre terminaba sola con el resto de la clase mirando lo que desarrollaba hasta el final. La mayor parte de las veces ni me daba cuenta de lo que sucedía, simplemente me dejaba llevar por la música, por mis recuerdos y por la emoción de sentir de nuevo sus manos sobre mi cuerpo; aunque fuera de forma ficticia, me devolvía a la vida. Una vida que cuando la tuve no supe disfrutar y que ahora echaba de menos. Una vida que ahora quería mantener lejos de mí.
Pensé algunas veces en llamarla. Al principio, de hecho, lo pensaba casi todos los días, pero después caía en la cuenta de que ella tenía un futuro brillante por delante y de que necesitaba a la persona que tenía a su lado en ese momento para ayudarla a conseguirlo.
Veréis, Estados Unidos no es España. Aquí no hay una cultura sobre la cultura y mucho menos sobre el baile, por lo que es relativamente sencillo, tras muchos años de sacrificio y esfuerzo, destacar, aunque sea en un ámbito local. Allí todo el mundo quiere ser artista. Las calles de Los Ángeles son un desfile continuo de personas que llevan consigo un guión bajo el brazo, literalmente, o llevan consigo la esperanza de ser actrices o bailarines o transformistas o cualquier tipo de disciplina que implique que has triunfado en el mundo del espectáculo. Los clubes nocturnos se llenan de personas con voces espectaculares, coreografías brillantes, monólogos sobre la vida que superarían al mejor de los relatos cortos que pudiera leerse en cualquier café de aquí. Es un país que supera en población por muchos millones al nuestro y luego sucede que se han dedicado durante décadas a distraernos a los demás mediante el arte, ya sea el visual, el auditivo o el literario. Estados Unidos es la factoría de sueños del mundo, por lo que es lógico, aunque nos duela admitirlo, que sea el sitio con más soñadores del globo terráqueo. Evidentemente, destacar en un mundo en el que hay tanta competencia es jugar en una liga de primer nivel y toda ayuda es insuficiente. Nada me hubiera dolido más que parar su sueño, porque yo, pese a ser una estúpida engreída y orgullosa, pese a ser tremendamente egoísta, llegué a querer a Guiselle como hacía mucho tiempo que no quería a nadie. Ni siquiera a mí misma.
Recordé durante mucho tiempo sus caricias. La forma en la que me miraba cuando hicimos el amor. Todo lo que me enseñó, no solo sobre la pista de baile, sino también sobre la capacidad de sacrificio, de superación, de entrega a los demás. Era tal la pureza con la que establecía las relaciones que acercarme a ella como me acerqué fue el acto más impropio que pudiera haber cometido. Caí en la cuenta de que no merecía estar con nadie más. No, hasta que encontrara nuevamente a una persona con la que pudiera establecer una relación de igual a igual. No, hasta que estuviese segura de que podría dar y recibir en los mismos términos.