Читать книгу: «Campo Abierto», страница 8
Ahí estaba Fernando, el yerno de don Luis, para pedirle un aval. Pues no. Por nada, pero ¿por qué había de dárselo? Primero, ¿por qué se lo pedía a él? ¿Quién era él? ¿Valía algo un aval firmado por Jorge Mustieles? Fernando aseguraba que sí.
–¿Quién soy yo?
–Radical socialista.
–Dicen que los buenos –se sobreentendía los avales– son los de la C.N.T. y los de la U.G.T., a los nuestros nadie les hace caso.
–No importa.
–¿O quiere hacer colección? Porque no me vas a decir que don Luis no se ha agenciado algunos aquí y allá…
–No lo sé. Me pidió que si tú…
–¿Él?
–Sí.
Don Luis Montesinos, ¡quién lo había de decir! A él. Se lo contaría a su padre. Don Luis Montesinos era un personaje muy importante, para su progenitor: De la «Electra», de los «Tranvías», de los «Abonos Químicos, S.A.», del «Central de Aragón». Todos los días en «La Agricultura», siempre de luto. Un poco porque el negro da importancia y demuestra la limpieza de quien lo lleva. Las manchas se ven en seguida, y la caspa. Abstemio y fumador de un solo puro diario, pero, eso sí, habano. Lo apuraba en boquilla de ámbar. Gordo y cano. De veras, un hombre importante.
–Pues no, lo siento. No. No puedo. (Las negaciones sucesivas borraban su indecisión).
–Pero… ¿es que mi suegro no es persona de fiar? ¿Qué tiene que ver ahora con la política? Vino la República y se retiró. Sólo se ocupa de sus negocios.
–Ni siquiera es republicano.
–¡Claro que lo es! ¿No has leído las declaraciones de Luis Lucía?
–¿Quién lo cree?
Fernando se dio cuenta de que no sacaría nada y se marchó.87
–Gracias. Ya encontraré quien fíe.
–No lo dudo. Y… no me lo tomes a mal. Pero no puede ser.
–No te preocupes. Tan amigos.
–Oye, ¿por qué no se lo haces tú?
–¿Yo?
–¿No eres de la U.G.T.?
–Sí, desde hace unos días. Pero… ¿y el sello?
–Te lo pone cualquiera.
–Entonces, ¿por qué te niegas?
–Por principio. No avalo a nadie.
(No era cierto. Pero desde ahora lo haría así. Su padre: claro está. Si su padre le pedía un aval, ¿se lo conseguiría? Sí. Desde luego. Entonces, ¿por qué se lo negaba a don Luis Montesinos? Era su padre, pero, sin duda alguna, era persona más significada, de los que no tenían vuelta de hoja. El presidente del Comité le había asegurado que no le molestarían. Jorge se daba cuenta del poco valor real de aquella afirmación y, sin embargo, se aferraba a ella para impedir caminos a su imaginación. Sin embargo, ésta se filtraba por todas las fisuras.
Desde luego, si le detenían él haría todo lo posible para que le soltaran. Aquí y allá. Se veían hablando con López, o con Cerrillo. Los convencería.
Si lo apresaba la policía oficial sería otra cosa. ¿Dónde le llevarían? Tendría que ir de la Ceca a la Meca. Negarían. Posiblemente le ayudarían algunos capitostes de su partido: varios eran amigos de don Pedro. Habían estado en su casa. ¡Aquella paella del año 35! ¡Cómo habían comido! Allí, en la huerta. Pero ¿y si lo traían para que ellos decidiesen su suerte? Ellos, es decir, él. Era absurdo. ¿Por qué? Lo mejor sería que su padre se marchara. Los del pueblo no le iban a dejar. Eso, ni pensarlo. Huir. Que llegara a Valencia, con un salvoconducto cualquiera. Embarcarlo. Samper lo había conseguido. Su dinero le costó. Los de la C.N.T. controlaban el puerto. A base de dinero se podía uno entender con ellos; a los que no eran anarquistas les parecían vergonzosos esos tratos. Pero a ellos no: con lo que le sacaban a un fascistoide podían comprar armas en Francia, en Bélgica, en donde fuera, para combatir contra cientos.
Si lo tenía que juzgar él, ¿qué haría? Era absurdo pensar en ello).
–Estás preocupado.
–¿Yo?
Emilia le miraba.
–¿Quieres más arroz?
–No, gracias. ¿Hay ensalada?
–Ahora la sacan. ¡Adela!
La criada trajo la ensalada. Escarola rizada, floridísima crestería, amarilla, verdeante, asesinada por el rojo feroz de los tomates. Rojo sangre.
Recordó el cementerio. Los muertos alineados en el depósito. Unos días antes, cuando fue a rescatar el cadáver de uno del partido, muerto, quién sabe por qué, posiblemente por equivocación. La boca abierta color ceniza, en el limón sin color de las mejillas carcomidas por la sangre seca.
Pero él defendía la verdad, la lealtad, la educación del pueblo, la libertad.
Se sirvió la ensalada. Su lejano amargor, las duras pencas con gotas de aceite, brillantes; un grano de sal sin deshacer. La blanda molla gustosa del tomate.
–Está buena.
–Es lo que apetece ahora, en verano. ¿Crees que va a seguir mucho esto?
–Ya oíste el discurso de Prieto.
–Vino mi hermano. Van a hacer teatro en el Eslava.
–Sí. Me encontré ayer con él, ¿no te lo dijo? Y en Santa Catalina.
–¡Mira que hacer teatro en las iglesias!
–La C.N.T. no les deja escoger.
–De todas maneras, a mí no me parece bien.
–¿Por qué no? Vuelve el teatro a donde salió.
–Aquello sería en tiempo de María Castaña. Pero ¿y si ganan los otros?
–¡Qué van a ganar, mujer! Ya oíste a Prieto. Tenemos el dinero, la escuadra, el pueblo.88 Ellos: los moros y el tercio.
–Y los italianos.
–¿Y qué? ¿Es que nos vamos a dejar ganar por unos fascistas de más o menos? Somos millones. Francia nos ayudará. No puede dejar que Alemania se haga con los Pirineos. Enviará armas, aviones, tropas, si hace falta.
–Tú, fíate.
–¿Qué quieres que haga?
–Nada.
Entró en el café. Hacía un calor pegajoso, del diablo. Los ventiladores aspeaban su impotencia. En la mesa de la peña era centro de atención un hombre al que no conocía.
–Pedro Carratalá.
Le estrecharon las manos. Hablaba en catalán.
–Es de Acció Catalana.89
Era un mozanco cetrino, de mucho pelo y poca frente. Fuerte y satisfecho de haber nacido. Contaba lo de todos:
–Salimos a las tres de la mañana y fuimos hacia Pedralbes. (Su 18 de julio, su gloria, su entrada en el Nuevo Mundo). Todos los partidos habían tomado posiciones. A las cuatro y media sonaron los primeros tiros. (Los tiros, una humanidad desconocida, rayada, con falsilla, una realidad inesperada, pero a la cual se adapta uno en seguida. Nadie se pregunta: «¿Cuándo acabará esto?». Los que así se interrogan, no cuentan ahora).90 Teníamos gente en el cuartel y sabíamos lo que se esperaba. Nuestro enlace era el hijo del Marqués de Fornís, de Estat Català…91 (Un separatista. A Jorge, como buen valenciano, le molesta la superioridad con que los catalanes, quiéranlo o no, tratan a sus vecinos, juzgándolos un poco de arriba abajo). Teníamos una Winchester y pistolas. (Los demás, los sublevados, de uniforme, con sus ametralladoras, sus máusers, sus cañones). La Winchester la tenía yo en la cajuela del coche, desde el 6 de octubre… Luego nos apoderamos de las pistolas de los vigilantes y de los serenos. Fue una carrera en pelo. No se resistieron. ¡Qué cara ponían! Allí se quedaban, con el chuzo. A algunos, se lo quitamos. En seguida se entregaron cosa de cuatrocientos soldados. Los mandaba Llovet, un amigo mío… Parte de ellos se fueron al Gobierno Civil y luego asaltaron los cuarteles de Pueblo Nuevo. El capitán Romagosa asaltó San Andrés, cogió allí una ametralladora que emplazó en la plaza de Cataluña, en nuestro local…92
–¿Qué local? –pregunta Julio Reina, que acaba de llegar.
–El de Acció Catalana. Lo habían cogido los fascistas a las nueve, lo soltaron a las once.
–¿El local?
–No, hombre, no. A Romagosa. Contó una historia de parto. Se la creyó un coronel, a quien le habían explicado mal las cosas. Además, Romagosa es listo. De Arenys de Mar.
–Tú, ¿de dónde eres?
–De Arenys de Mar.
El muchacho se ríe. Ríen casi todos. Casi todos, menos Jorge. Él no ha hecho nada. No tomó parte en lo de los cuarteles. Además, todos cuentan lo mismo.
–Al coronel ese le detuvimos con su hijo, ocho días después, era el jefe de Falange de Horta. El viejo murió muy bien. Pero ¡el hijo! Teníais que haberle visto. Dijo que comprendía perfectamente que matáramos a su padre –¡cabrito!– pero ¡a él!
–Le venía de casta.
–¿La casta? ¿Qué es eso? ¿O es que vas a creer en eso de que los hijos son responsables de las barbaridades de sus padres? A lo sumo, lo contrario.
–Sigue.
–Iban en dos coches distintos. Insistía el señorito: –Soy muy joven para que me matéis. Así siguió hasta la tapia del Cementerio Nuevo. El viejo estaba avergonzado. –Hijo mío –le dijo–, te perdono.
–Los hay bragados.
–A las tres me incorporé al Partido. A las cuatro ya estaba en la Generalidad. Allí estuve unas cuantas horas, mientras los partidos tomaban el acuerdo de formar el Comité Central de las Milicias Antifascistas de Cataluña.93 Me encontré con Tomás Fábregas, yo le conocía del Partido, pero no tenía mucha relación con él. (¿Qué le importa a Jorge todo esto? ¿Por qué está perdiendo el tiempo en el café? El charlatán le es antipático: le molestan las personas tan peludas, vello corriendo vivo por sobre las manos, cejas cerradas, frente estrecha). Fábregas venía de San Cugat, fue al local del Partido, y, al encontrarlo cerrado se vino a la Generalidad: a ver qué pasaba. Llegó Torrens, el de los Rabassaires y nos fuimos al Gobierno Civil. Nos dieron un papelito y allí nos teníais, sentados en una esquina, esperando. Hasta que salió García Oliver:
–¿Qué hacéis aquí?
–Pues mira, aquí estamos los de Acció Catalana y éste de los Rabassaires.
–Bueno, esperarse.
A Jorge le regurgita de pronto la escena del coronel y su hijo. Se le representa el militar con la cara de su padre. Se ve en el espejo frontero del café, y aparta la vista. Saca el pañuelo y se enjuga la frente. Su padre frente al paredón: –Hijo mío, te perdono.
–De todo hay –seguía Carratalá–. Se discutió dónde podíamos meternos.
(¿Qué habrá dicho? ¿En qué estaba yo pensando?).
–El comandante Guarner nos indicó la escuela de Náutica. Allí fuimos: en la Plaza Palacio. Entraban los tiros como Pedro por su casa… Por poco le da uno a Durruti: no hizo más que apartarse un poco. Nombramos diferentes comisiones. («Nombramos», cómo se nota lo orgulloso que está, «Delegado Suplente de Acció Catalana en…»). Y a nosotros nos tocó94 las patrullas de control: Fábregas por los partidos republicanos, Asens por la C.N.T. y Salvador González por la U.G.T. Convertimos aquello en cárcel.
(Ha venido a ver cómo andan las cosas por aquí –se dice Jorge).
–Los comités de barrio empezaron a traer monjas. Nuestro cometido era claro –como supongo que lo es el vuestro: crear una fuerza a disposición del comité y controlar los incontrolables.
(¿Quién es controlable? Jorge recuerda a Villegas, furioso por eso del «control»,95 purista que es. Pero podía más el pueblo. Control estaba en todas las conversaciones. Control, controlar).
–Imponer un orden revolucionario en la calle. Al principio éramos setecientos once, después mil ochocientos, distribuidos en once secciones. Tuvimos que tomar otro local; en el paseo de San Juan, la llamamos la Casa Central. Aurelio Fernández y Portela han formado un servicio de investigación, aparte. Aquello funciona muy bien: cada organización tiene la suya.
–Nosotros también –adujo Reina.
–No lo sabía, me alegro.
–¿Cuánto cobráis?
–Doce pesetas. Hablan de refundirlo todo en una Junta de Seguridad. Nosotros creemos que no debe hacerse. La autonomía ante todo. Lo que se le escapa a uno, no se le escapa a otro. Hay que tener respeto para los demás.
(Este ha venido aquí para que nos opongamos a la unificación de los servicios…).
–Al principio aquello fue un caos. Como nadie conocía a nadie, cualquiera podía circular por allí. Los fachas no se hicieron de rogar. Cogimos unos cuantos. Uno de ellos se puso a morder el fusil del patrullero, por cierto que era el que mató al verdugo de Barcelona. Aquello estaba siempre lleno de gente. Una cosa fantástica.
(Aquello, cosa, uno… La indeterminación del lenguaje, y, sin embargo, en aquella boca, tan preciso).
–Salvador se presentó un día con tres monjas y catorce mil duros. No podía con su alma. Llevaba tres días sin comer, y no quiso aceptar ni tres pesetas.
(El bullicio, la agitación, la tensión nerviosa, el gentío, el trabajo a realizar, la concurrencia, la confusión, la mezcla, lo túrbido, las tinieblas de la preñez, Dédalo y laberinto, revuelto. Los corredores llenos de gente. El va y ven. Llamadas, prisas, timbres, todo se hace hoy. Estamos en guerra. La revolución. La importancia de ser esto o lo otro. Trabajo nuevo y vida nueva. La ciudad desconocida, los coches a toda velocidad. C.N.T. U.G.T. U.H.P.).96
–Las monjas pasaban a nuestra habitación. Algunas coqueteaban con los del Comité Central. ¡Palabra! Las íbamos repartiendo en casas de confianza. ¿Qué habéis hecho vosotros?
–Aquí, como hubo más tiempo, ellas mismas hicieron igual, sin encomendarse a Dios ni al Diablo.
–Salvador es un tipo fantástico.
–Yo le conozco –dijo un hombrón con el cráneo pelado al cero.
Pedro Carratalá era chófer de taxi. De Acció Catalana, pero anarquista porque sí. Había sido monedero falso por convicción. Le llevó a ello, de la mano, un tal Aguayo, gran teórico del grupo, allá por el año 30. Le parecía la manera más directa de acabar con el capitalismo.
–¿Te das cuenta de lo que sucedería si, de pronto, en el mundo, resultara que todo el dinero fuese falso?
También había vivido algo de las mujeres. Ahora era feliz. Le faltarond reaños para ser de un grupo de acción. (Tampoco iba a contar cómo se encontró una mañana con Segundo Durán, un compañero suyo, catolicón, del Instituto de Manresa –porque él había estudiado el bachillerato, hijo que era de una familia modesta, pero con posibles– y le había molido a puñetazos y bofetadas para dar una impresión de violencia:
–A ese me lo cargo yo.
Se lo llevó hasta la vía Layetana, y allí lo había soltado.
–Corre, y no vuelvas).
Seguía hablando de Salvador:
–Él y el Mahón buscaban sitios poéticos para las ejecuciones: donde hubiese flores. Primero en el paseo de Pedralbes, allí, entre los tilos. Luego, en el Cementerio Nuevo. Tenía una frase sacramental:
–Yo os perdono en el nombre de la Revolución. Y se los cargaba.
(Otra vez: el coronel y su hijo: –Yo te perdono…).
–Aquí, ¿no casáis?
–No.
–En Barcelona, si no los casa el Comité Central parece que no están casados. Es una lata. Y los avales, os aseguro que hay colas de mil o dos mil personas.
–¿Y los dais?
–¿Por qué no? Hay que tener la manga ancha para los que quieren ayudar y comprender.
–Oye, tú, ya son las cinco.
–Vamos allá.
Se despidieron.
–¿Dónde vais?
–Si te lo preguntan contestas que no lo sabes –que así era de seco Guillermo Segalá.
Subieron al coche de Ortiz y se fueron al Colegio Notarial.
–Tenemos tres.
–Sí –dijo Segalá, y, dirigiéndose a Jorge–, uno de ellos es tu padre.
Lo sabían desde antes y no le habían dicho nada.
–Lo trajeron a mediodía.
(Lo llevaba en la sangre, ahora en la garganta. No hay cosa mala que me figure y no se cumpla. ¿Qué hago? ¿Renuncio? ¿Me voy? ¿Qué dirán?).
–Tú dirás.
–¿Yo?
(Quizá no sea cierto, lo hacen para probarme).
–¿Quién lo trajo?
–Tres del Comité de Puebla Larga.
–¿De qué le acusan?
–Han encontrado armas escondidas en la bodega.
–No puede ser.
–Tres fusiles.
–Escopetas de caza…
–No, máusers, y doce Astras del 9 largo.
–Y munición.
(Me engañan, me engañan. ¿Qué hago?).
–¿Dónde está?
–Ahí, incomunicado.
–Él, ¿qué dice?
–Que no sabe. Que se los dejó un amigo suyo, en un cajón. Lo de siempre. (¿Será verdad? O, sabiendo de quién soy hijo, se vengan?).
–Como broma, puede pasar.
–¿Broma? ¿Nos crees capaces?… Pasa y lo verás.
(¿Qué hago? ¡Dios! ¿Qué hago?).
Le temblaban las piernas, sentía idos los molledos de sus pantorrillas.
Habían perforado una pequeña abertura en el tabique. Echó el ojo. Ahí estaba su padre, sentado en un taburete. Disimuladamente, Jorge se apoyó en la pared.
–Cuando queráis.
(¿Con qué voz he dicho esto? ¿De dónde me ha salido? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué debo hacer?).
Se sentaron alrededor de una mesa. Era una habitación enorme, con seis sitiales góticos, nuevos, de madera oscura. Tras ellos pendía un paño de damasco rojo, brillante en su rameado. Las tres ventanas que daban a la calle, dejaban pasar la luz a través de unas vidrieras modernas. Los emplomados cristales –rojo, verde, amarillo– formaban alrededor de un escudo y reflejaban sus luces en el entarimado de marquetería. Los diversos colores de la madera se recubrían de las manchas del sol, rojo, verde y amarillo, según el cristal herido.
–El primero es un capitán –dijo Segalá, que, sin pedir permiso, se instaló presidente de la comisión.97
–¿Cómo se llama?
–Pedro González Ramos. ¿Le conocéis alguno de vosotros?
–No.
–¿De qué arma?
–Caballería. Del regimiento de Victoria Eugenia.
–Señorito clavado, entonces.98
Lo vieron de azul celeste y plumero.
–Lo trajeron del Grao. Estaba escondido en casa de Chávez, el director de la fábrica de abonos.
–Con tal que sea militar, basta –dijo Julio Reina.
–No –adujo secamente Segalá–. Así, ¿a dónde íbamos a parar?
–Curas y militares… Si los dejamos libres acabarán con nosotros.
–¿Y con qué ejército vamos a luchar contra los sublevados?
–Bastará el pueblo, las milicias. ¿Quién puede contra eso?
Segalá miró a Julio Reina con conmiseración. Intervino Ortiz:
–Si vamos a discutir cosas de ese tipo, no acabaremos nunca.
–Así, porque sí, ¿vamos a condenar…?
–No así porque sí, Segalá. ¿Quién se ha sublevado contra la República? Los militares, ¿no?
–Sí, pero no todos.
–Es posible. Pero el hecho de serlo, basta. Estamos en guerra.
–¿Así que tú votas por su eliminación?
–Sí.
–¿Y tú? –pregunta Segalá a Ortiz.
(Ahora me preguntará a mí. ¿Qué contesto? Si lo absuelvo, pensarán que prejuzgo en favor de mi padre).
–Yo creo –dice Ortiz– que podríamos informarnos.
–Pulgar hacia abajo, muerte. Hacia arriba, libertad.
(Como los romanos. Tienen miedo de las palabras, pero no de los hechos. Si ellos tuviesen que ejecutarlos, ¿qué dirían? Estaría bien que los jueces tuvieran que ejercer como verdugos. Se darían cuenta).
–¿Sólo libertad o muerte?
–A menos que queramos pedir rescates o convertir esto en un penal.
–¿Y tú?
(Es a mí. ¿Qué dijo Ortiz?).
Jorge levanta el pulgar de su mano derecha y lo vuelve hacia abajo. Se abre la puerta y entra el portero.
–¿Qué pasa? No queremos que nadie nos moleste.
–Dicen que es urgente.
Penetran tres hombres.
–Salud.
–Salud.
–Somos del Comité de la C.N.T. ¿Tenéis aquí a un tal Santiago Carceller?
–No.
–Mira que nos lo han asegurado. Es el secretario del Sindicato católico de Requena. A ese le99 queremos nosotros.
–No. ¿Conocéis a un capitán que se llama Pedro González Ramos?
–¿Pedro González? No. Bueno, salud.
–Salud.
–Salud.
–Dos votos en favor, dos en contra.
–¿Quién lo trajo aquí?
–Si se escondía, algo malo ha hecho.
–¿Por qué no le interrogamos?
–¿Para qué? Dirá que no se ha sublevado, que es leal a la República.
–Que lo pruebe.
–¿Cómo?
–Tú estudias Derecho.
–Yo propongo –dice Jorge, y se calla.
–¿Qué propones?
–Que lo lleven a la Capitanía, o a la cárcel. Ya se las entenderán con él.
–¿Es que no quieres entender las cosas? –ataja Reina–. ¿Para qué estamos aquí? Este es un Comité de Salud Pública. Aquí estamos para salvar el régimen. Si andamos con contemplaciones, acabarán con nosotros.
–¿Quién preside?
–Tú, Segalá.
–Pues entonces mi voto es de calidad, en caso de empate.
–¿Qué vamos a hacer? ¿Soltarlo?
–Sí.
–Así no iremos a ninguna parte.
–Eso dices tú.
–Pidamos informes.
Al fin y al cabo acordaron eso. Jorge respiró, interesado inconscientemente en el caminar del sol sobre la marquetería.
–Ahora, el padre de éste.
–No. Déjalo para el final.
–Como queráis. Luis Romaguera.
–¿Está aquí?
–Así parece.
–Entonces, ni discutir.
–¿De acuerdo?
–De acuerdo.
–¿Cómo lo pescaron?
–Por lo visto se creyó muy listo. Andaba sin corbata100 y con gafas oscuras.
(Ahora tratarán del caso de mi padre. ¿Qué hago? ¿Me levanto y me voy, diciendo que no puedo ser imparcial?).
–Oye, Mustieles. Comprendemos que, en este caso… Si tú no quieres intervenir…
–Yo creo que debe quedarse –dice Reina, mirándole fijo.
–Tú dirás.
–Me quedo. (Debí haberme ido. Pero, si lo hubiese hecho, ¿cómo sabría lo que van a decidir?).
–Hay un informe.
Estaba bastante bien hecho: con la trayectoria política de Don Pedro, sus ligazones con la reacción, su actitud durante el bienio negro,101 su actuación durante una huelga en la que trajo trabajadores de Carcagente. Era, evidentemente, el hombre señalado para alcalde o delegado gubernativo si la sublevación hubiese triunfado, a menos que pusiera, otra vez, a uno de los suyos. Y el hallazgo de las armas. Según el escrito debía de haber tenido más, y bien repartidas, porque se encontró, en casa del boticario, un fusil del mismo tipo.
Jorge escuchaba con atención, ahora le parecía que se trataba de otro. Tuvo que volver atrás en sus pensamientos para decirse: Hablan de mi padre… de mi padre.
Segalá: –La cosa está clara. ¿Qué opinas tú?
E1 aludido era Ortiz.
–Sí.
–¿Y tú?
Reina giró su pulgar hacia el suelo.
Jorge, con la cabeza vacía, hizo otro tanto. Eres un cerdo, pensó. Los demás debían pensar lo mismo.
Se fue al excusado, y devolvió hasta las heces.
III
–¿No vienes con nosotros?
–No.
Sin insistir lo dejaron marchar, solo, calle abajo.
–Debieras ir con él.
–Déjalo.
–Se ha portado.
–¿Y qué remedio le quedaba? ¿Qué hubieras hecho tú?
–No sé.
Jorge iba con las manos en los bolsillos, Pascual y Genís abajo. Cuando se dio cuenta, caminaba por las orillas del río entre los enormes eucaliptos. El Hospital Militar allá enfrente, ya tinto de atardecer. El ancho cauce del Turia, todo arena, con una veta de agua y sus festones de hierba. El puente del Real atrás, con sus casilicios triangulares. Se sentó a ver morir la tarde. Una tarde blanda de calor, cansada, sin ángulos, de una pieza. Se sentía desollado, sin nervios, sin epidermis. Le sacudió un escalofrío. Unas hojas secas, en forma de yatagán, yacían en el suelo, pardas y verdes, sucias. El rosa se tornasolaba hacia los azules. Tras él pasaba, de cuando en cuando, haciéndole daño, algún tranvía con ruido de hierros y frenos. Y el timbre para parar y arrancar. El Gobierno Civil a su espalda, todavía con sacos terreros en las ventanas: Si se levanta aire, gritaré del dolor.
Los troncos de los eucaliptos, desollados, con la piel arrancada a tiras. Ya está ahí un ligero aire, se estremeció: no tenía epidermis; estaba en carne viva, pero no sangraba. Se miró las manos. Le parecieron extrañas; tan llenas de arrugas. Las frotó una contra otra, se las apretó, entrecruzó los dedos y se puso a pensar. Pensó que se ponía a pensar. Esta noche, a lo más tardar al amanecer, sacarían a su padre en un auto –con el otro, o solo–, lo llevarían allá enfrente –tras el palacio del Conde de Ripalda: ahí donde empezaban la huerta y la noche–, lo harían bajar y le pegarían un tiro en la nuca. Quedaría tirado hasta que lo recogieran y llevaran al depósito del cementerio.
Los labios descoloridos, color ceniza, un ojo saltado por el orificio de salida de la bala.
Sintió el peso de su pistola. Le molestaba. No se abrevió a echársela más atrás, con tal de no tocarla.
¿Qué hubiese hecho su padre en su lugar? Seguramente lo hubiera salvado. Él no, él había condenado a su padre. ¿Qué podía haber hecho? De todos modos su intervención no hubiese servido de nada.
¿Seguro? ¿De verdad se hubiesen negado sus compañeros a favorecerle? Era su padre. ¿Quién era su padre? Le parecía un ser lejano. Quizá fuese todavía hora de hacer algo. De ir de aquí para allá. Le contestarían que la Comisión era todopoderosa. Que hablara con Julio, con los demás. Con él mismo. Se veía yendo de uno a otro. ¿Quién iba a ejecutar la sentencia? El Grauero102 y sus gentes. Podía ir a ver al Grauero y decirle que habían decidido no llevar a cabo la ejecución. Sí. Eso era posible. ¿Y luego? ¿Cómo explicarles? ¿Dónde estarían ahora Alfonso, Guillermo y Julio? ¿En el local del Partido? Guillermo estaría con la novia. Julio había quedado en ir a Almusafes a arreglar no sé qué. ¿Qué era lo que tenía que arreglar Julio en Almusafes? El color se transformaba y un airecillo empezó a temblar con ruido suave entre las hojas en forma de puñal curvo. Rojas, verdes, plata, y amarillas.
–Tengo que hacer algo.
Se levantó y fue a acodarse en el pretil. A través de sus arcos, las espadañas daban más luz al cielo. La cúpula de San Pío V, relucía con el poder milagroso de sus azulejos, al sol poniente.
¿Qué le comía de pronto? ¿De qué oscura fuerza se sentía preso? ¡He matado a mi padre! Todo, menos remordimientos. Ganas de salir gritándolo. ¿Para que le admiraran? No, y cien veces no. ¡Libre! Libre en un mundo nuevo, sin límites. ¡Menuda preocupación echada al pozo negro! ¿Qué se estremece a mis pies? El puñal retorcido de una hoja de eucalipto, muerta. Todo se mueve. Aire, airecillo del crepúsculo. El agua sucia que allá corre. Una rana –no, un sapo– que croa. ¿Qué se mueve, o qué se muere? Los sapos no croan, silban.
Cuando lo sepan los demás, ¿qué dirán? Los que dirán que sí, los que dirán que no. ¡Que no se entere nadie! Los tres lo prometieron. Lo cumplirán. ¿Se lo diré a Emilia? No, no se lo diré a Emilia. Me coseré los labios. Se los mordió, hasta el dolor.
La República ante todo. Soy un cerdo. Un espantoso cerdo repugnante. Un cerdo cochino y sucio que hocea y mueve y remueve el lodo con su hocico horrendo. Lleno de fango. Tengo las manos encenagadas.
Del río, con el atardecer, sube un olor de tierra removida, siena claro. El cauce parece más ancho a medida que falta la luz.
Mi padre espera que yo le salve. Mi padre está convencido de que yo voy a hacer todo cuanto esté en mi mano para salvarle. Mi padre espera, frente a la puerta, que ésta se abra, se le nombre, y que yo le esté esperando.
Tenía armas. Si él pudiese, ¿qué haría?, ¿qué hubiese hecho? Acabaría con todos con tal de entronizar la reacción.
¿Qué quiero? ¿Qué espero de la vida? Va a vencer la revolución. Mundo nuevo. Tiene que morir. Pero, ¿te das cuenta, Jorge, de lo horrible que seas tú el que lo condenes, que seas tú el que lo haya condenado? Porque, date cuenta, recapacita, no pienses en lo que vas a hacer, sino que recuerda, piensa: Pon en fila lo sucedido. Empieza por el principio. Pasa un tranvía, con su remolino sonoro y amarillo.
Se está haciendo la noche. Todo se está haciendo de plomo. No te puedes mover. La falta de luz, te ata. Te funde. Te vacía. Se está haciendo de noche, el día se va. Fíjate, Jorge, se va para no volver. Tu padre está encerrado, tal vez hambriento. ¿Qué vas a hacer?
Los grandes árboles desollados empiezan a susurrar. Del mar viene el aire, del mar, por la ancha boca del río. Sobre la ciudad, a tus espaldas, todavía vaga la luz. Mar de tejados. Encienden las luces. ¿Y si me muriera? ¡Levántate, anda, grita! ¿Vas a dejar que lo asesinen, como un conejo? Le pegarán en la nuca, y, ¡zas!, caerá muerto. Despatarrado. Como una rana, como una rana no, como un sapo. Ahora croan cientos. Y atan la noche sobre el río.
La revolución. Ya no hay familia que valga.
Levántate. Habla con el gobernador.
–¿Qué le digo?
Habló en voz alta y se sobresaltó.
«Señor gobernador, hemos condenado a muerte a mi padre porque era un cacique de derechas. Está en el Colegio Notarial. Lo sacarán esta noche para pegarle un tiro en la nuca. Usted ha prohibido que la gente se tome la justicia por su mano, mande la policía para impedir que esta barbaridad se lleve a cabo. Llévenlo a la Audiencia, a la Cárcel Modelo. A donde sea».
Sí. Era el camino más corto: No tenía sino atravesar la plaza.
Pasó otro tranvía, ya con las luces encendidas, arrastrando su fulgor. El ruido lo decidió. Fue hacia el Gobierno Civil.
Entró sin dificultad y subió al primer piso del caserón. Escalones de madera y azulejo. Mucha gente en la antesala.
–Hola. Hola. Hola.
–No está el gobernador.
–¿Volverá pronto?
–No creo. Tuvo que ir a Játiva.
–¿Qué pasa?
–No sé. ¿Quería algo? Si quiere yo le daré el recado.
–No. Nada.
Atravesó un ala y fue a ver al jefe de policía.
–Salud. ¿Quieres ver a Luis?
–Sí.
–Está ocupado.
–Es urgente.
–Espera un momento.
El corredor está lleno de gente que viene y se va.
–Que ahora no puede. Que vengas mañana.
–Tiene que ser ahora. Dile que es muy importante.
La gente que va y viene. Chaquetas de cuero, a pesar del agosto.103
–Pasa.
–¿Qué hay?
–Han detenido a mi padre.
–¿Por qué?
–No sé. Es hombre de derechas.
–¿Dónde está?
–En Pascual y Genís.
–¿Eso es vuestro, no?
–Sí.
–Entonces, ¿por qué no se lo dices a los tuyos?
–Preferiría que fueses tú el que lo sacaras.
–¿Esta noche?
–Sí.
–Mañana.
–Sería tarde.
–Te puedo dar un papel.
–No. Quiero que vayas a sacarlo tú.
–¿Quién es tu padre? ¿Vivía aquí?
–No. En Puebla Larga.
–¿Muy conocido?
–Bastante.
–Se hará lo que se pueda.
–Voy contigo.
–Ahora es imposible. Tengo que hacer.
–¿A qué hora puedes ir?
–¿Yo? Yo, no puedo. Mandaré a Alcocer.
–¿Y si no le hacen caso?
–¿Quieres que entre a tiros?
–Por eso es mejor que vayas tú.
–Vuelve a las diez.
–De acuerdo. Y gracias.
Son las ocho. Voy a ir a casa. Sin darse cuenta, está frente al portal. ¿En qué ha pensado viniendo del Gobierno Civil hasta el Molino de la Robella?
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