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©Copyright 2020, by Martín Faunes Amigo / Patricia González Sáez

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Colección In Memoriam

El colorín de Paine: la venganza patronal

Investigación, 76 páginas

Primera edición: abril de 2020

Edita y distribuye editorial Santa Inés

Santa Inés 2430, La Campiña de Nos, San Bernardo de Chile

+56 9 42745447

librosdelaeditorial@gmail.com

Facebook Editorial Santa Inés www.editorialsantaines.cl Registro de Propiedad Intelectual N° 2020-A-2089 ISBN: 9789568675820 eISBN: 9789568675875 Edición General: Editorial Santa Inés Edición electrónica: Sergio Cruz Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

Esta es la historia de una venganza, una sangrienta venganza ocurrida a pocos kilómetros al sur de Santiago durante la dictadura. Una seguidilla de crímenes ejecutados por carabineros y militares con la complicidad de civiles que hasta el día de hoy permanecen en el anonimato y la impunidad, que conviven en el mismo pueblo con las viudas y los hijos de quienes fueron sus víctimas. Fusilamientos masivos en los que hubo personas que escaparon de la muerte… Es la caravana que sembró de muerte los campos de Paine», Alejandro Vega, periodista, programa «En la mira», 10 de junio del año 2015.

«Me siento contento que las personas sepan la verdad, crean lo que les conté porque decían que eran mentiras», Alejandro Bustos, «El Colorín de Paine», en «Buinense Televisión», 9 de octubre de 2015.

Se identificaron las víctimas y sus asesinos. Era verdad que los mataron porque los familiares debieron soportar por años las burlas de los homicidas en torno a que el marido se había ido y que estaría feliz en otro lado. Se armó el puzle que permitió la reconstitución de escena y la continuidad del proceso judicial. Se había encontrado la verdad y comenzaba la búsqueda de la justicia que, al finalizar el año 2019, exhibe los primeros condenados por «La matanza de Paine».

Presentación

Para una mejor contextualización de los hechos, este libro se presenta en dos partes complementarias.

La primera de ellas, se ha titulado «Paine, algo más que sandías» y corresponde al testimonio dado por Alejandro del Carmen Bustos González, quien, como sobreviviente de la matanza y testigo clave de los hechos, fue hostigado durante años por los implicados. Lo querían muerto o, por lo menos, muy lejos del lugar. Le ofrecieron dinero, le ofrecieron parcela en el norte, lo golpearon una y otra vez, pero él permaneció en Paine con la esperanza de que algún día se hiciera justicia. «Todos queremos que haya justicia o justicia divina que sea, pero algo tendrá que haber porque conmigo tienen un testigo», declaró en julio del año 1992, «El colorín de Paine»1.

Es, por tanto, el testimonio de este hombre que jamás se ha cansado de repetir que nada malo hizo. En realidad, nunca tuvo clara la razón por la que enfrentó a un pelotón de fusileros compuesto por uniformados y civiles2.

—Cuéntame la firme, Colorín, ¿por qué trataron de fusilarte?, dímelo no más que es pa’saber.

Yo le contesté que a lo mejor era por lo del asentamiento y la Reforma Agraria o por las JAP, o no sé. Pero lo que yo más creía era que se habían equivocado o que alguien me había denunciado por envidia.

—Hay gente muy re’ mala, fíjate, te creo —dijo—. ¿No querís quedarte en mi casa mejor?

Alejandro Bustos González fue el único que sobrevivió en ese grupo de detenidos. Lo dieron por muerto y lo lanzaron al agua. Luego, cuando se enteraron de que seguía vivo, lo buscaron para matarlo, sin lograrlo.

«El colorín de Paine» sabía muy bien los nombres de sus compañeros asesinados esa madrugada, incluso, Orlando Pereira murió a su lado. «Hasta aquí no más, Rucio, voy a morirme», le dijo a modo de despedida.

También conocía a los integrantes del pelotón de fusileros, pero no alcanzó a ver a los espectadores de tan macabro hecho, los mismos que lo delataron cuando sumido en la fiebre, se escondía por los campos, herido de bala y buscando una oportunidad para vivir y poder contar lo que realmente ocurrió.

La segunda parte, que hemos denominado «Luzoro, Bravo y otros culpables de la venganza patronal», corresponde a la labor del poder judicial en torno al esclarecimiento de la verdad y a la imposición de la justicia desde la Corte de Apelaciones de San Miguel y el nombramiento del ministro Héctor Solís Montiel en el año 2007, quien falleció el año 2013.

La meticulosa investigación que encabezó el ministro Solís, quien, a partir de los testimonios de los sobrevivientes y de las familias de las víctimas y con la colaboración de la PDI, el Servicio Médico Legal y un equipo de trabajo multidisciplinario, logró determinar la existencia de las víctimas y los lugares exactos dónde y cómo fueron fusiladas.

Del esclarecimiento de la verdad, se arribó al procesamiento y condenas de militares, carabineros y civiles que participaron en la detención, torturas, fusilamiento y desaparición de 70 personas en Paine.

El 31 de marzo del año 2016, la ministra en visita extraordinaria para causas por violaciones a los derechos humanos de la Corte Apelaciones de San Miguel, Marianela Cifuentes Alarcón, dictó sentencia que condenó a Juan Francisco Luzoro Montenegro a 20 años de presidio como responsable del homicidio calificado de Carlos Chávez Reyes, Raúl del Carmen Lazo Quinteros, Orlando Enrique Pereira Cancino y Pedro Luis Ramírez Torres y el homicidio calificado frustrado en la persona de Alejandro del Carmen Bustos González, hechos cometidos el día 18 de septiembre de 1973, en el sector Collipeumo de Paine.

A pesar de que esta sentencia fue confirmada por la Corte Suprema, la Corte de Apelaciones de San Miguel otorgó la libertad bajo fianza al inculpado, por lo que la ministra Cifuentes ordenó el ingreso de Luzoro al penal Colina 1, en noviembre del año 2017.

Posteriormente, en septiembre del año 2019, la Corte Suprema ratificó la sentencia impartida por la ministra Cifuentes de la Corte de Apelaciones de San Miguel a Nelson Iván Bravo Espinoza, jefe de la comisaría de Paine durante la ocurrencia de los hechos. A este coronel en retiro de Carabineros se le condenó a algo más de 37 años de prisión por su responsabilidad en siete casos de secuestros y homicidios calificados, ocurridos durante la dictadura de Pinochet.

Luego, el 6 de noviembre de 2019 y en pleno estallido social, la ministra Cifuentes emitió un fallo catalogado como histórico porque condenó a presidio perpetuo a cuatro exoficiales del Ejército: Jorge Eduardo Romero Campos, Osvaldo Andrés Alonso Magaña Bau, Carlos Walter Kyling Schmidt y Arturo Guillermo Fernández Rodríguez, en calidad de autores de 38 delitos de secuestro calificado.

Por su parte, los exmilitares: José Hugo Vásquez Silva, Carlos del Tránsito Lazo Santibáñez, Juan Dionisio Opazo Vera, Roberto Mauricio Pinto Laborderie, Jorge Segundo Saavedra Meza, Víctor Reinaldo Sandoval Muñoz y el civil Juan Guillermo Quintanilla Jerez, recibieron condena de 20 años de presidio.

En tanto, los soldados conscriptos a la época de los hechos: Raúl Francisco Areyte Valdenegro y Carlos Enrique Durán Rodríguez fueron condenados a 15 años de presidio en calidad de autor de 14 delitos de secuestro calificado y a 15 años y un día de presidio, en calidad de autor de 38 delitos de secuestro calificado, respectivamente.

En este fallo de primera instancia, la ministra Cifuentes agregó condena de 10 años y un día de presidio al excapitán de Carabineros Nelson Iván Bravo Espinoza, en calidad de autor de 2 delitos de secuestro calificado.

En total, son 14 los condenados, en noviembre de 2019, por la denominada «Causa Paine». Para todos ellos, la investigación judicial determinó su participación en el secuestro calificado de 38 campesinos.

Sin embargo, la mano de la justicia aún no puede asir a la familia Kast y a otras familias patronales de la zona. Son intocables, hasta el momento.

Así los hechos, tanto el testimonio de Alejandro Bustos como la labor de valientes ministros de la Corte de Apelaciones de San Miguel, son dos partes de una misma historia que comenzó un 18 de septiembre de 1973, con la detención y matanza en impunidad de la gente humilde de Paine que, en su gran mayoría, eran campesinos pertenecientes a los distintos asentamientos constituidos a partir de la Reforma Agraria.

Tras casi cinco décadas, esta historia de atropello y barbarie está encontrando justicia, aunque tardía, justicia al fin. Y, en este proceso, ha sido vital «El colorín de Paine», quien supo cumplir el legado de sus compañeros asesinados: «El que quede vivo, que sea hombre y cuente dónde van a botarnos».

Patricia González Sáez

1 En julio del año 1992, Alejandro Bustos conversó con la historiadora Eugenia Hortvitz, el poeta Oscar Montealegre y el escritor Martín Faunes.

2 Según cuenta Alejandro Bustos de una conversación que sostuvo con el comandante Ottone de la Fuerza Aérea de Chile (FACH).

I «Paine, algo más que sandías»
Testimonio de Alejandro Bustos González, “El Colorín de Paine”

Dedicado a esas mujeres que enviudaron

mucho antes de que les correspondiera y,

hoy, viven sus penas en un callejón humilde,

pero de la mayor nobleza.

A veces pienso que por mi mujer y los niños, debí aceptar lo que me ofrecían para que me mandara a cambiar y desapareciera para siempre, porque eso era lo que buscaban: «no verme más por Paine». Claro que yo consideré que eso habría sido venderme, y si hubiera sido por venderme habría recibido de comienzos la plata de los Carrasco y habría partido, ya que por ese tiempo no tenía que responder por mujer o hijos, porque aún no los tenía, pero sí tenía un compromiso con los finaos que nunca abandonaré. Me negué por eso. Me negué entonces, y ahora, después de todos estos años, con mayor razón seguiré negándome. Yo no me vendo.

Las cosas estaban malas, la gente estaba con pánico. Se escuchaban disparos todas las noches, de fusiles y pistolas, ráfagas de metralleta. Serían unos diez días después del golpe cuando los carabineros nos llamaron con don Carlos Pacheco y los otros compañeros, gente toda de trabajo. Carlos era el presidente del asentamiento. Les confieso sí, que yo ya había estado cerca de que me dieran de balazos, así que iba temeroso, es algo que no veo por qué tendría que ocultarlo. A mí, el mismo día doce de septiembre vinieron los carabineros a espantarme los caballos y a amenazarme diciendo que si arrancaba me iban a balear. Me llevaron después a la comisaría donde aquel zapatero maldito al que le decían «relámpago», me rapó la cabeza como si hubiese estado preparando una suela o algún cuero de chivato.

Me dejaron en el calabozo hasta que anocheció y, entonces, junto a los otros que como yo tenían presos «por sospecha» decían, nos abrieron la puerta para que escapáramos. Éramos Osvaldo y Ángel Bustos, el chiquillo de los Suárez, el Pelao Riveros y yo. Seis personas que salimos corriendo. Yo creí que iban a dispararnos por la espalda, así como para justificarse con «ley de fuga», pero igual corrí, me vine por toda la calle hacia los potreros. Toda la gente vio cómo escapábamos.

Ahora, me doy cuenta de que los pacos quizá no se atrevieron a matarnos por la gente que miraba, pero entonces no creí eso, no me di cuenta. Lo que creí es que nos habían perdonado. Uno es muy inocente o muy tonto. Por eso, cuando vinieron a citarnos de nuevo y con buenas palabras, decidimos ir. Como no habíamos hecho nada malo y ellos ya nos habían perdonado, pensamos que era mejor explicar que nosotros éramos los que éramos, o sea, personas tranquilas, además eso ellos lo sabían.

Nos recibió el carabinero Rivera, pero alcancé a ver también que en la guardia estaban Claudio, José y Víctor Sagredo, todos ellos carabineros de Paine que yo conocía bastante. En Paine todos nos conocemos y conocemos también a los de Linderos y a los de Huelquén.

Don Francisco Luzoro estaba también ahí, pero él que era civil, les daba las órdenes a los carabineros, harto raro.

—Llegaste atrasado, Colorín —me dijo, y mientras yo trataba de darle explicaciones, llamó a un carabinero a revisarme por si traía armas.

—Aquí, vai a tener que hablar todo lo que sabís porque los otros ya nos contaron que erai voh el que llevabai la batuta —eso me dijo el paco, revisándome los bolsillos.

Yo no tenía armas, así que él no me encontró nada, pero se dio cuenta de que yo tenía los bolsillos con dinero.

—¿Qué traís ahí? —me preguntó.

Eran cuarenta y cinco mil escudos que era harta plata, había vendido unos animales y ahora pienso que debí haberle dejado el dinero a mi vieja. Pero ese era mi dinero, lo había ganado bien y tenía mis derechos, aquel paco no podía robármelo. Traté de explicarle que si me lo quitaba no iba a poder comprar semillas ni abono ni nada, pero me hizo callar con un lumazo de punta en el estómago.

—Sácate los zapatos —dijo —. Tú, ya no vai a necesitar más dinero.

Después me obligaron a desnudarme y otros dos carabineros que no había visto, empezaron con que «cantara». Como yo les pregunté qué querían que cantara, me plantaron un palo en el espinazo y empezaron a darme también por los hombros con un «tonto de goma».

—Habla —gritaban —, tenís que hablar. Pero qué iba a decirles.

—A ustedes, les llegaron más de cinco mil armas, tenís que decir dónde las escondieron —dijo otro y palo tras palo.

—Voh tenís que saber porque por algo estabai inscrito, te denunciaron, tenemos veinticinco weones ahí adentro y van a tener que llegar todos los otros.

A esa altura yo les gritaba que no sabía nada de nada y que tampoco tenía armas, pero entró uno más grande y me levantó agarrao del cogote: —¿Desde cuándo erís rojo? —me preguntó al oído. Yo le respondí que siempre había tenido el pelo rojo.

—No te hagai el estúpido —gritó indignado—. Los rojos son los comunistas, weón.

A partir de ahí, comienzan con otra sarta de palos. Meta palos conmigo en la espalda y la cabeza. Alcancé a reconocer entre los que me pegaban a los carabineros Olguín, Reyes y Leiva, pero después, perdí el conocimiento. Me despertaron con un balde de agua, no podía abrir los ojos, los tenía como pelotas. Me levantaron entre tres y me sentaron en una banca.

—Tengo sed —les dije. Mejor me hubiera quedado mudo, porque trajeron una jarra de vino y me obligaron a tragarlo. Les gritaba que no, pero me lo seguían echando hasta por las narices. Traté entonces de ponerme de pie, pero uno de ellos dijo:

—A este weón hay que amarrarlo, se está haciendo el leso. Vino otro, entonces, con un alambre y me amarró las manos atrás por la nuca. Después, me empujaron de la banca para dejarme botado en el suelo. Cuando empezó a oscurecer, sacaron unas chuicas de vino y empezaron a prender fuego para un asado.

Había carabineros y civiles, la mayoría camioneros. Estaban los Carrasco, el Tito y el Toño Ruiz Tagle, el peluquero Aguilera, el Pato Meza, Miguel González, Carlos Sánchez, el Jara, el Christian Kast, Larraín y Suazo. Eran unos quince civiles y unos dieciocho carabineros. Yo los veía desde mi rincón cómo se reían y emborrachaban, pero estaba muy quieto porque cuando se acordaban de mí, se acercaban civiles o pacos a darme de puntapiés por las costillas.

Al rato, vinieron a hacerme tragar más vino y uno dijo:

—A este weón, hay que pasarlo pa’dentro, pa’que sepa lo que es canela.

Retamal, entonces, me sacó el alambre y empezaron a empujarme al calabozo. Estaba muy oscuro y parecía que había mucha gente. Apenas cerraron la puerta, las personas de adentro empezaron a preguntarme si estaba bien. «Es el Colorín», dijo uno en voz baja que no alcancé a reconocer porque entraron los pacos casi en seguida y me sacaron al pasillo.

—Tenís que decir toda la verdad, ¿son o no son comunistas los que estaban ahí adentro? Como yo les dije que no, me pescaron a cachetadas y el Moya gritaba que si estábamos metidos en la JAP, estábamos en política y éramos comunistas.

—¿En qué entrenamiento andabai metido, weón, p’tas que soi bueno pa’mentir. Se aburrieron de pegarme.

—Vamos a comer será mejor —dijo uno y me empujaron de nuevo, al calabozo. Un rato después, empecé a reconocer a los compañeros, eran todos gente re’ buena, Carlos Chávez, Luis Ramírez, Orlando Pereira, Raúl Lazo, también Calderón, el del Escorial. Empezamos a conversar entre nosotros, de quiénes éramos y si estábamos heridos; varios me preguntaban si había visto a sus esposas.

Sería, creo, la una de la mañana, cuando el paco Retamal abrió la puerta del calabozo; con él entraron Leiva y Manuel Reyes, carabineros también. Nos hicieron salir por detrás de la guardia mientras Claudio Obregón y Carrasco nos nombraban por una lista. Cuando le tocó salir a Calderón, Carrasco le dijo «vos te quedai por ahora», y lo devolvieron pa’dentro cerrándole la puerta. Atrás de la guardia, nos esperaba un furgón verde y el auto crema de los Carrasco, también estaba la camioneta verde de don Jorge Sepúlveda, la camioneta amarilla de Obregón, y el auto de González.

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9789568675875
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