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Por su parte, en el caso ecuatoriano, la falta de comunicación entre las zonas más distantes podía observarse incluso a principios del siglo XX. En este sentido, Ronn Pineo afirma que hasta 1908, cuando se inauguró la línea que conectaba Quito y Guayaquil, el transporte desde la zona montañosa de la sierra hasta la costa era sumamente complejo: «el viaje desde Quito podía tomar dos semanas, con pocos hoteles o pensiones en el camino».82 En concreto, tal y como indica Kim Clark, la construcción de este ferrocarril suponía una excepción en el contexto latinoamericano, pues «proporcionó un grado inusual de integración nacional, comparado con muchos otros ferrocarriles latinoamericanos, ya que fue construido para conectar importantes centros de población en lugar de trasladar los productos de exportación de sus zonas de origen a un puerto». Así, el ferrocarril atravesaba cuatro de las cinco grandes ciudades de Ecuador: Guayaquil, Riobamba, Ambato y Quito, mientras que Cuenca quedaba excluida. La construcción de esta línea férrea ocupó grandes debates parlamentarios a finales del siglo XIX. Finalmente, la obra resultó del acuerdo entre las élites del interior y de la costa.83 En este sentido, a pesar de la afirmación que realiza Kim Clark, lo cierto es que la construcción de esta línea férrea se llevó a cabo en función de los intereses concretos de las clases burguesas de una y otra región. Así, por ejemplo, Juan Paz y Miño señala que «los cultivadores de cacao, exportadores y banqueros de la costa no estaban particularmente interesados en el mediocre mercado de las tierras altas, y se mostraron poco dispuestos a correr con los gastos del ferrocarril».84 De hecho, el negocio del cacao no dependía tanto del desarrollo del ferrocarril como de la navegación a vapor por los ríos hasta llegar a los principales puertos de la costa, especialmente el de Guayaquil, lo que explica el desinterés de los comerciantes cacaoteros sobre la construcción de líneas férreas.85
En definitiva, como se ha visto en ambos casos, y al igual que ocurría en todo el mundo occidental, las élites socioeconómicas utilizaron los medios de transporte en su propio beneficio, por lo que solo se instalaron en determinadas zonas, que coincidían con los territorios en los que se explotaban los productos claves, y el recorrido necesario para conducir estos recursos hacia los puertos, por los que se les daba salida hacia el mercado internacional. Así, al calor del desarrollo industrial de los países de Europa Occidental y América del Norte, América Latina consiguió un amplio y rápido crecimiento económico entre 1850 y 1920.86 Sin embargo, las consecuencias del auge económico se pueden resumir en una cada vez mayor polarización social y en un desajuste territorial entre las zonas costeras e interiores; entre el mundo urbano y el rural; entre las capitales, junto a otras grandes ciudades, y el resto del país. Por tanto, las variaciones regionales que caracterizaban a ambos países –elemento que se tratará en el siguiente apartado– estaban totalmente relacionadas con la situación socioeconómica e influían en el régimen político a establecer en este periodo.
Por otro lado, el crecimiento económico que experimentaron Perú y Ecuador en la segunda mitad del siglo XIX y los beneficios que se obtuvieron de la producción de guano y de cacao respectivamente, hicieron que ambos países pudieran renunciar al cobro del tributo indígena que se había venido recaudando desde la época colonial, y que hasta ese momento había constituido un pilar económico fundamental para las dos naciones. En Perú el tributo indígena quedó abolido en 1854, mientras que en Ecuador habría que esperar unos años más, hasta 1857. No obstante, es preciso señalar que en ambos países este elemento sufrió oscilaciones, siendo implantado y eliminado en diferentes ocasiones a lo largo del siglo XIX. Me detengo ahora en el análisis de este proceso ya que considero que los vaivenes sufridos en la recaudación de este impuesto no solo afectaron al ámbito económico, sino que tenían profundas conexiones con la evolución de las estructuras políticas, sociales y culturales. No en vano, este ha sido un tema que ha merecido la atención de numerosos autores a lo largo de la historiografía peruana y ecuatoriana.
El tributo indígena había sido establecido desde el siglo XVI. Se trataba de un impuesto que debían pagar los naturales de América al virrey en su condición de vasallos de la Corona española. Fue abolido por primera vez por las Cortes de Cádiz en 1811. En este momento, «el parlamento español estipuló que los indios cumplirían ahora las mismas obligaciones que los españoles (tanto los criollos como los peninsulares)». Sin embargo, pronto quedó claro que esta medida traería consigo un profundo déficit económico, por lo que en 1812 volvió a reimplantarse. No obstante, no se podía volver a hablar del «odioso tributo», un término que «era incompatible con la “dignidad de los ciudadanos españoles”». Así, en 1815 el tributo pasó a denominarse «contribución», supuestamente provisional y voluntaria, que se suponía un impuesto más digno.87
Durante los primeros años de la independencia de Perú, entre 1821-1826, fue nuevamente suprimido por San Martín, como una forma de desmarcarse de la herencia colonial. Charles Walker señala que este fue un «acto simbólico» del Gobierno de San Martín, ya que la realidad era que su Gobierno no logró consolidar un poder suficiente para recaudar dicho impuesto. No obstante, a partir de esta fecha algunos políticos peruanos comenzaron a plantearse la posible reimplantación de dicho impuesto, lo que finalmente se llevó a cabo en agosto de 1826. La «contribución de indígenas» –un término que, a su vez, vino a sustituir a la colonial denominación de «indios»– estuvo en vigor nuevamente en Perú entre 1826 y 1854. Durante este periodo, el pago de este impuesto hacía que los indios que lo sufragaban fueran considerados como miembros útiles, contribuyentes, y por tanto parte de la nación. Esto se debía a que, «siguiendo los principios republicanos liberales», el tributo ya no se pagaba a los jefes étnicos, como sucedía durante la época colonial, sino al Estado (a través de una red clientelar en la que intervenían el contribuyente, el comisionado, el gobernador y el subprefecto). La contribución a la hacienda del Estado suponía, por tanto, «ser un buen republicano».88
Esta situación se transformó con la llegada del auge guanero desde la década de los cincuenta, que hizo innecesario seguir cobrando el tributo o contribución. Además, la abolición del tributo formaba parte de las promesas realizadas por Ramón Castilla, que se vio en la necesidad de ampliar su base de apoyo político.89 Así, el periódico El Comercio del 12 de enero de 1854 recogía las siguientes palabras del presidente, mediante las que justificaba la medida que se iba a ejecutar unos meses después:
A partir de 1855 se suprime la contribución indígena, y desde entonces no aportarán sino de la misma manera que lo hacen los demás habitantes del Perú [...]. Emancipado del humillante tributo impuesto sobre su cabeza hace tres siglos y medio, y elevado por el efecto natural de la civilización, el Perú ganará una población numerosa y productiva en la raza indígena, que sin duda le ofrecerá una contribución más rica.90
Finalmente, el 5 de julio de 1854 se produjo la derogación de dicho impuesto. El objetivo de Castilla era sustituir el tributo pagado exclusivamente por los indígenas por un impuesto denominado «contribución personal», que tendrían que pagar todos los ciudadanos varones adultos, con excepción de los sacerdotes, soldados, ancianos y discapacitados. Sin embargo, este impuesto universal nunca llegaría a implantarse. Contrariamente a lo que pretendía Castilla, la abolición del tributo indígena solo consiguió una desvertebración de la sociedad andina entre el Estado central en Lima y las tierras del interior. A partir de ese momento, la economía peruana pasaba a depender exclusivamente de las exportaciones de guano, lo que favorecía el predominio de las regiones costeras y sus élites económicas sobre las poblaciones del interior.91
Sin embargo, en la década de los sesenta el tema volvía a estar candente entre los parlamentarios peruanos, muchos de los cuales entendían que la abolición del tributo indígena era una forma de excluir al indio de la nación. En este razonamiento operaba el hecho de que el contribuyente (es decir, el que pagaba impuestos) a menudo era identificado con el ciudadano. Esta era una asociación que procedía de la Constitución de Cádiz, en la que se había establecido que el pago de impuestos era uno de los deberes a los que tenía que hacer frente el ciudadano, junto con la obediencia a las leyes, el respeto a las autoridades y la defensa de la patria. Por tanto, teóricamente, aquellos que estaban exentos de pagar impuestos quedarían también al margen de la ciudadanía.92
En este sentido, durante el año 1867 se llevó a cabo un profundo debate parlamentario en el Congreso sobre la necesidad de reimplantar o mantener la supresión de este impuesto. Para muchos de los políticos e intelectuales del momento, entre ellos Manuel Pardo –líder del Partido Civil desde 1871–, «el único medio de oxigenar la economía del país y de restablecer los vasos comunicantes entre el Estado y los indios era el tributo».93 Es decir, volvía a estar presente la idea que había protagonizado el periodo 1826-1854: a través de esta contribución el indígena podía pasar a incluirse como un miembro más de la nación, ya que con sus impuestos ayudaba a sustentar el Estado. Por ello, el mantenimiento del tributo indígena se suponía fundamental para la integración del indio en el Estado nacional, siendo considerado un ciudadano más. La opinión de Pardo era compartida también por algunos representantes, como José Casimiro Ulloa –el cual, por cierto, tenía ancestros mestizos– o Francisco García Calderón. Sin embargo, cuando finalmente se realizó la votación en el Congreso triunfó la opción de suprimir el tributo indígena, por cincuenta y cinco votos frente a diecinueve. En buena parte esta resolución se podía explicar por el miedo a una posible guerra civil si se volvía a imponer un impuesto tan discriminatorio como este.94 Así, la contribución fue definitivamente eliminada en la Constitución de 1867.
Por su parte, Ecuador experimentó un proceso similar en relación con el tributo indígena. Durante el periodo de la Gran Colombia, el tributo indígena fue suprimido por Bolívar en 1821. Aunque este era un recurso importante para el país, ya que representaba «el principal rubro del erario público», al igual que aconteció en Perú con San Martín, los grandes «libertadores» recurrieron a esta medida como una forma de desvincularse del anterior gobierno colonial y, teóricamente, conseguir la integración de la población indígena en la nación, «con los mismos derechos y obligaciones que los demás ciudadanos». Sin embargo, tras las quejas de los terratenientes de la sierra durante los siguientes años, en 1828 el impuesto volvía a ser reimplantado bajo el nuevo nombre de «Contribución Personal de Indígenas».95 En palabras de Silvia Palomeque, a partir de este momento «se abandona el proyecto general de ciudadanización de los indígenas».96 Este impuesto seguiría vigente hasta mediados de los años cincuenta. En 1843 hubo un intento por parte de Juan José Flores de extender la contribución a los blancomestizos. No obstante, una serie de revueltas –en Chambo, Licto, Punín, Guano, Cayambe, Cotacachi y Tabacundo– por parte de un sector de población que consideraba este intento de imposición fiscal como algo degradante, al equipararlos con los indios, impidió que finalmente pudiera establecerse.97
En la segunda mitad del siglo XIX, el impuesto fue nuevamente suprimido en 1857, durante el Gobierno de Urbina. A partir de entonces, la economía ecuatoriana pasaría a depender casi en exclusiva de las exportaciones de cacao. Con esta medida se pretendía, una vez más, extender la categoría de «ciudadano» a todos los ecuatorianos, haciéndoles partícipe de una misma nación. No obstante, Andrés Guerrero afirma que la realidad seguía mostrando la segregación étnica:
Como no sabían hablar español, y mucho menos leerlo o escribirlo, la población previamente identificada como indígena permanecía, por definición, al margen de la ciudadanía plena. Para la ciudadanía del siglo XIX –esto es, adultos, hombres, letrados y ricos blanco-mestizos– lo impensado era prácticamente impensable, es decir, que los indios, personas a las que estaban acostumbrados a tratar como sus inferiores en casa, en el campo, en las calles y en los mercados, pudieran ser libres e iguales que los ciudadanos ecuatorianos.98
Además, este autor incide en el hecho de que la supresión del tributo indígena, lejos de lograr la integración social de este grupo de población, supuso una pérdida de poder en el ámbito local y regional por parte de las autoridades étnicas. Hasta 1857, los caciques y los gobernadores de indios habían ejercido una importante función en relación con el cobro de la contribución, ya que el nuevo Estado los necesitaba para que ejercieran el papel de intermediarios ante la mayoría de población indígena. Sin embargo, desde 1857 los funcionarios blanco-mestizos (que ocupaban el cargo de tenientes políticos) se sobrepusieron a las autoridades étnicas, y las leyes del Estado central, a las leyes comunales.99
En definitiva, nos encontramos con que en la segunda mitad del siglo XIX las diferencias socioeconómicas entre los peruanos y los ecuatorianos, desde un punto de vista socioeconómico y étnico, se fueron haciendo cada vez más notorias. A ello se unía la diferenciación regional, que desempeñaba un papel relevante en las condiciones económicas, sociales y culturales de la población.
ESTRUCTURA TERRITORIAL Y DIFERENCIACIÓN REGIONAL
Como se ha visto, la disparidad socioeconómica que caracterizó a ambos países a lo largo del siglo XIX a menudo estaba asociada a la diferenciación regional. Además, el concepto de representación que albergaban las élites parlamentarias dependía en gran medida de las características geográficas de cada país. Por ello, creo oportuno dedicar un último apartado de este capítulo a analizar la estructura territorial de Perú y Ecuador durante la segunda mitad del siglo XIX y su relación con el ámbito político, social y económico.
A través de los textos constitucionales desarrollados en la década de 1860, ambos países quedaron estructurados en tres niveles en lo que respecta a su administración interior, si bien la nomenclatura y los cargos de dirección de cada uno de ellos variaban de un país a otro. Cada uno de estos cuerpos era bastante autónomo y contaba con sus propias autoridades, aunque en última instancia dependían del poder ejecutivo. Por tanto, la estructura territorial definida en los textos constitucionales de 1860-1861 ponía de manifiesto que no eran sistemas demasiado centralistas. En Perú, la Constitución de 1860 dividía la República en departamentos, que a su vez comprendían varias provincias, entre las cuales se hallaban diferentes distritos. Los departamentos se encontraban gobernados por prefectos, las provincias por subprefectos, y los distritos por gobernadores. Asimismo, la Constitución contemplaba la instalación de tenientes gobernadores donde fuese necesario. En el caso de Ecuador, los tres niveles de administración en los que se dividía el país mediante la Constitución de 1861 eran las provincias, los cantones y las parroquias, dirigidos respectivamente por el gobernador, el jefe político y el teniente.100
Además de esta estructuración formal, la realidad presentaba profundas diferencias entre las diversas regiones, que estaban relacionadas con la presencia de distintas situaciones socioeconómicas y que afectaban a la organización política y al precario desarrollo de una conciencia nacional. Así, un fenómeno común a ambos países durante el siglo XIX fue el regionalismo.
Desde la independencia, el territorio que actualmente forma parte de Ecuador se encontraba dividido en tres grandes provincias lideradas por tres ciudades principales: Guayaquil, en la costa; Quito, en la sierra norte; y Cuenca, en la sierra sur. Estas tres regiones presentaban grandes diferencias ya desde los primeros años del siglo XIX. Así, por ejemplo, mientras que Quito quería formar parte de Colombia, Guayaquil y Cuenca preferían anexionarse a Perú. Esto se debía a diferentes tradiciones históricas e intereses económicos que habían conectado en mayor medida a Quito con Bogotá y a Guayaquil y Cuenca con Lima. Finalmente, Guayaquil y Cuenca tuvieron que ceder en sus aspiraciones, hecho que quizás estuvo motivado por la temprana independencia acaecida en la República de Colombia desde 1819, mientras que en esta fecha Perú seguía estando en manos realistas. También existían discrepancias entre las tres regiones en cuanto a las actividades económicas que se llevaban a cabo y, por tanto, en cuanto al proyecto económico que se quería instalar: librecambismo o proteccionismo. Por un lado, los incipientes comerciantes cacaoteros de Guayaquil apostaban por un sistema económico liberal que propiciara unas comunicaciones fluidas para favorecer el comercio de sus productos a través de su puerto. Por otro lado, los terratenientes de Quito y de Cuenca, anclados en una política económica colonial, pedían el «restablecimiento de la contribución indígena», el «aumento de las tasas arancelarias», así como el «apoyo a la religión católica y por tanto a su Iglesia». Todo esto ponía de manifiesto que en los inicios del siglo XIX los líderes del movimiento independentista aún no tenían clara la definición de las fronteras en los nuevos Estados independientes. En este sentido, la historiografía ecuatoriana a menudo se ha cuestionado si el surgimiento del Estado del Ecuador no fue un «accidente geográfico». No obstante, sí que existía un elemento en común entre las tres regiones: la presencia del latifundio y, por tanto, de grandes terratenientes que precisaban un gobierno fuerte que les asegurara el mantenimiento de «una dominación directa sobre la población indígena, esclava y campesina».101
Por otra parte, más allá de la sierra, en el interior del continente, se situaban las conocidas como «provincias orientales», la zona más deprimida de Ecuador, donde residía una población dispersa, en un gran porcentaje indígena. En Ecuador, la cuestión territorial suponía un problema de carácter nacional, ya que existían múltiples debates en torno a la delimitación de los territorios que formaban parte de la nación y de los ciudadanos que la componían. Así, entre las disposiciones comunes de la Constitución ecuatoriana de 1861 se establecía que «todos los lugares que por su aislamiento o distancias de las demás poblaciones, por su escaso vecindario o atrasada civilización» debían regirse por disposiciones especiales. Entre estos territorios se encontraban la provincia del Oriente –«regida por leyes especiales hasta que el aumento de su población y los progresos de su civilización le permitan gobernarse como las demás»– o el archipiélago de Galápagos.102
Quito, la capital, era el lugar que concentraba un mayor número de población. Además, contenía la mayor cantidad de población ilustrada del país, pues aquí se situaba la mayoría de colegios y universidades. Durante la época colonial, la élite social terrateniente había estado ubicada en este territorio. Sin embargo, como ya se ha visto, esta élite fue siendo desplazada desde el siglo XIX por la burguesía comercial asentada en la costa. También era la zona que albergaba un mayor número de iglesias y una mayor cantidad de población católica. En palabras de Ronn Pineo, «la religión, la educación y las artes pronto se centraron en Quito».103
Por su parte, Guayaquil, con una economía basada principalmente en la explotación cacaotera y el comercio internacional a través de los puertos, era el lugar donde se situaba en gran medida esa burguesía comercial y financiera a la que se ha hecho referencia en el apartado anterior. Era, por tanto, una zona de prosperidad económica, como relataba el New York Times: «El comercio en Guayaquil es muy próspero, todos los comerciantes hacen dinero».104 Al estar situado en uno de los márgenes del país, el territorio de Guayaquil siempre mostró un deseo de mayor autonomía política, frente al poder central ubicado en Quito. Así, los guayaquileños no estaban tan interesados en la política nacional como en conseguir beneficios para su propia región, lo que presentaba un grave problema para la consolidación del nacionalismo ecuatoriano. De hecho, si por algo se caracterizaba Ecuador era por su profundo regionalismo, un elemento que fue percibido incluso por algunos observadores foráneos, como el ministro de Estados Unidos en Ecuador Friedrich Hassaurek: «En casi todos los países hispanos el espíritu del provincialismo reina de manera suprema. Lo mismo ocurre en Ecuador, mucho más, sin embargo, en la costa que en el interior».105
Las diferencias económicas, sociales y culturales entre Quito y Guayaquil eran notorias, así como las desavenencias entre sus habitantes. Por ello, los «blancos racistas» serranos criticaban la laxa religiosidad que imperaba en la costa, así como el mestizaje que se daba entre los «montuvios», a los que se referían como «monos». Por su parte, los costeños consideraban a los quiteños como «orgullosos y santurrones, y afirmaban que la piedad ostentosa de la sierra se forjaba con hipocresía».106
Por último, las provincias orientales, a menudo consideradas «bárbaras» o «incivilizadas» por los políticos ecuatorianos del momento, era una zona en gran parte desconocida. Como ya se ha comentado, en este territorio residía una población mayoritariamente indígena y analfabeta. Una de las soluciones que se plantearon desde el Estado para paliar estos inconvenientes pasaba por educar a la población iletrada, una tarea que en gran medida ejercieron las organizaciones católicas, en concreto los jesuitas. El diputado José Ignacio Ordóñez –el cual fue además obispo de Riobamba y arzobispo de Quito– exponía así la situación y la solución: «existiendo vastos lugares en estado de barbarie en la banda oriental de la cordillera, lugares en que se aumentaría la población y saldría esta de la barbarie mediante la predicación del evangelio por las misiones que iban a establecerse».107 Igualmente, el representante y también sacerdote Vicente Cuesta afirmaba la necesidad de que la Compañía de Jesús se encargara de «civilizar» a las poblaciones que quedaban fuera de la nación (aunque teóricamente formaban parte de ella):
En balde decimos que los límites de nuestra República son desde el Océano hasta Tabatinga; estos límites solo existen en el mapa, puesto que la verdadera población ecuatoriana está circunscrita a las regiones andinas y a la costa del Pacífico. Las ricas regiones orientales, los grandiosos ríos que las atraviesan en todas direcciones, son aún vírgenes para nosotros. Desengañémonos pues, el interés particular no civilizará el Oriente, como no lo ha hecho hasta ahora, y preciso es dejar esta obra a la caridad cristiana [...]. La Compañía de Jesús en el Oriente sería, además, la salvaguardia de la integridad territorial de la República.108
El debate sobre la permisión de la entrada en el país a los jesuitas, con el objetivo fundamental de educar y civilizar a una gran cantidad de población que vivía en los márgenes de la alfabetización y, por tanto, del sistema político que se estaba construyendo, fue un tema bastante recurrente en Ecuador a lo largo de todo el siglo XIX. Por ello, en los capítulos 6 y 7 se profundizará en la relevancia que tenía el requisito de la alfabetización para obtener el derecho a la ciudadanía en Ecuador, así como en las medidas implementadas en la época garciana para extender la educación en la nación. En la misma línea que Cuesta, el representante Ramón Borrero aseguraba que la llegada de la Compañía de Jesús podía ayudar a que «se civilicen las hordas salvajes que habitan nuestras extensas regiones».109 Los discursos que hablaban de «civilizar» a las «hordas salvajes» tenían sentido en un momento en el que en todo el mundo occidental existía una idealización de la idea de progreso, un progreso tanto moral como tecnológico y material. La educación, por tanto, jugaba un papel esencial en el objetivo de aumentar el progreso de la civilización, un elemento que quedaba patente en el discurso de la comisión encargada de dirimir la idoneidad de la entrada de los jesuitas en Ecuador:
Las misiones y la instrucción pública son las primeras y las más premiosas necesidades de nuestra República ecuatoriana [...] para salir del estado de postración en que se halla sumergida; lo que nuestros pueblos piden para ensanchar sus relaciones comerciales, dar vida a su industria y ponerse en la senda del progreso, lo que la humanidad exige en bien de nuestros infelices compatriotas que viven sumidos en las tinieblas de la ignorancia y del error, y lo que la santa religión predica en favor de los infieles que pueblan nuestros desiertos, insultas y foraces selvas a fin de que salgan de su ignorancia y de sus errores.110
Evidentemente, esta parte de la población considerada ignorante y atrasada, a menudo asociada con la población indígena que vivía alejada de los principales núcleos urbanos, quedaría también al margen de la vida política. Los mismos legisladores blancos, burgueses e ilustrados se encargaron de establecer mediante constituciones y leyes una serie de restricciones a la participación política de aquel gran sector de población. Por tanto, las diferencias territoriales repercutían en el modelo de sistema representativo que se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XIX. Así, por ejemplo, el diputado Toribio Baltazar Mora proponía que el distrito de Quito, «que tiene una Universidad y más establecimientos literarios que los otros, debe naturalmente poseer mayor número de ciudadanos ilustrados, aptos para ejercer los derechos de la soberanía», y por tanto debía tener una mayor representación en el Parlamento.111
También en Perú las diferencias territoriales, étnicas y socioeconómicas estaban relacionadas con la construcción de un determinado modelo político de representación parlamentaria. En este caso, existían profundas diferencias entre las grandes ciudades de la costa –entre las que cabe destacar la capital, Lima– y las zonas rurales del interior. De hecho, la diferenciación entre la costa y la sierra había sido una constante a lo largo de la historia de Perú e influía en la diversidad de su población, como puso de manifiesto el viajero Ephraim George Squier en 1877:
Las características geográficas y topográficas de esta vasta región son singularmente marcadas y notables, y actuaron poderosamente sobre sus habitantes antiguos, como lo hacen en el presente. [...] La antigua población de Perú podía ser dividida entre la gente de la costa y la de la sierra, las principales características de cada una son determinadas por las condiciones físicas de la región en la que habitan.112
Era fundamentalmente en la costa donde se situaba aquella burguesía dedicada a la explotación del guano y al comercio con Europa a través de los puertos. Además, en esta zona se situaban las principales escuelas y universidades, por lo que contaban con un mayor número de población ilustrada. Por otro lado, el interior era un territorio mucho más deprimido económicamente, con un mayor número de población indígena e iletrada, y con considerables problemas en la articulación del territorio debido a la carencia de infraestructuras. Al igual que sucedía en Ecuador, en ocasiones los representantes peruanos también se referían a la población que habitaba estos territorios como «bárbaros» o «salvajes». Así, por ejemplo, en medio de la discusión sobre el número de diputados que debían elegirse en cada departamento según la ley electoral de 1861, el senador Francisco Alvarado Ortiz, representante de la Amazonía, aseguraba que «la provincia de Loreto tiene más de cincuenta mil habitantes, sin contar con los innumerables salvajes que la pueblan».113
En la década de los sesenta, el proyecto nacionalizador se dirigió casi en exclusiva a las zonas urbanas, dejando de lado los núcleos rurales. Lima y otras ciudades costeras fueron las únicas beneficiadas de la explotación guanera, mientras que el mundo rural quedaba al margen del desarrollo económico. Así, el auge guanero produjo, entre otros graves efectos, una fragmentación de la conciencia nacional, pues las diferencias económicas, sociales y culturales entre unas y otras zonas del país eran palpables. En palabras de Ulrich Mücke, y partiendo de los planteamientos de la historia nueva, cuando comienza la guerra con Chile en 1879, Perú no era «una nación moderna y unificada», sino «un mosaico de muchos feudos precapitalistas con una clase burguesa en la capital».114 Además, desde este momento se produjo una fuerte emigración procedente de las zonas rurales del interior del país hacia las grandes ciudades, especialmente Lima. Esto repercutió en un crecimiento y consolidación de la capital peruana, que en los primeros años de la República «aún no había logrado consolidar su hegemonía sobre el resto del país».115 El proceso de emigración iniciado en la segunda mitad del siglo XIX y continuado a lo largo del siglo XX convertiría a Lima en una enorme ciudad inundada de suburbios marginales.
La diversidad socioeconómica y territorial ejerció una profunda influencia en el modo en que los legisladores peruanos imaginaron el sistema político, lo que a menudo se reflejaba en los discursos parlamentarios. Así, por ejemplo, muchos de los representantes peruanos adujeron el atraso educativo de gran parte de la población peruana –especialmente de aquella que se situaba en las zonas del interior– para justificar la necesidad de implantar un modelo de sistema electoral indirecto. Finalmente, estas características tuvieron una influencia directa en la exclusión política de ciertos sectores de población. En palabras de Mauricio Novoa,