Читать книгу: «El sistema juridico»

Шрифт:

Marcial Antonio Rubio Correa es doctor en Derecho y profesor principal del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), donde ejerce la docencia desde 1972; además, se desempeñó como jefe del Departamento de Derecho, vicerrector académico y rector.

Es miembro de número de la Academia Peruana de Derecho y de la Academia Peruana de la Lengua y fue ministro de Educación durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua (noviembre de 2000 a julio de 2001).

Es doctor honoris causa de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa y de la Universidad César Vallejo, así como profesor honorario de la Universidad Católica de Santa María de Arequipa, la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa, la Universidad San Pedro de Chimbote, la Universidad Nacional de Piura, la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco y la Universidad Inca Garcilaso de la Vega.

Marcial Antonio Rubio Correa

EL SISTEMA JURÍDICO

Introducción al Derecho

Duodécima edición


El sistema jurídico

Introducción al Derecho

Marcial Antonio Rubio Correa

© Marcial Antonio Rubio Correa, 1984, 1985, 1987, 1988, 1991, 1993, 1996, 1999, 2007, 2009, 2017, 2020

De esta edición:

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2020

Av. Universitaria 1801, Lima 32 - Perú


www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

Cuidado de la edición, diseño y diagramación de interiores:

Fondo Editorial PUCP

Edición digital: abril de 2020

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente,

sin permiso expreso de los editores.

ISBN: 978-612-414-687-9

PRIMERA PARTE

EL ESTADO

Contemporáneamente, una gran parte del derecho se origina en los distintos organismos del Estado. Este es un fenómeno reconocido y, por lo tanto, vale la pena iniciar el estudio del sistema jurídico familiarizándonos con el tema del Estado.

En los dos últimos siglos, la historia ha producido un vertiginoso desarrollo del Estado. En el derecho, esta experiencia ha sido sistematizada teóricamente en lo que se denomina derecho constitucional general o teoría del Estado, disciplina frondosa y de relativa complejidad. En esta primera parte no pretendemos dar una visión general de los desarrollos teóricos sobre el Estado desde el punto de vista jurídico político. Ello ameritaría un libro entero sobre la materia. En los dos capítulos que componen esta parte nos interesa, fundamentalmente, introducir a los aspectos históricos y estructurales del Estado.

El primer capítulo hace el enfoque histórico del desarrollo del Estado, principalmente a través de la experiencia europea y norteamericana, cunas de constitucionalismo contemporáneo. Trazamos su evolución en términos generales y procuramos dar una idea de la vinculación creciente entre Estado y derecho.

El segundo capítulo se inicia con una breve digresión teórica, para describir luego los rasgos estructurales básicos del Estado peruano actual, como queda diseñado en la Constitución de 1993. Allí abordamos los principios generales que conforman al Estado, e informan por tanto a nuestro derecho, y luego describimos sus principales organismos indicando la vinculación que guardan con el sistema jurídico nacional.

En la medida en que este es un manual universitario, pensado y elaborado para seguir el curso de Introducción al Derecho (o materia con nomenclatura semejante), el desarrollo del texto tiende a ser orgánico y entrelazado. Esto quiere decir que, probablemente, muchas de las atingencias que se hacen en esta primera parte, solo sean cabalmente comprendidas por el lector al revisar los capítulos posteriores. En este sentido, se recomienda una lectura y asimilación de los conceptos que aportamos sobre el Estado como requisito para pasar luego al trabajo sobre los capítulos posteriores. Al mismo tiempo, sin embargo, creemos que al estudiar esos capítulos debe regresarse a los primeros para una nueva revisión y enriquecimiento del conocimiento.

Este procedimiento será especialmente importante al trabajar luego las fuentes formales del derecho, en especial la legislación y la jurisprudencia. Por ello, en los dos capítulos sobre Estado hacemos referencias a ellas cuando las consideramos oportunas, a fin de no duplicar explicaciones.

Lo que en esencia debe obtener el lector en esta parte del libro, es una comprensión global ubicada en los diversos momentos históricos de la evolución del Estado y de la vinculación que dicha evolución tiene con la configuración del sistema jurídico, tanto en el ámbito general, como más específicamente en el caso del Perú.

A pie de página hemos consignado referencias bibliográficas de consulta, en aquellos casos en los que es oportuno ampliar el conocimiento de ciertos hechos o conceptos que son tratados con inevitable generalidad en el texto nuestro. Hay infinita cantidad de obras muy importantes, pero hemos preferido indicar las más sencillas, pedagógicas y disponibles en nuestro medio.

CAPÍTULo 1

EL ESTADO Y EL DERECHO


Hoy, es imposible hablar del derecho sin asociarlo al Estado y sus diversos órganos. El Congreso emite las leyes; el Presidente de la República emite decretos y visa resoluciones; el Poder Judicial dicta resoluciones de administración de justicia; organismos públicos tales como el Banco Central de Reserva del Perú producen normas sobre varios temas, por ejemplo, el régimen cambiario del sol o las condiciones en que se realizan las operaciones de crédito; las municipalidades emiten ordenanzas que regulan la vida diaria en distritos y provincias, los titulares de los periódicos están llenos de alusiones a los fiscales, ministros, etcétera. En cada uno de esos casos, podemos apreciar que, de diversas maneras, los órganos del Estado están vinculados estrechamente al derecho y que varios de ellos lo producen para todo el territorio y toda la población.

Es más: vivimos inmersos en el Estado y nos parece natural que así suceda (estemos o no de acuerdo con todo lo que hace y, sobre todo, con cómo lo hace). El Estado cobra impuestos, regula el comercio, hace obras públicas, mantiene el orden, emite documentos nacionales de identidad y partidas de nacimiento. En fin, tenemos que ver cotidianamente con él en muchas circunstancias. No siempre fue así: el Estado tal como lo conocemos ahora es producto de los últimos siglos de existencia de la humanidad —desde el siglo XVI en adelante, según la historia de cada país— y en tiempos pretéritos las cosas ocurrían de manera totalmente distinta.

Por razones que vamos a exponer a continuación, la evolución del Estado es de fundamental importancia para comprender cómo y por qué es así el derecho hoy en día. No vamos a hacer una descripción detallada de toda esta historia, sino simplemente vamos a trazar sus rasgos fundamentales. Empezaremos por la gran historia del Estado para arribar a su interconexión actual con el derecho.

1. La Antigüedad

En las grandes culturas antiguas, principalmente en Egipto y Grecia, existieron formas de gobierno muy importantes y poderosas, pero muy distintas a lo que hoy consideramos Estado.

El poder era ejercido por quienes obtenían una combinación de talento personal y acumulación de fuerza social en un momento determinado. El Gobierno se modelaba en función de las características personales del gobernante y, normalmente, cuando este era cambiado, se modificaban buena cantidad de las reglas existentes.

No existía la idea de un gran gobierno que abarcara extensos territorios. Más bien, eran gobiernos de ciudades —las llamadas ciudades–estado—, en las que las autoridades regían el centro poblado y una zona aledaña a él, dejando como tierra de nadie extensos territorios. En el caso griego esto es muy claro y en el del Imperio Romano, los historiadores han dicho que su estructura política, aunque varió muchísimas veces a lo largo de sus diez siglos de existencia (y veinte si contamos al Imperio de Oriente), se trataba más de alianzas o sojuzgamiento de ciudades y pueblos, que de un gran aparato político que cubriera todas las regiones con la totalidad y exclusividad de poderes que hoy pretende cualquier Estado moderno y que hasta hace poco tuvieron las metrópolis coloniales como, por ejemplo, España en relación a los territorios americanos que conquistó.

Varios rasgos históricos demuestran esto. Por ejemplo, por el Evangelio sabemos que a Cristo no lo juzga Pilatos (representante del gobierno romano); lo juzgan las autoridades judías. Esto demuestra que aun cuando Palestina era territorio sometido a Roma, la metrópoli tenía reglas según las cuales solo se ocupaba de juzgar determinados aspectos de la vida social, dejando otros al libre criterio de cada pueblo. Podríamos multiplicar ejemplos como este, pero basta para probar la gran diferencia que existe entre aquellos tiempos y los de hoy, en los que un órgano del Estado (el Poder Judicial), tiene teóricamente el monopolio de la administración de justicia penal en nombre del Estado en todo su territorio.

El pueblo vivía al margen de la autoridad gubernativa en varios aspectos de su vida. La historia, tal como ha sido hecha y enseñada, nos induce a pensar que el gobierno en aquellos tiempos era omnipresente pero, bien visto, ello ocurre porque la historia es la de los personajes y sus principales instituciones políticas. La historia de la inmensa mayoría de la población nos hablaría de la lejanía y muchas veces de la ignorancia que estas personas tenían de lo que se discutía en las ágoras. Poco de ello les tocaba a los campesinos, como no fuesen las levas para los ejércitos, los tributos y las requisas de alimentos para favorecer las campañas militares o el lujo de las cortes. En lo demás, se acomodaban a sus costumbres, tenían sus propias organizaciones pueblerinas y se regían por ellas. Esto quiere decir que, en aquel entonces, salvo aspectos muy específicos de la vida social, un amplio campo de la regulación de las relaciones sociales estaba regido por lo consuetudinario, es decir, por las costumbres no dictadas por ninguna autoridad, sino creadas en el constante hacer de los pueblos.

Podemos así distinguir entre gobierno y Estado. Gobierno hubo siempre, hasta en las sociedades menos evolucionadas, pero esa capacidad de mando, normalmente basada en la simple fuerza —y por tanto volátil—, no es equivalente al Estado contemporáneo, en el cual, por más defectos y debilidades que existan, hay ciertos órganos, principios y normas que trascienden a cada gobierno y, muchas veces, a cada época.

Evidentemente, hubo excepciones o matices a lo dicho en los párrafos anteriores: Egipto, en la época faraónica, tuvo un gobierno muy cercano a lo que ahora llamamos Estado y Roma desarrolló un asombroso sistema de derecho que aún perdura entre nosotros. Sin embargo, con lo importantes que fueron y son aún actualmente, nada de ello puede ser considerado un Estado en el sentido moderno.

2. El Medioevo

El siglo V después de Cristo es un hito histórico fundamental para nosotros. En él se consolidan las invasiones bárbaras en Europa y cae el Imperio Romano Occidental. A partir de estos hechos se inicia lo que se ha denominado la Edad Media, concepto que tiene alcance europeo, no universal, porque el resto del Mundo continuó con su propia historia, bastante distinta a la del viejo continente. Sin embargo, hechos posteriores, como la colonización de América, ligan nuestra historia con la de ellos y solo en esa medida es aceptable en esta recapitulación preferir el medioevo europeo a los rasgos históricos y políticos distintos doquier.

El Medioevo, desde el siglo VI hasta aproximadamente el XIII (según los pueblos), tiene una historia rica en hechos, en modelos políticos y en la gesta de los Estados contemporáneos. Sin embargo, en sí mismo, no cuenta ni con Estados en el sentido actual ni aun, muchas veces, con gobiernos poderosos como los de la Antigüedad. El poder está fraccionado y da paso al feudalismo —que predomina en los lugares más significativos de Europa—, en el cual el sector feudal es dueño de la tierra y máxima autoridad en su territorio. Este puede ser grande o pequeño, pero la autoridad no varía sustantivamente sus características en función de ello. Los reyes (o emperadores, cuando los hay con intermitencias a partir de Carlomagno) no son señores con supremacía y mando. Por el contrario, son a su vez señores que tienen que aliarse y combatir con los otros, según el caso, y logran mantener su trono solo en virtud de un balance favorable de fuerzas y alianzas. Por eso, en el lenguaje común de la historia, al rey medioeval se le llama primo inter paris, es decir, el más importante de los iguales, pero en ningún caso el superior o, como se dirá a partir de fines del siglo XVI, el soberano.

En todo este período, llamado la alta Edad Media, el derecho es algo sumamente confuso. Cada uno de los varios pueblos que se ubican en Europa asume sus costumbres como reglas de vida e interacción. Los señores imponen ciertas reglas y administran justicia en su calidad de tales, sin otro título ni particularidad. Existen ciertas normas comunes que caracterizan al feudalismo, pero de ningún modo son reglas generalizadas ni válidas para extensos campos de lo normativo. La Iglesia mantiene una importancia grande como guía espiritual y, poco a poco, va desarrollando ciertas reglas comunes sobre diversos aspectos que le son particularmente importantes en el ámbito temporal, como bautismos, matrimonio, familia o bienes, y con el tiempo ello se resume en el derecho canónico, de trascendental importancia para la historia del derecho en esta parte del mundo. Al propio tiempo, quedan algunos resabios ya deteriorados del derecho romano, cuyas normas se aplican a los latinos que permanecen en los territorios conquistados por los pueblos bárbaros, según el principio de aplicación personal del derecho1.

Todo esto conforma una materia jurídica confusa, superpuesta, fraccionada; en definitiva, algo muy lejano a lo que hoy podemos considerar nuestro derecho y aun a lo que un ateniense o un romano podrían haber considerado el suyo antiguamente.

No obstante, casi imperceptiblemente, a lo largo de la alta Edad Media, se produce en Europa una progresiva diferenciación entre los pueblos, cada uno de los cuales va asentando su propia cultura. Germinan, de esta manera, las nacionalidades ibéricas, los franceses, ingleses, escoceses, alemanes, italianos, húngaros, etcétera, todo lo cual dirige a Europa hacia la conformación de las identidades nacionales. Al final de la Edad Media se podrá hablar ya de sus particularidades y de las diferencias entre sí en materia cultural, idiomática, consuetudinaria y económica y se crearán las condiciones para formar las naciones sobre las cuales se posará el Estado Nación contemporáneo.

Cada pueblo, a la par que su cultura, fue desarrollando sus propias formas de organización política. Muchas fueron importantes pero, mirando hacia atrás, tres resultan trascendentales para la formación de nuestros Estados: Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de Norteamérica.

3. Inglaterra

Luego de que varios pueblos llegaron y se apoderaron de diversos lugares de la isla de Gran Bretaña (entre los que se encuentran los celtas, romanos, sajones y escandinavos), en el siglo XI finalmente fue conquistada por los normandos. Era este un pueblo aguerrido, descendiente de los vikingos, y a la vez muy organizado. En la alta Edad Media obtuvo un pedazo de tierra continental (Normandía, hoy parte de Francia), donde estableció un importante y poderoso señorío. Diversos problemas llevaron a que Guillermo el Conquistador, gobernante de Normandía, se apoderara de Gran Bretaña en el siglo XI y, poco a poco, se convirtiera ello en la Inglaterra que hoy conocemos.

Un proceso histórico cuyas razones no compete explicar aquí, hizo que Inglaterra fuese pronto una nación relativamente integrada, con un gobierno central fuerte, y con tres particularidades trascendentales para la historia del Estado moderno:

1 Por circunstancias políticas, los reyes de Inglaterra solían firmar pactos de gobierno con sus súbditos. El más antiguo del que se tiene noticia es uno firmado por Ethelred II al iniciarse el siglo XI, que fue seguido por varios otros, de los cuales el más conocido es la Carta Magna (1215). Estos pactos suponían que el Rey, para asumir el trono, aceptaba ciertas reglas de gobierno que no podían ser puestas de lado en la tarea de gobierno. Tempranamente, así, en Inglaterra se asumió que la ley estaba sobre el Rey. Posteriormente, ello tendrá importancia fundamental en la configuración del Estado y el derecho contemporáneos, pero ya desde la Carta Magna se introdujo el principio de protección judicial de la libertad personal que, con el tiempo, se concretaría en lo que hoy es el hábeas corpus.

2 De otro lado, se desarrollaron las asambleas representativas de los territorios —inicialmente conformadas por notables— a las que se fueron incorporando progresivamente representantes del pueblo. La partida de nacimiento del Parlamento inglés se ubica, oficialmente, en el último cuarto del siglo XIII y, desde allí, va asumiendo progresivamente su forma y funciones contemporáneas. La historia del Parlamento británico no fue sencilla y tuvo que luchar reiteradamente contra los monarcas, en especial cuando, a partir del siglo XVI, se consolidó el absolutismo en Inglaterra. Todo el siglo XVII fue plagado de luchas, victorias y contrastes hasta la gran revolución de 1688 contra los Estuardo, que terminó con la victoria del Parlamento, la caída de Jacobo II y la instauración de una monarquía constitucional con Guillermo de Orange a la cabeza. A inicios del siglo XVIII, el Parlamento inglés tenía considerables poderes políticos en materia de aprobación de leyes y de tomar cuenta a los ministros por sus decisiones políticas mediante la censura. Todavía habría de recorrerse largo trecho hasta la configuración actual del sistema inglés pero, en sustancia, del siglo XIII al siglo XVII Inglaterra construyó, en agitada historia, la concepción actual del parlamento (u órgano legislativo), con la potestad de dictar las leyes y de ejercitar el control político sobre el Poder Ejecutivo, todo ello en representación del pueblo2.

3 Finalmente, el desarrollo del sistema constitucional inglés fue llevando también hacia la conformación de un Poder Ejecutivo compuesto por un jefe de Estado (el monarca inglés) y un gabinete ministerial que asumió las atribuciones y responsabilidades del gobierno.

De esta forma, allanó el tránsito de la monarquía absoluta a los regímenes crecientemente democráticos, manteniendo al monarca cada vez con menos poderes y sin responsabilidad política (no puede ser censurado ni sustituido por razones políticas), como encarnación de todo el pueblo y el Estado (su organización política máxima). Al propio tiempo, se fue operando una transferencia de los poderes políticos, y por ende de las responsabilidades consiguientes a un grupo de ministros encabezados por el Primer Ministro, que sí podían estar sujetos a la censura política y, por lo tanto, también podían ser nominados democráticamente.

Bajo diversas modalidades, hoy los jefes de Estado son irresponsables políticamente (es el caso del Presidente de la República en el Perú, que no puede ser destituido por razones políticas), dando estabilidad al gobierno y al sistema en su conjunto, al tiempo que se permite el cambio y censura de ministros para lograr transformaciones en la línea política de gobierno dentro del mismo sistema, cuando menos desde el punto de vista teórico.

En resumen, Inglaterra aportó al Estado contemporáneo el principio de protección y defensa de las libertades; la noción de Parlamento u órgano Legislativo; la organización del Poder Ejecutivo con un jefe de Estado sin responsabilidad política y con un gabinete ministerial que sí la tiene; y, por ende, un sistema monárquico constitucional en los hechos y las costumbres, iluminando con ello la ruta del desarrollo del Estado en otros lugares.

4. Francia

Otro gran tributario al Estado contemporáneo de Europa es Francia. Con contradicciones e historia distintas a las inglesas, el reino francés siguió el camino de la monarquía absoluta sin participación del pueblo durante la salida del medioevo y, en especial, a partir del siglo XVII, cuando Luis XIV (el Rey Sol) instituyó un gobierno centralizado, casi personal y absoluto en su ámbito.

En ese contexto, Francia también desarrolló un espíritu nacional y por lo tanto pudo hacer muy considerables aportes a la construcción del Estado moderno.

En el siglo XVIII, que es conocido como el Iluminismo francés, se gestó el desarrollo de las ideas liberales y democráticas que conducen la Revolución Francesa. Esta se materializa a partir de 1789, cambiando todos los parámetros políticos hasta entonces vigentes en la humanidad. Se trata de una inmensa revolución en todos los terrenos, con consecuencias muy concretas en la teoría y práctica del Estado contemporáneo. Sus fundamentos, como ya viene dicho, están ubicados en los decenios previos al año revolucionario de 1789.

Hacia mediados del siglo XVIII, con una década de diferencia, dos grandes pensadores franceses sientan las bases teórico políticas de este desarrollo posterior: Montesquieu con Del Espíritu de las Leyes y Rousseau con varias obras, entre las que destaca El Contrato Social.

Montesquieu es un aristócrata francés que decide elaborar una obra monumental sobre la historia del derecho y sus vinculaciones con la política. De los cientos de páginas de la obra que escribe, hoy muchas son obsoletas pero hay unas pocas (medio centenar y en especial las diez o doce que dedica a la Constitución inglesa), que perduran y sientan las bases de uno de los puntos centrales del Estado: la teoría de la separación de los poderes.

Durante el absolutismo (y Francia en la época de Montesquieu vivía bajo dicho régimen), el Rey detentaba la suma del poder del Estado. Montesquieu escudriña dentro del régimen inglés posterior a la revolución de 1688 y encuentra que dicho poder absoluto debe ser distribuido en tres poderes: el legislativo, que debe dictar las leyes; el Ejecutivo, que debe dirigir y administrar; y el Judicial, que debe administrar justicia. En todo esto no hace sino describir con agudeza el régimen inglés que ha visto.

Montesquieu es un monarquista y en sus escritos no se hallan rastros de lo que hoy tenemos por democracia. No obstante, considerar que el poder debía ser distribuido es un aporte para acelerar el pulso de la transferencia sustancial del poder al pueblo, y así ocurrirá con posterioridad a su muerte.

Rousseau publica El Contrato Social en la década de 1750 y condensa allí una importante teoría que dará origen a lo que con posterioridad se ha denominado la democracia radical. Retoma de pensadores de los siglos inmediatamente anteriores la idea de que los seres humanos viven originalmente en estado de naturaleza, sin normas, sin sociedad, en total libertad natural. Sin embargo, esos seres humanos en algún momento deciden pasar al estado de sociedad y para tal efecto realizan el contrato social. Evidentemente, Rousseau no comete la ingenuidad que muchos le han torpemente criticado, de pensar que este fue un contrato escrito y firmado. En modo alguno; más bien, la idea del contrato social es una manera de expresar que los hombres se pusieron de acuerdo en vivir en sociedad, probablemente haciéndolo.

Según Rousseau, la cláusula básica de dicho contrato es: «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibe corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo»3.

Hoy tal vez este párrafo suene intrascendente, algo así como un lugar común. No fue así en su tiempo. En efecto, considerar a cada uno como parte indivisible del todo equivalía a decir que cada uno tenía una fracción de poder en la sociedad, igual a la de cada uno de los demás; de aquí aparece la necesidad de dar poder a cada uno y no solo a los pocos que lo tenían en el antiguo régimen en el cual él vivía4; por lo tanto, lleva hacia una concepción democratista que, necesariamente, va a tener que expresarse en el voto universal.

Someterse a la voluntad general no hace sino desarrollar el concepto que la decisión mayoritaria de los componentes del todo es lo que finalmente obliga. Se consolida así la idea de que el pueblo hace la ley y, por lo tanto, que es el soberano.

Finalmente, la suma de cada uno hace el todo, que no es sino el pueblo mismo, dueño de sus decisiones y de su destino. Esta es la piedra inicial de construcción posterior del concepto de Nación (cosa que veremos a continuación). Montesquieu y Rousseau son distintos entre sí y ninguno de los dos llega a escribir una premonición de lo que serán la Revolución Francesa y sus secuelas al final del siglo. Sin embargo, son leídos por todos los grandes revolucionarios y, en verdad, por todos los sectores ilustrados de su tiempo. Sus ideas pasan a fundamentar, enriquecidas, lo que ocurre posteriormente.

La Revolución Francesa es un complejo encadenamiento de hechos cuya descripción y explicación desde el punto de vista del Estado, siquiera en sus grandes detalles, escapa a las posibilidades de este capítulo5. Sin embargo, destacaremos lo esencial y ello está contenido en buena parte, en los aportes de otro gran pensador y político francés: Manuel José, Conde de Sieyes.

Personaje discutido, en especial en la segunda etapa de su vida pública, a partir del ascenso de Napoleón Bonaparte, fue sin embargo el gran constructor de las ideas que hicieron posible la Revolución Francesa en sus etapas iniciales. Su obra clásica no es un gran tratado sino un folleto político, pero que ha pasado a la historia de los grandes aportes al pensamiento del Estado: ¿Qué es el Tercer Estado?

Como Inglaterra en los orígenes de su Parlamento, Francia había tenido también una Asamblea que representaba a los estamentos sociales del Antiguo Régimen. Los estamentos eran tres y tenían, por consiguiente, tres asambleas o estados correspondientes: el del alto clero, el de la nobleza y el de los demás, llamado Tercer Estado.

Estas tres asambleas sesionaban por separado y votaban a razón de un voto por cada una. Es fácil suponer que la aristocracia (alto clero más nobleza) siempre ganaba al pueblo llano en las votaciones críticas. Debido a la tradición absolutista francesa, durante casi ciento setenta años los Estados Generales no funcionaron. Una crítica situación financiera y la debilidad de su gobierno, llevaron a Luis XVI a convocarlos de nuevo en 1788 y la burguesía aprovechó de esta decisión para realizar su revolución, a partir de la Asamblea del Tercer Estado que ella dominaba.

En ¿Qué es el Tercer Estado?, Sieyes hace un magistral análisis político de la Francia de su tiempo y concluye que ella es equivalente al Tercer Estado, pues este se halla constituido por la abrumadora mayoría de los franceses, quienes con su trabajo sostienen la vida del país. Añade que los otros dos estamentos no aportan nada significativo y concluye, por lo tanto, argumentando dos cosas: que el pueblo llano lo es todo en Francia y constituye lo esencial de la nación francesa, y que la Asamblea del Tercer Estado es la representación de dicha nación. Propone (y así sucede rápidamente), que la asamblea del Tercer Estado se convierta en la Asamblea Nacional de Francia y que tome en sus manos el poder político.

Se han sentado, de esta manera, las bases teóricas y operativas de la Revolución Francesa, indispensables para complementar los aportes previos de Montesquieu y Rousseau.

En efecto: la Asamblea Nacional representaba al pueblo y ejercitaba el poder soberano en su nombre, superando el problema de la gran asamblea popular, que era necesario convocar, según Rousseau, para recoger la voluntad general. Esto no podía hacerse en un país de millones de habitantes como la Francia de ese entonces, más aún si Rousseau había establecido que el poder del pueblo era indelegable. La idea de nación que desarrolló Sieyes permitía asumir que el pueblo no era simplemente un agregado de personas sino que constituía un cuerpo organizado que podía ser representado. La Asamblea Nacional era esa representación, debidamente elegida por la nación, y ella sí podía reunirse a discutir, votar y emitir las leyes plasmando la voluntad general.

Se daba partida de nacimiento a la idea de la democracia representativa, cuya versión evolucionada llega hoy hasta nosotros y es uno de los rasgos fundamentales del concepto del Estado contemporáneo.

Pero, a la vez, esta concepción hilvanaba con el aporte de Montesquieu, pues se daba una formalización clara a la estructura y funciones del órgano legislativo en un país distinto a Inglaterra en tradición e historia, con lo que ya no era necesario imitar (cosa por demás imposible) el modelo inglés.

La Asamblea Nacional de Francia se constituyó en junio de 1789 con el episodio de la Sala del Juego de Pelota de Versalles, y el 6 de agosto del mismo año aprobaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, texto breve pero trascendental en el que se resumían bajo forma legislativa los grandes principios liberales de la libertad, igualdad, seguridad, resistencia a la opresión y propiedad. Se daba el paso inicial contundente6 para la instauración de otro rasgo característico del Estado y del derecho contemporáneos: una declaración de derechos que ningún organismo del Estado, por mandato legal, podía violentar.

Frente a las declaraciones de derechos humanos que se han establecido en el mundo a partir de 1948, la Declaración francesa es abiertamente insuficiente y ya fue en su tiempo criticada por los sectores radicales de la Revolución. Sin embargo, su texto inspiró lo esencial de las declaraciones de derechos de todas las grandes constituciones del siglo XIX y es antecedente directo de los derechos humanos tal como hoy los entendemos.

1 113,02 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
509 стр. 32 иллюстрации
ISBN:
9786124146879
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Эксклюзив
Черновик
4,7
105
Хит продаж
Черновик
4,9
463