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El manuscrito
ochtagán
DESCUBRE EL LADO OSCURO DE LA SOCIEDAD
JULIÁN GUTIÉRREZ CONDE
Categoría: Directivos y líderes
Colección: Biblioteca Julián Gutiérrez Conde
Título original: El manuscrito Ochtagán
Primera edición: Octubre 2020
© 2020 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autores: Julián Gutiérrez Conde
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón y Lucía Alfonsín Otero
Colaboración: Macarena Rincón Carvajal
ISBN: 978-84-18263-55-2
Impreso en España
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Entre los poderosos
no existe la paz ni estable ni aceptada.
La guerra más cruel continúa, aunque
no se celebre en los frentes de batalla tradicionales.
La insaciable lucha por conseguir más poder
se lleva a cabo en la oscuridad
de las simas más desconocidas.
Es allí donde las cargas de profundidad hacen su trabajo
intentando demoler los cimientos del enemigo.
En la superficie, sin embargo,
se les puede ver compartiendo sonrisas, ocio y relax.
La apariencia es algo que saben cuidar.
El veneno nunca se muestra, simplemente se inocula.
Solo la estupidez puede explicar el hecho de que el malévolo y el sinvergüenza cosechen millones de seguidores.
Nota del autor:
Este es un libro sobre la felicidad, pero para comprenderlo hay que esforzarse y ser capaz de leer al revés. Porque es en el lado oscuro donde se esconde y guarda, dispuesta a ser encontrada.
Prólogo
Estimado lector, antes de que continúes con la lectura de este prólogo, y por el enorme respeto que me inspiras, he de avisar del único mérito que me hace responsable de esta labor, que no es otro que la profunda y larga amistad con la que me honra y que me regala el autor.
Julián Gutiérrez Conde, hombre bueno, sabio, tenaz, andarín incansable y solitario, director de grandes equipos y corporaciones, formador de directivos, escritor original y variopinto, es sobre todo mi amigo desde nuestra más temprana infancia escolar. Es por ello por lo que afronto esta tarea incapaz de negarme a ello ante su desmedida valoración y entusiasmo.
Y dicho esto, advierto al lector que tiene en sus manos un «libro maldito», en cuanto que destapa las oscuras simas donde se esconde el Mal, muy a menudo disfrazado de la más alta bondad y de los conceptos más sublimes y solidarios. También es un «libro diabólico» en cuanto describe el supremo Mal como el poder absoluto en forma de dominación, que absorbe, canibaliza y depreda todo lo que le rodea desde el anonimato total.
A través de una historia amable que de inmediato despierta nuestro interés, nos conduce hábilmente por bellos parajes y misteriosas tierras hasta que, sin saber muy bien cómo, el lector se encuentra discutiendo y peleándose con un hilo argumental que desasosiega, que viola su ética, que conmueve hasta el alma (¿o no existe tal y es solo un conjunto de reacciones fisicoquímicas que generan energía bioeléctrica?).
El autor sitúa al lector al otro lado del espejo y ahí cada uno ha de afrontar el negativo más genuino de su ser, el retrato más negro y desolador de su propia realidad; ha de recorrer solitario los vericuetos más tenebrosos de sus sentimientos y conciencia. Todo ello sin paz ni descanso, con un vértigo que se va acelerando con la narración y que no deja escapar de ella. Como un terrible remolino que nos absorbe poderoso y contra el que luchamos pero del que no es posible salir indemnes.
Al final la historia se remansa, dulcifica y aclara algunos de los extraños orígenes de los personajes y lugares de la narración; se explica el Ecdon Point, que nadie sabe ubicar pero que como terrible imán atrae de mil formas diferentes a sus víctimas, de las que absorbe toda la energía vital hasta consumar su destrucción… Que tú, lector, no seas una de ellas.
En junio del año de la pandemia
Jesús Núñez García
Introducción
Este es, y he meditado mucho si era honesto publicarlo, un libro endiablado, cuyos renglones jamás pensé tener que escribir. Lo he construido con las aportaciones de tres autores; el primero, el creador del manuscrito Ochtagán, un anónimo personaje perdido en el tiempo. Hoy por hoy no se sabe ni de cuándo, ni de dónde procede este ancestral manuscrito, ni tampoco se tiene referencia alguna sobre quién lo escribió.
Se sabe que vivió en una costa fiera y dañina, temida y eludida en lo posible por los navegantes. Y que, a pesar de ser conocidas, sus terribles corrientes habían arrastrado a muchas almas desgraciadas hasta la muerte. Pero de todo eso nos informan únicamente la leyenda y la memoria de los cerrados y escasos habitantes del lugar donde se supone que se escribió el manuscrito, porque no existen referencias concretas ni hechos constatados.
El segundo autor es mi buen amigo J. Walterson Count. Él fue el descubridor, o mejor, el designado para encontrar el manuscrito y quien puso todo su empeño en que fuera dado a conocer. Él mejor que nadie hubiera podido ofrecer muchos más datos sobre el lugar en que se escribió, y quizá sobre su autor, pues este libro describe las peripecias que por casualidad le llevaron a ser un bunleibhéal (iniciante), su contacto con Ochtagán, sus experiencias e impresiones.
El tercer autor –y sin duda el menos importante– soy yo. Al publicar este libro cumplo un encargo de mi entrañable amigo, al que amistosamente llamábamos Waltcie, quien al término de su recorrido me encomendó e hizo prometer que el manuscrito Ochtagán sería dado a conocer. Cumplo por tanto, aunque debo reconocer que con cierto retraso, con la deuda contraída. Mi aportación no es otra que la de contar los sucesos que viví y asimismo transcribir tanto los escritos y comentarios de Waltcie como los de aquel creador de Ochtagán, una terrible y amargada alma en pena cargada de odio.
El escenario acontece en las verdes tierras de Irlanda, tan hermosas como misteriosas, por las que se pueden encontrar tanto lugares de duendes como de angustiosos gritos apagados mezclados con alegres canciones juglarescas tradicionales de los antepasados desde antaño.
***
PRIMERA PARTE
An glao (la llamada)
En que cuento cómo me vi envuelto en esta aventura
Lo que menos podía imaginarme aquel día lluvioso que invitaba a permanecer en casa es que al otro lado del teléfono alguien de un hospital en Irlanda preguntaría por mí. Y aún me creó más confusión el hecho de que pronunciara el nombre de J. Walterson y me preguntara si le conocía.
–Por supuesto –respondí–. Fuimos compañeros de colegio y hemos mantenido nuestra amistad desde entonces. ¿Sucede algo?
–¿Sería usted tan amable de venir hasta aquí?
–Bueno, sí; podría hacerlo. Pero ¿qué sucede? ¿Necesita algo Waltcie?
–No me está permitido darle esa información por teléfono. Solo puedo decirle que el señor Walterson nos ha pedido que le llamáramos y que desearía verle.
–De acuerdo. ¿Es muy urgente?
–Bueno, diría que no es necesario que venga de inmediato pero que convendría que lo hiciera en el más breve plazo posible.
Cuando alguien de un hospital te dice algo así, las perspectivas nunca son demasiado halagüeñas.
–De acuerdo –respondí–; mañana podría estar allí. Procuraré llegar lo antes posible. Y...
–¿Sí?
–Si sucede algo, por favor no deje de llamarme nuevamente. Dígale a Waltcie que le mando un abrazo.
–Así lo haré. Muchas gracias –respondió la afable voz femenina al otro lado del hilo.
–Gracias a usted por su interés en localizarme.
–¡Ah!, una cosa más. Pregunte por mí. Soy la doctora O´Sullivan.
–¡Oh!, muchas gracias; así lo haré. Llegaré por la tarde a primera hora.
El viaje resultó una mezcla entre la inquietud que me había producido aquella llamada y el hermoso paisaje de la serpenteante carretera. Conducir por Irlanda siempre me había producido un extraordinario placer así que hacer ese viaje en mi viejo, aunque impecable, Land Rover era algo que estaba dispuesto a aprovechar.
Cuando entré en el Hospital St. John pregunté por la consulta de la doctora O´Sullivan.
–Mr. Gui… –se atascó intentándolo de nuevo–. Giu…; –volvió a trastrabillarse la recepcionista tras el pupitre de información.
–No se esfuerce, no será capaz –me reí–. Mi apellido es Gutiérrez, pero es imposible de pronunciar para ustedes. Será más fácil si me llama por mi segundo apellido, Conde.
–Ok, Mr. Conde –dijo con una sonrisa de alivio que al tiempo quería ser una excusa–. Ahora le acompañamos al despacho de la doctora O‘Sullivan. Nos ha pedido que la contactáramos según llegara, así que le está esperando.
En el rótulo de aquella puerta aparecía escrito Dra. Marion O´Sullivan.
Era una mujer de cabello rojizo recogido en una coleta. Su piel sin embargo no dejaba ver más que algunas escasas pecas dispersas, lo cual rompía con el mito de que todas las pelirrojas son intensamente pecosas.
Tras saludarme amistosamente y darme las gracias por mi atención al desplazarme hasta allí, me requirió:
–Mire, no se lo tome a mal, pero ¿podría identificarse? Debe comprender que…
–Por supuesto –la interrumpí.
–Le voy a contar lo que sabemos de su amigo –dijo tras examinar rápidamente mi documentación.
–¿Cómo se encuentra, por cierto? –me adelanté preocupado.
–Bueno, digamos que estable.
–¿Es grave lo que padece?
–Espere. Le contaré lo que ha sucedido. Verá. Hace dos semanas ingresó en el hospital el que luego hemos sabido que es su amigo. No recordaba nada en aquel momento. Estaba perdido y desorientado. Vestía ropa de deporte y traía consigo una mochila, pero no había documentación alguna entre sus pertenencias. Probablemente la perdió. En todos estos días no hemos sido capaces de que saliera de su estado de amnesia. Solo ayer pronunció su nombre. Nos dijo que contactáramos con usted y que era escritor. Lo siguiente ya lo conoce.
–Bueno. ¿Y cuál es su estado ahora?
–Mire, el señor Walterson es un misterio para nosotros. Aún no hemos sido capaces de descubrir qué es lo que padece. Tenemos una colección de síntomas, pero no mucho más.
–¡Ufff! –respondí–. Qué mala señal es que un médico te diga eso.
–Solo ha hablado para repetirnos que le localizáramos. Está obsesionado con eso. Quizá usted pueda conseguir más información. Sería muy importante para poder avanzar.
–Bien; en tal caso ¿puedo verle?
–Sí, desde luego, le acompañaré.
Cuando entré en la habitación, mi amigo se encontraba recostado sobre un almohadón. Su aspecto me impresionó. No era ese dechado de vitalidad que siempre había conocido sino que más parecía un cuerpo entregado y desplomado sobre la cama.
–Waltcie –le dije afectuosamente–. Aquí estoy, amigo.
Tuve que insistirle dos veces para que reaccionara. La mueca de una sonrisa apareció en aquel rostro demacrado y blanquecino. Parecía que no hubiera visto la luz en años. Estaba casi irreconocible.
Me ofreció su mano haciendo un notable esfuerzo para acercarla a la mía y quiso mostrar que me la apretaba, aunque la presión que noté fue poco más que la que hubiera ejercido sobre mí una pequeña libreta que me hubieran colocado encima.
En medio de aquella impotencia y falta de energía parecía tener prisa por decirme algo desde su desasosiego.
–Escúchame atentamente –me dijo.
–¿Cómo te encuentras? ¿Qué te ha pasado? –le corté interesado.
Hizo un gesto de desconcierto con la cara, pero enseguida insistió en decirme lo que le interesaba. Fue como si tuviera prisa por contarme algo, así que puse todo el empeño en mostrarle la mayor atención. «Quizá escuchándole –me había advertido la doctora– podamos conseguir alguna pista sobre lo que le ha sucedido que nos pueda orientar con el tratamiento».
–Es el punto blanco, Julián –me dijo–. Es el punto blanco.
–¿Qué punto blanco?
–Ese que veíamos tan lejano. Viene hacia mí a toda velocidad y no sé la causa, pero se ha fijado en mí y me persigue.
–¿Qué punto blanco, Waltcie?
–El del horizonte. ¿No te acuerdas? Bueno, da igual –continuó.
Me obligó a acercar mi oído a su boca para escuchar un débil susurro; me pareció entender algo así como:
–Viene desde el Ecdon Point. Es de allí de donde viene.
–¿Qué es el Ecdon Point? ¿Quién viene?
No me respondió sino que continuó agitado diciendo algo.
–Da igual. Lo importante es el manuscrito.
–¿Qué manuscrito?
–Mi mochila. Quédatela. Guar..., una carpeta, un cuaderno de notas en piel. Sujeta toda ella con cintas. Hay unas páginas escritas por mí entremezcladas. Léelo; es terrible.
–¿De qué manuscrito hablas?
–Och… ta… gán –arrastró las sílabas con esfuerzo como si pronunciarlas le consumiera energía.
–¿Qué es Ochtagán?
–Prométeme que lo publicarás. Es muy importante.
–Explícame algo más, Waltcie –le dije con todo el cariño–. ¿Por qué es tan importante? Dime dónde está el Ecdon Point al menos.
No hubo respuesta alguna. Para ese momento ya estaba derrengado.
Llamé a la doctora, que se había quedado fuera, y de inmediato se acercó a atenderlo.
–Su estado es muy delicado. Es como si algo consumiera su energía. Y sin embargo sus análisis y controles son normales. Es un misterio. Le estamos tratando, pero no conseguimos que responda y reaccione. Los equipos de enfermedades extrañas están investigando su caso. Se viene abajo sin que sepamos por qué.
Estaba muy confuso. Aquella situación había logrado ponerme nervioso. Todo aquello no era nada fácil de entender. Ver a mi amigo en aquella situación y con esas perspectivas resultaba muy doloroso.
Muchas más batas blancas entraron en la habitación agitadas y con prisas. Se llevaron a Waltcie en una camilla cargado de tubos.
Tres horas más tarde la cara de aquella doctora pelirroja volvió a aparecer, esta vez cabizbaja y desconcertada. No hizo falta que las palabras se cruzaran entre nosotros, simplemente las miradas se hablaron.
Fue lo último que supe de aquel entrañable amigo. Sus recuerdos se me agolparon descontrolados. Y una honda tristeza me invadió.
Aquella noche sus misteriosas palabras no dejaron de acompañarme.
¿Qué sería el manuscrito Ochtagán? ¿Y aquel Ecdon Point en el que tanto insistía? Lo del punto blanco ya lo tenía claro; sabía perfectamente que significaba que nos iba a dejar.
No solía beber casi nunca, pero esa noche pedí un whisky. Me senté a una mesa del acogedor pub perteneciente al hotel en el que había tomado una habitación. Puse aquella carpeta, que había extraído de la mochila de Waltcie, sobre la mesa. Era antigua y estaba cerrada con unas cintas como me habían dicho. La miré una y otra vez pero no me atreví a abrirla. No era el mejor momento.
Los recuerdos de mi amigo me ocupaban la mente. Todos ellos reflejaban su optimismo, actividad y energía. Esas cualidades eran inseparables de Waltcie. Fui yo, recordé, quien comenzó a llamarle así. Era una abreviatura afectuosa de su apellido, que es como se nos llamaba e identificaba en el college. Solo yo fui una excepción. Lo inusual de mi nombre y lo impronunciable de mi apellido me llevaron a ser conocido por mi nombre, Julián, aunque en ocasiones algún profesor más formal me llamaba Mr. Conde.
Había prometido que a la mañana siguiente volvería al hospital para entrevistarme de nuevo con la doctora O´Sullivan y así lo hice. La encontré algo abatida.
–Buenos días, doctora –saludé al entrar después de que su voz me diera permiso para acceder a su despacho.
–Buenos días, Mr. Conde –me respondió.
No pude evitar sonreír al recordar que me llamaba del mismo modo formal que aquel profesor del college. Le conté la anécdota y se la tomó con buen humor.
–La noto preocupada –le dije.
–Lo estoy –afirmó.
–¿Por alguna razón especial? Quiero decir que ustedes los médicos que trabajan en hospitales deben estar acostumbrados al fallecimiento de alguno de sus pacientes.
–Sí, pero no crea que es algo tan fácil. Y menos en este caso.
–Mmmmm. ¿Quiere contarme algo?
–Si le soy sincera no tengo muy claro qué poner en el acta de defunción. Entiéndame –me explicó ante mi cara de sorpresa–, técnicamente sé exactamente lo que escribiré, «fallo cardíaco», pero en el fondo…
–¿Qué sucede en el fondo?
–Mire, en el caso de Mr. Walterson todo ha sido muy confuso. Desde el modo en que llegó a St. John hasta su sintomatología, evolución y desenlace. No hemos sabido ninguno qué enfermedad tenía. Incluso su interés en que le contactáramos a usted es un misterio. Nunca mencionó a nadie de su familia. Por cierto, ¿tenía padres, hermanos, esposa, hijos, novia o alguien más con quien considere que debiéramos hablar?
–Francamente no lo sé. Fuimos muy amigos y manteníamos la amistad. Él era inglés y nunca conocí a su familia. No hablaba de ella. Últimamente tenía novia pero solo sé que se llamaba Caitlin. Sobre sus padres creo recordar que habían fallecido los dos y era hijo único. Procedía de una familia muy reducida pues tampoco sus padres tenían hermanos. Siempre contaba que le hubiera gustado pertenecer a una familia numerosa.
–Me gustaría poder localizar a alguien. Mire, no quiero crear ninguna complicación en torno a este asunto, pero…
–¿Pero?
–Pero me gustaría conseguir una autorización pactada para poder hacerle la autopsia a su amigo. Desde el punto de vista médico sería muy importante para poder investigar más a fondo las causas de la enfermedad que se lo llevó.
–Bueno, yo solo puedo ayudarle con lo que hemos comentado y así lo haré. Me temo que no podré servirle de mucho más. Ni siquiera llegué a conocer a Caitlin. Pero tal vez la Policía pueda hacerlo si abren una investigación.
–¡Ufff! –suspiró–, no sé si vale la pena abrir una investigación policial por tan solo una corazonada.
Y así quedó todo aquel asunto.
***
The Caoirigh history
(la historia del carnero)
En que Waltcie descubre las aristas y los peajes
del sosiego en la vida
Entender la vida de los caoirigh resulta muy revelador para entender todo lo que viene después.
El caoirigh es una especie ovina. Un carnero. Dado su origen y vida en tierras de altas latitudes y frías, es capaz de producir en corto plazo de tiempo una espesa capa de lana con la que se envuelve. Es realmente valiosa y apreciada por su suavidad y tersura.
El rebaño agrupado puede dar sensación de poder tanto por lo numeroso como por la riqueza de su ampulosa vestimenta, pero es tan solo una falsa apariencia porque su verdadero ser es débil y acomodaticio. Únicamente le interesa la vida placentera; esa es su razón principal de ser. Por eso cuando se siente atacado se refugia en lo voluminoso conjunto del grupo. Pero sus enemigos han aprendido que es una falacia. Y también lo saben sus guardianes y propietarios.
Su avance es grupal y los ejemplares de caoirigh siempre se mueven por imitación, con la cabeza gacha y siguiendo las huellas de otro. Cuando dos toman un rumbo, siempre y cuando sea aceptable para sus vigilantes, los demás los siguen sin más. Así crean hábitos. Nadie se rebela, y si alguno se desvía o retrasa, más por pérdida que por rebeldía, sus guardianes se ocupan de advertírselo para que se reincorpore y siga con el resto.
Desde su nacimiento, los caoirigh son educados en la docilidad:
–Si te comportas bien, no creas problemas y sigues al rebaño, tendrás buena comida, cuidado y serás feliz –los aleccionan sus madres. Y enseguida comprueban por sí mismos que lo que les aconsejan es cierto.
–El amo es bueno y generoso –continúan diciéndoles–. Sabe lo que necesitamos y nos lo proporciona. Él nos ofrece además protección; pero la mayor seguridad consiste en caminar siempre agrupados por el camino indicado.
–¿Y por qué no puedo ir con esos cachorros de cabra montés, que saltan de roca en roca y exploran las montañas? –le pregunta una cría a su madre.
–Qué cosas dices –le responde sorprendida y sonriente la progenitora ante la ingenuidad–. Nosotros somos diferentes. Somos más inteligentes y por eso llevamos una vida más confortable.
La cría lo acepta con ovina expresión y pasa a otra cosa:
–¿Y quiénes son esos que gritan con aterradores sonidos, mami?
–Eso que hacen se llama ladrar. Ellos son los mastines y son nuestros guardianes. Son amigos y nos protegen frente a los enemigos y otros riesgos. Debes cuidarlos y obedecerlos siempre.
El mastín cercano, que escucha orgulloso aquella explicación hecha con la ternura con la que una madre se dirige a su cría para hacerle entender su propio ser y el sentido de su existencia, esboza un prudente y apacible rugido que tanto al hijo como a la madre caoirigh les suena amistoso.
–Cuando escuches que nos ladran con fiereza y vigor es que algo estamos haciendo mal o que algún peligro nos acecha. Sigue sus indicaciones; son buenas para ti. Y recuerda que un día deberás enseñar esto mismo que te digo a tus propias crías. Tenemos que conservar la inteligencia del sistema, que nos hace superiores y nos permite vivir mejor que el resto de especies.
El mastín se tumbó entonces apacible y se acomodó preparándose para una de sus «duermevelas». La placidez de aquel soleado día invitaba especialmente a una siesta.
En sus sueños, el can se sintió importante y poderoso. Todos lo reconocían como fiero, aunque al tiempo protector, y eso le enorgullecía. Esa era precisamente su misión en la vida, la que sus padres le enseñaron. Sin ese respeto que se le profesaba, la paz estaría permanentemente asediada y alterada.
Sus órdenes eran cumplidas sin rechistar por sus protegidos y además tenía el poder de aterrorizar a los intrusos. Tan solo de cuando en cuando perdía su autonomía y el pastor le daba alguna indicación que él se apresuraba a cumplir. Porque otro rasgo indiscutible de su personalidad era la fidelidad y el cumplimiento del deber por encima de todo. Ambas cosas formaban parte de sus valores y nunca se permitiría traicionarlos o siquiera pensar en la menor desobediencia a quien le proporcionaba bienestar e incluso una dosis de reconocimiento y cariño. Sobre todo cuando el mastín asumía el papel de escolta del pastor y gozoso le ayudaba a realzar y adornar su figura y presencia.
El mastín es por tanto también devoto de su misión en la vida pues considera que ese es el designio que la naturaleza le ha encomendado. Y así educa a sus cachorros.
Entretanto, el pastor es la cabeza visible de todo el entramado. Él es quien decide y ve cómo su voluntad se va implantando en todos los extremos. Él es el líder porque consigue motivar y estimular a todos para que se esfuercen en cumplir sus designios y a la vez se sientan felices.
De ese modo es como logra la implicación de todos y a la vez satisface sus deseos, que son los de extraer la máxima productividad de la leche, la lana y la carne con la menor pérdida de tiempo y los menores costes.
Es por esa filosofía de vida por lo que los caoirigh se entregan uno tras otro y en fila india a ser esquilados sin rechistar. Se encomiendan felices a la fiesta del esquile a pesar de tener que sufrir el a veces doloroso rapado. Y también a pesar de que luego tengan que experimentar un frío atroz que les hace sentirse ateridos. ¿Pero, qué es un simple sacrificio comparado con todo el bienestar que se recibe?
Cuando, temblorosas, sus crías les preguntan por qué se dejan someter a semejante tortura, la respuesta es clara y contundente: «Es nuestra misión en la vida. Tenemos que cumplirla y estar agradecidos a quienes nos ofrecen tanta paz y confort. Un poco de frío durante unos días y la renuncia temporal a una imagen gallarda es una compensación mínima». En esos momentos, es el orgullo del ser quien se manifiesta.
De pronto, las sombras de la noche se iluminaron violentamente haciendo que las caras de los caoirigh brillaran como apariciones surgidas de entre fuegos fatuos. Y por si eso era poco, a continuación un restallido sonoro, seco y rotundo retumbó como un latigazo y atronó rebotando entre las rocosas montañas. La manada se apretó automáticamente buscando protección y el aterrorizado corderillo de repente comprendió los consejos que su madre le había dado. Entonces reconoció que la suya era una especie superior y sintió pánico solo con pensar en las cabras montesas que vivían en aquellas rocas atacadas con fiereza por la naturaleza. Así aprendió a valorar el hecho de ser miembro de aquella acogedora y pacífica comunidad.
Desde las sombras, el amo no se deja ver. Permanece en el anonimato promoviendo el sentido de la responsabilidad, la conciencia y el liderazgo en cadena. De ese modo consigue que todo siga en paz, mientras él se enriquece y mantiene su dominio. Ese es su propósito.
El auténticamente poderoso, desde su placentero lugar debe controlarlo todo, a ser posible sin la menor estridencia. Pero no dejará de recurrir a tomar las medidas que sean necesarias; o mejor dicho, hará que sean sus representantes quienes las adopten para él continuar en la posición más discreta posible asegurándose de que el orden siga estable.
Hay mucho que aprender de esta historia del caoirigh. Demuestra cómo uno consigue lo que desea haciendo que sus colaboradores realicen lo que, siendo preciso, él no hará. Él es el propietario de una moneda con sus dos caras y no dudará en usar uno u otro lado según le convenga.
La calma es estable en el sistema, salvo cuando surge una disputa entre dos amos y su ambición choca. Entonces la sosegada vida puede convertirse en una terrible pesadilla. Porque si los amos hacen acto de presencia y bajan al terreno, los mayores y más terribles dramas pueden acontecer.
Es entonces cuando «la cara oculta» de la moneda se deja ver mostrando su cruel rudeza.
Es el lenguaje universal de la fuerza que, expresa u oculta, todos entienden.
***