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Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2021-A-11475

ISBN: 978-956-6048-72-5

ISBN digital: 978-956-6048-73-2

Imagen de portada: Archivo Francisco Méndez, 1991-1992.

Diseño de portada: Paula Lobiano Barría

Corrección y diagramación: Antonio Leiva

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© Magdalena Dardel

Todos los derechos reservados.

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Santiago de Chile, diciembre de 2021

Impreso por Andros Impresores

Diagramación digital: Paula Lobiano Barría


Fondart regional, proyectos de difusión, convocatoria 2020.

En memoria de Francisco Méndez Labbé

(1922-2021)


Escanear el código para acceder a las imágenes a color de los murales del Museo a Cielo Abierto.

Índice

Introducción

Introducción

El Museo a Cielo Abierto de Valparaíso (MaCA) es resultado de un curso del Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso1 y se concretó gracias a un convenio con la Municipalidad, que permitió la intervención del espacio público. Ideado por el pintor, arquitecto y académico Francisco Méndez (1922-2021) en 1991 e inaugurado en julio de 1992, contó con obras donadas y elaboradas por dieciocho referentes claves del arte chileno de mediados del siglo XX, instaladas en un circuito que Méndez definió en el céntrico cerro Bellavista.

Esta inédita propuesta surgió a partir de tres objetivos. El primero fue continuar un proyecto que quedó detenido durante la dictadura. Como revisaré en el capítulo primero, entre los años 1969 y 1973 Francisco Méndez desarrolló, al alero de la UCV, un Taller de Murales en donde salía con sus estudiantes a intervenir los muros de la ciudad. El segundo objetivo fue ofrecer un regalo, entendido como un ofrecimiento artístico, para Valparaíso. Para ello se proyectó la experiencia muralista previa, esta vez reformulada en el nuevo contexto del retorno a la democracia. Como tercer objetivo, a los participantes les interesaba plantear una relación entre la pintura y el particular paisaje natural y urbano porteño, siendo el hilo conductor fundamental de la propuesta.

Para cumplir estos objetivos, en 1991 Méndez invitó a un amplio espectro de artistas a enviar bocetos. Finalmente, se incorporaron veintiuna obras, de autoría de Mario Carreño, Gracia Barrios, Eduardo Pérez, Matilde Pérez, Eduardo Vilches, María Martner, Ricardo Yrarrázaval, Rodolfo Opazo, Roberto Matta, Ramón Vergara Grez, Mario Toral, Roser Bru, Sergio Montecino, Nemesio Antúnez, José Balmes, Guillermo Núñez, Augusto Barcia y el propio Francisco Méndez. La diversidad estilística de los participantes y de sus trabajos conforman una muestra que puede ser considerada una síntesis de la pintura chilena de mediados del siglo XX. Imposible de agrupar en una sola definición, el carácter del MaCA se fue gestando no a partir de los artistas que la componían, sino del sentido que los agrupaba, pues el aspecto individual de la obra quedó relegado a un segundo plano.

Este libro propone un acercamiento a los conceptos de museo, curaduría y arte público desde el análisis de este singular estudio de caso. La propuesta del MaCA es una experiencia única en la historia del arte chileno en particular y de la historia cultural reciente del país en general, que logró redefinir, a través de un ejercicio práctico, los conceptos antes mencionados.

A lo largo del libro se observará que un inusual ejemplo de arte público y participativo en Chile estableció hilos invisibles con el escenario artístico internacional. Lo que para Méndez y los pintores invitados constituyó un regalo a la ciudad, fue también una estrategia que permitió que el arte chileno contemporáneo estuviera en consonancia con teorías y propuestas realizadas en otros lugares, particularmente en relación con la manera de abordar las nociones de museo, curaduría y arte público. Para ello, revisaré las vinculaciones que el MaCA tiene con los conceptos de museología crítica, campo expandido y arte participativo. Reconoceré en esta experiencia una propuesta de lo que Andrea Giunta ha definido como vanguardias simultáneas, es decir, ejercicios que hay que analizar de manera situada y que, pese a sus vinculaciones con el arte centroeuropeo, no constituyen una copia o adaptación tardía. Deben, de hecho, considerarse una reinterpretación local, centrada en problemas específicos, y que permiten una «visión no monolítica de la modernidad europea»2.

En el específico contexto de la vuelta a la democracia, el Museo a Cielo Abierto se interesó por volver a usar los espacios públicos, a partir de la interacción entre artistas, estudiantes y vecinos, todo en el marco de un curso universitario. Para ello, Méndez recogió gran parte del discurso de la Escuela de Arquitectura de Valparaíso (EAV), de la que fue miembro fundador, no únicamente respecto a la vinculación entre arquitectura y espacio natural y urbano, sino que también en la intención de reconocer una relación comunitaria entre artistas, estudiantes y vecinos, con foco en la pedagogía.

Este proyecto va más allá de ser un ejercicio muralista, el principal valor del MaCA reside en ser una propuesta renovadora manifestada en una práctica participativa en el espacio urbano. Sugiero que, si bien cumplió sus objetivos a través de una actualización de las nociones de museo, curaduría y arte público, no hubo por parte de los actores involucrados una aproximación teórica a estos conceptos. Sin embargo, las estrategias planteadas tuvieron consonancias con proyectos y teorizaciones que, en distintas partes del mundo, se llevaron a cabo de manera simultánea tanto al Taller de Murales como al MaCA. Esto da cuenta de su lógica global, novedad artística y actualidad historiográfica.

Sugiero que el Museo a Cielo Abierto, además, es parte de una problemática mayor en la trayectoria pictórica de Francisco Méndez, en cuanto constituye uno de los múltiples ejercicios que realizó basándose en una experimentación en torno al soporte. Como demostraré en el capítulo cuarto, la radicalidad de la propuesta no se basa únicamente en la participación, sino que también en el medio empleado en estos ejercicios pictóricos. Por lo mismo, propongo el concepto murales no albergados, parafraseando el concepto de pintura no albergada3 desarrollado por el artista.

Como ya adelanté, el museo tuvo su punto de partida en el Taller de Murales liderado por Méndez entre 1969 y 1973, cuyos fundamentos fueron modificados considerando el contexto nacional de principios de los noventa. En términos artísticos, esta renovación se realizó a partir de dos cambios.

El primero fue la inclusión de un importante grupo de pintores. El Taller de Murales se inició solo con obras de Francisco Méndez y luego de tres años de funcionamiento se agregaron obras de los pintores y grabadores Eduardo Pérez, Eduardo Vilches y Nemesio Antúnez. El MaCA, en cambio, tuvo como base inicial la extensa invitación que hizo Méndez –gracias a los contactos realizados por su amigo Antúnez, en ese entonces director del Museo Nacional de Bellas Artes– a un amplio grupo de artistas nacionales y extranjeros residentes en el país.

El segundo cambio del MaCA fue definir un circuito señalizado en la ciudad. En el primer momento se elaboraron más de sesenta murales repartidos desde el cerro Barón hasta Playa Ancha (límites norte y sur de la ciudad, respectivamente) y no hubo interés por dimensionar un recorrido ni establecer una relación entre los murales, sino que el foco estuvo puesto en la interacción de cada obra con el paisaje natural y urbano que la rodeaba. Por su parte, para el MaCA el recorrido fue un criterio esencial y se concretó al establecer el museo en un pequeño perímetro del centro de Valparaíso, en un circuito de un poco más de cuatro cuadras en el cerro Bellavista.

Pese a estas dos diferencias, es posible entender al MaCA como continuación del Taller de Murales, pues, en lo esencial, se mantuvieron los objetivos, dinámica de trabajo y la relación entre la pintura y su entorno.


Fig. 1: Mural de Francisco Méndez en la calle Setimio, cerro Barón, 1969.

Archivo Eduardo Pérez Tobar.

Al momento de revisar ambos momentos a la luz de los conceptos de museos, curaduría y arte público que articulan este libro, se evidencia una consonancia entre estos proyectos pedagógicos y los criterios defendidos por la nueva museología. Además de tener indirectamente un origen en común, como consecuencia de las revueltas universitarias de fines de la década de los sesenta, coinciden en la mirada crítica y reflexiva frente a la cultura y la necesidad de que esta se relacione en mayor medida con la comunidad. Para el caso del Museo a Cielo Abierto, esta tomó forma en la realización de un proyecto callejero cuya condición fundamental fue la participación de estudiantes y vecinos, buscando una relación con los habitantes y el territorio que cuestionó las formas tradicionales de las instituciones museales. Sin embargo, al carecer de una estructura y una teoría definidas, no puede considerársele parte de una corriente teórica museológica o museográfica. Tampoco cumple con los parámetros establecidos por el Consejo Internacional de Museos (ICOM) para definir un museo4, pues, pese a llevar el nombre, no lo es en cuanto a institución.

Por otra parte, la revisión de los paradigmas museales implicó también un cuestionamiento a la noción y rol del curador. Si bien el Museo a Cielo Abierto tomó y usó este concepto, tal como el de museo, se utilizó sin manejar completamente su alcance. Aparecen, por lo mismo, tensiones entre la práctica curatorial ejercida en el MaCA y los diferentes planteamientos teóricos que operan detrás del concepto. Pese a ello, es posible reconocer cómo, dentro de su especificidad, consiguió ofrecer una dimensión curatorial que hoy es posible releer revisando el aporte que este ejercicio supuso en el arte chileno contemporáneo.

El tercer eje que articula este libro es el de arte público, analizado a partir de dos momentos culturales diferenciados, el de fines de la década de 1960 y el de inicios de la de 1990. Para revisarlos, abordo tanto los primeros ejercicios del arte fuera de los circuitos establecidos como la redefinición del arte público, realizada desde principios de la década de los noventa y referida principalmente a la relación entre el artista y el público. Sugiero que estos dos momentos se sintetizaron en el MaCA. Es, por una parte, un ejercicio de arte público, al ubicarse en la calle e intervenirla y, por otro, la propuesta consideró como un elemento fundamental la inclusión de estudiantes y vecinos, transformándose en una obra de arte participativo. Además, reconoció una veta colaborativa al ser un proyecto desarrollado en conjunto por los artistas. Si bien esta dimensión, que lo acerca a las prácticas realizadas durante la década de 1990, resulta hoy evidente, no estaba presente en Méndez ni en los artistas que participaron del proyecto en ese entonces.

Pese a la novedad del Museo a Cielo Abierto de Valparaíso y la relevancia de los artistas, ha estado ausente en publicaciones sobre arte chileno. En Pintura callejera chilena. Manufactura estética y provocación teórica de Patricio Rodríguez-Plaza no hay ninguna referencia al MaCA, aunque el autor abordó el trabajo mural de algunos de los artistas que participaron del proyecto porteño5. Milan Ivelic, por su parte, presentó escasamente el MaCA en un fascículo dedicado al muralismo en el país, donde describió sus objetivos y mencionó obras de algunos de sus participantes6.

Por su parte, el crítico Justo Pastor Mellado planteó que el ejercicio detrás del proyecto muralista era un fracaso, argumentando, entre otros aspectos, una falta de relación obra-espacio. Al respecto, declaró:

Lo que quise instalar en mi crítica es que Museo a Cielo Abierto pone en entredicho un modelo de enseñanza universitaria que logra instalar socialmente el efecto de un concepto decadente de arte público. Ejercicio fracasado, entonces, y convertido en una empresa de delimitación identitaria, sancionada por una autoridad desinformada. Lo que hay que abordar, por simple impulso historiográfico, es el estudio de los fundamentos iniciales del proyecto. Ya con sus resultados tenemos para reconstruir un acto institucional fallido.

Mis argumentos del seminario apuntaban a cuestionar la incorrecta decisión formal de trasladar fragmentos de pinturas de artistas, aun con su autorización, a un espacio no pensado para dichas pinturas, transgrediendo problemas de escala y de composición, por decir lo menos, al ajustar a la fuerza unas imágenes a unos muros [...] Los primeros afectados han sido los propios artistas.

Lo que no se puede sostener es que quienes promovieron y promueven esta experiencia están relativamente «informados» en arte y la realizaron afirmados sobre la desinformación pública y la ausencia de referencias acerca de un muralismo integrado a la arquitectura. Perfectamente, les cabría ser encauzados por no asistencia cultural a poblaciones vulnerables. Previa declaración de una vulnerabilidad convenida para poder justificar semejante decisión, como digo, amparados en un discurso precario de la intervención urbana. Recordemos que esta es una iniciativa de inicios de los años noventa, cuando la palabra patrimonio no había ingresado al léxico de las agendas de desarrollo7.

Entre otras críticas, Mellado destaca el «modelo de enseñanza universitaria» (de la Universidad Católica de Valparaíso) como «un decadente concepto de arte público y ejercicio precario de intervención urbana».

Es claro que Méndez no era un teórico del arte público ni de la participación, sino que sus propuestas estaban fundadas en el modelo pedagógico de la EAV y su relación con la ciudad. Siempre en el marco de un curso universitario, e incluso con el reconocimiento de la municipalidad en 19728, el Taller de Murales fue, ante todo, una instancia de experimentación que se desarrolló en el espacio urbano.

Por otra parte, al señalar las obras que componen el museo como fragmentos de pintura, Mellado no tomó en cuenta las obras concebidas especialmente para el proyecto, que son la mayoría9. Además, puso el foco en originalidad de los trabajos, lo que no fue un factor a considerar en esta propuesta, como ya argumentaré.

Los participantes entendieron que este proyecto no era un ejercicio de pintura mural tradicional y que la integración con el espacio arquitectónico estaba dada por una suma de factores, incluyendo la idea de regalo y la interacción entre el soporte y la obra. En este sentido, son las y los visitantes quienes tienen la última palabra y este libro es una invitación a realizar el recorrido del museo.

I. Arquitectura, espacio, soporte y pintura

Los actos poéticos y los signos

En 1952 se fundó el Instituto de Arquitectura en la Universidad Católica de Valparaíso, liderado por Alberto Cruz Covarrubias, a quien Jorge González Förster, rector de la Universidad, había convocado. De acuerdo con los relatos orales10, la condición de Cruz para aceptar la invitación de Förster fue la incorporación de un grupo de intelectuales compuesto por Francisco Méndez y los arquitectos Arturo Baeza Donoso, José Vial Armstrong, Miguel Eyquem Astorga y Jaime Bellalta Bravo, y el poeta argentino Godofredo Iommi Marini. Fabio Cruz Prieto se unió al grupo ese mismo año. El escultor concreto argentino Claudio Girola Iommi, quien tenía contactos con el grupo a través de su tío Godofredo, se integró al proyecto en el año 195511. Los miembros de este instituto se incorporaron como docentes a la Escuela de Arquitectura de la Universidad, que había sido fundada en 1937 y que, desde entonces, tenía foco en la arquitectura moderna. El aporte de los nuevos profesores consistió en sugerir una mirada interdisciplinaria que se centrara en los vínculos entre ciudad, arquitectura, arte y poesía.

Desde sus orígenes el instituto buscó una relación profunda con el lugar, aprovechando las particularidades geográficas y arquitectónicas de Valparaíso y se le entendió como un taller y un lugar de experimentación12, lo que permeó no solo las investigaciones del instituto, sino que también los cursos de la Escuela de Arquitectura. Alejandro Crispiani describió la «Primera exposición en Chile de arte concreto. Artistas concretos argentinos. Girola, Hlito, Iommi, Maldonado», una de las primeras actividades del grupo, como sigue:

Desde un principio, el objetivo era no solo encontrar un lugar para la exposición que tuviera cierto grado de significación dentro del área Valparaíso-Viña del Mar, sino también que los objetos artísticos que se expondrían tuvieran un cierto grado de «localización», es decir, que pudieran medirse con la ciudad y la geografía que los albergaba. Esto permitiría romper la tradicional neutralidad del espacio de exposición y, por el modo de su instalación física, los objetos podrían proyectar sentidos que de otra manera hubieran permanecido apagados.

[Para] hacer que los cuadros y las esculturas concretas enfrentaran el Pacífico, especialmente ese sector que la ciudad había hecho suyo: la bahía de Valparaíso, con sus embarcaciones y sus cerros completamente ocupados por construcciones. Esto era importante porque el instituto había tomado a la ciudad como caso de estudio y como cantera para el conocimiento real de la arquitectura y de los hechos urbanos. El acondicionamiento del lugar elegido se hizo de manera tal de garantizar un máximo contacto entre ciudad, mar y piezas artísticas […] de manera que los tres elementos se presentaban casi en igualdad de condiciones en un solo ámbito13.

El sistema de enseñanza aplicado en la escuela y relacionado con la propuesta desarrollada por el instituto estaba basado en tres principios: la experiencia, los actos poéticos y la vida colectiva, que se sintetizaban en la idea de un ofrecimiento a la comunidad a través del trabajo. La experiencia determinaba el quehacer académico, entendido desde la acción. Mientras, la enseñanza era esencialmente práctica: profesores y estudiantes participaban de igual manera en un trabajo colectivo14 y horizontal, aunque los actos poéticos llevados a cabo con este sistema tuvieran una autoría específica15.

La síntesis de esta propuesta se puede encontrar en varios ejercicios realizados por el grupo. En la bitácora de viaje de la travesía Amereida16 se narra la participación del grupo en una procesión religiosa, el diálogo con profesores y alumnos de una escuela rural y la visita a un cementerio local17; todas entendidas como instancias reflexivas centradas en la comprensión y apropiación del espacio, aspecto que se venía desarrollando desde los primeros años18. La perspectiva poética desarrollada por la EAV tuvo un correlato en la experiencia espacial, tanto urbana como rural, que se condensó en su sistema pedagógico y que constituye su aspecto más novedoso y radical en relación con la enseñanza de la arquitectura19.

Fabio Cruz explicó que la idea fundamental del grupo era aprender arquitectura a través de la experiencia, por ello las distintas instancias generadas en el instituto se cristalizaban en actividades académicas en la escuela. Por ejemplo, de los estudios sobre el compartimiento del viento emanados del proyecto presentado al concurso para la construcción del nuevo edificio de la Escuela Naval de Valparaíso (1956), surgió luego un laboratorio de investigación eólica20. Otras experiencias desarrolladas por el instituto, como exposiciones, actos públicos en la ciudad o intervenciones artísticas, incorporaron estudiantes, evidenciando la importancia que la pedagogía cumplió en esta etapa.

La relación entre autoría individual y trabajo colectivo tuvo en el acto poético su expresión más definitoria. En él se sugería que la palabra poética precede a la creación arquitectónica, instalándose en el espacio antes que ella. Por lo mismo, se le otorgaba un lugar privilegiado al ser la encargada de albergar y orientar el acto creativo, tanto plástico como arquitectónico. Si bien durante los primeros años del grupo la palabra poética ya cumplía un rol esencial, su impulso definitivo se encuentra en el viaje que realizaron desde fines de la década de los cincuenta hasta mediados de la década de los sesenta Méndez, Iommi y Eyquem a Europa con el objetivo de «ponerse en contacto con los originales»21. El viaje permitió que el resto de los integrantes de la escuela se nutrieran de las ideas de la escena arquitectónica y artística europea transmitidas por ellos a su vuelta al país. Este viaje constituyó un punto fundamental dentro de la historia de la EAV, tanto que la historiografía que ha abordado el tema ha considerado que con él terminó la primera etapa asociada a su fundación22.

Los actos poéticos realizados en Europa por Méndez e Iommi junto a distintos invitados deben entenderse como una sofisticación de lo que tempranamente se había realizado en Valparaíso. Fue allá en donde adquirieron una mayor complejidad visual y teórica, que luego se presentó en los ejercicios llevados a cabo en la travesía Amereida, en 1965. Para Méndez, estos actos poéticos fueron fundamentales. En 1979 narró una manifestación plástica en un acto poético en las afueras de la ciudad francesa de Vézelay, muy probablemente en 196223, al cual fue invitado por Iommi de la siguiente manera:

Estábamos una mañana, bastante fría, en un campo de Francia, en los alrededores de Vézelay, llevados por la invitación del poeta Godofredo Iommi a la aventura poética que llamara «la Phalène». Éramos varias personas: poetas, filósofos, intelectuales, yo y otro pintor.

Estábamos en medio de un campo recién labrado, de oscuro color tierra de siena tostada, rodeado de leves lomajes que extendían la suave campiña francesa en tonos verdes, celestes, amarillos claros.

En medio de esta extensión se alzaba un árbol grande de forma bastante precisa, un ciruelo.

Se hace la ronda poética alrededor del árbol; los poetas nos invitan a la ronda, y terminado el acto, Godofredo Iommi se dirige a nosotros dos, los pintores, y nos dice: «Bueno, ahora les toca a ustedes», y nosotros ahí al medio. Entre que nos bajó la furia, ¿cómo nos pide que hagamos algo, sin pinturas, sin telas?, ¿qué se hace? En medio de nuestra desesperación, nos acercamos al árbol, yo veo una gran piedra blanca, enorme. Le pido a mi amigo pintor que nos ayude a ponerla arriba del árbol, donde se bifurcan las ramas. La colocamos, nos alejamos un poco para ver el efecto, y vemos que había aparecido algo. La piedra arriba en el árbol, el hecho insólito que estuviese allí, donde estaba daba cuenta de la aparición de un hecho plástico. No solo nosotros dos, sino todos los que estaban allí, lo reconocieron.

Le sacamos fotografías, y todo el que las ha visto hasta hoy día, también lo reconoce.

Cuando descubrí la piedra, estaba todavía en el entendido convencional de la pintura. El ciruelo podía ser un caballete, la piedra el soporte sobre el cual trataría de insertar algún signo.

Pero cuando la levanté y la pusimos ahí arriba, se impuso por sí misma que quedara así y que no iba a ser otra cosa que lo que había ahí.

Se había producido el transcurso o el paso de una relación entre una situación que quería ser pictóricamente convencional a una situación pictórica albergada por la poesía.

Y solo puede haber aceptación de este transcurso, cuando la pintura tiene un horizonte, o como dice Braque, un objetivo que es «lo poético»24.

En otro texto de 2015 entregó nuevos detalles:

Se decidió ir a un lugar en la zona de Vézelay.

Íbamos en varios autos, recuerdo a los poetas Michel Deguy y Josée Lapereyre, además del poeta Iommi. Cargamos materiales para pintar con el pintor Pérez-Román. Éramos cerca de diez personas.

Iniciamos el viaje en un día muy luminoso después de la lluvia, cielos muy azules y límpidos en que se deslizaban henchidas nubes blancas. Región de suaves colinas de tonos verdes y ocres, algunas masas de árboles con toda gama de verdes oscuros. Acercándonos a Vézelay ya veíamos de lejos alzarse las torres de la catedral, lejanas, blancas, rosadas.

Al internarnos en un camino secundario bordeado de campos cultivados, pasamos al lado de un gran campo recién labrado, de un intenso color siena tostada. En pleno centro del campo había un gran ciruelo, cuyas dos principales ramas formaban una y griega. G. Iommi pide que nos paremos y descendiendo del auto se interna en el campo en dirección al círculo. Una vez allí nos convoca a formar una ronda alrededor del árbol. Los poetas comienzan a improvisar su poesía, medio declamando, medio invocando a grandes voces.

Terminada la ronda, G. Iommi se dirige a mí y a Pérez-Román y nos dice: «Bueno, ahora les toca a ustedes».

En ese momento nos baja el pánico, pues los materiales habían quedado lejos, en los autos. Nos sentimos totalmente desguarnecidos.

Veo que hay una gran piedra al pie del árbol, de color blancuzco amarillento. Le pido a Pérez-Román que me ayude y la colocamos en el vértice que formaban con el tronco las dos ramas principales.

La piedra colocada entre las dos ramas y el tronco, que eran de color rojizo oscuro, adquirió un especial esplendor. Árbol y piedra formaban una sola unidad. Se habían convertido en –imagen–.

Todos los de la ronda se asombraron de la especie de transfiguración que había sufrido el árbol. Al volver a los autos, Pérez-

Román pintó un poste de teléfono que había ahí cerca, con varios colores, para señalar el lugar.

Ahí quedó la –piedra en el árbol–, imponiéndose por sobre el campo labrado, las verdes colinas, las masas de árboles alrededor y todo el paisaje lejano25.

Si bien se narra el mismo episodio, la distinta manera de abordarlo permite comprender en mayor profundidad los objetivos del acto poético y la irrupción del primer ejercicio sígnico. En ambos se refuerza la indicación del poeta como punto de partida y el nerviosismo propio de la urgencia de responder al llamado, que en el primer texto es definido como furia y en el segundo como pánico. Al depositar la piedra sobre el ciruelo, el texto de 1979 señala que en ese momento «había aparecido algo», mientras que en el de 2015 se le menciona como un «especial esplendor». Si el acto poético irrumpe la cotidianeidad26, el signo irrumpe en el acto poético. Esto implica un cambio en su configuración, que a partir de ese momento incluyó la visualidad: en uno de los textos aparece como hecho plástico, en el otro como imagen. Ambos coinciden que el gesto involucra una transformación, generando una «situación pictórica albergada por la poesía» que implica una señalización del lugar en donde ocurrió.


Fig. 2: Primer signo. Piedra sobre ciruelo. Vézelay, hacia 1962-1963.

Archivo Histórico José Vial Armstrong.

Desde entonces, el signo se incorporó de manera relativamente estable a los actos poéticos, que –hacia el mismo periodo, según ha coincidido la historiografía–27 se comenzaron a denominar phalène28, palabra francesa que significa polilla nocturna. Fernando Pérez sugirió que el nombre fue dado al abrir al azar un diccionario francés, tal como el mítico bautizo del dadaísmo29. En realidad, el apelativo surgió a inicios de la década de 1960 en Francia, propuesto por François Fédier30.

Si bien no está clara la diferencia entre ambos, se ha señalado que el acto poético tendría un carácter más general que la phalène31, aunque también, como ha mencionado Crispiani, se les ha presentado como sinónimos32.

Quisiera defender la idea de que la phalène es una etapa más avanzada del acto poético, cuya principal diferencia es la inclusión del signo. Este elemento no pretendía ser artístico, sino que, de acuerdo con Méndez33, buscaba presentarse como un hecho plástico, que formara parte de la phalène en cuanto a un todo cohesionado en donde dialogaban varias manifestaciones artísticas simultáneas. Pese a su condición efímera, los signos dan cuenta de la búsqueda por dejar un registro de lo ocurrido, transformando el carácter de la acción poética. El signo, en cuanto huella, es cercano al concepto de índice de Rosalind Krauss: «Son señales o huellas de una causa particular, y dicha causa es aquello a lo que se refieren, el objeto que significan»34. Al incorporar las artes visuales como tercera disciplina al antiguo acto poético, se le dio un carácter más permanente, superando la transitoriedad de la poesía y su condición de guía de la arquitectura.

Siguiendo a la teórica Florencia Garramuño, se puede afirmar que, al incluir al signo como indicador, el tránsito del acto poético a phalène también implicó que esta pasara a ser una obra formalmente inespecífica. Esto apunta a su capacidad para hacer dialogar a varias disciplinas artísticas poniéndolas en tensión. En Garramuño esta condición va más allá de la interdisciplinariedad de la obra35, aspecto que el acto poético ya estaba desarrollando desde sus orígenes36. Su rol era, a través de la palabra poética, abrir y orientar la creación arquitectónica: se trataba de explorar la poesía como una dimensión práctica, que se encontraba al servicio de la arquitectura y la enriquecía.

La inespecificidad medial, dada por la incorporación del signo, dio paso también a la inclusión de una estética de emergencia, que se manifestó mediante la utilización de todo tipo de materiales para realizar estos hechos plásticos. La incorporación de desechos, piedras, tierra, metales, maderas y otros dan cuenta que, en el interés por dejar una huella, no se reparó en su materialidad. Desde la acción de Méndez, el signo, como estrategia de emergencia con objetivo de señalética, se instaló como práctica abierta a la experimentación material. Es posible desde aquí comenzar a trazar una línea que permite identificar la incorporación del elemento sígnico en la trayectoria de la EAV, que se presentó en los signos realizados en el contexto de las phalènes. Este se encuentra también en otros de los ejercicios realizados en la escuela que, en distintos grados, comenzaron a incorporar tanto la estética de emergencia como la inespecificidad medial.

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9789566048732
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