Читать книгу: «Diferentes razones tiene la muerte», страница 2

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ii
la familia ortiz

De noche, la de los Insurgentes es una de las más hermosas avenidas metropolitanas. Celia Ortiz, recostada en el cómodo automóvil, no se molestaba en admirar el espectáculo resplandeciente y bullicioso. Ese lunes por la tarde había asistido al cine Chapultepec y a Loma Linda en compañía de una amiga. De regreso a su hogar, Celia iba pensando en María Félix.

“¡Qué mujer tan interesante! Pero, sobre todo, ¡qué interesante su vida en las películas! ¿Por qué la vida real será tan aburrida?” A ella, a Celia, le gustaría llevar una vida como la de María Félix, de emociones, de amores tempestuosos, ¡de aventuras!

Ante la reja de su casa, un incontenible fastidio la embargó. ¿Qué iba a hacer ahora? Allí estarían, como siempre, su mamá y sus antipáticas amigas jugando rummy. Su papá estaría por milésima vez encerrado en su sala de cacería limpiando armas o clasificando piezas cobradas, y Marito y Pepe, los insoportables hermanillos, estarían peleando como de costumbre.

Pensó en llamar a su amigo Rique para concertar un encuentro en el Rendez Vous, y con ese propósito, apenas entró en el vestíbulo de su opulento hogar, se dirigió a la mesilla del teléfono. Pero un sobre alargado, color violeta, atrajo su atención.

Iba dirigido a: Señor Mario Ortiz y fam., y el monograma con las iniciales G. Ll. P. enlazadas, hizo saber a Celia su procedencia. Curiosa y un poco impresionada, estudió el sobre. Olía a Risque Tout, de Lentheric. La letra era fina, alargada y elegante, pero Celia, que ignoraba grafología, nada logró averiguar a través del sobrescrito acerca de esa Georgina misteriosa a la que secretamente deseaba conocer.

El “fam.” añadido al nombre de su padre, ¿constituiría una autorización suficiente para enterarse del contenido de la carta? La joven, voluntariosa y mimada, dudó sólo breves instantes. Rasgó el sobre cuidadosamente y leyó la misiva con interés.

Olvidó su propósito de ir al Rendez Vous, y ya sólo esperó con ansia que las amigas de su madre se retiraran para hablar a solas con ella.

Una hora más tarde, al filo de las diez, observó Celia desde su ventana cómo se despedía la última jugadora de rummy y bajó corriendo las escaleras para salir al encuentro de su madre.

Agitó en una mano el sobre color violeta y dijo a Adela, gritando:

—¡Mamá, mamá! ¡Mira qué formidable!

Y la hizo entrar en la sala, apoltronarse en un sofá y leer la carta. Adela, que plegó los labios en un mohín desdeñoso al reconocer la procedencia de la misiva, exclamó ya francamente enojada cuando la hubo leído:

—¡Se necesita frescura!

La carta decía así:

Estimados Mario y Adela:

Aunque nuestras relaciones sociales se han limitado hasta ahora a saludarnos de vez en cuando en los bailes, en la ópera o en los toros, mucho les agradecería acepten esta invitación de venir a mi quinta de Coyoacán a pasar un fin de semana. Trato de reunir a una porción de viejos conocidos y de pasar unos días agradablemente. Hago extensiva mi invitación a la encantadora Celia.

Espero que se mostrarán ustedes lo suficientemente modernos como para estar en esta su casa el próximo viernes a las diecinueve horas.

Cordialmente,

Georgina Llorante, viuda de Prado

—Mamá, vamos a ir, ¿verdad? —preguntó anhelante Celia.

—Ni lo pienses —contestó Adela—. ¿Cómo vamos a ir a la casa de la ex esposa de tu padre?

—Y ¿por qué no, mamá?

—Pues, porque no.

—Porque no —remedó Celia—. Esa no es una razón, mamacita. Mira, sería una magnífica puntada. Hay que ser modernos, como dice esa señora. Ha de ser muy sport.

—Ahora resulta que te cae bien y que la admiras. Muchas gracias.

—Pero mamá, no seas así. No te enojes. ¿Cómo se va a comparar ella con mi mamacita chula? Además, ¿qué tiene que ver que haya estado casada con mi papá? Ella se casó también después, ¿no? ¿O a lo mejor estás celosa?

—No digas tonterías, Celia. Sencillamente, no me parece conveniente que vayamos.

—Pues deberías ir. Si no, ella va a creer que no vas porque estás celosa. Yo, en su lugar, pensaría lo mismo.

—¡Ay, hija, por Dios! Ahora te vas a encaprichar, y no pararás hasta salirte con la tuya, te conozco.

—Pues claro, mamacita. Va a ser retedivertido. Algo diferente, no lo mismo de toda la vida: el juego y el cine; el cine y el juego.

—Mira, mira, como si tú no fueras a donde quieres.

—Bueno, pues por eso ahora iré a casa de Georgina.

—Pero tu papá, ¿qué dirá?

—Mi papá... Oye, ¿no podrá cazar conejos o gorriones en esa quinta? Mira, mamá: mi papá va si nosotros le decimos que vamos.

—¿A dónde? —preguntó una voz masculina desde la puerta de la sala.

Celia y Adela se miraron sorprendidas y se ruborizaron. Celia pensó: “¿Habrá oído lo de los conejos y lo de los gorriones?” Pero pronto se rehízo y mimosamente llegó hasta Mario Ortiz y le entregó la carta a guisa de explicación.

El señor la leyó, la guardó nuevamente en su sobre y preguntó:

—¿Ya ustedes decidieron ir?

—Pues yo digo que... —empezó Adela, pero calló porque al mismo tiempo Celia decía:

—Sí, papacito, por favor. Vamos, ¿verdad? Va a ser retedivertido.

Mario se encogió de hombros, encendió pausadamente su pipa y al fin dijo:

—No creo que resulte divertido, pero en fin...

Y así, en ese mismo lunes de septiembre, quedó decidido que la familia Ortiz sería huésped de Georgina Llorente en la quinta de Coyoacán.

***

Despierta aún, Celia urdía un sinfín de ensueños. Cinco veces por lo menos había hecho el inventario de su guardarropa para el fin de semana, y como no le bastaba lo que poseía, decidió ir al día siguiente a Liverpool a proveerse de otro traje de baño, batas, vestidos y un extenso surtido de artículos diversos.

Imaginaba la casa de Georgina como una mansión de novela, y esperaba de esos días, aventura y emoción. “Quizá conoceré a algún hombre interesante y se iniciará entonces un romance apasionado... o dos romances, mejor: dos rivales a punto de matarse por mi amor… ¡Qué interesante!”

En la penumbra de su alcoba, Celia soñaba. Una veladora eléctrica esparcía suave luz. La joven, desde pequeña, tenía miedo a la oscuridad, un miedo enfermizo que se avenía mal con sus ímpetus apasionados y su sed de emociones fuertes.

Pronto aprendería la pobre una dura lección y quedaría para siempre curada de sus aventureros afanes.

***

Adela, en su lecho solitario, no podía conciliar el sueño. Se arrepentía de haber cedido sin lucha a la voluntad de su hija, pero al mismo tiempo sabía que era preferible ir contra sus propios deseos que oponerse a los de Celia.

La muchacha no se daba cuenta, o no quería darse cuenta de la vida desunida y amarga que hacía el matrimonio. Adela, histérica y frívola, atormentada por un recuerdo de su juventud, oscilaba siempre entre el agradecimiento y el desprecio hacia su marido. Y hacía tiempo que el segundo de esos sentimientos amenazaba con imponerse hasta llegar al odio. La sulfuraba la actitud plena de insolencia de su esposo, y si no se separaba de él era por temor a Celia. Mejor dicho, porque Celia no se lo hubiera permitido.

Y ella, Adela, no podía dar a conocer a su hija el único motivo por el cual ésta se hubiera convencido de que esa vida era una farsa odiosa e insufrible. Persuadida de que Mario, por propia conveniencia, seguiría la rutina, había optado por imitarlo. Lo detestaba y anhelaba librarse de su presencia, pero revelar aquello a su hija era imposible. Simplemente la idea de tener que hacerlo, la asustaba.

“Y ahora, esta invitación de Georgina. ¿Qué se oculta tras ella?”

Adela, sin saber por qué, quizá únicamente por el recuerdo del lejano pasado, pensaba en Octavio. Ninguna relación existía entre Georgina y Octavio, que ella supiera. Ninguna, excepto que Georgina era el amor pretérito en la vida de su marido, como Octavio lo era en la suya.

Una nube oscura y pesada fue envolviendo la mente de Adela.

Minutos más tarde, hablaba en sueños, se ponía de pie, atravesaba la habitación y descendía dormida las escaleras como solía hacerlo las noches en que sus nervios se hallaban más excitados que de ordinario.

***

Mario se disponía a acostarse en el diván de su sala de cacería. Éste le servía de lecho desde hacía mucho tiempo.

Verdaderamente era muy incómodo ese empeño de su mujer en ocultar a Celia que dormían separados. Él ya no quería tolerar esa molestia y se proponía instalar abiertamente su recámara aparte cuanto antes. Cuando regresaran de casa de Georgina lo haría sin falta. Era verdad que Adela era la del dinero, pero también era cierto que sin él, sin Mario, lo hubiera pasado muy mal en aquella ocasión. Quizá ni viviera ahora. Era menester recordárselo una vez más. “Y si se pone pesada, yo sabré cómo hacerla entrar en razón.” Había sido buena la idea de mostrar tanta condescendencia con Celia, porque la muchacha constituía su mejor arma contra Adela. Antes que todo, lo importante era no tener que trabajar, disfrutar de comodidades y dedicarse a la cinegética. Su afición por la caza, sincera por lo demás, era un pretexto magnífico para alejarse de Adela con frecuencia. “¡Ah! ¡Las mujeres! Aquella Georgina, ¡tan irritante también y tan soberbia!” Él se equivocó cuando creyó que al casarse con ella aseguraba para siempre su propia holgura. Dos años molestos culminaron en un divorcio que lo dejó expuesto a trabajar, pero su buena estrella puso en su camino a Adela en aquellas circunstancias.

Realmente, Mario no se quejaba de su suerte: había sabido vivir.

Y ahora, tenía curiosidad de ver a Georgina de cerca. ¿Se conservaba bien? ¿Lo despreciaría aún?

Se durmió por fin. Y tuvo un extraño sueño: los animales disecados que poblaban su sala se animaron e iniciaron un coro de aullidos y graznidos. Saltaban y revoloteaban. Se apoderaron de las armas orgullosamente coleccionadas por Mario y le apuntaron con precisión. Un ocelote de paladar rosado y artificiales colmillos reía con júbilo y le gritaba: “¡Ha llegado tu hora!”

iii
diana la impetuosa

Las gardenias que flotaban en la piscina dorada por un sol deslumbrante, perdían en esos momentos su carácter estereotipado de flores de muerto. Vida, mucha vida se desbordaba en el elegante hotel Fortín. Los turistas de coloridos indumentos y rubias cabelleras, se extasiaban ante los adornos de antigüedad flamante del edificio, y aspiraban con fruición el aire saturado de perfume de nardos, gardenias y azucenas.

De ese paraíso terrenal, Diana Leech era una impetuosa y actual Eva. Sus 35 años, corridos en la doble acepción de la palabra, persistían en considerar el mundo como un escenario y a los hombres como instrumentos de placer y de lujo. De padre yanqui y madre mexicana, Diana, apenas entrada en la adolescencia disipó los resabios de su temperamento híbrido y dio a conocer un carácter entero, definido, comparable únicamente al que pudiera tener una orquídea venenosa y sugestiva. Al verla nadar lánguidamente en las aguas luminosas, sacudir de su rostro las inoportunas gardenias y surgir al fin del tanque como moderna Anfitrite que se sabe admirada, fácilmente se adivinaba al ser primitivo, sin escrúpulos, hecho únicamente para la molicie y el goce.

El ceñido traje de baño hacía resaltar atrevidamente su figura, tanto más atractiva cuanto que unía a las líneas clásicas de la mujer norteamericana el encanto sensual de la mujer latina. Las uñas y labios, de color bugambilia indeleble y provocativo, contrastaban osadamente con la palidez mate de la piel. Diana rehusó siempre adoptar la moda del color tostado de la epidermis y se esmeró en conservar la blancura heredada de sus antepasados yanquis, quizá porque se sentía secretamente avergonzada de su remota ascendencia indígena. Sin embargo, la negrura y rebeldía de su pelo recordaban el origen de su madre. Los verdes ojos, cargados de rímel, sarcásticos, fríos y ligeros, daban la pincelada final de exotismo y sugestividad a esta hermosa e inútil criatura.

Se envolvió en mullida bata y fue a recostarse bajo enorme parasol de lona. Contempló fastidiada a los bañistas, encendió un Chesterfield y sorbió poco a poco el gin fizz que desde hacía rato la esperaba dócilmente en la mesilla cercana al parasol que en aquellos momentos tenía el honor de cobijarla.

Estaba aburrida y a punto de preocuparse seriamente. Su natural egoísmo la impulsaba a rechazar todo lo que significara molestia, a rehuir el orden y la previsión. Confió siempre en su belleza para lograr sustento, comodidades y diversiones, y su confianza nunca se había visto defraudada. Pero últimamente las cosas no habían marchado como debieran, es más, se estaban complicando horrorosamente.

El último esposo de Diana, tercero en la serie, había muerto. Sus herederos se negaron a pagar a Diana su pensión de divorciada. Se entabló un proceso largo y engorroso que culminó en la derrota para ella. Por otra parte, el dinero que poseía e incluso algunas alhajas, se quedaron en los verdes tapetes del baccarat, en las volubles ruletas y entre las patas de los caballos de carreras. Una de las pasiones dominantes de miss Leech era el juego; se estremecía con deleite ante el vértigo de una carrera, ante la aparición de un diez de corazones o de un jack de tréboles, porque sabía que a ellos arriesgaba, no un puñado de billetes, sino la vida misma.

Según ella, vivir sólo podía llamarse a exhibir joyas, pieles y vestidos suntuosos en los centros nocturnos y en las plateas de los teatros. La vida, sin eso, no era digna de ser vivida. Era por ello que, últimamente, Diana empezaba a preocuparse. Había venido a México en busca de nuevos y más fructíferos horizontes. En los States los hombres se ocupaban demasiado de la guerra y poco de los encantos de Diana. Ella pensó que en la patria de su madre tendría oportunidad de conceder al mejor postor el privilegio de una propiedad relativa de su persona, pero hasta ahora ninguna de sus conquistas le había satisfecho del todo. Los mexicanos eran espléndidos y rumbosos, pero también inconstantes y exigentes. Ella estaba demasiado acostumbrada al sistema legal de su país según el cual la mayor parte de las ventajas son para la mujer, para decidirse a aceptar relaciones que, a la vez que la privaban de la protección de la ley, le imponían una fidelidad de Penélope.

Y allí, en Fortín, en aquellos momentos, ni siquiera hallaba uno de esos candidatos desventajosos que ya le estaban siendo tan necesarios. A Diana le quedaban, por todo capital, unos cincuenta dólares.

—¡Miss Diana Leech! ¡Miss Diana Leech! —gritó un botones que llevaba una bruñida, bandeja en una mano.

—¡Here! —contestó Diana. Y cuando el botones le hubo entregado un sobre alargado, color violeta, se apresuró a abrirlo.

El mensaje decía así:

Dear Diana:

Ha sido una fortuna que a tu paso por México me llamaras para decirme que ibas a Fortín, ya que por esa causa me es posible ahora localizarte e invitarte a que pases conmigo un weekend en mi quinta de Coyoacán.

No dejes de venir. Te espero el viernes próximo a las diecinueve horas.

So long.

Georgina Llorente, viuda de Prado.

Sonrió encantada. Ninguna invitación había sido más oportuna en toda su vida. De momento, se solucionaba su problema, y quizá de ese fin de semana surgiera una solución estable. Georgina tenía amigos ricos, alguno de ellos se enamoraría de Diana, ¿por qué no?

No se detuvo a pensar en los motivos que Georgina pudo tener para invitarla; le pareció lo más natural del mundo; y ansiosa, lamentando que restaran aún tres días antes del viernes, Diana se dirigió a su cuarto, se vistió y bajó a comer.

El comedor, poco concurrido en esos días, se le figuró más lleno de luz que de ordinario, más alegre y acogedor. Pidió al mesero un coctel de fruta, un cebiche, unos riñones al gratín y una leche malteada. Estaba contenta.

La orquesta del hotel Ruiz Galindo es una buena orquesta. Suele amenizar las horas en que los huéspedes se dedican a reparar las fuerzas o a dar gusto al paladar. Diana no era aficionada a la música; según ella, era únicamente un pretexto para acercarse a los hombres y tratar de seducirlos. Le gustaba el baile, no la música. Pero entonces, mientras comía, reconoció la canción que al aire lanzaba la orquesta. Recordó aquella temporada en San Antonio Texas, allá por el año de 1939, durante la cual encontró a Georgina. Siete años habían transcurrido desde entonces. Las notas de “Perfidia” le permitían revivir los bailes en la azotea del Gunther, las fiestas que organizaban sus comunes amigos, los Alexander, y la excursión que efectuaron a Corpus Christi. Fue una época placentera. Ella, Diana, acababa de obtener su primer divorcio y disfrutaba sin tasa de su flamante libertad y de la espléndida pensión conyugal.

Conoció a Georgina Llorente en el Gunther, una tarde fría de febrero, cuando ella esperaba en el vestíbulo del hotel a un amigo que faltó a la cita. Georgina le llamó la atención por su elegancia en el vestir y por el aire de altiva indiferencia con que lo observaba todo. Diana, a pesar de la seguridad en sí misma que la caracterizaba, veía en las mujeres más unas rivales emboscadas que unas posibles amigas. Sin embargo, trabó conversación con Georgina porque los 34 años de ésta, en comparación con sus desbordantes 27, le parecieron óbice suficiente para competencias futuras.

La esplendidez de su nueva amiga y su exquisito trato social, la aficionaron cada vez más a ella y llegaron a intimar bastante. Supo así que Georgina había sido casada dos veces, que hacía entonces tres años que había enviudado, que había permanecido en Monterrey una larga temporada en casa de unos parientes, y que viajaba sola, por placer, antes de regresar a México.

Pero Diana notaba cierta reserva en Georgina que despertaba su curiosidad. No cabía en su cabeza la idea de que su amiga hubiera permanecido los tres años de su viudez sin interesarse por algún hombre. Y la acosó a preguntas. Georgina, entre impaciente y divertida, le confió que en Monterrey había conocido a Octavio Román Arana, personaje notable en la llamada Sultana del Norte, y que se había enamorado de él, pero sin lograr correspondencia. Diana se hizo describir muchas veces a Octavio y llegó a la conclusión de que era un individuo pedante y odioso. Para que Georgina olvidara a “tan despreciable sujeto”, la llevó de fiesta en fiesta y de diversión en diversión, y aunque su intento no llegó a realizarse del todo, su amiga lo agradeció y desde entonces recordó con simpatía a la atolondrada gringuita.

Al terminar la comida, y libre de preocupaciones, Diana subió a su cuarto. Arrojó de sendos puntapiés los zapatos lejos de sí, se tendió en la cama, dobló los almohadones para elevar la cabeza y se entregó a la lectura de El intérprete de Edgard Wallace. Adoraba las novelas policiacas, y las leía tanto en español como en inglés, idiomas que ella creía dominar, y que en realidad entremezclaba y alteraba en forma escandalosa, sobre todo al escribirlos.

El sol, dueño y señor de esas regiones floridas y lujuriantes, fue amortiguando sus fulgores. La luz grisácea y opalina de un crepúsculo quieto invadía cada vez menos la alcoba de Diana. Ésta, absorta ante el peligro de muerte que corría la heroína de la novela, apenas notaba la dificultad para leer. Por fin se incorporó en busca del encendedor de la lámpara de buró. Y al mirar la alcoba en penumbra, y al aspirar el perfume de las moribundas gardenias del florero, experimentó fugaz y extraña impresión: “La muerte... la muerte no existe solamente en las novelas…”

Pronto olvidó su pensamiento, encendió otro Chesterfield y reanudó la lectura.

iv
el pobre abelito

A la puerta de la cantina ubicada en un ángulo de las calles de Correo Mayor y Moneda unos mariachis cantaban, acompañándose con quejumbrosas guitarras, “No vale la pena”.

Apoyado en el mostrador, Abel Fernández contemplaba su tequila doble y escuchaba la canción. Aunque no había bebido demasiado, con grandes cabezadas de asentimiento manifestaba su conformidad con el autor de la letra. Sólo que él extendía su desprecio a la vida toda. No valía la pena vivir, en verdad. No valía la pena, cuando se nacía con mala estrella, como él.

Único varón de la familia, había tenido desde muy joven la obligación de sostener a sus hermanas Cuca y Trini, ahora clásicas solteronas. El agrarismo había privado a la familia de la única hacienda que poseían en tierras michoacanas. Abel, con sus hermanas siempre a cuestas, había abandonado la señorial Morelia para buscar un empleo en la capital, y allí estaba, desde hacía años, convertido en una triste unidad biológica más de la colmena burocrática; precisando, del panal de la Secretaría de Hacienda.

Abel era pintor por vocación. En su juventud había soñado cubrir muros inmensos con decorados multicolores, compactos y simbólicos, pero la lucha por la vida lo persuadió a abandonar el ensueño. Privado de su válvula de escape, trocó el aroma de oleosas pinturas por el olor picante del tequila, y cotidianamente, al salir de la oficina, acudía a ahogar sus fracasos en el líquido propicio. A veces el olvido tardaba en acudir, y Abel, a hurtadillas de las mojigatas hermanas, trasegaba a solas en el silencio de la noche, tequilas y habaneros que le permitían pasar por alto el incidente fastidioso de vivir.

Su salud, naturalmente, se alteró, y a los 46 años era Fernández sólo un recuerdo de lo que seguramente llamaron en Morelia un buen mozo. Comía poco y digería mal. Su carácter era una perpetua contradicción entre su forzada apatía y su natural fogosidad; condición que tenía como resultante periódica accesos de ira amarga o de agrio mal humor. Era la suya una naturaleza soñadora y rebelde asfixiada por la rutina que lo mismo podía llegar a anularse definitiva y paulatinamente, que estallar con violencia por insospechados caminos en un momento crítico.

Chupó un gajo de limón, echó sal en el dorso de su mano izquierda y se la llevó a los labios, apuró el tequila, arrojó unas monedas en el mostrador y salió de la cantina con paso firme y actitud indiferente. Cruzó con habilidad la calle en sentido diagonal y subió a viva fuerza a un camión de la línea General Anaya. Depositó un diez de níquel en la caja colectora y, dejándose llevar por la gente aglomerada, logró asirse de un grasiento barrote. Precaución inútil, porque dada la cantidad de pasajeros hacinados en el vehículo, difícilmente el burócrata perdería el equilibrio.

Aunque ello pareciera ya imposible, unas cuadras más allá treparon unos chamacos. Uno con unas maracas desportilladas y el otro con unos trozos de madera que pretendían ser una clave, se acompañaron la canción “Mi tormento”. Abel reconoció la melodía a pesar del canto desafinado, y entrecerró los ojos con el fin de huir de esa realidad prosaica, maloliente y ruidosa que lo envolvía y remontarse hasta un recuerdo dulce y doloroso a la vez.

Y yo no te he de olvidar

porque no puedo,

mejor me muero

que dejarte de amar.

Agradeció el concierto con un veinte de cobre y volvió a la actualidad. Trató de abrirse paso hasta la puerta de salida, gritó:

—¡Bajan, bajan! — y descendió por fin en una de las calles de San Antonio Abad.

***

Cuca y Trini, la una dando vueltas de la cocina al comedor, y la otra yendo y viniendo del comedor a la cocina, repetían como de costumbre sus lamentaciones ante el retraso de su hermano.

—Ya la comida se está resecando —se quejaba Cuca.

—¡Ay, Dios! —temía Trini— ¿no le habrá pasado algo?

—¡Qué le va a pasar! Se estará emborrachando.

—Pues eso es lo que me da miedo... Con este tráfico...

—Anda, qué te apuras. Lo que había de preocuparte es que se gaste el dinero en emborracharse.

—Pero hermana, ¡por Dios! Pobre Abel, si a veces toma...

—A veces... ¡Hum!... Todos los días.

—Pues aunque así fuera. Bastante hace el pobre con mantenernos. Que tome sus copitas, al fin y al cabo es hombre.

—Y a lo mejor no se limita a tomar. Quién sabe si tenga algún lío.

Y sin dar tiempo a Trini de asombrarse o de protestar, añadió Cuca:

—¿No te has fijado en la carta que le llegó hoy?

—¿Cuál carta?

—¡Ay, hermana, tú siempre estás en la luna!

Se dirigió Cuca a la salita modestamente amueblada con un ajuar de Viena y bejuco, adornada con imágenes religiosas, flores de papel y tres esferas azules. Tomó de la mesilla un sobre alargado color violeta y se lo mostró a Trini, quien se había apresurado a seguirla. Le dijo:

—Fíjate, es de una mujer.

—¿Y cómo sabes? —interrogó cándidamente Trini.

Cuca movió la cabeza con impaciencia, arrebató la carta a su hermana, la sacudió delante de sus narices y puesto el índice alargado e inquieto sobre la carta, explicó:

—Porque apesta a perfume y por estas letras elegantes.

—¿Son letras elegantes?

—Éstas, tonta —exclamó Cuca y le señaló un monograma.

—¡Ah! ¿Qué dice ahí?

—Son iniciales, parece una G y una L y luego una R o no sé qué. Ha de ser el nombre de una mujer elegante y rica. A lo mejor, casada.

—¡Dios nos favorezca! —se escandalizó Trini—. No digas barbaridades.

Cuca no quiso perder su tiempo en transmitir a su ingenua hermana toda la ciencia de la vida que ella había adquirido leyendo novelas y asistiendo al cine. Para ella, Abelito era un mustio, y mientras él hacía sabe Dios qué cosas, siempre las había tenido a ellas encerradas, aun en la época en que eran jóvenes y guapas. Cuca no ponía en duda que ella había sido muy guapa, y culpaba a su hermano de haberla privado de oportunidades para contraer matrimonio. Trini, por el contrario, se conformaba con la voluntad de Dios y, por lo demás, quería entrañablemente a su hermano.

—Oye, hermana —susurró Cuca—, ¿y si no le diéramos la carta a Abelito? Mira, a lo mejor es cosa mala y es nuestro deber impedirla.

Cuca se proponía leer a hurtadillas la carta. En su vida monótona cualquier incidente adquiría las proporciones de un suceso y una incontenible curiosidad la invadía; curiosidad que presumía fundadamente no sería satisfecha si la carta llegaba a manos de su hermano.

Trini, por su parte, comenzaba a debatirse en un dilema para ella terrible: el respeto hacia su hermano le ordenaba no inmiscuirse en sus asuntos, pero el temor de que le sobreviniera algún mal le aconsejaba apartar aquella misteriosa misiva de su camino.

Por fortuna, o por desgracia, el azar resolvió el problema. El ruido de una llave en la cerradura sobresaltó a las hermanas. Abel, al entrar, notó la confusión de Cuca y de Trini, y les preguntó bruscamente:

—¿Qué les pasa?

Trini, azorada, no acertó a responder. Cuca no logró esconder la carta a tiempo, comprendió que no tendría más remedio que entregarla porque ya su hermano la había notado y respondió de mala gana:

—Nada, nos asustaste.

—¿Qué es eso que tienes en la mano? —interrogó Abel.

—Una carta para ti —contestó Cuca.

Se la entregó y espió en el rostro de Abel la impresión que la misiva había de causarle.

Cuando la tuvo en sus manos y hubo leído el sobrescrito, Abel Fernández palideció ligeramente. Se disponía a abrirla, pero al darse cuenta de la actitud insolentemente curiosa de sus hermanas, la guardó en el bolsillo de su saco y se dirigió a su cuarto.

—¿No vienes a comer? —preguntó Trini tímidamente.

—No tengo hambre —gritó más que respondió Abel, y dando un fuerte portazo se encerró en su recámara.

Pobre y descolorida recámara, era aquella más semejante a un cuarto de hotel que a una alcoba hogareña. Únicamente en pequeños óleos y acuarelas colgados de cualquiera manera en la pared, poseía una nota personal.

Arrojó el maltratado sombrero en la cama y se apresuró a abrir la carta, no sin haberla acercado antes fervorosamente a su nariz y quizá también a sus labios. Leyó:

Estimado Abel:

Espero que no me guardará usted demasiado rencor y que no me habrá olvidado por completo. De que yo lo recuerdo a usted con afecto, a pesar de todo, es prueba la presente, por medio de la cual lo invito a pasar un fin de semana en mi quinta de Coyoacán en compañía de otras personas de mi amistad.

Lo espero a usted el viernes próximo a las diecinueve horas.

Afectuosamente,

Georgina Llorente, viuda de Prado.

Se encaminó con paso inseguro a su ropero, tardó algunos segundos en hallar la llave para abrirlo y al fin extrajo de debajo de unos viejos pantalones una botella de tequila. La destapó, bebió un buen trago, la colocó en el buró sin taparla y volvió a leer la carta. Por tres veces más, se entregó a la doble ocupación de ingerir vino y de leer el mensaje perfumado. Por fin, tras colocarla suavemente bajo la almohada de funda raída pero limpísima, Abel se recostó y se puso a pensar.

Y yo no te he de olvidar

porque no puedo,

mejor me muero

que dejarte de amar.

Las palabras de la vieja canción martillaban su cerebro, pero no con la estridencia de las vocecillas que hacía apenas una hora la revivieran en su memoria, sino con la dulzura y viveza con que las oyó por primera vez hacía seis años.

Imposibilitado por su precaria situación económica y atado por el deber hacia sus hermanas, no se había casado. Allá en Morelia quedó la novia esperando inútilmente su regreso. Él la olvidaba en medio de mercenarios amoríos. En dos ocasiones su vida amorosa ascendió de las vulgares parrandas a la categoría de romance y aventura. Fueron las respectivas heroínas, una compañera de trabajo que terminó por asustarse ante la perspectiva de penuria entre dos cuñadas solteronas, y una señora casada que aplicaba la ley del Talión a su marido. Pero en todos esos casos permaneció fundamentalmente indiferente. Creíase invulnerable a los arrebatos de la pasión. Pero un día, conoció a Georgina.

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