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© Maite Ruiz Ocaña

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18344-73-2

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Agradecimientos

Lo primero y al primero de todos, darle las gracias a mi marido Mon, por regalarme ese pequeño portátil que ha recogido esta novela desde el principio hasta el final. Por creer en mí, por ser mi compañero y apoyo incondicional y por empujarme a autopublicar este libro. Gracias a él esta novela ha salido de las cuatro paredes en las que llevaba encerrada varios años, transformándose en un regalo para mi alma y mis emociones.

A mis padres, por hacer posible que haya escrito este libro, por inculcarme desde pequeña la pasión por la lectura y alimentarla cada día.

A Gema S., la primera que leyó el libro y que me transmitió su admiración e ilusión para que continuase escribiendo.

A David R., gran admirador, seguidor y lector de novela fantástica, por su sincera crítica y por sus valiosos consejos para matizar determinados momentos de la historia.

A Laura M., «comelibros» insaciable, princesa de la casa, perfil perfecto para la lectura de esta novela, por ser mi conejillo de indias, por leerla y ¡querer más!

A Irene F., por ser mi primera correctora y por enseñarme sobre este mundo de la escritura.

A mi familia y amigos, por inspirarme en cada momento y por llenarme de ideas nuevas siempre.

Y gracias a todos vosotros, que os habéis animado a leer Nakerland, porque gracias a cada uno de vosotros el mundo de las ilusiones nunca desaparecerá.

A todos, nunca dejéis de soñar…

¡Por fin llegaban las vacaciones!

El curso había sido muy duro. Sack había estudiado mucho para poder disfrutar de unas fantásticas vacaciones con sus padres y su hermana. Llevaban meses planeando su viaje a las montañas. A Sack y a sus padres les encantaba la acampada, y cualquier ocasión era buena para hacer una escapada. El año anterior habían estado en tres sitios diferentes, acampando junto a lagos y en laderas, y disfrutando de excursiones diarias por lugares increíbles, donde se podía respirar aire puro y fresco. Todo lo contrario que en la ciudad donde vivían, llena de ruido y contaminación.

Sack estaba haciendo su mochila cuando su padre entró en su cuarto. Llegaba a casa después de una larga jornada laboral. Alfred llevaba toda su vida trabajando en la fábrica que había heredado de su padre. Era el menor de todos los hermanos y el único que había querido hacerse cargo de ella, y deseaba de corazón que su hijo Sack siguiese sus pasos.

El valor sentimental que tenía a la fábrica era inmenso. Se había criado en ella. Todavía recordaba aquellos días que acompañaba temprano a su padre a trabajar y se quedaba jugando entre los burros, estanterías, probadores y maniquíes. Y de verdad que se divertía mucho. Sobre todo cuando le dejaban probarse las nuevas adquisiciones de las colecciones que lanzaban cada temporada, ya fuesen Carnavales o Halloween. Un día se disfrazaba de pirata, otro de vampiro... Daba igual cuál fuese el disfraz, él disfrutaba muchísimo estrenando tan divertidos y diferentes disfraces. Y es que en realidad los ejecutivos que trabajaban con su padre le utilizaban de maniquí, ¡y a él le encantaba!, ¡se lo pasaba en grande!, ¿y qué niño no se lo pasaría genial disfrazándose cada día con algo nuevo? Lo malo era que sus hermanos no compartían su entusiasmo, así que lo tenía que hacer solo.

Sí, Alfred había heredado la fábrica de su familia, The New Fantastic World, que llevaba fabricando disfraces la friolera de ciento cincuenta años, desde 1859. Toda una vida, generación tras generación, y lo que más deseaba es que continuase la tradición muchos años más.

Sus hijos, Sack y Sarah, ocuparon su puesto. Ahora eran ellos los que disfrutaban de los disfraces que él fabricaba. Cuando le acompañaban a la fábrica se pasaban horas jugando y disfrazándose una y otra vez, aunque en la mayoría de los casos acababan peleándose.

—Hola hijo, ¿qué tal estás?, ¿tienes ya todo listo? —dijo Alfred a su hijo mientras se inclinaba para darle un beso en la frente.

—Hola papá. Sí, casi lo tengo todo preparado. ¿A qué hora tenemos que levantarnos? —preguntó Sack a su padre, impaciente. Tenía unas ganas increíbles de que llegase el momento de irse a su gran viaje.

—Tendremos que madrugar mucho, ya lo sabes, así que me voy disparado a hacer mi mochila, que al final veo que no me voy con vosotros —contestó Alfred de muy buen humor—. ¿Sabes si tu hermana ha preparado ya sus cosas?

—Papá, ¡yo que sé!, es una pesada. Se ha pasado toda la tarde diciendo que si le dolía esto, que le molestaba lo otro. Lo que pasa es que no quiere venir, como siempre. Seguro que prefiere quedarse con sus amigas las pijas, leyendo revistillas de esas que les gustan tanto. No tengo ni idea de si ha preparado sus cosas o no. Lo dudo mucho…

Alfred se asomó a la habitación de Sarah. La tenía toda decorada con posters de sus grupos de música favoritos. Había dejado de lado ya las muñecas y a su padre le parecía pronto para ver a su hija hacerse mayor. Pensaba que todavía le quedaban unos años para esas cosas. Tan solo tenía trece años, y a esa edad tendría que estar jugando a las muñecas y no leyendo revistas con chicos y saliendo con sus amigas al centro comercial. Pero esto su hija no lo compartía, porque opinaba que ella ya era lo suficiente mayor para hacer esas cosas. Era la discusión de todos los días, bueno, de casi todos. Además, lo de los estudios tampoco le iba mucho, prefería ponerse delante del espejo y mirarse con los «trapitos» —porque no se podían llamar de otra manera a esos trozos minúsculos de tela— que se compraba un día sí y otro también.

Sack, sin embargo, era totalmente diferente. Tenía dieciséis años y disfrutaba de otro tipo de cosas, que no tenían nada que ver con los gustos de su hermana. Le gustaba hacer deporte, por eso estaba apuntado a la liga de béisbol de su colegio, ¡y se le daba de maravilla! El año anterior le habían nombrado capitán del equipo. Además, le encantaba estudiar. Era un chico inquieto y le gustaba aprender cada día cosas nuevas, por eso también destacaba entre los de su clase, sacando siempre las mejores notas.

Lo que sí compartían los dos hermanos era belleza, porque es verdad que los dos eran guapos. De ojos verdes y pelo castaño, heredado de su abuela, cuerpo esbelto, como su madre, y mirada intensa, como su padre. También compartían el mismo carácter, cosa que dejaba exhaustos a sus padres cada vez que discutían, que era muy a menudo.

Sarah, en el fondo, envidiaba a su hermano, porque siempre se llevaba las alabanzas de sus padres, y ella lo único que recibía eran broncas por todo. Así que estaba permanentemente en guerra con los tres.

—¡¡¡Sarah!!! —gritó Alfred con fuerza para ver si daba señales de vida. La seguía buscando por la casa pero no daba con ella. Nadie contestó, así que marchó a hacer su mochila sin haber encontrado a su hija.

Al rato de que Alfred llegase a casa, Mariah llamó a todos a cenar.

—La cena está en la mesa. Bajad antes de que se quede fría —avisó Mariah a su familia.

Había preparado unas tortillas y un poco de ensalada. Se había encargado de poner cubiertos para todos, pero Sarah no apareció a la mesa.

—Esta niña me tiene harta… ¿aprenderá algún día a hacer las cosas como es debido? —dijo la madre suspirando de desesperación.

Se levantó de la mesa y se fue a buscarla.

—Mariah, no intentes buscarla por arriba, que ya lo he hecho yo y no la he encontrado. Mira a ver si está en el sótano, o si ha salido al jardín —advirtió Alfred a su mujer para evitarle el paseo hasta la planta de arriba, donde ya se había encargado él de mirar a fondo en cada una de las habitaciones y rincones, sin éxito.

Vivían en una casa de tres plantas a las afueras de la ciudad de Austin (Texas), en una buena urbanización. La casa era preciosa, de estilo clásico, a dos aguas, las paredes de la fachada pintadas de blanco, con detalles en madera de roble bordeando las ventanas y puertas. Un jardín daba paso a la entrada principal, desde donde serpenteaba un camino de piedras blancas pulidas y, a ambos lados, jardineras en madera desbordaban flores de varios colores: amarillas, lilas, blancas, rosas…

El interior de la casa estaba muy bien decorado. Mariah tenía muy buen gusto para esas cosas. Primero un amplio y luminoso hall de entrada, y a continuación, a mano izquierda, el salón. Tres sofás en tonos marrones rodeaban una chimenea de mármol blanco, encima de la que Mariah había colocado fotos de toda la familia en diferentes momentos de sus vidas, y coronando esta, un cuadro que le había pintado su padre en uno de sus viajes a la costa griega. Ubicada detrás de los sofás, una mesa para diez comensales, vestida con un camino de mesa, unos candelabros y un jarrón con flores. Las plantas les gustaban mucho, habían colocado una palmera en una de las esquinas y un ficus en otra de ellas.

A mano derecha estaba la cocina, con los fuegos situados en medio de la estancia, como siempre había soñado la madre de Sack, y una mesa a uno de los lados, donde desayunaba la familia todas las mañanas. Todo de estilo moderno.

Al fondo tenían un baño pequeño, de azulejos blancos en la mitad superior de la pared y azules claros con rayas blancas en la mitad inferior. Mariah había colocado algunos cuadros con motivos de flores en las paredes.

Lo que sí se podía decir era que en todas las estancias primaban las flores. Esto daba mucha vida a la casa, además de una fragancia inigualable, algo que alababan continuamente todas las visitas.

Subiendo las escaleras estaban las habitaciones. Las de Sack y Sarah enfrentadas, con un baño al lado que compartían, y la de Mariah y Alfred al otro lado de las escaleras, con baño y vestidor dentro. El vestidor —el sueño de cualquier mujer­— con dos hileras de armarios a los lados, en el fondo un espejo completo desde el suelo al techo, y una butaca sin respaldo y con reposabrazos a ambos lados de estilo clásico, tapizada en flores, colocada en medio. Sack creía que su madre la había colocado allí porque pensar en lo que tenía que ponerse le tenía que llevar mucho tiempo, ¡con la cantidad de ropa y zapatos que tenía cualquiera se hacía un lío!, así que mejor pensarlo sentado, ¿o no? A su hermana le encantaba pasarse las horas muertas metida en el vestidor, probándose los vestidos y zapatos cuando su madre no estaba. «Cosas de chicas», pensaba Sack. Si su madre se llegaba a enterar alguna vez de este intrusismo seguro que le caería bronca. Pero su hermana siempre se las apañaba para dejarlo todo tal y como se lo había encontrado.

Y ya por último, la parte de abajo, el sótano, donde estaba un pequeño salón, con una puerta al fondo que daba a la bodega. Al padre de Sack le encantaba el buen vino, por lo que decidió ponerse una bodega de lujo, con puertas de cristal y climatizada, para que el vino se mantuviese a la temperatura perfecta. El salón no lo usaban mucho, solo cuando venían los amigos de Sack o Sarah, aunque más los de Sack, porque Sarah y sus amigas preferían quedarse encerradas en la habitación hablando de sus cosas.

Sack había colocado en el salón del sótano una televisión de cuarenta y dos pulgadas y una consola donde él y sus amigos se pasaban las horas jugando.

—Sarah, cariño, ¿dónde te has metido?, ya estamos todos sentados a la mesa —dijo Mariah pacientemente mientras miraba en el sótano de la casa.

No estaba allí tampoco, por lo que el único lugar de la casa donde quedaba mirar era el jardín.

La parte trasera de la casa tenía un jardín precioso, al que Mariah dedicaba varias horas al día. Rosales rojos, tajetes amarillos, pensamientos morados y un etcétera de flores de infinitos colores inundaba cada rincón del jardín. Sus olores hacían despertar cada uno de los sentidos.

Dos grandes robles a cada lado del jardín coronaban la belleza de la naturaleza, y en uno de ellos colgaba un columpio de madera, que Alfred había colocado para sus hijos hacía ya muchos años.

Y allí estaba Sarah, sentada en el columpio, dibujando aburrida círculos en el suelo con sus pies mientras se balanceaba.

—Sarah, hija, ¿es que no nos oías?, ya está la cena en la mesa y te estamos esperando.

—Mamá, no tengo hambre, no quiero cenar… —Sarah hizo una breve pausa antes de comenzar a decir lo que de verdad necesitaba transmitir a su madre. Cogió carrerilla para soltarlo de golpe—. ¡No quiero ir con vosotros de vacaciones a esa estúpida montaña!, ¡me aburre mucho hacer excursiones y acampar!, ¡jo, mamá!, ¿no me puedo quedar aquí con Eli o irme con los abuelos a su casa?, por favor, por favor, por favor…

Sarah había saltado del columpio y se había arrodillado a los pies de su madre suplicando que la dejase quedarse. No soportaba la idea de pasar otras vacaciones haciendo acampada, ella quería ir a la playa o a cualquier otro lugar, menos ir de acampada. Los bichos, los sacos, las excursiones… todo eso la disgustaba muchísimo, cualquier cosa era mejor que esas vacaciones dichosas que siempre tenía que aguantar.

Por eso había decidido intentar convencer a su madre para que la dejase quedarse con su amiga Eli, o incluso con sus abuelos, Phil y Gretel.

—Cariño, esto ya lo hemos hablado antes. Lo siento pero nos vamos de vacaciones juntos, en familia, como debe ser. Además no te mereces ningún privilegio, lo sabes de sobra, has suspendido tres asignaturas que tendrás que recuperar después de las vacaciones, ¿o no te acuerdas ya de eso? Cuando volvamos de la excursión empezarás con la profesora particular. Vamos a cenar.

—¡Mamá!... —Pero Mariah había dado por zanjada la conversación y se había dado la vuelta encaminándose hacia la casa.

Sarah frunció el ceño, puso morros y la siguió, echando humo.

Cuando entraron en la cocina, Alfred y Sack las esperaban muertos de hambre.

—¡Vamos! Que la cena se ha debido de quedar helada… —dijo Alfred un poco enfadado.

Mariah había preparado una exquisita cena: una ensalada de lechuga y verduras variadas, con tomate, aderezada con una salsa balsámica de aceite, vinagre de Módena y un toque de orégano, para acompañar a una tortilla. Otra de las cosas que se le daban de maravilla era la cocina. Era muy creativa y siempre innovaba. Cada receta nueva era más impresionante y deliciosa. Y tanto su marido como sus hijos alababan su manera de cocinar. Alguna vez le habían propuesto dedicarse a esto, pero ella siempre se había negado. Pensaba que no era lo mismo hacerlo por puro placer para su familia y amigos que para auténticos desconocidos, donde no pondría el mismo entusiasmo y cariño a la hora de preparar los platos.

—¿Dónde estaba? —preguntó Alfred.

—En el columpio del jardín —contestó Mariah, también un poco enfadada.

—¡No quiero ir con vosotros a la montaña! —dijo, casi gritando, Sarah.

—Sarah, ya hemos hablado esto antes, harás lo que digamos y punto final, no hay más que discutir —dijo Alfred un poco cansado, intentando evitar la misma discusión que habían tenido el día anterior, y el anterior…

Sack, mientras tanto, miraba a su hermana tratando de entender por qué no le gustaba ir a la montaña ni pasar unas vacaciones con su familia. Él lo pasaba genial, era divertido y relajante hacer algo diferente rodeado de naturaleza y belleza.

Sarah se dio cuenta entonces de que su hermano la estaba observando, cosa que la alteró todavía más.

—¿Qué estás mirando?, no te soporto, ¡te odio! —chilló Sarah mientras empujaba la silla con su cuerpo hacia atrás y se levantaba estrepitosamente de la mesa para ir a su cuarto, escaleras arriba.

—¡Ven a sentarte a la mesa inmediatamente, Sarah! —dijo Alfred enfadado.

Pero Sarah hizo caso omiso y siguió su camino escaleras arriba.

Lo dieron por imposible. Igual que Sarah, que decidió empezar a hacer su mochila, no fuesen a dejarla ir de viaje sin sus cosas, ¡capaces eran!

Los tres, resignados, comenzaron a cenar sin la compañía de Sarah, que pasaría hambre aquella noche.

Cuando ya estaban terminando el postre, Sack pidió ansioso a su padre que le explicase la ruta de la excursión que había planificado para aquellas vacaciones de verano.

Alfred se levantó para coger su libreta de encima de la mesa de la entrada y volvió con ella para enseñarles lo que había planeado. Extendió un plano encima de la mesa, que comenzaron a observar escuchando atentamente las explicaciones y observaciones que les iba dando. Sack y Mariah se levantaron y se colocaron cerca de Alfred, inclinando sus cuerpos hacia delante para poder observar mejor el mapa.

—Mirad, saldremos desde este punto mañana. Recorreremos todo este camino, hasta aquí —iba diciendo Alfred, señalando con el dedo en el mapa el recorrido que había pensado—. Pararemos a dormir en este camping y al día siguiente haremos este otro recorrido. Como es más largo nos tocará quedarnos a dormir a mitad de camino, en este valle. Probablemente nos encontremos con más gente, ya sabéis que me gusta hacer rutas algo frecuentadas, por si necesitamos ayuda, aunque llevemos los walkies sincronizados con los guardas forestales. Mirad, esto lo veremos el tercer día, es la catarata del Ángel, tengo aquí una foto. —Y sacó una foto de su cuaderno de viaje. Era espectacular y muy alta. El vapor que se generaba por la condensación del agua al caer y chocar con la parte de abajo producía una imagen que parecía la de unas alas, por eso probablemente habían decidido ponerle ese nombre—. Aquí, desde este punto el paisaje es espectacular, se ven kilómetros de bosque, incluso se alcanza a ver la ciudad.

Alfred se pasó un buen rato contando a su mujer y su hijo cuál sería el recorrido que harían en esos cinco días de excursión, mientras ellos observaban atentos sus explicaciones. Este año las vacaciones eran muy cortas; el padre de Sack tenía que volver pronto a la fábrica por la cantidad de trabajo que tenían, y además Sarah había suspendido otra vez varias asignaturas y debía empezar a estudiar pronto para los exámenes de recuperación.

Pero a Sack no le importaba, se conformaba con cinco días con su familia y viendo lugares tan impresionantes como los que iban a conocer.

—Bueno, a la cama todos que mañana hay que levantarse muy temprano —dijo Alfred recogiendo las cosas de la mesa y volviendo a guardarlas en su libreta.

—Id subiendo vosotros, yo ahora mismo voy. Recojo esto y subo. —Mariah prefería dejar todo ordenado para no tener que hacerlo al día siguiente con las prisas.

—¡Buenas noches, mamá! —dijo Sack desde la escalera a su madre.

—¡Buenas noches, cariño!, ¡que descanses!

Sack se quedó dormido imaginando los espectaculares paisajes que verían en su viaje.

n

El despertador sonó con fuerza, su sonido voló rápido colándose en cada una de las estancias y rincones de la casa de la familia Williams. Todos dormían profundamente pero rápido despertaron de sus sueños y comenzaron un nuevo día. Un día especial, porque empezaban sus deseadas vacaciones. Aunque no para todos. Sarah, al abrir sus ojos y recordar lo que le esperaba, se dio la vuelta en la cama, se colocó boca abajo y tapó su cabeza con la almohada con fuerza, para poder escapar de la realidad, o por lo menos intentarlo.

En la habitación de al lado dormía Sack, que al contrario que su hermana se levantó de un salto de la cama dispuesto a comenzar sus fantásticas vacaciones en familia.

Bajó rápidamente las escaleras de la casa para ir a la cocina a desayunar. Allí se encontró con su madre, que estaba preparando el desayuno. Sack pudo escuchar su estómago rugiendo, ¡tenía mucha hambre!

—¡Buenos días, hijo!, ¿cómo has dormido? —preguntó Maríah mientras le daba la vuelta a unas tortitas que se estaban haciendo en la sartén. Olían tan bien que a Sack se le hizo la boca agua.

—¡Buenos días mamá!, bien. ¡Qué hambre tengo! —Sack se sirvió un vaso de leche mientras su madre volcaba en el plato la última tortita que había preparado.

—¡Buenos días a todos! Mmmm, ¡qué bien huelen esas tortitas! —dijo Alfred mientras se sentaba a la mesa y alcanzaba a coger una, para untarla de mantequilla y mermelada.

—¡Sarah!, baja, cariño, que ya estamos todos desayunando, que tenemos que prepararnos y salir cuanto antes. Vamos, cariño —llamó Mariah a su hija.

Sarah la escuchó desde su cuarto, a pesar de intentar apretar con todas sus fuerzas la almohada contra sus orejas. Resignada, decidió bajar a desayunar. Apartó la almohada dejándola a un lado, se incorporó y sacó las piernas por uno de los lados de la cama, quedándose sentada un momento. En verdad tenía hambre, lo que no tenía era ningunas ganas de ir con su familia de vacaciones, pero ya había intentado de todas las maneras posibles escaquearse, aunque no lo había logrado.

Juntó su pelo con las dos manos haciéndose una cola de caballo y comenzó a descender las escaleras mientras bostezaba.

—Ya estoy aquí, ¡vale! —contestó Sarah al llamamiento de su madre con voz de resignación.

Se sentó a la mesa junto al resto, con desgana, y comenzó a desayunar.

Pronto terminaron el desayuno y se pusieron manos a la obra para organizar su partida.

Cuando todo estuvo preparado, las mochilas dentro del coche, la casa recogida y todos vestidos, Alfred echó un último vistazo para comprobar que todo quedaba bien cerrado y salió, cerrando la puerta con varios giros de la llave.

Se subió al coche, miró hacia atrás para comprobar que estaban subidos sus dos hijos, les dedicó una amplia sonrisa y arrancó, dando marcha atrás para sacarlo del aparcamiento de la casa.

Comenzaron a alejarse de su hogar. A ambos lados de la calle se podían contemplar casas majestuosas, todas arquitectónicamente diferentes, que llenaban de armonía el barrio residencial. Sarah se giró para mirar a través del cristal trasero del coche, tenía una sensación extraña. Sentía como si no fuese a ver su casa durante una larga temporada. Se quedó unos instantes pensativa pero agitó la cabeza quitándose esa idea de la mente. «Odio estas vacaciones», pensó. Y volvió a sentarse de frente.

n

El viaje se hizo algo largo. Pararon en varias ocasiones para descansar y estirar las piernas. Pero por fin comenzaron a vislumbrar a lo lejos las Dream Mountains, las Montañas de los Sueños, así las conocía la gente comúnmente en todo el mundo.

Al cabo de unos kilómetros llegaron a la entrada del parque forestal, donde un guarda muy amable les saludó y les dio la bienvenida, les entregó un plano del lugar y una hoja con las recomendaciones y prohibiciones que tenía el parque.

—Tengan cuidado por la noche con los animales. No dejen comida fuera porque pueden correr el riesgo de que algún jabalí, o incluso algún oso, atraídos por el olor, se acerquen a su campamento —dijo el guarda con una sonrisa en la boca, sabiendo que los animales del parque eran lo suficientemente miedosos para no acercarse, aunque en los últimos años, al haberse acostumbrado a la presencia de los seres humanos, se habían acercado en alguna ocasión a algún campamento, asustando a los visitantes, por lo que se sentía obligado a advertir a todos los que acudían al parque del riesgo que corrían si dejaban comida a la vista y al olfato de los animales—. También quería recordarles que todas las zonas de acampada tienen sus cubos de residuos donde deben depositar toda la basura que generen —advirtió el guarda, ahora más serio. Últimamente se habían encontrado con muchos problemas con respecto la basura. Sobre todo por parte de jóvenes visitantes que, inconscientes del daño que causaban algunos residuos en la naturaleza, se dedicaban a esparcirlos sin conciencia alguna allí por donde pasaban. Una lata de Coca-Cola, una bolsa de patatas… se habían encontrado todo tipo de desechos. Por eso los guardas del parque se habían puesto muy serios y penalizaban con grandes multas económicas a todos aquellos que pillaban tirando basura al suelo.

—No se preocupe, no hay problema —dijo Alfred al guarda. Él conocía bien las normas. Eran muchos años de excursiones por lugares como ese.

— Muy bien, que disfruten de la naturaleza —respondió el guarda mientras levantaba la mano avisando a su compañero (al que se veía sentado y con cara de aburrido dentro de la garita de la entrada) para que les abriese la barrera y les dejase pasar.

¡Dios mío, qué bien olía en aquel lugar, se podía respirar aire puro, la naturaleza! ¡Cómo le gustaba aquel olor a Sack! Incluso levantó el ánimo de Sarah, que parecía que sonreía mientras miraba por la ventanilla del coche.

Sack se había fijado en que la cara de su hermana había cambiado, transformándose en un gesto de horror, cuando el guarda avisó del peligro de animales en la zona, cosa que en cierto modo le hizo gracia. Menos mal que no le vio cuando se le dibujó una sonrisa en la cara, imaginándose a su hermana asustada por la aparición repentina de un jabalí que se estaba intentando colar en su tienda de campaña. Lo que no le hizo tanta gracia a Sack fue lo del oso, eso ya era otra cosa, le causaba más respeto. Pero pronto pensó que era muy difícil que se diese el caso, con las precauciones que siempre tomaban. Se giró para mirar por su ventanilla y empezó a pensar en otras cosas.

No tardaron mucho en llegar a la zona de inicio de la ruta. Había pocos coches, señal de que no se cruzarían con demasiada gente en el camino, la suficiente por si hubiese problemas.

Comenzaron a descargar todos los bártulos. Cada uno se colocó su mochila y después de que Alfred cerrase el coche, iniciaron su primera excursión.

—Dentro de una hora pararemos a comer, que se ha hecho un poco tarde —dijo Alfred a su familia, mientras se colocaba su mochila que le sobresalía por encima de la cabeza. «Menos mal», pensaron los otros tres cuando Alfred lo dijo, ya que empezaban a tener hambre.

Caminaron una hora por un sendero de piedras que discurría a través de un bosque de pinos, que daba frescor y buen olor al ambiente. El descanso fue corto —iban un poco mal de tiempo— por lo que reiniciaron la excursión pronto para poder llegar a su destino, la primera parada donde acamparían para pasar la noche.

La diferencia de ánimos se podía apreciar entre los dos hermanos. Sack derrochaba alegría y entusiasmo a cada paso, y Sarah, sin embargo, iba arrastrando los pies, parecía que cargaba con doscientos kilos, y de vez en cuando resoplaba resignada al tener que soportar cada instante en aquel lugar.

Comenzó a anochecer cuando alcanzaron la zona de acampada. Todos estaban cansados, porque para ser el primer día la caminata había sido dura, aunque agradecida, porque habían ido siempre entre árboles que hacían sombra y daban frescor, amortiguando el calor típico de esa época del año.

Cuando llegaron, en el campamento había otro par de familias con hijos. Eso a Sarah le gustó, porque había chicos de su edad, sobre todo uno que era guapo y no paraba de mirarla. Las familias se saludaron afables mientras los Williams montaban sus tiendas de campaña.

—Hola, mi nombre es Tomás, ¿cómo te llamas? —dijo el chico, acercándose con cautela a Sarah.

—Me llamo Sarah y este es mi hermano Sack —señaló a su hermano que estaba a su lado.

—Encantado de conoceros, Sack y Sarah. Esas de ahí son mis hermanas Nicoletta y Simona, son gemelas. —Señaló a dos niñas de unos siete años que jugaban a unos pasos de donde estaban ellos.

—¡Pues sí que se parecen! —dijo Sarah mientras observaba a las gemelas. Las dos eran de pelo rubio y ojos azules, de la misma estatura, incluso tenían los mismos gestos. Era curioso verlas. En verdad no habían visto a muchos gemelos a lo largo de su vida. Solo a un par de hermanos del último curso del colegio.

Esa noche se sentaron a cenar las dos familias juntas. Además de hacer buenas migas los niños, los Williams también las habían hecho con los padres de Tomás.

—¿De qué parte del país sois? —preguntó Alfred. Los padres se llamaban Elizabetta y Carolo, claramente nombres que no eran típicos del país.

—En realidad no somos de aquí, somos italianos, pero vinimos hace unos dos años a vivir a la parte norte del estado porque mi empresa me trasladó para abrir una nueva sede —dijo el padre. Su acento era otra de las cosas que dejaba a la luz que eran extranjeros, aunque hablaban el idioma a la perfección.

—¡Pues sí que habláis bien nuestro idioma! —dijo Mariah.

—Bueno, son muchos años practicándolo. Y vosotros, ¿de dónde sois? —preguntó Carolo.

—Nosotros somos del sur, de Texas —contestó Mariah.

Mientras los padres charlaban, Sack, Sarah y Tomás se metieron en una tienda de campaña a contar historias.

A Sack le gustaba contar historias para asustar a su hermana, y la mayoría de las veces lo conseguía, aunque en esta ocasión, al estar Tomás delante, a Sarah no le hicieron ningún efecto, o al menos es lo que quería aparentar.

399
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220 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788418344732
Издатель:
Правообладатель:
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