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DÓNDE SE ORIGINAN LOS DESPISTES Y LAS CONFUSIONES
LO QUE APRENDIMOS DE NIÑOS Y YA NO NOS SIRVE DE MAYORES

Todo lo que forma parte de nuestro presente surgió o se aprendió en algún momento de nuestra vida, aunque quizá no nos acordemos cuándo o no seamos conscientes de cómo ocurrió. Muchos de esos aprendizajes se fueron cayendo por el camino de la madurez, pero otros han resistido por alguna razón, y es importante que los identifiquemos correctamente para poder decidir qué hacer con ellos.

Estar en pareja supone una magnífica ocasión para deshacernos de lo que ya no nos hace falta. De hecho, en muchos casos, descubrimos que lo que aprendimos de niños ya no nos sirve de mayores. Eso hace que, como adultos, nos demos cuenta de que quizá ya no tenga sentido mantener ciertas conductas aprendidas en la infancia. Si no se detectaron a tiempo para convertirlas en algo más acorde con nuestra madurez, es muy posible que estén provocando algunos estragos en nuestra vida afectiva. Conviene saber cuáles son para que dejen de causar interferencias indeseadas.

También puede ser un buen momento para dejar de utilizar un argumento que debería tener fecha de caducidad: la culpa, de lo que sea, hace tiempo que dejó de ser de nuestros padres. Será mejor centrarse en identificar con qué nos hemos quedado de esa etapa de nuestra vida para después decidir qué hacer con ello.

Estos son los restos de ciertos aprendizajes de la infancia que se pueden detectar en la edad adulta:

Seguir lloriqueando como niños cuando no conseguimos lo que queremos.

Ser incapaces de adquirir con nuestros propios recursos aquello que nos faltó.

Ser incapaces de corregir en lo que nuestros padres o tutores pudieron equivocarse. ¡Pobres! Ahora ya nos hemos dado cuenta de que tampoco lo sabían, ni lo saben, todo…

Considerar a nuestra pareja como nuestro padre o nuestra madre. No queremos ser tratados como niños a quienes haya que indicar continuamente lo que tienen que hacer.

Estar en pareja sacará a la superficie lo que aprendimos en algún momento de nuestra infancia y que podría ser algo parecido a algunas de las conductas que vamos a analizar a continuación.

El mal carácter: Cuando me enfado o me frustro, lo resuelvo dando voces

Las voces y el mal carácter del adulto son la versión magnificada de las rabietas del niño pequeño. Nuestros padres lo consintieron y es probable que se aprendiera de este modo a conseguir lo que se quería. Les hartábamos hasta que cedían. Sin embargo, aquello que dio tan buen resultado con los padres, para la pareja puede ser absolutamente insoportable.

No existe el gen del mal carácter. Esto quiere decir que uno no es así, sino que ha aprendido a ser así,aunque ahora no se acuerde bien de cómo se fue moldeando ese temperamento. Ponerse como un energúmeno o chillar como una histérica, en ausencia de trastorno mental diagnosticado, es simple y llanamente una lamentable escenificación de falta de autocontrol. Por suerte, puede cambiarse.

Nuestro cerebro suele recurrir a una emoción muy útil, la ira, que sentimos cuando algo nos agrede o nos frustra. Pero ira y agresividad no son lo mismo. La ira es una emoción que nos indica que algo no está saliendo como querríamos o que está poniendo en riesgo nuestra integridad física, mental o emocional. La agresividad es una conducta aprendida que puede ejecutarse tanto cuando uno está enfadado, como cuando está triste, alegre o tiene miedo.

El enfado es algo que sentimos. Lo que hacemos después de enfadarnos depende de lo que hayamos aprendido. Podemos poner en alerta a todo el vecindario con nuestras voces o sacar al perro a pasear. ¿Y si llamamos por teléfono a alguien y nos desa­hogamos? No, mejor vamos a dar una vuelta hasta que nos tranquilicemos. Tampoco se descarta la posibilidad de pedir una pausa hasta que uno esté más calmado para poder expresar lo que está ocurriendo y lo que se desea.

Ante el amplio abanico de conductas que podemos activar después de enfadarnos, surge también una extensa gama de consecuencias. Lo que ocurre después de dar una voz o insultar, no tiene nada que ver con lo que sucede después de esperar a estar calmado y hablar. Y a nuestra pareja no le da lo mismo una que otra, ni tiene por qué aguantar ofensas o agresiones, aunque sólo sean verbales.

El colofón de esta reacción inmadura es que, además de hacer sentir mal a otros, con mucha frecuencia uno también se siente fatal consigo mismo y avergonzado de su propio comportamiento. La buena noticia es que el hecho de ser consciente de que hay otras maneras de resolver las situaciones es el primer paso para esforzarse en aprenderlas y practicarlas.

Es irracional pensar que aprender a gestionar la ira quiere decir que uno no se vaya a enfadar nunca por nada. No se trata de convertirse en seres incapaces de sentir, más bien al contrario. Es mucho más saludable defender nuestro derecho al enfado, siempre que asumamos también la obligación de saber expresarlo y gestionarlo de forma constructiva.

Dar una respuesta adecuada supone además un bonus extra, ya que repercute principalmente en la mejora de nuestra autoestima. Cuando somos asertivos, es decir, capaces de expresar lo que no nos gusta de una situación sin ofender a nadie, y de proponer soluciones satisfactorias, además de sentirnos más ligeros, estamos también reforzando la complicidad con nuestra pareja.

El pequeño dictador: Mi pareja tiene que hacer lo que yo diga

Quizás cuando éramos niños, nuestros padres lo consintieron todo. Y también los tíos, los abuelos, los primos y los vecinos. Se crece con el convencimiento de que en la vida lo importante es lo que uno quiere, sin tener en cuenta lo que quieran los demás. Uno suele pensar que tiene razón aunque se esté equivocando.

Este tipo de personas solamente podrá relacionarse con otras que sean sumisas. La sumisión es otro patrón del que hay que deshacerse en cuanto se pueda, como veremos más adelante. Ambos asumirán que los dos están enamorados de una única persona: el dictador o dictadora. El amor, de existir, no será en modo alguno recíproco.

Aunque pudieran parecer la pareja perfecta, la persona sumisa irá acumulando tal nivel de frustración que tarde o temprano acabará dinamitando la relación: bien con agresividad activa, en forma de enfados y reproches; bien con agresividad pasiva, boicoteando lo que haga el otro o mediante mentiras sutilmente disfrazadas.

Para el dictador, poner en práctica una serie de cambios muy sencillos que vamos a proponer a continuación le servirá para convertir en positivo este aprendizaje. Además, no sólo mejorará la afectividad, sino que tendrá el beneficio extra de disparar la autoestima a niveles estratosféricos:

Nuestra pareja no tiene la obligación de darnos lo que no quiere aunque, si nos quiere bien, probablemente nos dé mucho de lo que no le gusta. Debemos estar atentos a esos bonitos detalles, valorarlos y reconocerlos con algún gesto de su agrado.

Nuestra pareja no tiene la obligación de darnos solamente lo que queremos nosotros. Dejemos que nos sorprenda con sus aportaciones.

Si nuestra pareja no recibe lo que necesita, primero se sentirá confusa, luego enfadada y finalmente triste cuando dé la relación por perdida. En pareja, debe haber un flujo constante de lo que se da y lo que se recibe.

En realidad, lo relevante no es que nos guste a nosotros lo que damos, sino que le guste a quien lo recibe.

No tenemos por qué exigir ni reprochar. El amor se recibe y se da. Nos lo dan y nos lo ganamos.

Seamos amables, es decir, personas a las que sea un auténtico placer poder amar.

La dulce geisha: Lo que tú quieras, cariño

Un error bienintencionado que se comete en las relaciones afectivas es pensar que la única manera de seguir juntos o de que nuestra pareja nos quiera más es ceder a todo lo que nos pida.

En el entorno familiar, es probable que nuestros padres no nos dejaran expresarnos. Cuando queríamos algo, bien decían que era una tontería o se enfadaban con nosotros. La mejor manera de sentirse queridos era callando.

Si de pequeños vivimos con la sensación de no ser tenidos en cuenta, crecemos con la idea de que no se nos va a tomar en serio de mayores. Callamos una y otra vez hasta que, en acontecimientos sin apenas importancia, explotamos. Y lo hacemos de una manera desproporcionada, pero equivalente al malestar interno acumulado. Aunque pudiera parecer que nos hemos vuelto locos, en realidad lo que necesitamos es poder expresar bien algo que hemos silenciado durante mucho tiempo. Es preciso que aprendamos a hacerlo en el momento oportuno y de la manera más adecuada. En el capítulo dedicado a la comunicación volveremos sobre este aspecto.

Por otro lado, la influencia del entorno social puede haber provocado que arraigara la idea de que cuando dos personas se quieren, no se enfadan; o de que ceder siempre es una muestra de amor verdadero.

Cuando uno se calla y sigue cediendo, el cerebro suele enviarnos sus particulares señales de aviso en forma de dudas: tenemos ideas de parar y analizar si es por ahí por donde queremos ir, si no sería mejor cambiar de dirección, si lo que se está experimentando resulta demasiado desconocido… Podemos sentirnos desorientados o con la sensación de no estar viviendo nuestra vida. Ante esta confusión, es lógico que nos planteemos algunas preguntas: ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo, con mis sueños, con mis objetivos, con mis proyectos? ¿Hasta dónde creo que tengo que ceder? ¿Dónde está mi límite? ¿Por qué cosas no estoy dispuesto a pasar?

Quizás pensemos que no sabemos ni a dónde tenemos que ir, ni lo que nos gusta, ni en qué tenemos una habilidad especial. Hemos dejado de ser nosotros mismos durante tanto tiempo que no somos capaces de reconocernos. Sólo sabemos que no somos felices. Y también podría ser que ahora fuera el mejor momento para mirar hacia delante y reorientar el rumbo de nuestra vida.

Al principio, para lograr ese cambio, hay que marcarse una serie de pautas a corto plazo que permitan ir recuperando esa personalidad que casi no ha tenido la ocasión de expresarse por falta de oportunidades o por desconocimiento sobre cómo hacerlo. Supone una tarea de ir tanteando hasta que se descubre lo que realmente encaja con los sueños y las habilidades de cada uno.

Por lo general nos gusta hacer aquello que se nos da bien porque nos permite progresar, recibir reconocimiento y sentirnos a gusto cuando lo realizamos. Alguien que tenga una percepción especial de los colores, disfrutará pintando o haciendo fotos; quien posea una estructura muscular fuerte, encontrará en el deporte una fuente de satisfacción. Nos estamos dedicando a la sana tarea de reencontrarnos y reeducarnos.

Educarnos a nosotros mismos o educar a los demás consiste sobre todo en potenciar las habilidades para las que tenemos una predisposición innata a la vez que reforzamos aquellas en las que somos más vulnerables.

Si nuestros padres no supieron educarnos, no debemos desaprovechar la ocasión de aprender a conocernos mejor y hacerlo por nuestra cuenta. Ya nos toca.

Cuando este aprendizaje, además, se puede hacer en pareja, la felicidad suele ser completa. Por fin uno puede ser quien es a la vez que se siente querido y respetado por ello.

Superar esta conducta nos permite comprender que sacar lo mejor de uno mismo no es un derecho sino una obligación. La felicidad llegará, por un lado, como consecuencia de lo que hagamos y, por otro, por la manera en que lo hagamos.

El pequeño Calimero: Mis padres no fueron cariñosos conmigo

Al contrario de lo que a muchos les suele parecer, las caricias no son ninguna ñoñería sentimental. Como ya hemos visto, cuando nos acariciamos, cuando hay piel en las relaciones, se segrega una hormona, la oxitocina, que es la que favorece la creación del vínculo entre las personas. Recordemos que está presente en las primeras fases del enamoramiento que es cuando más nos acariciamos; y también en las parejas de larga duración con mayores índices de fidelidad. Algo deben de tener las caricias para que sean tan importantes en las relaciones más significativas.

Las caricias son esenciales. Haber crecido sin ellas puede dar lugar a adultos que reclamen cariño sin cesar o a personas distantes y frías incapaces de vincularse en relaciones afectivas profundas.

Cuando no se sabe acariciar ni se quiere aprender, lo coherente es buscar una pareja similar. Si estamos con alguien que es demasiado cariñoso cuando nosotros no lo somos y lo admitimos, quizás en un futuro esa persona reclame también su dosis de caricias o exija que uno se vuelva cariñoso. Si tenemos claro que ni lo somos ni lo vamos a ser, hay que avisarlo y así evitar el sufrimiento que provoca el hecho de que nos exijan lo que no queremos dar o que el otro no obtenga lo que necesita.

Cuando se añoran los mimosy las caricias y no sabemos cómo expresarlos, lo importante no es sólo elegir a una persona ­cariñosa, sino también tener la actitud de querer aprender de ella. No importa si nuestros padres no nos enseñaron de pequeños, es algo tan agradable que siempre se puede aprender si se elige a quien sepa hacerlo bien.

Si somos cariñosos y estamos con alguien que no es capaz de dar lo mismo o sencillamente no quiere, el cerebro suele avisar de manera contundente con un mensaje que podría ser: «atención, estamos transitando por carreteras en las que no existen áreas de servicio. En unos kilómetros, nuestros depósitos estarán vacíos».

¿A qué debemos prestar atención?

Evitemos exponernos a relaciones en las que no vamos a obtener lo que queremos o necesitamos para ser felices. Si somos cariñosos, buscaremos a alguien igual para no languidecer en vida. Si no lo somos y no lo queremos, elegiremos a alguien parecido para no saturarnos ni tampoco hacer daño a quien nos esté dando su cariño.

Si no estamos seguros de querer algo o de poder actuar con reciprocidad ante lo que recibimos, es mejor que no lo admitamos desde el principio. Es lo más justo para los dos.

El complejo de inferioridad: Siempre me siento menos que los demás

Hay niños que crecen en un entorno en el que los padres o tutores se relacionan con ellos mediante insultos o críticas injustificadas e indiscriminadas cuyas consecuencias pueden ser devastadoras. Sienten que, hagan lo que hagan, siempre está mal, y se les recrimina que fulanito o menganito lo haga mucho mejor. En vez de corregirle y enseñarle con cariño y paciencia cómo se hacen bien las cosas, su presunta incompetencia, que no es más que el proceso natural de aprendizaje de un niño, se convierte en todo un drama para la familia.

Este modo de actuar puede provocar que el niño crezca con varias percepciones sobre sí mismo:

No soy lo suficientemente bueno.

No me merezco que me quieran.

Cuando, de manera consciente o inconsciente, estos pensamientos se interiorizan, estaremos siempre intentando agradar a los demás en el afán de demostrar nuestra propia valía. Esto puede traer como consecuencia que elijamos a personas que piensan de nosotros lo mismo que pensaban nuestros padres. ¿Por qué? Sólo querremos demostrar que somos buenos a quien piense de nosotros que no lo somos. El cerebro necesita reequilibrar su parte afectiva y ser reconocido como alguien válido por quien forme parte de su intimidad.

El esfuerzo es titánico y a veces inútil. Por desgracia, quien no nos vea lo suficientemente buenos, no lo hará aunque se hagan las contorsiones más difíciles en la punta de un alfiler.

¿Cómo se produce esta confusión en nuestro cerebro? Cuando uno se siente poca cosa, este filtro en nuestra percepción provoca que un poco de atención de otro se perciba como un mucho. Y hará que se devuelva en función de lo percibido, y no de lo recibido realmente. La sensación de agradecimiento puede confundirse con amor, cuando en realidad no está sucediendo ni una cosa ni la otra.

Para combatir ese sentimiento de inferioridad habrá que reen­focarse en lo que uno sabe o cree que es bueno, y en crear un entorno con personas que así lo consideran. Al mismo tiempo, se prestará especial atención a la hora de elegir o se pondrá a la distancia adecuada a quienes tan sólo nos critican y a los que, lógicamente, no gustamos. Recordemos que es importante conocerse bien para saber lo que más nos conviene.

¿Cómo sentirnos entonces iguales que el resto?

Lo importante es lo que pensemos de nosotros mismos.

Nunca se podrá satisfacer a todo el mundo. Satisfacer a todos puede implicar hacerlo a quien no nos conviene.

Si reconocemos que no nos caen bien todas las personas que conocemos, será más fácil admitir que haya algunas a las que, a su vez, no les caigamos bien. Es algo natural.

Que algo no guste no es sinónimo de que se pueda ofender. Admitiremos nuestros gustos y los de los demás, pero no por ello ofenderemos a nadie ni aceptaremos ofensas.

Los demás son libres de pensar lo que decidan. Nosotros también.

La actitud más adecuada consiste en estar atentos y elegir a quienes nos tengan en buena estima, a la vez que somos capaces de recolocar a la distancia más conveniente a la gente con la que se producen cortocircuitos.

El tiquismiquis: Las cosas se hacen perfectas o no se hacen

Para muchos, vivir con alguien perfeccionista es sinónimo de sinvivir. Se puede ser perfeccionista en algún ámbito de la vida, pero hay quien pretende serlo en todos: en cómo se colocan los cubiertos en el lavaplatos, el modo de colgar las cortinas, cómo se pega el adhesivo del pañal del bebé, cuántos segundos se sofríe la ce­bolla, qué programa de la tele hay que ver o en qué orden hay que acariciar a la pareja.

Normalmente el perfeccionismo suele resultar desastroso y en el ámbito de pareja, devastador. Obliga a disimular, mentir o permanecer todo el tiempo en alerta para no hacer algo que al otro le parezca mal. Puede dinamitar cualquier relación sana, ya que hace volar por los aires:

La aceptación

Nada de lo que hagamos va a estar bien. Sólo hay una manera de realizar las cosas: la suya. La falta de aceptación nos hace sentirnos no queridos, y ya hemos visto que este sentimiento es clave para que la relación de pareja funcione.

La relativización

Minimizar los errores y aprender a verlos desde todas las perspectivas posibles es básico en una relación. Con la persona perfeccionista, lo pequeño se hace grande, lo nimio es una tragedia y parece que las cosas no están mal, sino peor.

La dramatización

A la persona perfeccionista le cuesta mucho reírse, tanto de las cosas triviales, como de sí misma. Puede ofenderse si se intenta ver la parte graciosa de una situación.

La confianza

De todo lo que se pulveriza con el perfeccionismo, la confianza es lo más delicado, pues es el cimiento de la relación. La persona perfeccionista, por supuesto, no confía en su pareja. Ella siempre lo hará mejor y se lo hará saber. Para la pareja será una auténtica tortura vivir con alguien que no muestra un mínimo de confianza. Los niveles de estrés se disparan al tener que estar siempre alerta, ya que es imposible predecir cuándo y qué es lo que el perfeccionista va a encontrar mal.

Quizás en nuestra infancia nos exigían sacar las mejores notas y tener la habitación siempre impoluta, pero se equivocaron al perder de vista la importancia de enseñar valiosas pautas que nos faciliten la convivencia, como:

Negociar

Cuando hablamos de negociación a muchas personas en seguida se les viene erróneamente a la cabeza algo parecido al trapicheo. Negociar en pareja supone la capacidad de llegar a acuerdos consensuados y satisfactorios para ambas partes.

Adaptarse

Aprender a tolerar las fluctuaciones naturales por las que transcurre la vida. Hay días buenos y otros no tanto; en unas ocasiones nos salen las cosas mejor y en otras peor.

Ser abiertos

Enriquecer los esquemas de pensamiento con el hábito de analizar varias perspectivas para un mismo evento.

El perfeccionismo es una de las conductas más imperfectas que podamos encontrarnos. Los perfeccionistas fracasan en casi todos los ámbitos de su vida: la pareja, los amigos y, en muchas ocasiones, el trabajo. El exceso de control supone, finalmente, una pérdida del mismo.

Nuestro cuerpo nos avisa en forma de migrañas, de tensión muscular y, en ocasiones, con la aparición de trastornos obsesivo-compulsivos. El final de trayecto del perfeccionista suele ser la soledad o la desolación. ¿Es eso, de verdad, lo que queremos? Seguro que no.

¿Cómo cambiar la perspectiva perfeccionista?

Poner límites

La perfección lleva implícito un límite pero ¿quién lo marca?, ¿es objetivo, necesario o sano? El perfeccionista entenderá que no está siendo perfecto al no respetar los límites de las personas con las que convive, pues se los salta todos. Habrá de admitir puntos de vista distintos y otras formas de resolver las situaciones.

Pensar en superación

Sustituiremos el término perfecciónpor otro mucho más eficaz:superación. Ésta nos permite afrontar los retos de forma ilimitada y se convierte entonces en algo mucho más que perfecto.

No dejemos pasar la oportunidad de transformar nuestro afán de perfección por el más positivo de superación.

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9788415131595
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