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Verano ártico. No se hace de noche. Nunca. El sol desaparece tras las montañas salpicando las nubes de un resplandor anaranjado. Desaparece, pero no se pone. El día oscurece, pero nunca por completo. Ve y explícaselo a los demás en el sur. Intenta explicarles el grado exacto de luminosidad, la impresión que produce, el color del cielo. Diles que depende, depende de si el día ha sido soleado o no, los días de sol dan noches más claras; los días pardos, noches más pardas; de noche los gatos, todo el mundo, pardos. Diles que es como si fueran las nueve de la noche en julio, sí, eso es, las nueve de la noche en julio. Todo se tiñe de gris o plata, el fiordo es plateado. Diles que cuando el fiordo se vuelve plateado es tan hermoso que dan ganas de llorar. Muchas veces me entran ganas de llorar, pero no necesariamente porque esté triste. Es solo que aquí todo es demasiado, demasiado hermoso o demasiado duro.
«¿Tú duermes? Es increíble, ¿cómo diantres hacen para dormir?».
No duermen. Los niños se pasan la noche correteando por el pueblo, jugando a cosas de niños, a veces no, a veces roban gasolina de los cobertizos y rocían todo lo que pillan para prenderle fuego, luego vuelven a echarle gasolina para que siga ardiendo, y cuando esta se les acaba, van a buscar más a casa de otra persona. Quads, motos de nieve, barcos: todos llevan gasolina, la hay por todas partes. A veces pienso que van a prenderle fuego a algo grande, algo como una casa. A veces pienso que van a quemarse, que van a destruirse, pero hace tanto tiempo que caminan sobre la línea que jamás debe rebasarse y que desafían a la muerte con tanta insolencia que son intocables.
Con la edad la cosa empeora; las pequeñas hogueras ya no bastan, los cobertizos y las casas tampoco. Hace casi dos otoños, el hijo de Qumaaluk, tu otra compañera, se vació encima el bidón de gasolina. Hecho cenizas con veintidós años, pasó a engrosar las alarmantes cifras de nuestras estadísticas de la desesperación, las cuales se disparan bajo el peso de centenares de indígenas que cada año se despiden con un sonoro «fuck off!». El hijo de Qumaaluk se voló por los aires en el cobertizo, me lo dijo ella misma en el aeropuerto. Antes de salir de Montreal las tragedias boreales ya rugen en mis oídos. Cuando te encuentras con alguien a quien llevas tiempo sin ver, puedes esperarte cualquier cosa. Aquí no preguntas «¿Qué tal?» como una absurda banalidad a la cual no esperas que te contesten, porque ese «¿Qué tal?» puede dar lugar a respuestas como «No muy bien, mi hijo se pegó fuego el otoño pasado». Qumaaluk dice que todos vamos a morir, pero que no debe ser de ese modo, Qumaaluk dice que no puede aceptar la muerte de su hijo. Qumaaluk está de pie y se ocupa de sus otros dos hijos, que aún no han cumplido los cinco y son rubios como el trigo; en eso han salido al padre, un qallunaaq. Son una fantasía genética, tienen los rasgos de los inuit y los cabellos rubios del sur. Qumaaluk está rodeada de ángeles, y es una suerte, porque aquí hay demasiados muertos que contar.
Tú, Eva, has pasado a formar parte de otras estadísticas en las que estáis sobrerrepresentadas, las de las mujeres víctimas de violencia. No de violencia conyugal, aunque podría haber sido: entre los muros de esas casas prácticamente idénticas, el amor es violento, los celos feroces, e impera la confusión entre amar y poseer, vosotros, que poseéis mucho pero tan pocas cosas.
Vuestra casa no os pertenece. Vuestro terreno tampoco. Todo ello os lo presta gentilmente el Estado. ¿Habéis visto lo buenos que somos? Os robamos vuestro territorio, pero luego os lo prestamos. ¿Es por eso por lo que tenéis ese afán de poseer? Motos de nieve, barcos, quads, camionetas para dar una vuelta alrededor de un pueblo de cuatro calles. Para escapar de esas casas superpobladas donde vivís hacinados. En realidad os falta espacio en vuestra inmensidad nórdica. ¿Cómo es posible que toda esa riqueza se parezca tanto al tercer mundo?
Los obreros os tienen envidia. «Joder, ya me gustaría a mí tener pelas para comprarme una Ski-Doo y un barco, sería la hostia no tener que currar y pasarme el día pescando, qué bien se lo montan los muy cabrones». Eso ya lo he oído antes, en el sur también hay muchos a los que les gustaría estar en el lugar de los que viven de los subsidios públicos.
El dinero os cae del cielo, pero se acaba tan pronto como llega; os hemos enseñado distracciones caras, ¿no es así, Eva? ¿Te acuerdas de tu ex, el director del colegio? ¿Te acuerdas del buen padre de familia que te daba alcohol cuando tenía ganas de sexo? Aquí el alcohol cuesta un ojo de la cara, pero es normal, aquí todo cuesta un ojo de la cara, hasta un litro de leche, así que todo el mundo paga sin rechistar los doscientos dólares que vale una botella pequeña de vodka. El director del colegio no tenía que pagar tanto, los blancos podemos traer alcohol del sur, traer mucho y distribuirlo como mejor nos parezca: una mamada, una botella pequeña. Es la ley de la oferta y la demanda.
¿Alguna vez te dijeron que tenías unos ojos —y una sonrisa— magníficos?
El norte es peligroso para las mujeres guapas. Nancy corre a mi encuentro: la preadolescente refunfuñona y regordeta se está transformando en una preciosa jovencita. Se la ve guapísima con el pelo recogido y sus largos pendientes, su cuerpo, más esbelto y delgado, sus grandes ojos, que ha empezado a pintarse. Le sienta fenomenal tener trece años, a ella y a sus coquetas amigas, y me pregunto hasta cuándo, cuánto tiempo os queda. ¿Cuánto tiempo antes de que un novio demasiado atrevido os imponga vuestra primera vez, si es que no lo ha hecho ya? ¿Cuánto tiempo antes de quedaros embarazadas y no atreveros a pensar en el aborto? Ni siquiera en el caso de una niña de trece años, ni siquiera en el de una víctima de violación o de incesto.
Tú lo sabes, Eva, fuiste abuela con cuarenta años: tu hijo Elijah y la hermosa Maata, la hermosa y minúscula Maata, dieciséis años y un bebé en la capucha del abrigo, dieciséis años y cajera en la Coop, el bebé en el carrito, junto a la caja, pero qué orgullosa estabas, Eva. A los inuit os gustan los niños más que nada en el mundo, por lo general los queréis mal, pero los queréis.
¿Cuánto tiempo antes de que la dureza de la vida nórdica haga estragos en vuestra deslumbrante belleza? ¿Cuánto tiempo antes de que engordéis veinte kilos como consecuencia de los numerosos embarazos y de las Coca-Colas que bebéis una tras otra? ¿Cuánto tiempo antes de que el alcohol, el tabaco y las noches en vela os cubran la cara de arrugas prematuras, de que se os piquen casi todos los dientes con los distintos tipos de caramelos que se venden en la Coop? ¿Cuánto tiempo antes de tener veinticinco años y aparentar cuarenta? A veces muy poco. A veces alcanzáis la cima de vuestra belleza a los trece años y a los catorce se acabó. A veces sois demasiado duras con vosotras mismas o bien es la vida la que os lo pone difícil. A veces, con catorce años, las bonitas rosas del norte están ya marchitas.
A Julia, por ejemplo, se la veía despampanante el verano pasado, más bonita que una futura reina, pero eso se terminó; ahora Julia tiene la cara abotargada por el alcohol y las drogas, el cuerpo más grueso por culpa de todas esas porquerías que la Coop vende más baratas que las verduras, los ojos apagados por no se sabe qué tristeza. Ay, Julia. Julia arrastrando sus pesados pies por las calles de Salluit; ha dejado el colegio y no hace nada en todo el día, aparte de pasear su desesperanza, su renuncia al mundo, a veces sola, a veces con otros que comparten la misma miseria. Suelo cruzarme con ellos y las niñas que me siguen me cuchichean al oído, señalándolos: los drop-out*. Podrían cuchichearme «los apestados» o «los sidosos» en el mismo tono, el tono de las calamidades, el tono de la vergüenza y el desprecio, sin embargo, pobrecitas mías, es muy probable que vosotras también corráis la misma suerte, con ese colegio que no sabe reteneros entre sus muros.
* Desertor escolar. (N. de la T.)
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Son muchos los blancos que prueban la sal de vuestra piel, olvidando incluso la envidia que os tienen y vuestros Ski-Doo, perdonándoos todo ese dinero ganado sin hacer nada, para hundirse en el vientre de vuestras hijas. Cuanto más jóvenes, más atractivas. Los policías no pueden hacer nada porque ellos también sucumben. ¿Acaso no es Mathieu el nuevo miembro de la policía regional de Kativik? Mathieu y Aida. Aida, apenas dieciocho años, la muchacha más guapa de Salluit, Aida, la esperanza del pueblo, que ha sido aceptada en el CÉGEP* Marie-Victorin. Aida abandonará el pueblo a finales de verano. Aida, por favor, no te enamores, no quiero insultar tu inteligencia ni tu encanto, pero por lo general los hombres de veintisiete años que demuestran interés por las chicas de tu edad no son trigo limpio.
A veces ocurre lo contrario, a veces las chicas del norte quieren probar a toda costa la piel de los hombres del sur, las chicas quieren bebés de ojos azules, a los que llamarán Sébastien o Patrick en recuerdo de Sébastien o Patrick, que fueron al norte un par de meses, que fueron a reparar unas cuantas casas y a concebir unos cuantos hijos. Las chicas suelen merodear por el hotel y los campamentos. Antoine está aterrorizado, atrincherado en su habitación de hotel a doscientos cincuenta dólares por noche, Antoine, el arquitecto, los ojos de un azul que solo habéis visto en los huskies. Las chicas hacen cola delante de su hotel y llamarían a su puerta si les permitieran entrar. Antoine piensa en su novia, a la que ha dejado en Quebec.
Gaétan no piensa en su mujer, que se encuentra en Boucherville, pero el viejo ingeniero ya no está en edad de tener hijos. Todas las noches regresa tranquilamente sin probar el exotismo nórdico y sin que las chicas se alineen delante de su casa. Se conforma con oír hablar a sus jóvenes compañeros de sus conquistas y con dar su opinión sobre cuestiones genéticas.
«A los inuit les viene bien, ¿sabes?, cuanta más sangre blanca tengan, más mejorarán. A mí me parece que ya se ve».
Gaétan se inclina ante esos grandes señores de las obras: gracias por esparcir vuestro esperma a los cuatro vientos con tanta generosidad a fin de que la raza mejore, gracias por transmitir vuestra preciada sangre a vuestros numerosos vástagos, a los que nunca os molestaréis en conocer; no os preocupéis de si sus madres tienen o no suficiente dinero para pagar la leche y los pañales; mientras ellos posean vuestro maravilloso bagaje genético, todo va bien.
Sábado por la mañana, Coop, sección de las papillas de cereales. Saana y Maggie deambulan frente a los estantes; la primera, dubitativa ante la etiqueta del bote que aferra; la segunda, ocupada con su biberón, sorprendida en flagrante delito de «ricura». Maggie en mis brazos. Los bebés inuit son calentitos, han sido concebidos para resistir a las bajas temperaturas. Pequeña alegría del sábado; Sébastien o Patrick, a miles de kilómetros de distancia, se lo está perdiendo, Sébastien o Patrick jamás volverá a ver esta tundra rebosante de vida y de niños, allá él.
* Siglas de Centro de Enseñanza General y Profesional. Institución preuniversitaria o técnica.
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Sábado por la tarde, «viento suave sobre la tundra».* Una hembra de lagópodo y sus crías se dispersan despavoridas cuando me acerco; no saben que solo quiero admirar su belleza. La madre, presa del pánico, quiere defender a sus polluelos, pero ¿con qué? ¿Con qué puede defenderse un lagópodo? No tienen dientes ni garras, las crías no saben volar. Es la vida magnífica y frágil, una flor en la tundra. Me entran ganas de llorar. Ya lo he dicho, muchas veces me entran ganas de llorar porque todo es demasiado hermoso o demasiado duro. Veo un lagópodo en la montaña y quiero llorar; mientras, en el pueblo, los niños y la violencia.
Tú le habrías perdonado la vida, creo. De lo contrario, las crías habrían muerto. Sabes que la continuidad de la especie es importante. Queréis a los animales, pero no del mismo modo que nosotros; los queréis porque llevan miles de años alimentándoos y vistiéndoos, nunca habéis podido permitiros el lujo de ser vegetarianos como yo. Soy vegetariana, y me preguntas con esa entonación que tienen todos los inuit cuando hablan francés: «¿Qué es eso?». Para vosotros resulta inimaginable no comer carne. Por cierto, he hecho trampa: me encanta el caribú, nadie comería tofu después de probar el caribú. Pero tratad de explicárselo a los demás en el sur, de describirles el sabor, aunque en el fondo es muy sencillo: sabe a tundra.
No te hace gracia que me aventure sola demasiado lejos, te parece peligroso, mencionas a los lobos, amaruit, me aconsejas que no vaya sin fusil, yo te digo que soy más peligrosa con él que sin él, te echas a reír. Me gusta cuando ríes.
Todo el mundo conoce a alguien que no ha regresado, todo el mundo conoce a alguien que se ha quedado atrapado en la niebla, todo el mundo ha perdido a algún amigo o algún familiar en una ventisca. Todo el mundo conoce la historia de la enfermera de Kangiqsujuaq, todo el mundo conoce la de los tres cazadores. Los encontraron cuatro días después o a la primavera siguiente, con el frío polar a modo de mortaja. El frío conserva bien un cuerpo, solo para burlarse de nosotros.
Aceptáis con humildad la furia de los elementos, pero no siempre. A veces os rebeláis contra la severa injusticia, a veces se desencadena una avalancha mortal en Nochevieja y sepulta el colegio, donde el pueblo al completo se había reunido para celebrar, y vuestros gritos de dolor resuenan hasta en lo más profundo de la tundra. Kangiqsualujjuaq, 1999.
* Fragmento de la letra de la canción Moi, Elsie, que cuenta el amor de una inuk por un blanco, compuesta por el cantautor quebequés Richard Desjardins para la cantante de origen inuk Elisapie. (N. de la T.)
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Julio, una cabaña en algún lugar del interior de la bahía. Una cabaña es un montón de viejos tablones de contrachapado, pedazos de chapa y restos de aislante minuciosamente ensamblados unos con otros para formar esas pequeñas chozas que se alzan desperdigadas por la tundra, esos remansos de paz a los que os largáis lo más a menudo posible, sobre todo en verano. Una cabaña en algún lugar del interior de la bahía, una inuk de sesenta y tres o ciento trece años, no lo sé. La pestilencia funesta te asalta de inmediato, antes siquiera de que franquees el umbral. Alguien ha muerto, alguien se ha dejado olvidado a un anciano, otro drama, pero no, la única que ha muerto es la enorme beluga cuyo pellejo está arrancando la anciana. En unos cubos marinan las montañas de manteca cuidadosamente cortadas y, dentro de una semana, se trasegará el preciado líquido a los grandes recipientes que se apilarán dentro del congelador comunitario. En las noches de fiesta, todo el pueblo vendrá a mojar su porción de caribú helado en ellos, champán inuit. A ti también te encanta, Eva, ya lo sé, me lo habría tomado a tu salud, pero no puedo con el tufo a cadáver.
¿Recuerdas aquella vez en que desplumé un lagópodo? A cuatro patas sobre unos cartones viejos para proteger el suelo, el ave cazada el invierno pasado recién salida del congelador, su plumaje blanco inmaculado, aunque no por mucho tiempo, la sangre brotando bajo el cuchillo y la piel, que se retira de un tirón, como la monda de un plátano. ¿Sabes?, los blancos compran la carne en supermercados, todo viene limpio, sin plumas ni pelos, y sobre todo sin sangre ni nada que recuerde que esa cosa en el envase de poliestireno aún corría y piaba unos días atrás. A cuatro patas sobre unos cartones viejos, un animal espléndido, inmóvil para siempre en su blanca belleza, y yo voy y hundo el cuchillo en su pureza virginal. Estabas orgullosa de mí, me preguntaste si me había comido el corazón. Los inuits os coméis el corazón crudo, de un bocado, pero yo no pude, Eva, me pasa lo mismo que con la grasa de beluga o la morsa putrefacta. En ocasiones —no es usual, pero puede suceder—, un cazador vuelve con una morsa y dejáis que el enorme animal se pudra durante días en la playa. Luego las familias se turnan para cortar un buen pedazo, durante días flota en todo el pueblo un hedor espantoso, y cuando todo el mundo ha cogido su parte, los osos acuden a terminarse las sobras.
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Raglan Money Day, Navidad en julio. El acontecimiento más esperado del año, el día R, el día en que Glencore restituye a los habitantes de la comunidad una parte de los beneficios obtenidos con la explotación de la mina Raglan, situada en el territorio de Salluit. El dinero corre a raudales por todas partes, ríos de dólares surcan la tundra, por aquí, damas y caballeros, los hay a patadas, todo el mundo recibirá su valioso cheque. Todo el mundo, sí, todo el mundo, desde los recién nacidos hasta los ancianos; las mujeres y los niños primero. Un frenesí demencial se apodera del pueblo, lobos que se disputan la carcasa fresca de un caribú.
Lauren, la manitobana extenuada que se encuentra al frente de la Northern Store, teme ese día fatídico con semanas de antelación. Lauren, diez años de vida en el norte grabados en cada una de las arrugas de su cara, Lauren, la misionera del comercio, sacrificada como tantos otros en el altar de la Northwest Company. Lauren me cuenta cómo era el pueblo antes, antes de que llegaran los generosos cheques sellados con el emblema de Glencore, cuando por las calles de Salluit circulaban a lo sumo diez coches: el de la Northern, el de la Coop, el del hotel, el de Air Inuit, el de la policía, el del colegio y el del ayuntamiento. Lauren me habla de un lugar donde existían las drogas y el alcohol pero no se consumían tanto, donde la violencia no estallaba con tanta frecuencia, donde la gente se sentía en cierto modo orgullosa de su trabajo. Laurent es de Manitoba, no conoce al cantautor Félix Leclerc, al que traduzco para ella: «La mejor manera de matar a un hombre es pagarle por no hacer nada».
Lauren me dirige una sonrisa triste y asiente con la cabeza antes de seguir preparándose para la guerra. Esta noche el pueblo al completo tomará por asalto su territorio, se agolpará delante de su ventanilla para cambiar el cheque tan ansiado por dinero contante y sonante, fajos de billetes que acariciarán con cariño y amontonarán en un cuarto de la casa. Hundirán las manos en ellos locos de contento, los lanzarán al aire y, si tienen suerte, se quedarán fritos encima borrachos como una cuba; no se verán con ánimos de ponerse al volante de su flamante coche deportivo y de empotrarlo contra un poste de teléfono o de llegar a las manos con algún miembro de su familia. Esta noche y durante varios días, Salluit jugará a los forajidos como si fuera el Far West hasta que todo el tesoro haya desaparecido igual que los bancos de hielo del Ártico. No llevará mucho tiempo, Lauren lo sabe, uno puede fundirse miles de dólares en un abrir y cerrar de ojos, y en menos de una semana, los cupones para alimentos expedidos por el gobierno regional de Kativik circularán otra vez por la tienda, cuando dos días antes se compraban televisores y ordenadores por docenas.
Me pregunto si Isakie volverá este año. Isakie de Ivujivik, el pueblo vecino, que sin embargo no tiene derecho al maná minero. El año pasado mandaron a Isakie a Salluit para el fin de semana del Raglan Money Day. Isakie no tiene nada de particular, salvo que conduce los camiones de la limpieza en Ivujivik. Un trabajo esencial en cada una de las catorce comunidades de Nunavik, donde algunos camiones deben abastecer de agua a las casas y otros recuperar las aguas residuales. O, en lenguaje poético, un tanque con agua y otro con mierda. Isakie se pasó el fin de semana del Raglan Money Day recogiendo la mierda de los sallumiut, que estaban demasiado ocupados celebrando su súbita riqueza para hacerlo ellos mismos. Isakie se dejó la piel, solo en su inmenso camión, para responder a la demanda de un extremo a otro del pueblo. Isakie no recibirá un céntimo de Raglan, pero ha visto todo: el alcohol, los coches, la droga, los televisores, las motos de nieve, las montañas de billetes verdes o marrones y a saber qué más. Me pregunto si a Isakie le entraron ganas de dejarlos ahí plantados con su mierda mientras bailaban la danza del dinero ante sus ojos, mientras eran los reyes del mundo y él un pobre imbécil que no formaba parte de los elegidos. No creo que a Isakie le apetezca volver este año.
Empiezan a aborreceros en los otros pueblos, ¿verdad, Eva? ¿A que cada vez se oye más eso de que los habitantes de Salluit miran a los demás como si fueran mierda de foca? Empiezan a alzarse voces, voces que se preguntan por qué no se reparte el dinero entre todas las comunidades de Nunavik, porque, en el fondo, el territorio no solo pertenece a la gente de Salluit, sino a todos los inuit. Yo os quiero a pesar de todo, Eva, con el mismo amor posesivo que vosotros. Salluit es mi pueblo, qué poco se necesita para ser chovinista; se me parte el corazón como a una madre a la que le cuentan las trastadas de sus hijos. Suelo defenderos, pero de vez en cuando yo también reacciono como Lauren, la manitobana extenuada, y asiento con la cabeza y una sonrisa triste.
Lauren no es la única que se prepara para lo peor esta noche, también las enfermeras, los policías y los trabajadores sociales, todos los que saben que las juergas aquí suelen acabar mal. Si nos pusiéramos cínicos podríamos hacer apuestas. ¿A cuántos heridos tendrán que evacuar en avión Médivac al hospital de Puvirnituq, «Hedor a carne podrida, mi amor»? ¿Cuántos camorristas llenarán la minúscula cárcel del pueblo? ¿Cuántos vehículos terminarán en la cuneta en su primera vuelta? Pero el cuánto que os interesa es ¿cuánto vais a recibir este año, cuánto, ay, cuánto más o menos con respecto al año pasado? Este año no tendrás tu parte, Eva. Me pregunto qué habrías hecho con ella. Entre otras cosas, nunca te pregunté qué hacías con tu dinero. Los blancos no nos atrevemos a hablaros de esos billetes que salen de las entrañas de la mina, ya que podríais interpretarlo como envidia, desprecio o codicia. Por supuesto que el mundo está lleno de blancos consumidos por la envidia, el desprecio y la codicia, pero no todos. Yo no, te lo juro, Eva. Yo no.
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