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LAS ZAPATILLAS VIETNAMITAS

Manuel Mira Candel




LAS ZAPATILLAS VIETNAMITAS

© Manuel Mira Candel

© Diseño de portada: Álex Fernández Cornejo

© Corrección: Álvaro Martín Valcárcel

© de esta edición: Olé Libros, 2020

ISBN: 978-84-18208-47-8

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KALOSINI, S. L.

Grupo editorial Olé Libros

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www.olelibros.com

Para Jan Pieter, que me guio

por las calles de Jordaan y me aguardó

en el avión a Hanói.

PRIMERA PARTE

ÁMSTERDAM

Octubre de 2007.

Al día siguiente de la

prueba de maratón.

1

Era un presentimiento que no sabía si le llegaba de los acordes del bandoneón que tocaba un músico ciego o del propio rostro del otoño que lo inclinaba a la melancolía. Sucedió al día siguiente de correr el maratón. Después de desayunar, Daniel Conques se asomó desde la ventana de su casa a Egelantiers Gracht y supo que alguien lo espiaba.

Ninguna pieza en la arquitectura del apacible barrio de Jordaan reflejaba un mínimo sesgo de hostilidad. Sus ojos escrutaron el paisaje de orilla a orilla del canal, las baldeadas cubiertas de las barcazas y las estelas de las bicicletas en las rampas de los puentes. No halló ni un simple amago que justificara su inquietud. Sus ojos se detuvieron en las terrazas de los cafés Smalle y Prins. Una a una, repasó las expresiones de los clientes que disfrutaban del tibio sol de la mañana.

Pero la corazonada de que alguien le aguardaba en la calle siguió empapándolo por dentro como una papilla opaca.

Ámsterdam parecía, seguramente lo era, una ciudad disecada, estupefacta ante el otoño que se le venía encima, y era incapaz, como el propio Corques, de reaccionar ante lo inevitable. Le costaba afrontar la idea de salir de su escondite y enfrentarse a la vida.

Su mirada planeando sobre el canal había sido activada por un detector de sospechas. Observó el vuelo de los pájaros y siguió el rumbo de las nubes. En paralelo al canal, sus ojos iniciaron un travelling desde el Museo de los Tulipanes hasta el hotel Pulitzer.

Las ramas de un álamo negro proyectaban un gigantesco sombrero de copa: la cabeza de un alce de doce puntas. A esa hora, las diez menos cuarto, la única materia inerte que parecía cobrar vida ante la perspectiva que abarcaba su vista era el gallo que coronaba el campanario de la Wester Kerk: el sol transformaba su cresta en la corona de un ángel.

Conques se encogió de hombros y meneó la cabeza nerviosamente: ¿Quién podría localizarme aquí?, se preguntó.

No respondió.

Me persiguen. El mundo le acosaba porque amaba la soledad, pensó. Le llamó la atención que los transeúntes que escalaban a esa hora la joroba del Hilletjesbrug lo hacían más acelerados que nunca.

Volvió a preguntarse: ¿Por qué camina la gente tan deprisa? Tras un largo silencio, la idea de que le estuvieran persiguiendo le pareció disparatada. Estaba en paz consigo mismo y con los demás. Nada tenía que temer.

Tranquilo, tranquilo. Se removió el pelo. Estaba limpio, aún húmedo por la ducha. Sonrió al ciego que tocaba el acordeón —a él le había parecido que era un acordeón, pero estaba equivocado— en lo más alto del puente; este miraba con fijeza al cielo a través de unas voluminosas gafas de concha de cristales negros.

Conques no pudo reconocer al principio la música que brotaba del fuelle. ¿Un vals? Quizá una vieja canción de la Piaff. Quedó un instante pensativo y admitió que podía ser un tango. Los agudos de la melodía estimularon, aún más, su convicción de que estaba siendo vigilado. Se fijó un instante en el ciego, en el instrumento que tocaba y con el que tan hábilmente hacía languidecer al mundo removiendo las tripas de la nostalgia. Tal vez fuese un bandoneón, cayó, finalmente, en la cuenta. El músico ladeaba su cuerpo, no su cara, que parecía haber encontrado una postura cómoda en línea recta a la ventana que Daniel acababa de abrir en su casa.

Aquel invidente interpretaba un tango, pensó el corredor de fondo. Ahora estaba seguro. La misma pieza que había oído tararear a Amalia. Hacía una eternidad. No quiso precisar el momento exacto. Le bastaba recordar que Amalia entreabrió sus labios, muy cerca de él, tal vez en la cama antes de dormir; cuándo, volvió a preguntarse, mejor no traspasar esa frontera de la memoria. Estaba junto a mí, la música brotó, inesperadamente, de sus labios. Fue al mediodía, logró precisar. Eso es. Él estaba en la cocina, ella entró, lo besó y le mostró la fotografía de los príncipes de los Países Bajos, canturreando aquella canción...

Alzó la vista y siguió el rumbo de las veloces nubes procedentes del Atlántico navegando por el cielo: buscaban, enloquecidas, a sus amantes alpinos, pensó. Sonrió. De uno de los álamos más altos brotó un tropel de asustadas avecillas, pero no se atrevió a identificarlas. Quizá fueran estorninos. Era una mañana limpia y un velo de cal perfumado de sal envolvía el aire.

A lo más que aspiraba ese día de finales de octubre de 2007 era a relajar sus fatigados músculos en el laberinto del Vondelpark. Era su costumbre el día después de una carrera.

Se había preparado, con ánimo de zampárselos al mediodía, un par de bocadillos de jamón y queso. Después, al atardecer, visitaría a sus suegros en su casa del canal en las afueras de Katwijk. Siempre que acudía a Ámsterdam por algún motivo (en su cita anual con el maratón) hacía por verlos. Sigue habiendo tristeza en sus ojos; los recordó. Le agradaba estar con ellos. Sabía que su presencia era, para Peter y Beatrijs, un motivo de agasajo, de reencuentro con imágenes enterradas.

Después, dentro de un par de días, a lo sumo tres, regresaría a España para preparar su próxima salida. Le habría gustado participar en el maratón de Buenos Aires, en la primera quincena de noviembre, pero disponía de pocos días para recuperarse y afrontar la prueba en condiciones. En diciembre destacaba en el calendario la cita en Hanói. Había escuchado que los vietnamitas carecían de preparación para organizar una prueba atlética de envergadura. Pese a ello, intentaría acudir. Y eso sin olvidar la cita con el maratón de Valencia, del que le habían hablado con entusiasmo algunos corredores. Debía anotar ese nombre en su agenda de corredor.

Hace tiempo que Amalia estuvo en Hanói, pensó muy de pasada. Y se miró las zapatillas: modelo único, casi unas piezas de museo. Eran las mismas que usaba en las carreras.

Antes de cerrar la ventana, cuando ajustaba el cierre y corría los visillos y los estiraba con la mano para que no se arrugaran, le sobrevino una reflexión que seguía intranquilizándolo: había dormido como un recién nacido después de una borrachera de calostro, pero no pudo evitar, al despertar, reproducir las dificultades a las que se había enfrentado el día anterior. El muro se le apareció más avasallador que nunca.

No le solía ocurrir: él era un corredor fiable y seguro. Su alimentación era la adecuada. No sometía a su cuerpo a beligerancias que pudieran perjudicarlo. Pero le preocupaba que el muro hubiera estado a punto de vencerle el día anterior. «Hitting the wall», musitó.

Su memoria localizó el instante en que escuchó por primera vez esa expresión, que le sonaba a título de canción de los Beatles: fue en el Puente de Verrazano, Nueva York; minutos antes de empezar la prueba. El año anterior al del atentado a las Torres Gemelas. Cientos de corredores, alineados en fila india, con los ojos cerrados frente al sol, vertían el caño curvo de sus orines a la hermosa bahía.

Asían con la mano su pene temiendo que pudiera saltar como un salmón en busca de la contracorriente del Hudson. Aunque parecían abstraídos en la flaqueza de su miembro, atentos al vigor del chorro, solo pensaban en el muro. A todos se les había aparecido alguna vez.

«¿Y usted, compadre, cuántas veces se arredró ante el febril canalla?», le preguntó un corredor mexicano que meaba junto a él.

Conques echó un último vistazo a su calle, a su canal, a las criaturas muertas del pequeño universo en el que Amalia, de niña, soñó con descubrir el misterio del manuscrito de Voynich. Los timbres de las ubicuas bicicletas seguían entremezclándose con las notas del bandoneón. Ella la tarareaba, imaginó. La besó. Su lengua se entrelazó con la suya.

El agua se remansaba entre las barcazas fondeadas en el canal. Corrió las cortinillas de la ventana y se dispuso a salir. Lo hizo después de ajustarse a la espalda su mochila de trapo. Luego apagó la luz y se precipitó escaleras abajo. La única forma de salir de dudas era que el intruso, si quería dar la cara, lo abordase en la calle.

2

El rostro de León Biever difundía un aire de concentración. Se había tomado un segundo café en Smalle, frente al Museo de los Tulipanes. Sentado a una mesa en la acera que ocupaba la fachada del bar, inclinó levemente el cuerpo hacia delante, como si quisiera ver el fondo del canal, por si el espejo del agua repetía la sombra del atleta al que seguía.

A esa hora de la mañana, las diez menos cuarto, el otoño de Ámsterdam tenía la luz de los cuadros de Vermeer. El mismo resplandor se deslizaba por debajo de los puentes y se expandía sobre la plácida, inmóvil, corriente del canal. León Biever acentuó su vigilancia sobre el temblor del agua. Conocía al atleta por fotografías. Giró la cabeza a la derecha, pero solo vio a un ciego que tocaba el bandoneón.

León Biever se puso las gafas de montura metálica. Se sintió más anónimo, más seguro. De vez en cuando se desgarraba una hoja seca de los álamos y giraba en el aire con la torpeza de quien juega a la gallinita ciega; al posarse sobre el canal, se rizaba la corriente y se estremecían las barcazas.

Desde su posición, la visión de la esquina que vigilaba era total. No podía habérsele escapado. Hacía un par de meses que se había enfrascado en la vida del hombre al que debía abordar en los próximos minutos. Poseía una documentada y precisa información acerca de su pasado más reciente. Había leído decenas de expedientes de todo tipo sobre él, escuchado grabaciones, intervenido en encendidos debates con agentes de la inteligencia holandesa y policías expertos en la lucha antiterrorista. Pasaba por ser un buen tipo. De 52 años, madrileño, ingeniero industrial, alto ejecutivo. Casado en 1988 con una ciudadana, periodista, de los Países Bajos. Melancólico. Solitario. Un hombre cuerdo, inteligente y sagaz, aunque algo tímido. Todo en él parecía destinado a cumplir las leyes de la rutina. Metódico y desconfiado. Con una pasión única que lo definía como ser humano: su misión en la vida era correr maratones. Conques corrió en 2005 once maratones; al siguiente año, trece; en los primeros diez meses de 2007, doce, y con el de Ámsterdam, trece. Seguramente este año batiría su propio récord.

El diario El País le dedicó hace un par de años un reportaje en su revista dominical: «El español que más corre», titulaba en sus páginas a color, con una gran fotografía de él mirando al objetivo acusador de la cámara; alto, rostro circunspecto, expresión triste, ojos profundos, negros, sus párpados ligeramente abatidos. Demasiado melancólico, pensó en aquel momento. Una raya en la frente separaba las zonas de sol y sombra de su cuerpo.

La muerte de su mujer casi lo enloqueció. Su depresión le hizo concebir la idea de dedicarse a la vida contemplativa, de entrar en un monasterio. León Biever había oído decir que, un día de primavera, Conques arrojó al viento las cenizas de su mujer desde lo alto del puente de Hilletjesbrug, justo desde el mismo lugar donde ahora los compases del tango envolvían la atmósfera del barrio de Jordaan.

Un bolígrafo encima de la mesa. Una pequeña libreta con anillas al lado por si tenía que tomar alguna nota. Hojas en blanco. Sus jefes le habían asegurado que Conques aparecería poco después de las 10:00. A esa hora solía iniciar sus ejercicios en el Vondelpark. Los informes policiales demostraban que el atleta había sido sometido a una estrecha vigilancia durante muchos meses.

Biever lo había estado observando el día anterior en distintos momentos de la prueba, confundido entre la muchedumbre que vitoreaba el paso de los corredores, al cobijo del inmenso enramado de un castaño de Indias, sentado a una mesa en la terraza del Blauwe Theehuis o en el banco de una parada de tranvías.

Lloviznaba.

Hacia la mitad de la prueba, Conques pasó ante sus narices en un grupo compacto de veinte corredores, algo distanciado de la cabeza. Llevaba una buena marcha (para hacer algo menos de tres horas, lo que no estaba nada mal en un deportista amateur) y exhibía un estilo peculiar. Su zancada era larga, cadenciosa, elegante. Vestía una camiseta roja, holgada, que le colgaba fuera del pantalón. La punta de un pañuelo blanco tremolaba desde el bolsillo trasero. La gorra puesta del revés, también roja, la visera ribeteada de amarillo. Era el cuerpo perfecto de un atleta: fibroso, sin un gramo de grasa de más, músculos largos, como troquelados por la sacudida de un látigo, rostro enjuto, mercurial, piel cobriza, pelo rizado corto, del color pardo de los leones viejos. Se fijó en sus zapatillas: idénticas a las que había visto en las fotografías tantas veces. No tenía duda. Son las mismas zapatillas, se dijo.

Biever las había examinado desde todos los ángulos, sobredimensionadas en pantallas de ordenador, diseccionadas en detalles insignificantes, como a un cadáver sometido a una autopsia.

Algo se movió más allá del Hilletjesbrug. Se abrió la puerta de una casa, la que Biever había estado vigilando. Un par de turistas se fotografiaron junto al ciego y luego depositaron unas monedas en un cazo metálico a los pies del músico, que inclinó la cabeza, agradecido, de manera exagerada, al escuchar el cascabeleo de la calderilla.

Daniel Conques, de espaldas, procedía a cerrar la puerta de su apartamento. Giró dos veces la llave. Miró a su alrededor. Su indumentaria resultaba de lo más extravagante, lo que provocó en Biever un gesto de repulsa que logró contener.

El corredor vestía un chándal con una estridente combinación de amarillo y rojo. Encima, le venía muy holgado. También su mochila resultaba de lo más grotesco. Un animal muerto, creyó de primeras León Biever. Tendría que ser de trapo. Una oveja deshuesada y barriguda, le pareció al agente.

León Biever se levantó, sacó del bolsillo trasero del pantalón su cartera de mano y dejó sobre la mesa un billete de diez euros. Echó un vistazo al A4 de la embajada, aparcado junto al Museo de los Tulipanes. Miró su reloj. Le quedaban veinte minutos de aparcamiento. Antes de ponerse en marcha, se ajustó el nudo de la corbata.

Conques cruzó la calle y se asomó, desde lo alto del puente, al canal. Después de medir mentalmente la distancia que lo separaba de la torre de la Western Kerk, hizo varias flexiones con los brazos, con las piernas, apoyándose en las barras de hierro fundido del puente.

Biever lo observó con ojos compasivos. Por un momento pensó que su expresión había encendido una duda en el rostro de Conques. Estaba a un par de metros del corredor cuando sonó su móvil. Se detuvo en seco, sin dejar de mirar al atleta. Hizo un gesto huraño tras verificar la identidad de quien le llamaba, suspiró y meneó la cabeza de arriba abajo:

—Ahora mismo lo ha hecho —respondió León Biever a su interlocutor, tapándose el otro oído con la mano—. Voy a por él.

—No, no lo hagas —dijo la voz.

—¿Y eso?

—Mejor lo abordas en el Vondelpark. Deja que se relaje.

Se expandió un largo tintineo de timbres de bicicletas y sonaron once campanadas en torres invisibles. El eco tardó casi un minuto en propagarse en el aire, como un coro de voces de tenores desintegrándose lentamente en el espacio.

Al ver que el atleta se le echaba encima, Biever apoyó el codo en la barandilla del puente para disimular. Pero se había acercado tanto a Conques que este enarcó las cejas al pasar junto a él, probablemente con la intención de preguntarle si le ocurría algo. No lo hizo. Solo intercambiaron miradas que parecían estar ralentizadas por el eco de las campanadas entre las paredes de Prinsengracht, tan próximas que casi se besaban. Dos hojas de un libro entreabiertas por un soplido.

Biever se giró y empezó a andar en dirección contraria. Al cabo de unos metros, se detuvo y volvió a seguir los pasos emprendidos con decisión por Daniel Conques.

El atleta inició un ligero trote en dirección a la Wester Kerk. Una solitaria nube rozó la cresta del gallo que hacía de veleta. Conques rotó el cuello y miró de pasada al trajeado joven que parecía haber estado observándolo y que ahora apoyaba los codos en la barandilla del puente, con los ojos clavados en la corriente del canal.

Desaparecieron del cielo las nubes. En su ceño se tensó un cabo de ansiedad cuando contempló al hombre con la cabeza inmóvil mirándose en el espejo del agua, forzado a disimular. Por su postura, con la cabeza al aire, parecía que iba a vomitar sobre el canal. Las leves ondulaciones de la corriente distorsionaron su rostro.

3

Cuando salió de su casa en Egelantiers Gracht (no era su casa, pero como si lo fuera), resultó normal que los transeúntes, muy pocos a esa hora de la mañana, o los vecinos que vieron a Daniel Conques cerrar la puerta y subir la rampa del Hilletjesbrug, volvieran la vista atrás. A todos les llamó la atención su estrafalaria indumentaria. Tanto es así que Conques pensó que probablemente había sido su aspecto lo que también despertó la curiosidad del trajeado desconocido con pinta de interventor de banco que hizo ademán de dirigirle la palabra.

Ciertamente, el conjunto de su vestimenta resumía todas las rarezas maniáticas que suelen adornar las mentes de los corredores de fondo. Los estridentes colores rojo y amarillo (le gustaba manifestar su condición de deportista español) causaban en los transeúntes un impacto visual difícil de esquivar. Y existía el motivo adicional de la mochila que le colgaba por detrás, el cuerpo de una oveja de trapo con una asombrosa semejanza al original. La había adquirido en una tienda de Reikiavik, una de las veces que corrió el maratón de esa ciudad. Estaba convencido de que era la prenda que mejor lo identificaba, aunque su peso le molestaba cuando corría la prueba. Por eso a veces prescindía de ella. Y todo sin olvidar las zapatillas, por supuesto. Su degradado aspecto las había condenado hacía tiempo al incinerador de basuras, pero para Daniel Conques eran piezas insustituibles, una especie de icono sagrado en la hornacina de su cerebro. Otra manía, pero en este caso de valor sentimental.

En resumidas cuentas: era imposible que Daniel Conques pudiera pasar inadvertido aquella soleada mañana de octubre. De modo que, razonaba mientras corría, lo normal hubiera sido que el encorbatado joven (no se lo podía quitar de la cabeza) con evidentes deseos de preguntarle algo —vaya usted a saber qué coño deseaba este buen señor, si es que quería algo, pensó—, le hubiera llamado por su nombre —Conques, a secas, así le llamaban los vecinos (pronunciaban Concués)—, pero no lo hizo. El intento de interponerse en su camino lo interpretó, pues, como uno de los muchos arranques de curiosidad a los que la gente le tenía acostumbrado cuando la rizosa cabeza hueca y el hinchado vientre de la oveja de trapo se bamboleaban al compás de sus zancadas.

Los vecinos del barrio de Jordaan lo conocían bien y lo tenían como un hombre pacífico y educado, aunque algo extraño, lo cual no minimizaba el calificativo de excéntrico que le aplicaban con frecuencia. Pero, sobre todo, le respetaban porque era yerno de Peter y Beatrijs van Campen, padres de Amalia, a la que habían visto crecer y patinar en las heladas aguas, en invierno, de los canales. Algunos vecinos, conocedores de la conmovedora (ellos la calificaban así, pero sabían que había sido una tragedia) historia de su mujer, solían pararle en la calle para hablarle de cuando, siendo niña, los encandilaba con su desbordante imaginación y vitalidad. Concués no les respondía, pero inclinaba la cabeza cuando les daba las gracias. Solía no expresar en público sus sentimientos sobre Amalia.

Peter van Campen había sido un reputado periodista que decidió instalarse, un par de años antes de retirarse, en una casa de las afueras de Katwijk, cerca de la costa, huyendo del ajetreo callejero de Ámsterdam, pero conservó siempre la propiedad de su casa en el barrio de Jordaan. A Peter le gratificaba saber que los días que Daniel Conques pasaba en ella reavivaban en él la presencia de Amalia, el recuerdo de su amor inmarchitable, y en Beatrijs, su mujer, la admiración por aquel español que, con el paso de los años, seguía entregado, pese a sus rarezas, a venerar la memoria de su hija.

Por su propensión natural a ahondar incluso en los asuntos más triviales, Daniel Conques era taciturno y reservado, lo cual comportaba algunos problemas adicionales. Por ejemplo, la sensación, que experimentaba desde hacía tiempo, de que sus amigos le tenían por enfermo. Mientras cruzaba, al trote, la plaza Leidseplein, ante la fachada del Café América, le asaltó ese pensamiento: Tal vez tengan razón y esté enfermo.

Pero, que lo estuviese o no, le traía sin cuidado. Todo, menos correr, le resultaba indiferente. Lo que le sucedía era que se había aislado de tal manera del mundo que sus más íntimos amigos (eran pocos, pero el afecto que les tenía era fraterno y generoso en extremo) y familiares creían que sus enfermizas ausencias y salidas de tono no eran más que secuelas de la grave depresión que casi le costó la vida. Su espíritu solo se transmutaba cuando corría el maratón. Cierto que él se apartaba del mundo cuando se escondía en el agujero de la carrera cavado a impulsos de su corazón en un hipotético desierto, mas era entonces cuando en su interior, a solas en esa cavidad larga y silenciosa, se activaban las contradicciones y paradojas de la vida.

En 1988 se casó con Amalia van Campen. No, no tuvieron hijos. Amalia había confiado el sueño de su maternidad, aparentemente imposible, al director de una prestigiosa clínica de fertilidad en Alicante, pero su muerte truncó el sueño que compartía con su esposo y que aspiraba a hacer pronto realidad.

Mientras corría, la recuperación del recuerdo de Amalia colmó a Daniel de una gran paz interior. Se paró en seco, sin detenerse a pensar en el impulso que le obligó a hacerlo, y se sentó en una de las terrazas frente al Rijksmuseum. Su único deseo en ese momento fue observar las zapatillas (otra de sus manías), acariciarlas e imaginar los secretos y argucias que permitieron que fueran suyas desde el día en que se las regaló Amalia. Calculó muy por encima —¿Me atrevería a hacerlo? Claro que sí, ¿por qué no?— los cientos de kilómetros que había corrido con ellas. ¿Quince mil golpes de suela cada diez kilómetros? Hizo cuentas: seguro que más de una vuelta completa al ecuador del planeta.

La visión de las zapatillas, el tacto de sus dedos con las suelas, incorruptibles ante el paso del tiempo (lo eran, muchas veces pensó que se trataba de una especie de milagro), le trasladaron al instante en que Amalia las extrajo de una caja de color rojo con la firma de un viejo artesano vietnamita. Fue un regalo muy especial. Las estrenó, precisamente, en un maratón de Ámsterdam.

Pero, de repente, la nostalgia de aquel momento se transformó en trágica revelación. El avión en el que viajaba Amalia desde Buenos Aires a Santiago de Chile se estrelló en las cumbres heladas de los Andes. Hacía casi cuatro años que ocurrió.

Al morir Amalia, Conques se dejó dominar por una enfermedad desconocida y de retorcidas profundidades. Quedó inmovilizado en el vórtice de un huracán a merced del silencio y de la angustia. Tras ser rescatado, aún entonces se preguntaba cómo pudieron conseguirlo, pensó que lo mejor que podía hacer era correr maratones y seguir así una tradición que había iniciado en la universidad y luego después de casarse, aunque con las intermitencias a las que estaba obligado por su trabajo.

Era lo único que su maltrecho estado de ánimo le permitía hacer: huir, huir, huir. Corría para huir. Eso era. Su cuerpo funcionaba apartado de su mente. Mientras corría, él mismo se abría un pasillo en la gran avenida cuyas puertas se le habían cerrado.

Y la verdad es que combatió, y venció, a todos los espectros que salieron a su encuentro, no porque su estado de forma fuera envidiable, que también podía ser, aunque no lo creía, sino porque su existencia se convirtió en la obsesiva búsqueda de un mecanismo de adaptación al nuevo entorno de soledad, como el que poseen algunos de esos insectos o reptiles especialmente dotados para sobrevivir en el desierto o en los lugares más inhóspitos. Todo era diferente porque él era diferente. El mundo lo había hecho diferente.

Cuando pensaba que estaba enfermo, como tantas veces había escuchado en boca de los demás, se preguntaba: ¿Enfermo de qué? Enfermo de soledad. De tristeza. Se podía estar enfermo de tristeza. Se puede.

Las causas de su enfermedad obedecían a una explicación mucho más sencilla: Amalia era la única razón de su existencia, y su postración cobraba una especial lasitud cuando la ausencia de ella se hacía más vívida, cuando los recuerdos y la nostalgia de poseerla lo inducían a creer que la tenía muy cerca y no podía tocarla.

Ciertamente, correr un maratón lo obligaba a centrarse en fortalecer sus energías para sobrevivir y hacer frente a un sufrimiento físico nuevo y distinto al que había causado la pérdida de la mujer que amaba, pero también le brindaba la oportunidad de encontrar extrañas, tal vez pueriles, no importaba que lo fueran, fórmulas para hallar un mínimo de sosiego. ¿Artimañas? Escaramuzas de la mente, tal vez. Eran las piezas aisladas del rompecabezas que no lograban asimilar sus emboscadas neuronas. ¿Corría para poder vivir? En la inercia de huir había encontrado un refugio para seguir.

Su médico de familia y buen amigo, el doctor Albert, respondía afirmativamente a esa pregunta, pero cada vez que se la formulaba, cuando el atleta se dejaba caer por su clínica en Madrid, le hacía una recomendación que su mirada profunda y el tono grave de su voz transformaban en una orden sin paliativos:

—Es una temeridad correr más de seis maratones al año.

Conques no le hacía caso, porque, cuanto más huía —es decir, cuanto más corría—, mayor era el deseo de recuperar la presencia soñada de Amalia. Se le abrían ventanas —en esa avenida interminable— y ella lo miraba con sus ojos azules desde lugares inaccesibles que él pretendía alcanzar impulsado por un corazón que se había hecho poco menos que inmortal. Sí, cuando corría, creía que era inmortal.

Como es lógico adivinar después de lo dicho, pocas personas lograban entender la agitada vida que llevaba Daniel Conques. Mucho menos cuando aseguraba que esa especie de nostalgia enfermiza que lo narcotizaba, como si inhalara por las mañanas una bocanada de opio, la curaba solo cuando corría o preparaba una próxima cita atlética, no importaba en qué ciudad del mundo.

No sabía explicar con palabras la sensación liberadora que experimentaba cuando se aproximaba la fecha de una prueba y los días se convertían en aulas de lectura y de estudio para conocer los entresijos y misterios del recorrido, las dificultades de la prueba, los desniveles de las calles por las que transcurría la carrera, las condiciones climáticas de la ciudad que la organizaba, los hoteles que le ofertaban las agencias de viaje. Siempre procuraba que el establecimiento elegido estuviera cerca de un parque, pues el día siguiente a la prueba lo aprovechaba para tonificar su cuerpo con largos y lentos paseos.

Ámsterdam era la ciudad ideal para esos recorridos en solitario. Por eso solía pasar en ella largas temporadas. Lo hacía antes, con Amalia, incluso después de casados, y también entonces, si cabe con más motivo. Como si ella aún viviera. Ámsterdam era su ciudad, el escenario en el que no tenía miedo a perderse porque el pensamiento de Amalia se le aparecía en todas las esquinas, se le cruzaba en todos los puentes, navegaba por todos los canales.

Daniel Conques estaba tan imbuido en sus pensamientos (siempre le ocurría lo mismo el día después de correr un maratón) que no reparó en el coche, un A4 de color negro, matrícula diplomática, que seguía sus pasos muy despacio y a una prudente distancia.

Su conductor, León Biever, no se intranquilizó cuando tuvo que dar un rodeo por Spiegelgracht y torcer luego a la derecha hasta el Rijksmuseum. Durante varios minutos perdió de vista al atleta. Por muy rápido que este corriese sabía que él llegaría primero al parque. Respiró hondo cuando reconoció a Conques, los colores de su chándal; estaba como ausente, sentado en una terraza y con las dos manos atenazando la zapatilla del pie izquierdo.

El agente aparcó el coche frente al hotel Piet Hein, y esperó, dentro del vehículo, a que apareciese el corredor, lo que sucedió un par de minutos más tarde. Casi todos los transeúntes que se cruzaron con el atleta en el camino volvieron sus miradas ante el divertido espectáculo de las cabezadas que daba en el aire la descoyuntada oveja de trapo que colgaba de su espalda.

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9788418208478
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