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Читать книгу: «La piel de la mujer foca»

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TERROR MARMOTA

Lo primero que pensó Roberto fue en los niños: Alguno habrá muerto, un accidente, pero si estaban en la escuela…, hasta que el horror con que elucubraba hizo un alto y le permitió enfocar su atención; caminó a prisa por el pasillo. Qué pasa. Sacudió a su mujer, pero esta no salía del pasmo: estaba ahí de pie completamente horrorizada, con los ojos desorbitados y la cara blanca, palidísima de susto. Él volvió a gritarle y la reacción de ella, aunque timorata y poco clarificadora, dio por lo menos un primer indicio de lo que sucedía. El baño qué, preguntó él mirando el dedo erguido de su mujer apuntando hacia la perilla de la puerta, qué pasa, el baño qué, gritó. Una marmota, contestó ella con la voz tembleque. ¿Una marmota? Y apretó con la mano la perilla y se dispuso a darle la vuelta; pero Carmen se abalanzó para detenerlo y profirió un grito que cimbró las paredes del departamento: entonces lloró refugiándose en el pecho de su marido que dio un par de cautelosos pasos hacia atrás para alejarse de la puerta del baño.

Pero cómo una marmota, preguntó Roberto, aunque en realidad quería más bien cuestionar sobre qué era una marmota, no recordaba haber visto una, pero el nombre le sonaba a algo grande y destructor: le sonaba a derrota y a terremoto también. Una marmota, pues, dijo ella; es horrible, es como una rata pero gigante, qué vamos a hacer. Él la tranquilizó acariciándole el cabello: Las ratas son animales cotidianos, la consoló, son fáciles de atrapar, dijo pensando ya en estrategias comunes: El veneno, la ratonera, los escobazos… Pero no es una rata, es una marmota; qué no sabes qué es una marmota, y él asintió con un gesto que obviaba el hecho de que por supuesto sabía; sin embargo, Carmen reconocía bien las mañas de su marido y de inmediato percibió que se hallaba desconcertado: No sabe qué es una marmota, pensó y muy aprisa se puso a explicarle que se trataba de un animal como una rata grande de color pardo: Es como una ardilla que se comió muchas ardillas, no sé si me explico; yo las vi en un programa especial de marmotas en la tele y son animales peligrosos, bueno, no las del campo que esas son herbívoras y hasta lindas, sino una subespecie que se propagó por la ciudades y que en su relación con las ratas aprendió conductas agresivas y adquirió enfermedades: Todas tienen rabia, te lo juro, y roen y se tragan todo lo que se encuentran; incluso las han hallado en las fosas comunes desenterrando y alimentándose de restos inficionados: Pies, dedos, cabezas, ojos que huelen a podrido; tienen los dientes fuertes y filosos que hasta roen cañerías metálicas, ¿imagínate que no le harían a nuestra pobre carne?; piensa en que te ataca un animal de esos y te desmayas y no te mata de una, sino te va royendo, y pon tú que tienes suerte y comienza por las piernas, quizá el dolor te despierta y reaccionas y corres o luchas o haces algo, pero qué tal que no y comienza por la cabeza y cuando abres los ojos ya te comió una oreja o un pómulo, y tú ahí mirando su nariz y su hocico húmedos de baba y sangre de tu sangre..., a qué olerá ese animal, Roberto, ay, no, qué asco; ¡ya me acordé!: Marmota de la subespecie caníbal, así les dicen los científicos especialistas. Tomó aire.

Roberto le dio la espalda mientras, preocupado ya, se rascaba la cabeza: Por dónde se habrá metido.

No sé, Roberto, yo abrí la puerta y ahí estaba.

Por las tuberías.

Es muy grande.

Pero dices que las puede destrozar.

Sí, pero no cabría, yo digo tuberías gigantes.

Por la ventana que da a la calle.

Son cinco pisos.

¿No trepan?

No me acuerdo.

Mmm…, y se quedó meditabundo tratando de terminar de armar e integrar a su conocimiento la imagen de una marmota caníbal en tanto que, a la par, elucubraba, ante el inminente fracaso de los métodos convencionales, los primeros planes que le ayudarían a echarla fuera. ¡¿Escuchaste?!, algo está haciendo, urgió Carmen y encajó las diez uñas de sus manos en el brazo de Roberto. El dolor lo arrancó de sus meditaciones y trató de apretar el músculo del bíceps para aminorar la lastimadura, pero el daño ya estaba hecho y podía sentir un dolor agudo y creciente sobre su carne. Si eso eran la uñas de Carmen, qué sería si le hincaba los dientes una marmota. Su corazón arrojó sangre de alerta a todo el cuerpo; preguntó a qué hora llegaban los niños de la escuela. A las tres, contestó ella. Él miró su reloj: faltaba poco menos de una hora.

Voy a ver allá afuera, resolvió.

Para qué, y lo detuvo con fuerza.

Para ver si se metió por la ventana, y se zafó de un tirón.

Te acompaño, lo siguió.

No, dijo contundente.

Y ella se quedó ahí en el pasillo. Luego de un segundo reaccionó con miedo frente a la cercanía de la puerta del baño y corrió hacia la cocina. Dio varias vueltas en un recorrido que iba y volvía del refrigerador a la estufa hasta que finalmente, ante el riesgo que significa que la cocina no tuviera puerta, mejor decidió encerrarse en su cuarto.

Roberto bajó al primer piso, rodeó el edificio, contó de abajo hacia arriba las ventanas de los departamentos y se detuvo en la suya. La escudriñó con ansias de tocarla, de revisarla muy de cerca, pero tuvo que conformarse con lo que sus ojos alcanzaban a mirar desde esa distancia. Volvió a contar y a detenerse asegurándose de que sí era la ventana de su departamento y estaba perfectamente cerrada. Incluso, por el modo en que las orillas no dejaban ni un mínimo espacio ni una pequeña línea abierta por donde se colara aire entre la ventana y el marco, supo que el seguro estaba echado.

Cuando escuchó la puerta, Carmen salió del cuarto. Lo interrogó nada más con mirarlo:

No pudo meterse por la ventana, explicó él, quizá sí se metió por la tubería.

¿Y si solo apareció así de la nada?

No te descarriles, Carmen, el absurdo no ayuda en nada.

Cuál absurdo, las cosas aparecen y ya, o cómo crees que se hizo el mundo, alzó la voz y puso serio el rostro e hizo una mueca adusta de ferviente creacionista.

Debe haber explicación.

Ya te la di.

Otra.

Con esa basta.

¿Quieres un té?, apaciguó Roberto los ánimos.

Sí, de tila, contestó Carmen con mansedumbre.

No vamos a pelear, pensó él y ambos entraron a la cocina y Roberto puso a hervir agua. Se recargó en la orilla del lavabo de espaldas a su mujer, y esta guardó silencio sabiendo que la mente de su marido estaba empeñada en resolver el problema: Tengo que sacarla antes de que lleguen los niños, pensó en voz alta y, ah, cómo le alteró los nervios la idea de que sus hijos se vieran expuestos al riesgo de ser atacados por una bestia como esa. Chilló la tetera. Roberto no le hizo caso. El ruido creciente alteró más a Carmen que se levantó de su asiento y sirvió el par de tazas de té. Roberto volvió a poner al fuego la tetera hundido ya en un ensimismamiento que, a pesar de la ajenidad y la rara ausencia-presencia, soliviantaba el miedo de Carmen. Pues todo el acto, aun absurdo, era promesa y esperanza de una resolución pronta. O por lo menos eso creía ella, porque por la mente de él no pasaba nada concreto. Indagaba una solución y su pensamiento regresaba a la imagen de la marmota, de los niños y, cuando reparaba en la distracción, recomenzaba la idea del principio de otra nueva resolución, y así se había hipnotizado su mente por causa de una forma del miedo: una especie más bien de confusión y temor, que nunca antes había experimentado.

Quizá se vaya como llegó.

No creo, si está aquí es por algo y no se va a ir nada más así. ¿¡Y si se sale del baño!?

¿Tiene dedos?

No.

Cómo va a abrir la puerta para salirse.

Royéndola.

Nos daríamos cuenta; tendríamos tiempo de huir.

¿Escuchas algo?

No, seguro duerme, son animales que ahorran energía.

¿Si la sorprendemos dormida?

Tiene el sueño ligero.

¿Estás segura?

Claro.

A ver, ven.

Ay, no, qué miedo.

Salió Roberto al pasillo, se acercó cautelosamente al baño, se inclinó hacia adelante y colocó despacio la oreja sobre la puerta. Carmen se quedó un paso atrás: ¿Oyes algo? Negó con el dedo. Le hizo una seña para que se acercara. Ella tomó la misma posición que su marido:

No, nada, murmuró, quizá ya se fue.

Por dónde.

Por donde vino.

Sonó el timbre y ambos saltaron atemorizados. Él se contuvo, ella corrió a la cocina. Los niños, se dijo Roberto, y con una tercia de pasos amplios y premurosos llegó a la puerta. Abrió. Ahí estaban los niños y su corazón se agitó. Vayan a la cocina con su mamá, rápido, y la orden sonó tan seria que obedecieron de inmediato. La vecina, quien les hacía el favor de recoger a los pequeños los martes y los jueves, frente al extraño comportamiento de Roberto, agarró a su hijo y lo jaló hacia atrás de ella. Gracias, le dijo Roberto. La mujer preguntó si todo estaba bien, y él asintió con la cabeza en tanto que, para disimular, cerró despacio la puerta. Un minuto después pensó en que quizá habría sido buena idea contarle todo a la vecina, finalmente ella estaba afuera y su visión habría sido un tanto objetiva, una visión fresca que pusiera a funcionar la inteligencia de todos para armar un plan eficaz. Así que volvió a abrir la puerta, pero la mujer ya se había marchado y no iba a ir a buscarla hasta su casa porque no dejaría ni un minuto sola a su familia.

En la cocina, Carmen, en un tono de reprimenda, les advirtió a los niños que por nada del mundo podían entrar al baño. Quien lo haga queda castigado, no sale, no ve tele, se queda sin juguetes, ¿estamos claros? Cuánta tristeza le dio a Roberto mirar cómo sus hijos eran regañados sin haber hecho algo para merecerlo. Se hinchó de coraje y se dispuso a encontrar la manera de acabar con esa y con todas las marmotas de la Tierra si era necesario. Quiero hacer pipí, dijo el niño más pequeño, y el padre direccionó mal su coraje y le gritó que orinara en la coladera de la zotehuela. El niño, a regañadientes, se bajó el cierre del pantalón y fue a pararse encima de la coladera y apenas soltó un chorro mezquino de orín que cortó pronto. Qué hay en el baño, preguntó el niño más grande. Nada, lo estamos arreglando y las composturas aún están frescas, mintió Carmen. Pero si no estaba descompuesto, razonó el niño, sin embargo, ambos padres lo ignoraron.

Roberto buscó en la Sección Amarilla el teléfono de algún cazador de marmotas, pero lo más cercano que encontró fue números de controladores de plagas. Marcó y luego de que logró convencer a una señorita de que no se trataba de una broma, esta lo dejó en la línea para ir a preguntar a su supervisor si se podía hacer algo. Volvió luego de un par de minutos y con un tono entre burlón y cabizbajo le dijo que lo lamentaba mucho, pero que nada podían hacer. En el segundo número fueron más cortantes: Plagas las cucarachas, las hormigas, las ratas, las polillas, eso son plagas, señor. Pero esta es una rata, gigante, es como una ardilla que se comió…, le azotaron la bocina antes de que explicara.

A lo largo de toda la tarde, Roberto fue en varias ocasiones a pegar la oreja a la puerta del baño y en ninguna escuchó nada. Por su lado, el tiempo transcurrido puso a Carmen más nerviosa e incluso de mal humor: se encontraba irascible con los niños y menos atenta con Roberto; cometía torpezas: ya tiraba un traste en la cocina, ya derramaba el agua u olvidaba dónde había dejado lo que un segundo antes traía en las manos.

Tienes que tranquilizarte, Carmen, dijo Roberto en voz baja para que los niños no lo escucharan.

Te juro que me va a volver loca ese animal, veo su cara, sus dientes, su hocico ensangrentado, y pienso en los niños y me da horror, murmuró ella, además ya va a oscurecer; cómo vamos a hacer para dormir.

No te preocupes, nos encerraremos bien en el cuarto y que los niños duerman con nosotros, y le besó las manos, la frente y la apretó contra su pecho, y ella se dejó mimar un buen rato.

¿Has vuelto a escucharla?

La escucho todo el tiempo…

Pero eso es tu imaginación. Me refiero a oírla hacer algo en el baño.

No, pero no me he acercado ni pienso hacerlo.

Yo tampoco la he escuchado.

¿Planean?

¿Cómo, que si vuelan?

No, que si hacen planes.

No sé, sé que son arteras como todas las ratas.

Pero esta no es una rata, tú bien me lo dijiste: es una marmota.

Y Carmen alzó los hombros, y se vieron obligados a guardar silencio, pues el niño más pequeño se encaminaba hacia ellos.

Al anochecer, frente al gesto atónito de sus hijos, Roberto y Carmen sacaron los colchones de sendos cuartos y los metieron a la habitación matrimonial. El misterio y la irascible actitud de la madre ya hacían estragos sobre el ánimo de los niños que se tornaban introvertidos y asustadizos. Temían preguntar e incluso titubeaban para realizar cualquier acto cotidiano, más aquel que refiriera el baño. No nos vamos a lavar los dientes, ¿verdad?, preguntó el más grande apenas con una hilacha de voz. Roberto negó con la cabeza: Acuéstense a dormir.

Aunque intentaron aplazar la oscuridad el mayor tiempo posible, al final apagaron las luces. Los niños fueron vencidos rápidamente por el sueño, mientras el matrimonio daba vueltas en la cama. No se decían nada pensando que el otro quizá empezaba a conciliar el sueño, pero lo cierto era que ambos se mantenían a la espera de cualquier ruido para desatar el terror que se agazapaba detrás de su fingida y tensa calma. Llegó un punto de la madrugada en que ya no soportaron más el silencio y a murmullos se pusieron a idear todos los modos que se les ocurrían para, al día siguiente, echar a la marmota de la casa.

Podemos abrir la ventana desde afuera.

Tiene seguro.

Pero podemos quebrarla con una pedrada.

¿Y si te salta encima desde el quinto piso? Con solo su peso te mata.

Podemos comprar una jaula, entreabrimos la puerta del baño y salimos corriendo del departamento.

Y qué tal si es más hábil de lo que creemos y no cae en la trampa. Te digo que son mañosas.

Aún sin concebir plan, finalmente acordaron que cualquier solución que intentaran la llevarían a cabo ya que los niños se hallaran seguros en la escuela. Se quedaron callados y lograron dormitar un poco hasta que Carmen pegó un grito espantoso, la vigilia saltó sobre los nervios de todos: La escuché, está afuera, se salió del baño. Roberto se espabiló de inmediato y tomó un bat que solía guardar bajo la cama. Debe tener hambre, Roberto, no nos vaya a devorar, suplicaba Carmen que, poseída por la angustia, no notaba que contagiaba el miedo a sus hijos que se enteraban a medias, pero lo suficiente para horrorizarse. Ambos niños corrieron a la cama y se refugiaron ahí cerca de su madre. El más pequeño se echó a llorar. Roberto lo silenció con un grito. Sabía que se iba a salir, lo sabía, se reprochó Carmen, si yo las he visto en la tele y son mucho peor de lo que uno cree.

Roberto se envalentonó y, decidido a salir, le pidió a Carmen que si tardaba en volver o si escuchaba algo raro no dudara ni un segundo en llamar a la policía. Con el bat en ristre estuvo a punto de abrir la puerta, pero un segundo antes Carmen logró detenerlo: La policía, Roberto, cómo no se nos había ocurrido. Marcaron desde el teléfono de la habitación. La recepcionista, primero, se mofó e incluso participó con ironía en lo que ella asumía como una broma y, luego de que se le agotaron la risa y las burlas, los amenazó con que si no dejaban de jugar con el teléfono se meterían en problemas serios. A Roberto, junto con la llamada, también se le fue la valentía de salir al pasillo y decidió entonces atrancar la puerta y aplazar su salida hasta el último minuto; irremediablemente tendría que hacerlo cuando los niños tuvieran que ir a la escuela.

Por la mañana, con el corazón latiéndole en el cuello, Roberto abrió la puerta y salió rápidamente cerrándola tras de sí. Llevaba empuñado el bat y cautelosamente exploró la sala, la cocina, el comedor y no halló a la marmota por ningún lado. Regresó al cuarto y aliviado le explicó a su mujer que, para su buena suerte, la bestia seguía en el baño y sus hijos podían salir tranquilos.

Sin bañarse, chinguiñosos y desvelados, el par de niños salió a la calle con su madre. Carmen decidió pedir un taxi para ir y volver lo más pronto posible. En la puerta de la escuela, el más pequeño no quería desprenderse de ella y el prefecto tuvo que meterlo casi a rastras.

Cuando Carmen volvió al departamento se encontró con una pila de tabiques junto a la puerta del baño. Roberto estaba en la zotehuela preparando una mezcla de cemento. Vamos a hacer una pared, le explicó a su mujer, así se queda encerrada, no sale nunca y que ahí se muera de hambre, y en menos de tres horas tapió completamente la puerta del baño dejando en su lugar un muro sólido bien armado. Carmen se sintió completamente segura y en calma, a pesar del cansancio su rostro se había iluminado, tenía los ojos vivaces y contentos.

Haremos otro baño acá, le explicó Roberto y le mostró unos planos hechos al vuelo sobre una servilleta donde una parte del cuarto del matrimonio se convertiría en el nuevo baño. Le pondremos una tina, no tan grande, pero podrás solazarte ahí, relajarte hasta el hartazgo, y también podrán jugar los niños: a los niños les encanta el agua. Ambos se sentaron en la cocina a planear y a soñar la decoración y el color de los mosaicos en las paredes y el piso antiderrapante, y así, en una ensoñación contenta se les fue el tiempo hasta que dio la hora en que Carmen tuvo que volver a la escuela por sus hijos.

Los pequeños entraron corriendo al departamento, preguntaron sobre el nuevo baño que su madre les había presumido durante el camino. Acá va a estar, miren, vengan, les dijo Carmen y los condujo al cuarto matrimonial. Pasaron extrañados a un costado del muro que aún olía a cemento fresco. Pero su madre los arengaba para que la siguieran. Roberto, orgullosísimo, entró a la cocina y puso la tetera en el fuego, se sentó nuevamente frente a sus planos improvisados, los revisó, pensó que debía darles más seriedad, así que más tarde llamaría a un arquitecto; se recargó en la silla y entrelazó sus manos detrás de la nuca. Una tercia de gritos escandalosos lo sobresaltó. De un solo movimiento se puso de pie y de un par de zancadas salió al pasillo. Ahí estaban Carmen y los niños, aterrados: Una marmota, papá, gritaban, hay una marmota en el cuarto.

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