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Akal / Pensamiento crítico / 94
Marco Sanz
La emancipación de los cuerpos
Teoremas críticos sobre la enfermedad
Premio Internacional de Pensamiento 2030
No hay lugar para los cuerpos enfermos ahí donde la salud ha suplantado a la virtud. Hoy día, la enfermedad, además de costarle el empleo o llevarlo a la ruina, puede llegar a convertir al enfermo en objeto de rechazo. En la búsqueda de una fundamentación más justa de la sociedad, este ensayo apuesta por convertir la experiencia patológica en un ejercicio de libertad, en una forma de reivindicación del espacio que el enfermo habita y comparte con todos nosotros.
«Los cuerpos enfermos desafían los mandatos de una sociedad que no nos deja recordar que no podemos evitar ser frágiles. Pensar sobre ello tiene algo de medicina.» Laura Casielles
«Esta incisiva obra propone una rotunda reflexión en torno a la ocultación de la enfermedad y apunta a una crítica de la concepción dominante de la salud.» César Rendueles
«¿Es la enfermedad la cuestión de nuestro tiempo? Muy posiblemente. Por eso necesitamos herramientas como esta para pensarlo. Una lectura necesaria para los tiempos que vivimos.» Alberto Santamaría
«Una profunda aproximación filosófica a la comprensión contemporánea de la enfermedad; una tarea urgente en un momento en el que la salud ha dejado de ser un trasfondo lejano para irrumpir abruptamente en nuestros debates.» Laura Tuero
Marco Sanz es profesor de Antropología filosófica y Filosofía de la cultura en la Universidad Autónoma de Sinaloa y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (México). Máster en Historia de la ciencia y doctor en Filosofía, ambos por la Universitat Autònoma de Barcelona, su investigación se desarrolla en el ámbito de la teoría de la cultura y se orienta, especialmente, a la elaboración de un marco reflexión crítica destinado a problematizar el sesgo antropocéntrico de los humanismos tradicionales.
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© Marco Antonio Sanz Peñuelas, 2021
© Ediciones Akal, S. A., 2021
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Tel.: 918 061 996
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ISBN: 978-84-460-5063-6
«Los cuerpos enfermos desafían los mandatos de una sociedad que no nos deja recordar que no podemos evitar ser frágiles. Pensar sobre ello tiene algo de medicina.»
Laura Casielles
«La pandemia ha hecho que la enfermedad, la farmacología, las políticas sanitarias y la investigación biomédica adquieran una centralidad inusitada en la esfera pública. Algo que ha hecho aún más evidente el modo en que nuestra cultura elude cuidadosamente la reflexión sobre la fragilidad de la vida, el dolor y la muerte. La emancipación de los cuerpos propone una rotunda reflexión en torno a esta ocultación de la enfermedad y apunta a una crítica de la concepción dominante de la salud.»
César Rendueles
«¿Es la enfermedad la cuestión de nuestro tiempo? Muy posiblemente. Por eso necesitamos herramientas como esta para pensarlo. Una lectura necesaria para los tiempos que vivimos.»
Alberto Santamaría
«La emancipación de los cuerpos propone una profunda aproximación filosófica a nuestra comprensión contemporánea de la enfermedad. Es una tarea particularmente urgente en un momento en el que la salud colectiva ha dejado de ser un trasfondo más o menos lejano de nuestras sociedades para irrumpir abruptamente tanto en los debates políticos como en nuestra vida cotidiana.»
Laura Tuero
Para Inma Aljaro, todo, siempre
A Itzel Navidad y Gustavo Orpinela, in memoriam
«Nada hay más punitivo que dar un significado a una enfermedad, significado que resulta invariablemente moralista.»
Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas.
«Porque el culto al cuerpo que se desarrolla en nuestros días no es un culto a lo orgánico en él, sino al cuerpo como imagen.»
Ivonne Bordelois, A la escucha del cuerpo.
PREFACIO
No hay lugar para los cuerpos enfermos ahí donde la salud ha suplantado a la virtud. Sin embargo, es complicado mantenerse a salvo: en un mundo donde el interés económico mueve las piezas del tablero, todo lo relativo a nuestro bienestar acaba constituyendo un punto de apoyo para el mercado basado en el miedo y en la manipulación. Así, que la enfermedad se convirtió en un instrumento más de dominio lo prueba el hecho de que vivimos bajo la tiranía de este culto a la salud. Y nadie parece exento, pues una vez que los flujos capitalistas comenzaron a interactuar con la biotecnología y que, parasitando semejante espiral de lucro, los medios decidieran tomar parte en el negocio, no hubo marcha atrás: desembocando en una serie de dispositivos biopolíticos destinados a regular nuestras rutinas según un modelo de racionalidad marcado por la medicina, el proceso terminó reivindicando el estar sano como un capital social antes asociado a la esfera de lo moralmente respetable.
Por esa razón, lo peor y más grave del asunto quizás no sea tanto la insistencia con la que se nos ha querido «concientizar», cuanto el hecho de que nos han vendido la idea de que estar sano, llevar un estilo de vida sano, en permanente alerta ante los riesgos, desempeña un papel importante en la percepción de nuestro estatus social. A estas alturas, caer enfermo, además de que puede costarte el empleo o llevarte a la ruina, a menudo te convierte en objeto de señalizaciones e incluso rechazo. Y esto es algo que la reciente pandemia de COVID-19 sacó tristemente a relucir: entre las medidas sanitarias y el alarmismo mediático, rebrotó otro virus no menos brutal y contagioso: el de la discriminación y la actitud prejuiciosa hacia el enfermo. No se necesita, pues, ser ningún experto para ver cómo la enfermedad se confunde con fracaso ni para advertir que el clímax de la sinonimia se produce cuando esta es incurable. Por ello, volviendo sobre un tema de Simmel, me parece que cuando la salud rebasa nuestras posibilidades de asimilación, esta termina transformándose en una entidad objetiva que se yergue ante nosotros para darnos la medida exacta de nuestra impotencia: estando enfermos nos volvemos incapaces de sintonizar con las modas, decepcionamos las expectativas de una sociedad que idolatra la actitud enérgica del jovenzuelo y el buen aspecto del deportista. Así, completamente enajenados por una noción fetichizada de la salud, desgarrados entre el esfuerzo por evitar caer enfermos y la exigencia de una armonía plena, nos aferramos a la esperanza de forjar, en medio de las calamidades, un estilo de vida a la altura de una época que ya ha decidido cómo habrá de percibirse el cuerpo propio.
El diagnóstico, pues, se antoja inevitable: la enfermedad define para nosotros un espacio de tensión fundamental. Y lo es por lo menos desde los albores del siglo XX; y hoy en día, por mucho que la tecnología juegue con la posibilidad de manipular átomo por átomo la materia para romper nuestras limitaciones biológicas; hoy, que una nueva pandemia ha cimbrado la infraestructura institucional de varios países; hoy todo indica que nunca en la vida conseguiremos estar definitivamente sanos. Cuesta aceptarlo, pero en nosotros la enfermedad es algo siempre latente.
Ahora bien, son numerosos los trabajos que han demostrado que la nuestra es una época dominada por el discurso médico: desde Michel Foucault a Lucien Sfez, pasando por Ivan Illich y Susan Sontag, diversos autores señalaron las rutas por las que salud y enfermedad terminaron troquelando muchas de nuestras representaciones de la realidad. Aunque me inspiro en tales aportaciones, querría esforzarme por hacer algo distinto. Intentaré penetrar, a través de un procedimiento de desmontaje crítico, en las entrañas de los conceptos para indagar en qué medida sirven de base para la implementación de dispositivos de dominación. Porque ceñirse sólo a la historia nos llevaría a amoldar la verdad en las hormas del relato, mientras que lo que aquí me propongo nos mostrará hasta qué punto los hechos están condicionados por factores que guardan con el tiempo una relación contradictoria; así como, por otra parte, nos ayudará a comprender que la aversión hacia la enfermedad –y, por extensión, hacia el dolor y la muerte– se explica y justifica en franco interés de la dehiscencia histórica que ha querido concebir al sujeto a imagen y semejanza de un modelo que, obsesionado con el crecimiento desregulado y la aceleración, enmascara la finitud y la vulnerabilidad humana para vender una versión más consumible de nosotros mismos. Sólo de esta forma se antoja posible revertir el agobiante efecto de moralizar la enfermedad y, en un golpe de suerte, quizás hasta podamos quebrar el hechizo de la alienación que ha sobrecargado la experiencia de nuestros cuerpos con una noción castrada de la temporalidad humana, en la medida en que pretende disimular su destino orgánico.
Dada, entonces, la naturaleza del problema, será necesario compaginar ciertas estrategias metodológicas, tales como la fenomenología y la teoría crítica, si bien en el fondo intento recoger el estímulo de las investigaciones de un autor quizás injustamente olvidado; me refiero a José de Letamendi y Manjarrés (Barcelona, 1828-Madrid, 1897), un galeno y académico catalán cuya trayectoria intelectual desentonó un poco en el contexto de la medicina española del siglo XIX, ya que, según Ángel Ganivet, solía escribir como un filósofo hipocrático, cuando de su profesión se esperaba entonces la pompa de la prosa científica. Concretamente, busco recuperar y redimensionar una idea suya relativa a lo que podría tomarse como emblema de una fenomenología de la experiencia patológica, para vincularla a una crítica de la concepción moderna de la enfermedad.
Aludiendo evidentemente al problema, Letamendi escribió: «Existe un modo de vivir que ya no es salud y aún no es la muerte, y que por lo que influye […] no deja de tener nombre en toda lengua definida»[1], con lo cual llamaba la atención sobre la noción abstracta de enfermedad. Tal noción no contempla las enfermedades como especies reales, ni menos aún como hechos naturales efectivos, sino que busca captar aquello que las abarca virtualmente a todas en lo que poseen de común. Así, Letamendi quería saber no qué es la enfermedad, sino cómo se manifiesta al margen de cualquier convencionalismo sociocultural. Ello implica remitirse a la experiencia, término bajo el cual no caben las dicotomías al uso –se apagan en él los ecos de antiguos dualismos del tipo alma-cuerpo–, permitiéndonos así situarnos en un nivel fenomenológico de reflexión. Letamendi examina la prenoción vulgar de la ciencia, respecto de la cual son contingentes y progresivas cuantas definiciones haya del concepto de enfermedad. Por tanto, hay que apretar esa noción vulgar si lo que buscamos es mostrar cómo lo que primeramente comprendemos bajo el término de enfermedad no es en sí lo que pensamos o creemos que nos pasa, sino su forma, es decir, el orden impremeditado de su vivencia material.
La enfermedad es la nueva angustia, y como tal nos habla de un temor ancestral a estar solos. Porque nadie mejor que un enfermo sabe en qué consiste librar a solas una batalla contra la voluntad del cuerpo. Un cuerpo, dicho sea de paso, cuyos apetitos y cuidados han sido mercantilizados en un grado sin parangón histórico, lo que confirma que los sujetos tardomodernos lo reifican y perciben como un objeto configurable, como una superficie central de proyección de fantasías de inmunidad total[2]. Si la salud pública figuraba, pues, entre las bondades del proyecto de la modernidad, es evidente que los resultados no han sido sino objeto de una reelaboración neurótica, por cuanto la enfermedad ahora es rehén de una racionalidad piadosa que, cuando no la banaliza por efecto de sus beaterías, la demoniza bajo una moral fundada en criterios biopolíticos. Considero necesario arrancar a la enfermedad del pensamiento ingenuo, para evitar así que continúe siendo ensordecida por los ruidos del mundo. Tal vez por esa vía revaloraríamos aquellas palabras de Rodó según las cuales «un alma humana podría dar de sí misma más de lo que su conciencia cree y percibe, y mucho más de lo que su voluntad convierte en obra»[3]. Así, la enfermedad servirá para desempolvar ciertas convicciones acerca del potencial emancipatorio de la mitología, que, por ejemplo, nos invitarían a mirar la conditio humana en analogía con la de Proteo, dios de las múltiples metamorfosis, para quien incluso el colmillo que roe en lo hondo de su ser constituye un motivo más para luchar por otra figura.
[1] Utilizo la reproducción digital de la obra Plan de reforma de la Patología general y su clínica (1878), disponible en el sitio web de la Biblioteca Nacional de España.
[2] Véase H. Rosa, Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo, Buenos Aires, Katz, 2019, p. 161.
[3] J. E. Rodó, Motivos de Proteo, Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho, 1993, p. 89.
CAPÍTULO I
Fenomenología crítica
Uno podría abrigar y permanecer en la creencia de que la enfermedad no guarda ningún secreto: una fiebre, una apendicitis simplemente evocan la precariedad y el sino fatal al que está condenado el ser humano. En esa línea, por ejemplo, se inscribe la célebre definición de Georges Canguilhem según la cual la enfermedad es un instrumento de la vida mediante el cual el ser humano se ve obligado a confesarse mortal[1]. Aunque le asiste la razón, esta postura, además de producirse bajo el efecto de una afectación metafísica, de algún modo fomenta los prejuicios que aquí buscamos deshacer. Hay que tener un gusto demasiado alambicado para percibir en la enfermedad una torva e insobornable dádiva de los dioses. No obstante, siempre cabe salpicarlo todo con una dosis de duda, preguntarse si las cosas son realmente así o si admiten otro tipo de lectura.
De la mano de Letamendi barruntamos que en cada una de nuestras prenociones late la verdad estructural del fenómeno. Mas, para saber en qué consiste nuestra prenoción de enfermedad, primero es necesario esclarecer cómo es aquello donde tal prenoción entronca con la realidad social. No hablamos sino de la vida, de esta vida nuestra, la de cada cual. Pues si la prenoción de enfermedad es vulgar, le toca al vulgo, «pero al vulgo en estado de solemnidad, a la espontaneidad humana de todo tiempo y lugar, manifestar qué es lo que por enfermedad debe preentender la ciencia, y cuanto más escrupuloso y extenso sea el escrutinio de ese universal sufragio, tanto más solemne, decisivo y supracientífico será el sentido de la prenoción que tratamos de depurar». Se vuelve necesario, así, explorar de qué modo Letamendi puede convertirse en un campo en que fundar la unidad inmediata de teoría y praxis. Si existe realmente ese sufragio universal acerca de la enfermedad, entonces habría que indagar hasta qué punto cabe caracterizar la vida humana como un subsuelo transindividual que, por estar orientado a su propia autorrealización, se halla en buena medida despejado de sesgos o particularizaciones ideológicas. Así, nuestra primera tarea consistirá en «depurar» o abrir paso, a partir de un esclarecimiento formal de la vida humana, a una comprensión radical y crítica de la enfermedad.
HACIA UNA MATRIZ NO IDEOLÓGICA DE LA VIDA
Es una obviedad decir que todos vamos a morir, pero no lo es tanto afirmar adónde van los muertos. De tal suerte que lo único que sabemos es que vivimos. La vida nos es dada. Sin que nadie nos lo pidiera, de pronto un buen día nos encontramos aquí: vivos. Pero esta vida la tenemos que hacer nosotros. Hay que hacer algo para continuar viviendo. Y no hablo, en rigor, de batirse en duelos y salir airoso de la struggle for life; me refiero simple y llanamente a la necesidad de ocuparse en algo cuya evidencia nos dice ya que estamos vivos. Así, llamo «régimen de actividad» al complejo u horizonte de ocupación hacia el cual nos abocamos en cada caso. Porque para vivir es preciso desarrollar actividades; da igual qué, tan sólo querría poner el énfasis en la expresividad del verbo: hacer. Decía Ortega y Gasset que la vida hay que hacerla; y en castellano contamos con la palabra perfecta para denotar eso: la vida, pues, es un «quehacer» –vocablo cuya precisión semántica me parece comparable a la del tecnicismo «praxis» y, en ese sentido, fenomenológicamente indicativo de lo que, en primerísima instancia, la vida es a nivel formal.
Por tanto, entre quehacer y régimen de actividad se da siempre un juego de espejos. Una vez despierto, trato de reincorporarme: una pierna desciende al suelo desde lo alto de la cama, luego la otra. Miro, con ojos todavía legañosos, la puerta que da al cuarto de baño. Me pongo en marcha. El aseo ritual. Apenas el día me encaja su melodía cíclica y mi vida consiste ya en una prolija sucesión de quehaceres, en una reiterada inserción en un régimen de actividad. En elocuentes palabras de Juan Ramón Jiménez: «Vivir –existir– es todo: trabajar y comer, viajar y dormir, descansar y amar, soñar y vestirse»[2]. Mi vida, entonces, si la pienso en su palpitante inmediatez, viene marcada por una falta de completitud constante.
Mas ya lo sugería hace un momento: el fin aguarda nuestros pasos. Y mientras la fantasía poshumanista de prolongar indefinidamente la vida continúa siendo eso: una mera fantasía, nada más al nacer estamos prometidos a la muerte. Aunque antes suelen ocurrir muchísimas cosas, pues la vida, esta vida nuestra del día a día –perdónesenos la insistencia–, consiste en un continuo quehacer; y mientras no acaba, queda aún un resto pendiente, una suerte de dimensión constituida de puros anhelos hacia la cual nos volcamos con espontáneo denuedo. Y entre las muchas cosas que nos pueden ocurrir antes de que nos despachen amortajados y ateridos de este mundo, por supuesto, cabe incluir la enfermedad.
Resulta, pues, que somos un «personaje siempre inacabado», para el cual estar enfermo es tan sólo otro modo de mantenerse ocupado, a lo mejor no tan agradable o conveniente, pero en definitiva otro modo en que la vida continúa manifestándose como quehacer. Desde esta óptica, es difícil aceptar que a toda enfermedad debamos atribuirle un sentido trágico. No voy a negar, desde luego, que una fibromialgia, una diabetes o incluso una cistitis puedan empaparse de cierta fatalidad; hay personas demasiado aprensivas, para las cuales la muerte se vuelve una obsesión, al grado de que toman el más anodino de los síntomas como señal de una irrevocable sentencia letal. Sin embargo, creo que hace falta ser muy narcisista para temerse lo peor cada vez que el cuerpo comienza a enviar señales de alarma, porque sólo aquel que exhibe un irracional amor por sí mismo y un apego desaforado a las cosas exagera el peligro de un eventual cuadro patogénico. En cualquier caso, querría insistir en que la enfermedad es tan sólo otro modo en que la persona se comporta en relación consigo misma y con su entorno, tal y como lo pueden ser el enamoramiento o el duelo.
Ello no quiere decir, empero, que entre enfermedad, duelo y enamoramiento exista una especie de denominador común o un paralelismo en relación al surco que traza cada una de estas experiencias en la vida de equis personas. De hecho, no nos interesan los contenidos, esto es, lo que la enfermedad nos hace sentir psicológicamente hablando. Se trata de indicar algo quizás más simple, pero muy decisivo para nuestra tarea: al mecerse en los dulces brazos del amor, al sobrellevar la pérdida de un ser querido o al padecer, digamos, un leve resfriado, uno se comporta, según sea el caso, como enamorado, como enlutado o como enfermo. Esto, en primer lugar, nos da la pauta para reafirmar que el comportamiento humano nunca es un andar a tumbos con las cosas, y ello porque, al ser la vida una urdimbre de quehaceres, todo gesto de la misma se ejecuta siempre desde determinada perspectiva y se inserta ya en una compleja red de significatividades. Entonces, ese como de la oración designa una especie de hendidura que nos impide a nosotros, los seres humanos, colocarnos en un grado de concreción parejo al de los objetos inertes. Carlos está enfermo y la piedra es dura; hay entre ambos enunciados una diferencia radical. La dureza es una cualidad que le conviene necesariamente a la piedra y le otorga, en ese sentido, su consistencia ontológica, mientras que la enfermedad no es, ni de lejos, algo que distinga al bueno de Carlos en su entraña esencial. En todo caso, lo que sí distingue a Carlos a ese nivel, y con él a todos nosotros, es lo que con Pedro Laín Entralgo podemos llamar «enfermabilidad» –un concepto del que hablaremos más tarde con el debido detalle.
Yo no descanso en mí mismo como sí lo hace la piedra: su ser goza de una plenitud de la que carezco. Yo, por el contrario, estoy abierto al ser: soy un canal por el que este, el ser, fluye como la savia que mantiene al árbol erguido. Soy un personaje inacabado. Y el adverbio «como» lo prueba, que, cual barrera insalvable, me separa, por así decirlo, de la tanda de adjetivos que amagan con fijarme, imposibilitando asimismo que mi ser se disuelva en el crisol de una designación unívoca. Por tanto, además de un palpitante racimo de quehaceres, la vida es flujo, «devenir»; una idea en la que resuena el eco de la ambigua pero a menudo rotunda sabiduría del viejo Heráclito: yo no soy, sino que devengo. O, como prefería decir Letamendi: «La vida no es ni ente ni fuerza: la vida es un acto». Nadie nunca llega a ser lo que espera llegar a ser. En consecuencia, no hay craza adjetival alguna en cuyos contornos yo pueda quedar completamente fundido, salvo que me den finalmente por muerto.
En consecuencia, si bien puedo caer enfermo, ello no implica necesariamente que hayan de desdibujarse de mi ser otras facetas inmanentes a mi existencia: puedo padecer una insuficiencia cardiaca, y sin embargo la enfermedad no me impide el que siga siendo un padre de familia, un profesor universitario, alguien un poco introvertido quizás, melómano, etcétera; en fin, una persona en toda su compleja y múltiple entidad. «Enfermo» es, pues, tan sólo un adjetivo que me califica si es el caso, y del que, por otra parte, tengo una noción puntual, de modo que si oigo una frase o alguien a quien saludo me dice de pronto «pareces enfermo», sé perfectamente de qué me están hablando. La palabra saca a relucir, pone de manifiesto un ámbito de significación compartido al que hemos ido a parar mi interlocutor y yo por la gracia del lenguaje, sí, pero también por el hecho de que ambos radicamos activamente, existencialmente, en una «base empírica» común: el tercer indicador formal de la vida, más acá de sus declinaciones ideológicas.
Es de suponer que la riqueza de dicha base es mayor que la del lenguaje, por cuanto expresa un conocimiento moldeado, no sólo en palabras y conceptos, sino en la inteligencia de nuestros sentidos, que, de manera continua y sostenida, se alojan en y codifican escenarios y situaciones vitales un poco al margen de los signos lingüísticos. Pensemos, por ejemplo, en esas cosas y, especialmente, en esos estados acerca de los cuales cada uno de nosotros tiene un conocimiento bastante expedito, pero que resulta difícil articular verbalmente. La enfermedad suele ser uno de ellos, ¿o acaso esta no se convierte a veces en motivo de ingeniosos desplazamientos metafóricos? A la pregunta que el médico nos hace de cajón, a menudo respondemos recurriendo a la clave semántica del «como si». Decía Virginia Woolf: déjese al enfermo describir sus síntomas a «un médico y el lenguaje se agota de inmediato. No existe nada concreto a su disposición. Se ve obligado a acuñar palabras él mismo, tomando su dolor en una mano y un grumo de sonido puro en la otra»[3]. Aun así, especialista y enfermo se entienden perfectamente, saben de qué va el asunto, ya que comparten fragmentos comunes de una experiencia que, en su versión más pulida y simplificada, ambos conocen bajo el término de «enfermedad».
Esto sin duda incrementa la dificultad de nuestra tarea, ya que el trabajo descarta la determinación de la enfermedad que opta por y se funda en la impresión subjetiva que se genera en el enfermo. Cuando nos resfriamos, no tenemos dudas de que algo sucede. Pero una cosa es constatar que algo pasa, por ejemplo, que presento signos de ictericia, y otra muy distinta pensar que representan el merecido «castigo» a un consumo inmoderado de alcohol. El sesgo moral de la metáfora no es inofensivo. La enfermedad, desde esta perspectiva, se manifestaría en dos registros que, como enseguida veremos, mantienen entre sí una relación necesaria y contradictoria: por un lado, tenemos el hecho en bruto de que mi piel se ha teñido con los augurios de un daño hepático y, por el otro, la interpretación que elaboro al respecto. Nadie se contenta con caer enfermo, es como si el acontecimiento necesitara de algo más: pareciera que vivenciar un asma o un lupus en su desnuda facticidad es tarea imposible. El problema sobreviene cuando la experiencia queda atrapada en un registro más nocivo que el padecimiento mismo. Por ello Nietzsche advertía la necesidad de tranquilizar la imaginación del enfermo para que este no sufriera más por pensar en su enfermedad que por la enfermedad misma[4].
¿Y por qué ha de considerarse necesaria, a la vez que contradictoria, la relación entre ambos registros? Es necesaria porque el comportamiento humano está arraigado siempre en una circunstancia, nunca es un andar a golpes con las cosas, lo cual nos lleva a suponer que no hay signo patogénico que consiga sustraerse del centro de gravedad vital. Es contradictoria porque, pese a lo acérrimas que puedan ser nuestras ideas y creencias, nada de lo que digamos de la enfermedad comprometerá su apogeo fáctico. Es en ese espacio intersticial donde nos movemos, y si por lo regular no nos percatamos de que la nuestra es una zona crítica, ello en gran medida se debe a que nos aclimatamos demasiado pronto a los ejes de significación sedimentados sobre la base empírica común.
Conjeturamos, en cuarto lugar, que no basta con situarse en este o aquel régimen de actividad, con escurrirse de uno al otro según lo cante la marea; hace falta otra cosa. Hay que colmar la vida de argumentos. Así, lo que media entre el orden de las ideas y creencias y la base empírica común es un «argumento». No hay experiencia que no se acompañe o quiera insertarse ya en cierto marco argumental.
Los argumentos son lo que nos da consistencia social; mejor aún: son aquello que nos abre a la otredad. Pero, como todo en la vida, los argumentos son perecederos. ¿Y cuándo sabemos que se acerca su caducidad? Si tenemos en cuenta cuál es su papel, nos parece legítimo afirmar que un argumento comienza a tambalearse cuando ha dejado de mediar entre las ideas y creencias y lo que constituye el pábulo de ese trasmundo en el que los contenidos mentales se arraciman. Un ejemplo. Puede que una cardiopatía dé solidez al argumento que me permita optar por una jubilación anticipada. La enfermedad es para mí un salvoconducto. Pero ocurre que, a causa de políticas de austeridad, en mi país el sistema de pensiones se va finalmente al garete, de modo que me veo obligado a permanecer en activo, no sólo para subsistir y garantizarme cierta asistencia médica, sino para protestar por lo que a todas luces es una injusticia. Así, el argumento que conciliaba mi deseo de convertirme en un pensionista prejubilado con mi escaso interés por manifestarme es sustituido por otro que deja de ver en la enfermedad una excusa perfecta. Esto refrenda lo que decíamos antes: la enfermedad jamás termina de ser lo que pensamos que es, y ello lo prueba también el hecho de que una misma enfermedad puede tener significados opuestos no sólo para dos personas diferentes, sino para una sola en distintas etapas de su vida. Siempre habrá entre el fenómeno y la palabra un divorcio sutil: es en esta separación donde reside, dicho sea de paso, la condición de posibilidad de toda praxis emancipatoria –algo sobre lo cual volveremos en el siguiente parágrafo.
La cuestión así planteada adquiere de pronto una dimensión filosófica, en la medida en que aspira a caracterizar las condiciones de posibilidad de la experiencia patológica. Por ello fue necesario elaborar algunas conjeturas sobre la existencia humana. Ya sabemos que la vida es quehacer y que, como tal, deviene saltando sin descanso de un régimen de actividad a otro. Luego, la enfermedad nos hizo ver que la experiencia admite al menos dos niveles de aprehensión: por un lado, el que se configura desde el punto de vista de lo que nos inducen las vivencias y, por otro, aquel que se constituye desde la óptica de cómo vivenciamos la trama existencial en la que nos vemos envueltos por el solo hecho de haber nacido dentro de la especie humana.
Lo primero apunta al orden de las relaciones sociales, al complejo mundo donde se libran las disputas ideológicas, mientras que lo segundo remite al humus de la experiencia, a la parcela vital en la que arraigan los argumentos. Se trata de lo que, en el contexto de la filosofía, se conoce como la relación entre el contenido y la forma. Porque si hemos de analizar la enfermedad a partir de una visión unitaria sobre la vida, lo conveniente sería que mantuviéramos cierto formalismo; y quien dice formalismo dice ontología, por cuanto tiene por objeto los caracteres bajo los cuales acaece el fenómeno objeto de estudio. Así, la pregunta que sirve de hilo conductor es: ¿bajo qué espectro formal encontramos el fenómeno de la enfermedad? O, para decirlo con aires letamendianos: ¿qué significa in genere estar enfermo?