Читать книгу: «Largas sombras de la dictadura: a 30 años del plebiscito»
Historia A cargo de esta colección: Julio Pinto Vallejos
© LOM Ediciones
Primera edición en Chile, junio de 2019
Impreso en 1000 ejemplares
ISBN: 978-956-00-1189-3 eISBN: 9789560012678 Las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Diagramación, diseño y correcciones LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro N°: 205.019 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
Presentación
Los ciclos históricos no suelen amoldarse a los números redondos (décadas, medios siglos, siglos completos). Pero las personas sí necesitamos valernos de esas fechas para emprender evaluaciones de largo aliento, para hacer un balance menos inmediatista de las coordenadas en que nos estamos moviendo, y a partir de allí proyectar posibles escenarios futuros. Eso fue lo que ocurrió durante 2018 con los treinta años del plebiscito de 1988 y así seguramente seguirá ocurriendo durante 2019 y 2020 con otros hitos que gatillaron el inicio de la postdictadura (elección de Patricio Aylwin en diciembre de 1989 y cambio de mando presidencial en marzo de 1990). Este libro, surgido de una iniciativa de LOM Ediciones y escrito por un colectivo de historiadoras e historiadores, más un crítico literario y un periodista, convocados para aventurar miradas panorámicas sobre estas tres décadas, obedece a ese mismo impulso de saldar cuentas y sugerir claves de sentido. Y en una de esas –las páginas que siguen lo dirán– discernir un posible ciclo histórico que efectivamente encaje dentro de ese número tan «redondo».
La secuencia de capítulos, concebidos en clave ensayística o interpretativa más que monográfica, se abre con una contribución del editor general del libro y autor de estas palabras preliminares, orientado a establecer un marco general para la historia de estos treinta años. Se dibujan allí algunos trazos gruesos que a juicio del autor atraviesan el período demarcado, ordenando pero a la vez tensionando una multitud de eventos y procesos que a primera vista podrían aparecer dispersos o desconectados. Sacrificando hasta cierto punto los matices y especificidades que se tornan visibles ante una mirada más microscópica, la idea era más bien articular una visión de conjunto que invite a discernir lo esencial de estas tres décadas, emitir los juicios que dicho cuadro suscite, y evaluar si nuestra posición actual responde a una lógica de continuidad histórica, o constituye más bien una encrucijada hacia un futuro de signo diferente, o de creciente incertidumbre.
Sigue a continuación un escrito de María Angélica Illanes, en que se conjuga la denuncia ecologista, la empatía con las luchas indígenas y la reivindicación feminista, todo ello anudado en torno a un clamor anti-neoliberal que apunta al meollo de la problemática auscultada en este libro. Con su característico estilo, entre poético, metafórico y desenfadadamente político, Angélica toma impulso desde la muerte emblemática de dos mujeres mapuche, Macarena Valdés y Nicolasa Quintreman, para arremeter en contra de la privatización de las aguas, a menudo en beneficio de las grandes transnacionales, consolidada durante los treinta años de postdictadura. Para ella, este proceso retrata en toda su crudeza un modelo a la vez depredador y antinacional, que ella identifica acertadamente como el gran lastre colectivo que hemos heredado de la dictadura. Como lo revelaría prístinamente este episodio, en el que hace confluir con mucha lucidez tanto la lógica expoliadora que mueve a tal modelo con tres de los movimientos contra-hegemónicos más potentes de estos años –el mapuche, el ecologista y el feminista–, los trazos de continuidad se perfilan para ella con mucha mayor claridad que los de ruptura. En tal virtud, no vacila en clasificar al período como una «dictadura constitucional de la burguesía».
En el siguiente capítulo, Rolando Álvarez ausculta la amarga travesía recorrida por las izquierdas chilenas tras la doble derrota, política y estratégica, que para ella significó la refundación dictatorial. Lanzados a los márgenes por la evaporación de la opción revolucionaria y la consolidación del «sentido común» neoliberal, los herederos de la propuesta allendista se vieron enfrentados a la mortificante disyuntiva entre la irrelevancia electoral, la cooptación por parte de un modelo que niega sus valores más básicos, o el hundimiento en la nostalgia. Sin dejarse arrastrar por el pesimismo, Rolando se da maña para rescatar de estos difíciles años la capacidad de seguir liderando las luchas sociales, la búsqueda de nuevos proyectos, y la voluntad (no exenta de tensiones o prioridades divergentes) de conjugar lo político con lo social. Esta combinación de resiliencia y afán de reinvención le han permitido a «las izquierdas», según concluye Álvarez, llegar al final del período en condiciones bastante más auspiciosas, volviendo a ser «un actor político relevante, con voluntad de poder y con ambiciones de convertirse en alternativa de gobierno».
El capítulo de Mario Garcés vuelve con mayor profundidad sobre una de las principales dimensiones, la de los movimientos sociales, en que se ha expresado la dialéctica de parálisis, resistencia y recuperación izquierdista retratada por Álvarez. La reflexión de Mario se inicia con la paradoja que significó la desmovilización postdictatorial de aquellos mismos actores que habían hecho posible el término de la dictadura. Insistiendo en que este fenómeno respondió a un diseño explícito de los conductores políticos de la transición –hipótesis que atraviesa este libro– su presentación se cuida de demostrar que la parálisis nunca fue total y que diversos movimientos (por los derechos humanos, sindical, feminista, mapuche, estudiantil) se encargaron de mantener viva la llama, aunque reconoce –y lamenta, pero procurando explicarlo– que el movimiento poblacional no recuperó la centralidad que había tenido durante las décadas anteriores, incluyendo muy especialmente las grandes luchas anti-dictatoriales. En el largo plazo, estas resistencias, alimentadas por nuevos actores y nuevas demandas, han desembocado sin embargo en una indesmentible reactivación de los movimientos sociales como factores centrales en la pugna por desnaturalizar el capitalismo neoliberal y proponer formas alternativas de convivencia social. La presencia masiva en las calles a partir de 2011 (estudiantil, contra las AFP, feminista) le permite a Garcés cerrar su balance de 30 años en una nota comparablemente optimista a la de Rolando Álvarez.
En el quinto capítulo, el periodista Francisco Figueroa se focaliza en una de las dimensiones más estratégicas y determinantes del Chile postdictatorial, la de los medios de comunicación y su aporte a la «degradación» del debate público. Ahondando en otra de las paradojas de este ciclo postdictatorial, el texto hace notar que la recuperación de la libertad de expresión, uno de los beneficios más anhelados del retorno a la democracia, no trajo consigo una mayor pluralidad y representatividad del espectro mediático. Muy por el contrario, el copamiento de este espacio por el gran empresariado y la obsesión de los gobiernos transicionales por la gobernabilidad se tradujo en un discurso más acotado y elitista que el de los últimos años de la dictadura, contribuyendo a la despolitización de la ciudadanía y al creciente divorcio entre política y sociedad. Aunque Francisco argumenta vigorosamente en contra de una visión reduccionista del público receptor, que lo haría un simple objeto pasivo de la manipulación, sí sostiene que la concentración de la propiedad de los medios –y la consiguiente uniformidad de enfoques– ha conducido a un «empobrecimiento» de nuestra apropiación simbólica del mundo. Contrariamente a lo que se suele pensar, esta tendencia no habría sido neutralizada por los cambios tecnológicos, sobre todo el advenimiento generalizado de las redes sociales. La simple acumulación de opiniones individuales, que a menudo derivan en exabruptos protegidos por el anonimato, en ningún caso reemplaza, dice Figueroa, el tipo de debate razonado y fundamentado sobre el que se construyen las verdaderas democracias. Al contribuir de ese modo al debilitamiento del nexo entre ciudadanía y toma de decisiones, concluye, el periodismo postdictatorial se ha constituido en otro obstáculo más para la necesaria construcción de comunidad política.
A continuación, Verónica Valdivia reflexiona sobre las profundas ambivalencias con que el Chile post-dictatorial ha vivido las relaciones entre poder civil y poder militar, y su incapacidad de dejar verdaderamente atrás una «militarización de la política» que el sentido común quisiera circunscribir exclusivamente al período pinochetista. A su entender, este fenómeno tiene raíces mucho más antiguas (al menos desde la Segunda Guerra Mundial), lo que hace de la dictadura menos una anomalía histórica que una profundización de tendencias que venían incubándose por décadas, y que cuestionan seriamente el supuesto pasado democrático que, bajo el rótulo de «Chile republicano», las elites transicionales han querido reivindicar en clave de auto-legitimación. En esta lectura, la «recuperación democrática» no significó el fin de las tensiones cívico-militares, ni menos la plena imposición de la autoridad civil. Como lo demuestra Verónica, el pinochetismo pervivió –y pervive– al interior de las filas castrenses, y peor aun, las propias autoridades civiles recayeron una y otra vez en la militarización o la policialización de la política para enfrentar presuntas amenazas al orden público y la seguridad nacional, tanto en el manido y obsesivo terreno de la delincuencia (la denominada «seguridad ciudadana»), como en el de los movimientos sociales, sobre todo el mapuche, al que se ha insistido majaderamente en calificar de «terrorista», aplicándole medidas coercitivas originadas en plena dictadura. Bajo ese prisma, treinta años después del plebiscito de 1988, la recuperación de la democracia se perfila más como una interrogante que como un logro.
El libro concluye con un capítulo del poeta Naín Nómez dedicado al mundo de la cultura, entendida básicamente en su acepción de creación plástica, musical, literaria o cinematográfica. Sobre el trasfondo del «apagón cultural» provocado por la dictadura, y que él demuestra que estuvo lejos de sofocar la productividad de artistas y creadores, Naín levanta un bastante pormenorizado catastro de las múltiples y muy dinámicas respuestas que los desgarros de este último tiempo han suscitado en un contexto que se distingue precisamente por su sensibilidad, su inconformismo y su irreverencia. De esta forma, la precariedad, la distopía, la rebeldía y el desencanto se transmutan en materiales para una actividad autoral que conjuga la estética con la política, el testimonio contingente con la experimentación futurista, el abatimiento con la reivindicación del derecho a disentir, a transformar y a soñar. Gracias a ello, en un balance global (el del libro) en que las sombras tienden a menudo a prevalecer sobre las luces, este capítulo permite constatar que no hay tiempos tan oscuros que no puedan reivindicarse al menos parcialmente, a partir de la capacidad humana para empujar y sobrepasar los límites.
Como es evidente, las siete miradas que se acaban de resumir no agotan las múltiples facetas de un período lleno de acontecimientos, pugnas, supervivencias y transformaciones. Hacerlo habría requerido de un contingente autoral mucho más amplio y diverso del que aquí confluyó. También podrá objetarse el «sesgo» eminentemente crítico que atraviesa estas páginas, reflejo de posturas efectivamente compartidas en cuanto a la prevalencia del continuismo por sobre la transformación. No por nada hemos calificado estas tres décadas de «post»-dictatoriales, es decir, una prolongación más que una ruptura. Esta coincidencia se hace igualmente extensiva al juicio que las y los autores tenemos sobre nuestro propio «Chile actual» (con el permiso de Tomás Moulian), mucho más cercano a 1988 (o a 1987) de lo que a muchos les gustaría creer. Este libro nunca aspiró a levantar un balance «neutro» sobre este ciclo, y no fue su propósito reunir a partidarios, detractores e indiferentes para articular una suerte de miscelánea multi-abarcadora en la que todos y todas se sintieran representadas. Lo que hemos querido es reflexionar de manera ciertamente crítica, pero también responsable y sistemática, sobre el pasado reciente que nos ha tocado vivir, y que múltiples señales ambientes sugieren que ahora sí se encuentra en vías de más sustantiva, aunque en dirección imprevisible, transformación. En ese sentido, lo que ofrecemos no es más que un insumo para hacer un diagnóstico de los procesos y coyunturas que nos han conducido de manera más inmediata al lugar en el que nos hallamos, y para aportar a un muy necesario debate sobre el futuro que querríamos (y deberíamos) construir. A final de cuentas, ese y no otro es el sentido esencial de la historia.
Julio Pinto Vallejos
Marzo de 2019
Treinta años de postdictadura: una mirada panorámica
Julio Pinto Vallejos
Universidad de Santiago de Chile
La dictadura se resistía a morir. Ni las masivas protestas de 1983-1986, ni las acciones armadas del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (incluyendo el atentado contra el mismísimo Pinochet), ni la presión de políticos «centristas», la Iglesia Católica y el propio gobierno de los Estados Unidos habían logrado modificar sustantivamente el control militar sobre el país, mucho menos derrocar al régimen o alterar su agenda institucional. A pesar de los intensos esfuerzos desplegados en los años anteriores, ya fuese por vía dialogante, de activismo callejero o insurreccional, ni el modelo neoliberal ni la Constitución impuesta en 1980 habían sido seriamente amagados. Fue en ese contexto que dichos grupos «centristas», liderados políticamente por el futuro presidente Patricio Aylwin y por el futuro ministro Edgardo Boeninger, se resignaron (con mayor o menor entusiasmo, según los casos) a aceptar el itinerario establecido por la propia dictadura para transitar hacia una mayor apertura política e institucional. Lo que verdaderamente se jugó en el plebiscito de 1988 no fue, por tanto, la derrota del régimen dictatorial (al menos no en sus basamentos más profundos), sino la administración inmediata de ese proceso de transición.
Esta lectura, progresivamente afianzada con el correr de los años, dista mucho de los compases «épicos» con que en su momento se rodeó el triunfo del «No», sirviendo durante décadas como principal dispositivo legitimante para los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia. Dicho eso, no puede negarse que la derrota electoral del dictador sí dio lugar, en un primer momento, a una genuina explosión de júbilo social, alimentada por la ira acumulada durante 17 años, pero también por el fracaso de todas las tentativas anteriores de terminar con su reinado. Hasta quienes descreían de la estrategia negociada de recuperación de la democracia (o al menos algunos de ellos y ellas) se vieron momentáneamente arrastrados por la oleada celebratoria y por la perspectiva de cambios políticos que ayudaran a dejar atrás la larga noche dictatorial. Por su parte, ese 43% del electorado que todavía en 1988 estuvo dispuesto a apostar por la continuidad de Pinochet, al igual que los poderosísimos círculos empresariales, políticos y militares que vivían plenamente a gusto bajo ese ordenamiento institucional, no se sentían del todo tranquilos frente al traspaso de la administración del país a manos «ajenas», por mucho que esto se enmarcase dentro de los parámetros y en los tiempos diseñados por ellos mismos, y por mucho que sus encargados se esmerasen en rodear el proceso de todo tipo de «amarres» y garantías de perpetuación. Ni la historia ni la política suelen sujetarse disciplinadamente a las previsiones o a los planes elaborados por auto-investidos conductores de los destinos sociales. Más allá de pactos, impotencias y componendas, el resultado del plebiscito sí pudo verse, al día siguiente del 5 de octubre de 1988, como el inicio de una nueva etapa, al menos potencialmente dotada de proyecciones y perspectivas impensadas.
A treinta años de esa fecha, el balance histórico tiende a ser más sobrio. No puede (ni debe) desconocerse que el término de la dictadura sí acarreó transformaciones importantes en diversas esferas, desde el respeto a las libertades públicas, pasando por la valorización de los derechos humanos, hasta las innegables mejoras (o restauraciones) en materia de políticas sociales. En relación a lo primero, nadie que haya vivido bajo el terror dictatorial, con su cortejo cotidiano de atropellos, represiones y muertes, podría minusvalorar la recuperación de derechos como el de libre expresión, el de (más o menos) libre circulación por los espacios o el de (relativa) inmunidad frente al arresto arbitrario, la tortura o la desaparición. De igual forma, y como necesario correlato de lo anterior, no podría calificarse de trivial la elevación del respeto a los derechos humanos a la condición de núcleo ideológico del nuevo régimen, y como su principal elemento diferenciador respecto del que quedaba atrás. Porque aun cuando este respeto haya sido vulnerado más de alguna vez en las prácticas concretas de la política concertacionista (tratándose, por ejemplo, de los pueblos originarios, de las disidencias sociales o de la juventud popular), claramente no es lo mismo que vivir en un contexto en que tales vulneraciones constituyen la norma o la esencia misma del orden político en vigencia. Por último, tampoco resulta trivial que los gobiernos transicionales hayan optado por atenuar los peores estragos del capitalismo neoliberal sobre el tejido social y sobre las condiciones de existencia de los sectores más pobres y desvalidos. A diferencia de la dictadura, en que la miseria y el hambre se convirtieron en rasgos estructurales y permanentes (¿necesarios?) de la existencia popular, los años de la Concertación se caracterizaron por una ampliación de las protecciones sociales y una disminución de los niveles de pobreza que, por mucho que hayan respondido también a los efectos «espontáneos» del ciclo económico, o no hayan rectificado nuestros escandalosos índices de desigualdad, ni hayan abandonado el principio dictatorial de «focalizar» las ayudas estatales sólo en los sectores más pobres (es decir, no en el conjunto de la comunidad), ni menos hayan erradicado la pobreza «dura», han hecho de éste un período reconocidamente menos apremiante desde el punto de vista material («los mejores años de nuestra historia», según una muy reciente y autocomplaciente declaración del político concertacionista Víctor Barrueto). De hecho, y como lo revela la frase recién citada, aquí reside el segundo gran dispositivo legitimante de la coyuntura postdictatorial.
Pero una vez hechos estos necesarios (y justos) reconocimientos, no puede negarse que en el diseño concertacionista, o en el devenir histórico que se desplegó bajo su conducción, terminaron primando más las continuidades que las rupturas, más las profundizaciones o consolidaciones que los virajes. Es por eso que, sin caer en la descalificación simplista o en la caricatura bipolar, no están tan desencaminados quienes tienden a visualizar este período, sobre todo en retrospectiva de tres décadas, como el colofón «con rostro humano» que permitió hacer sostenibles (y soportables) los ingredientes más profundos y radicales del proyecto dictatorial. Sin la presencia agobiante del dictador y sus aparatos de seguridad, sin el miedo y la incertidumbre como compañía cotidiana, sin la miseria como telón de fondo inconmovible, la adopción del neoliberalismo y de un modelo individualista y competitivo de convivencia social podían tornarse más digeribles, y al menos entre algunos círculos, hasta más deseables o «naturales». Tras la catástrofe, la normalización.
La más evidente de esas continuidades, y la que en definitiva ha resultado más difícil de socavar, es la instalación del capitalismo neoliberal. No parece necesario abundar en la caracterización de un modelo que ha sido analizado y diseccionado prácticamente hasta el cansancio, ya sea para celebrar sus supuestos méritos y fortalezas, ya para denostar sus innegables vacíos y contradicciones. Mucho se ha hablado, en el primero de estos registros, sobre la «dinamización» que esta forma de organizar la economía ha traído para un país que habría vegetado durante décadas en el estancamiento y la ineficiencia. Es gracias a ella, afirman y repiten sus apologistas, que los índices de crecimiento alcanzaron durante la primera década postdictatorial tasas sin precedentes; que las finanzas nacionales se sanearon y consolidaron; que el país atrajo capitales extranjeros en dimensiones tan «generosas» como envidiables; y que nuestra vida material alcanzó niveles que, aun sin igualarse a los del mundo verdaderamente desarrollado, nos habrían dejado prácticamente en el umbral de esa codiciada condición. Fue gracias a ella, en suma, que nos habríamos convertido en los «jaguares» de América Latina, alarde que se prestó, durante esa misma década de 1990, para una aguda parodia televisiva que nos caricaturizaba –merecidamente– como los «nuevos ricos» del continente.
Es innegable que algunos de estos juicios no están tan divorciados de la realidad como quisieran sostenerlo los detractores más furibundos del Chile transicional. Los indicadores macroeconómicos efectivamente mejoraron en relación a los años de la dictadura, aunque no tanto en relación a períodos anteriores de la historia, cuando el crecimiento de mediano plazo fue bastante menos paupérrimo de lo aseverado por los publicistas del neoliberalismo. El ingreso y el consumo per cápita efectivamente crecieron de manera significativa, aunque es verdad que medidos en promedios que maquillan profundas desigualdades y que en muchos casos se sostienen sobre un endeudamiento que se ha convertido en otro rasgo estructural del nuevo ordenamiento económico. Los niveles de pobreza y extrema pobreza disminuyeron, sobre todo en comparación con las impresentables cifras que en este ámbito produjo la dictadura. Y por último, la imagen (y sobre todo la auto-imagen) económica del país experimentó una notoria mejoría. En ningún caso podría decirse que el «milagro» postdictatorial haya sido un simple espejismo.
Pero es igualmente innegable que, por debajo y por fuera de todas estas cuentas alegres, el modelo económico finalmente apropiado y legitimado por los gobiernos de la Concertación sigue exhibiendo una serie de distorsiones e insuficiencias que, además de abrumar nuestra convivencia social presente, auguran complejos y conflictivos escenarios para el porvenir. Entre esas insuficiencias, la más flagrante y justicieramente denunciada es la desigualdad, condición en que ocupamos uno de los lugares más destacados a nivel continental y mundial. Puede que seamos ahora, en promedio, un país más rico que hace tres décadas, pero seguimos siendo un país sumamente –y porfiadamente– desigual, con índices de concentración y mala distribución del ingreso que el mercado por sí solo ha sido incapaz de corregir, y que las relativamente tímidas intervenciones de un Estado mucho más débil que el anterior a la dictadura tampoco ha logrado (¿o querido?) modificar. De acuerdo a las mediciones más recientes, Chile es el país más desigual de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), club de países ricos del cual formamos «orgullosamente» parte desde 2010. Peor aun: hacia el año 2012, Chile se ubicaba entre el 15% de los países más desiguales del mundo, ocupando el lugar 117 sobre un total de 1341. Es decir, seríamos un país rico (dentro de un marco de respeto irrestricto a las normas del capitalismo neoliberal), pero desigual.
Somos además un país en donde, más allá de la recuperación en la inversión social que los gobiernos concertacionistas bregaron por implementar, las personas gozan de un nivel comparativamente bajo de protecciones sociales, quedando muchas situaciones de indefensión (la enfermedad, la desocupación, la vejez) entregadas esencialmente al esfuerzo individual, o a apoyos bastante magros por parte del Estado (desde las «modernizaciones» pinochetistas, los empleadores se desligaron completamente de esta responsabilidad). Esta condición encuentra su correlato en una precarización generalizada del acceso al trabajo y de las condiciones salariales, que si bien no alcanzan las dimensiones dramáticas que presentaron durante gran parte de la dictadura, no ofrecen, para un segmento muy significativo de la población, perspectivas estables de desarrollo personal y laboral, o de mejoramiento sostenido de su situación material. No podría ser de otra forma en un sistema económico que se sostiene en gran medida sobre la «flexibilidad» de la fuerza de trabajo (es decir, sobre la posibilidad de contratar y despedir sin mayores impedimentos); sobre la reducción de los costos asociados al factor trabajo («tercerizando» o subcontratando faenas, suprimiendo los aportes patronales a la seguridad social, obstaculizando la formación o la acción de los sindicatos, etc.); o lisa y llanamente manteniendo los salarios en los niveles más bajos que se pueda. El Chile transicional puede ser un país con mayor acceso al consumo que en épocas anteriores, pero al precio de una fragilidad endémica, agudizada por el recurso a un endeudamiento indispensable para sostener o mejorar dicho acceso, o simplemente para sobrevivir durante las frecuentes interrupciones del ciclo laboral.
Lo que se verifica de esta forma en el plano individual, se reproduce también a nivel colectivo. Una economía que funciona esencialmente con base en la exportación de materias primas con bajísimos índices de elaboración, o de la oferta de facilidades inmejorables (y a menudo leoninas) para la inversión extranjera, claramente no dispone de muchos resguardos frente a la adversidad o los imprevistos, ya sea que éstos se presenten bajo la forma de sobresaltos en el comercio internacional, de fluctuaciones en la confianza de los grandes operadores mundiales, del agotamiento o sustitución de recursos naturales intrínsecamente degradables y que hasta aquí se ha hecho bastante poco por proteger, o de decisiones de política económica foránea sobre las cuales no se tiene ningún control. Así quedó demostrado durante las dos grandes coyunturas recesivas que se vivieron durante estos treinta años (la crisis asiática de 1998-1999, y la crisis de los mercados hipotecarios de 2008-2009), pudiendo haber sido el daño aun mayor, por lo menos en el segundo de los casos citados, si la explosiva demanda china no hubiese compensado parcialmente el desplome de los mercados europeos y norteamericanos. En ambas ocasiones, los gobiernos concertacionistas en ejercicio se congratularon de la capacidad de sus equipos económicos para maniobrar con la suficiente destreza «técnica» para minimizar los impactos recesivos, objetivo que en alguna medida efectivamente se logró (ninguno de esos episodios alcanzó las dimensiones devastadoras de las dos depresiones vividas en dictadura). Pero ello no alcanza a ocultar la vulnerabilidad estructural a que está expuesta una economía pequeña, con bajísimos índices de autonomía tecnológica y absolutamente entregada al agotamiento de sus recursos naturales o a los vaivenes de los mercados mundiales.
Podrían seguirse enumerando fragilidades o menoscabos emanados del modelo económico instalado por la dictadura y ratificado por los gobiernos postdictatoriales. Podrían consignarse, por ejemplo, sus implicancias respecto de las solidaridades colectivas, los sentidos de pertenencia comunitaria, o la cohesión social de un patrón de convivencia articulado en torno al individualismo, la competitividad y la mercantilización de las relaciones sociales. No son pocas las señales de alarma gatilladas por la generalización de conductas personales signadas por la agresividad, el ascenso individual a cualquier precio, el exitismo chabacano y la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno. Por sólo nombrar una, Chile ostenta el dudoso privilegio de tener una de las tasas más altas de neurosis depresiva o consumo de fármacos a nivel continental. Tampoco resulta ajena a la racionalidad neoliberal (maximizar las ganancias a como dé lugar) la propagación de la corrupción hacia los más diversos círculos, o la explosión del narcotráfico en los sectores populares. El Chile predictatorial puede haber sido más pobre, apocado y «provinciano», pero era ciertamente más solidario y socialmente empático que el actual. Al menos durante ese tiempo no se sospechaba sistemáticamente de los vecinos, no se prodigaba más afecto a las mascotas que a las personas, no se vivía obsesionado por el crimen (que en términos estadísticos no es peor que el de otros países de la región), ni se llenaban nuestras calles y plazas de indigentes que sólo sobreviven gracias a la caridad de grupos religiosos.
En otro plano, podrían también sopesarse los efectos medioambientales de un extractivismo desenfrenado, consecuencia más o menos previsible de una política económica que ha apostado todas sus fichas a la explotación en gran escala de sus recursos naturales (o como se dice en la jerga anglófona que también forma parte del Chile neoliberal, de sus commodities). Por mucho que los beneficiarios y panegiristas del sistema insistan sobre la acción «natural» de las ventajas comparativas, o sobre la racionalidad «intrínseca» de unos mercados que teóricamente irán resolviendo los problemas a medida que se presenten, el cortoplacismo de la euforia neoliberal no debería dejar indiferente a un país que ya vivió los estragos históricos de la crisis del salitre, o los estragos más contemporáneos de la industria del salmón. Si no se toman medidas concretas para la protección de recursos que se degradan a ojos vistas, o para el desarrollo de pilares menos inestables para el crecimiento futuro, lo que se instala es un gran signo de interrogación sobre la sostenibilidad de nuestra celebrada bonanza. Lo que hoy se ha dado en llamar «zonas de sacrificio», consecuencia inevitable aunque hasta aquí localizada de un modelo como el nuestro, podría ser un anuncio de lo que nos espera a nivel mucho más extendido en un porvenir no demasiado lejano.