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Mientras haya bares

Nota sobre el autor y el libro

En una época dorada de su vida, esta transcurrió entre los bares y la literatura. Leía y bebía, o bebía y escribía. Este libro es una película de esos días, y de cómo veía el mundo por entonces. Los textos son el jugo destilado de ese tiempo en el que el alcohol y los libros se mezclaban en días y en noches ininterrumpidamente. Son el rescate de esos lentos y a la vez vertiginosos días que se plasmaron a lo largo de los años en el hueco efímero de los periódicos El País, El Progreso y Jot Down, y en el océano insondable de internet, descartemoselrevolver.com. Puestos ahora uno detrás de otro, comprueba que forman algo así como las huellas de una vida. Por eso este libro.

Nota del editor

Publicar un libro de retazos, juntando textos publicados por un autor en distintos medios y formatos, puede parecer una labor sencilla. Un lector poco imaginativo podría pensar que todo se limita a recortar y pegar. Nada más lejos de la realidad. Los libros que recuperan la prosa inmediata y fugaz destinada a un periódico o un blog, que por su propia naturaleza son efímeros, es un trabajo minucioso, casi de orfebrería. Hay que buscar cada pieza y engarzarla en el lugar exacto, para que la lectura adquiera ritmo, cadencia, música. Y así, una vez completada la obra, ocurre el milagro de que el texto final ofrece un retrato completo de una voz y una mirada construidas a lo largo del tiempo, con el poso que deja el transcurso de una vida.

Juan Tallón parece escribir como si respirara, con esa naturalidad que tienen los que lo han leído todo y han extractado la esencia primordial de la lectura, mezclándola con la vida que discurre con la lentitud de los que se toman la molestia de mantener vivo el asombro. Asomarse al momento en que las vidas aparentemente tranquilas comienzan a torcerse, o cómo ciertos elementos, al entrar en contacto con otros, se transforman en algo inesperado, casi siempre inquietante. Hay una heroicidad oculta en su aparente facilidad para construir historias. Relatos que se sumergen en el absurdo, en el desastre que nunca termina de llegar del todo, tal vez porque aprendimos a convivir con él, que indagan con humor y una elegante distancia acerca de la huida, el fracaso, la muerte, la incomunicación o los procesos creativos.

Cada una de las páginas de este libro está atravesada de literatura, de cine, de música. Por ellas se pasean Onetti, Scott Fitzgerald, Pizarnik, Dostoievski, Cheever, Bunker, Pla, Fante, Cunqueiro, Bellow, Amis, Woody Allen, Auster.... disfrazados de Juan Tallón. Y bares, muchos bares, como una atalaya desde donde protegerse de los embates del destino o dejarse arrastrar por ellos. Cada historia contiene otras muchas, en un juego de espejos que multiplican las imágenes.

Tallón es un gran escritor, de esa rara especie que hace fácil lo imposible: retratar la vida, parar el instante, transformar lo cotidiano en excepcional. En sus propias palabras: «Escribir es ese tipo de cosas que haces sin necesidad de saber por qué las haces».

Expresamente no hemos incluido índice en esta edición porque cada texto fluye y enlaza con el siguiente, formando un cuadro que hay que observar en su totalidad. Esperamos que el lector se deje llevar por ellos, como si estuviera sumergido en un río de palabras cargadas de poesía.

Mientras haya bares
Los crímenes de la letra J

Hace tres meses guardé un billete de cien euros dentro de un libro. En ese momento acababa de leer que Sergio Pitol, en los años que ejerció de diplomático en algunos países del este, usaba su biblioteca como caja fuerte. Tenía predilección por las obras de Molière. Me pareció un gesto tan hermoso y audaz, tan poético para estar hablando, en el fondo, de dinero, que quise imitarlo sin perder un minuto. Se daban las condiciones. Yo acababa de cobrar un premio de la lotería, y después de gastar cuarenta euros en los Diarios de John Cheever y en un disco de Bonnie «Prince» Billy, no sabía bien qué hacer con los cien restantes, así que los guardé dentro de una novela. No hago una mención explícita a la novela no para evitarle el aburrimiento de los detalles secundarios, o porque sea una novela de la que haya que abochornarse, sino porque simplemente no recuerdo el título. Ni al autor. Esa es la tragedia: no tengo ni una idea remota, ni siquiera una idea falsa, de en qué libro puede estar depositado el dinero. En algún momento, como Mark Twain, yo conseguía recordar incluso las cosas que no habían sucedido. Ya no.

Entre los estados que no puedo disimular se encuentra la impaciencia. Ya transcurrieron dos días y una tarde desde que busco el billete, y me desespero. No es una cuestión de dinero, sino de minutos vacíos. Primero busqué en las páginas de los grandes títulos, por si en aquel momento, con la idea de Sergio Pitol en efervescencia, había pensado que cien euros merecían relajarse, como mínimo, entre el Ulises, Nuestro amigo común o Tristram Shandy. Nada. Revolví las páginas de Dostoievski, Melville, Kipling, Mann... con igual resultado: nada. Cambié la estrategia. Porque, ¿y si había metido los cien euros en un bodrio de novela? Tal vez, temeroso de que alguien encontrase el billete por una casualidad, había decidido guardarlo en alguna de esas bazofias que colecciono, ese tipo de libros que hay que estar muy desesperado para consultar. Evidentemente, corrí a mirar en mis novelas. Nada de nada. Y eso que son malas. Después miré en las de C. y P., a los que también tengo por extraordinarios malos novelistas. Y así hasta que llegué a una novela de Pérez-Reverte. Ni rastro del billete entre tanta bazofia.

En mi biblioteca siempre gobernó el caos. No tanto por pereza —podría ser perfectamente— como por un extraño convencimiento. Trabajo con la teoría de que un libro representa lo contrario del orden, de modo que no tiene sentido clasificar una biblioteca. Nunca se me ocurrió disponer los volúmenes por autores, o por géneros, o por editoriales. Cuando necesito encontrar un libro me gusta viajar por los estantes desesperadamente, hasta que se produce el descubrimiento. Cualquier clase de orden facilitaría la localización, que no sería ya el fruto de un instante luminoso, sino el triste y aburrido resultado de sumar dos y dos, y comprobar que, en efecto, solo pueden ser cuatro.

Me gusta que todos los libros estén fuera de su sitio, en posición de emboscada, pues ese es su lugar apropiado. Naturalmente, este desorden está detrás de la huida de los cien euros. Tal vez no los recupere nunca, pero tal vez eso sea lo más conveniente. Onetti contaba la historia de una muchacha de trece años que se presentó un día en su casa proponiéndose para ordenar su biblioteca. Después le recitó al escritor el abecedario de carrerilla, y este juzgó que eso era un mérito suficiente. Cuando la muchacha acabó el trabajo, Juan Carlos Onetti examinó aterrorizado el resultado: la letra J agrupaba a Joyce, Jiménez, le Carré, Valera, Cocteau, Rulfo, Swift, Cortázar, Steinbeck y Borges, entre otros muchos. El orden alfabético, inofensivo y suave, también puede ser criminal.

La identidad de la ropa interior

En mi primer viaje en el tren de alta velocidad entre Ourense y Santiago me tocó sentarme frente a un hombre con las iniciales de su nombre grabadas en la camisa. Esa gente siempre me ha resultado inquietante. Tanto o más incluso que la gente que lleva un peine en el bolsillo del pantalón, o que nunca sale de casa sin hacer antes la cama. No creo que haya que desconfiar de ella necesariamente, como sí hace falta hacer con la gente que no bebe. Pero procede tomar algunas precauciones. Nunca están de más. Cuando alguien exhibe su identidad hasta ese punto, para que repare en ella incluso el revisor del tren, en el fondo está ocultando algo. A veces pasar desapercibido exige cierto exhibicionismo. ¿Quién va a pensar que la luz provoca oscuridad? Aquel tipo era un profesional.

Es cierto que no hace tanto tiempo, muchos llevábamos la ropa interior marcada con nuestro nombre. Gracias a eso sabíamos en todo momento quiénes éramos. No importaba cuánto habíamos bebido, ni con qué combinábamos la bebida. Bastaba acudir a la goma de los calzoncillos, donde las madres grababan nuestras iniciales, y las cosas volvían a su sitio. Pero aquello pasó, y mientras no pasó, se circunscribió a zonas relativamente discretas.

Fuera de aquellas iniciales en la camisa, el viaje estaba resultando de lo más placentero. Ni un descarrilamiento. Lo que multiplicaba mis suspicacias. Las fuentes del placer son tan oscuras y tormentosas como las del sufrimiento. Pero las iniciales se hacían cada vez más grandes y más sospechosas. No quería verlas, pero cuanto menos lo deseaba, más inevitable resultaba clavarle la mirada.

El recuerdo de Extraños en un tren vino a meter más presión en la caldera. Tenía fresca la adaptación cinematográfica de Hitchcock, que hacía dos meses habían pasado por La 2, y comencé a ver fantasmas. En nuestro caso, también el viaje comenzó por una inofensiva conversación. Él dijo «buenos días» y yo respondí «no sé si no lloverá». Imaginé que el fulano de las iniciales —y de zapatos impecables— me propondría de un momento a otro, con la mayor naturalidad, sin despeinarse, que yo matase a su padre y a cambio él liquidaría con gusto a mi esposa, o en su caso, a un familiar próximo, insoportable. Nunca escasean, francamente. Pero el caso es que después del intercambio de las primeras palabras, los dos nos precipitamos en el silencio. Tal vez él imaginó que yo había imaginado, y ya se sabe que no hay como la previsibilidad para que estas sugerencias caigan en saco roto. En esto, llegamos a la estación. Él dijo «buenos días» otra vez, y yo respondí «está lloviendo». Bajamos y, cuando vi cómo se alejaba, respiré más tranquilo. Matar, tengo que admitirlo, no se me da bien, aunque tengo entusiasmo...

Instrucciones para dejar de leer un libro

Cuando interrumpimos voluntariamente la lectura, hay gente a la que le basta alcanzar un simple cambio de página, aunque la frase y el párrafo continúen. Colocan el marcador, cierran el libro y hasta luego. En cambio, hay quien precisa cambiar de página y, además, encontrar a continuación un punto y aparte. En el mejor de los casos, un punto y seguido. Si subimos un escalón, encontraremos a ese otro tipo de lector estricto que no se detiene a menos que alcance el final de un capítulo. En estos ejemplos maniáticos es inevitable preguntarse cómo afrontan estos lectores novelas, por citar algo rápido, como Cristo versus Arizona, de Cela, en las que no hay capítulos, ni puntos y aparte ni áreas de descanso de ninguna clase.

Si en lugar de ascender, descendemos tres o cuatro escalones, hallaremos a ese lector descamisado y tolerante que se da por satisfecho cuando alcanza un diálogo para detenerse y encender la televisión, o quedarse dormido, independientemente de que se produzca o no un cambio de página. Existen individuos tan cuidadosos e implacables en la elección del momento para interrumpir un libro, que este tiene que producirse a una hora en punto, por ejemplo la una de la madrugada, y que ese instante coincida con un descenso de la intensidad dramática de la novela, que a su vez debe armonizarse con el final de un capítulo. Esta intransigencia me hace pensar en el celo con el que Thomas Mann planificaba sus personajes antes de ponerse a escribir, hasta el extremo que imaginaba cómo sería su firma.

Naturalmente, hay gente tan condescendiente con la lectura que cierra el libro repentinamente, harta, sin marcar la página, sin interés en recordar en qué punto de la historia se produce la espantada. Porque ese abandono es una huida, como una maniobra evasiva para escapar de un incendio. La trama o la estructura arden y ellos quieren ponerse a salvo. Tienen miedo. O, tal vez, simplemente no están preparados para soportar las temperaturas de la literatura.

Hace años leí que Álvaro Mutis y Carlos Patiño escribieron un poemario titulado La balanza, cuya edición de 200 ejemplares se agotó en 25 minutos. Fueron a recoger la tirada a la imprenta y la dejaron repartida por las librerías de Bogotá. Entonces estalló el «bogotazo», revuelta popular en reacción al asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán. Hubo disturbios y muchas hogueras. Casi todas las librerías ardieron, y con ellas el libro de Mutis y Patiño.

En el fondo, la literatura tiene mucho que ver con el fuego. El escritor escribe porque algo en él no anda bien, porque algo arde dentro, y el lector lee porque lejos de los libros hace mucho frío. En ocasiones, el fuego se descontrola y el lector inexperto salta por la ventana, con desorden. En cambio, el lector curtido sabe que conviene aguantar, porque la gracia de la literatura está precisamente en arder.

El hombre que abrió los telediarios

En mitad del trayecto, el pasajero que viaja a mi lado, de bigote y jersey de cuello redondo, abre la mochila que lleva entre las piernas y saca el primer volumen de los Relatos de John Cheever. En ese mismo instante es evidente que me ha jodido el resto del viaje. Y no hemos hecho más que salir de Ourense, es decir, quedan cuatro horas para llegar a Madrid. Se trata de una desgracia como otra cualquiera. Lamentablemente, no puedo actuar como si nada ante alguien que lee a John Cheever. Es como si llevase una carga de explosivos debajo del asiento. ¿Alguien alcanzaría un mínimo de sosiego en esas condiciones? A su manera, Cheever también es material explosivo bajo el asiento, y el lector de sus relatos, un pirotécnico. No estoy tranquilo con gente así en el mismo vagón que yo. No porque me produzca miedo sino porque me contagia una curiosidad que no sé controlar.

¿Quién será él? ¿A qué se dedica? ¿Cómo habrá recalado en Cheever? ¿Qué va buscando? Tengo tendencia a pensar que todo aquel que lleva esta clase de libros en la mochila es un pez gordo. Alguien importante. No tanto en el sentido de reconocido o influyente, como de enriquecedor para la gente que lo rodea. Hay lecturas que no pasan en vano, que son radiactivas, que cambian a los que están en su perímetro.

Pasan las estaciones. A Gudiña. Puebla de Sanabria. Zamora. Medina del Campo. No se me quita de la cabeza que el fulano, bajo la lectura de Cheever, arrastra un gran enigma. En caso contrario, obviamente, estaría leyendo otra cosa, incluso dejando de leer. Una persona sin misterios es preferentemente una persona que no lee. Hace mucho tiempo que me obsesiona la vida de las personas desconocidas con las que comparto espacio durante cierto tiempo, ya en una comida, un viaje en tren o una espera en la sala de un hospital. No reconocerla no evita que piense que puede ser, en secreto, alguien relevante.

En 2001, Eduardo Mendoza, Rodrigo Fresán, Andrés Neuman y Enrique Vila-Matas participaron en una mesa redonda en Budapest sobre narrativa hispánica. Los presentaba un escritor húngaro, que en la víspera había cogido por banda a Fresán y lo había aburrido a preguntas. El día de la mesa redonda, minutos antes de comenzar, Vila-Matas quiso conocer el nombre del moderador. Se llamaba Imre Kertész, y ese mismo año iba a recibir el Premio Nobel de Literatura. Entretanto, solo era un desconocido que moderaba una mesa redonda. Es más, Vila-Matas andaba a la busca de un nombre para un personaje chileno de origen judío, de cara a su próxima novela, y le puso Felipe Kertész, antes de que Imre Kertész recibiera el Nobel y se volviese célebre.

Nunca acaba de saberse quién viaja al lado de uno. Por si acaso, cuando el acompañante abre una mochila y saca los Relatos de Cheever, conviene ponerse en guardia. Alguien así puede acabar abriendo un telediario. Cuando llegamos a Madrid, guarda el libro, nos despedimos en silencio, asintiendo con la cabeza, mientras trato de grabar su cara en la memoria.

La droga linda

En el portal de mi edificio hay un anuncio, elaborado con un procesador de textos, que publicita un servicio de «teleplancha» ultrarrápido. En el primer momento, me pareció algo nuevo. Pero la «teleplancha» solo es una versión casera de la tintorería, pasada por el embudo de la desesperación y la crisis. En cuanto a la velocidad a la que aseguraba prestarse el servicio, tampoco conviene extrañarse. La rapidez es un requisito indispensable para que las cosas sucedan, a secas. En los tiempos que corren, ¿quién puede estar interesado en que le ofrezcan un servicio lentamente? La paciencia ha pasado a la historia. Podemos soportar muchas cosas, pero en ningún caso la espera, que ocurran sin vértigo. Cada vez quedan menos empresas que se puedan hacer sin la presión de alguien para que estén concluidas. Tal vez el arte, la literatura... pero solo con muchos matices. Existen tantos intereses entre el acto creativo y la irrupción del mercado, que todo debe transcurrir a velocidad ultrarrápida.

Estos días, en los que parece que Argentina e Inglaterra —quizás preocupadas por que la maquinaria de la guerra agarre óxido— escenifican la melancolía del belicismo que las unió, me acuerdo mucho de Rodolfo Fogwill y de su novela Los pichiciegos, una historia sobre soldados escondidos bajo la tierra en la que transcurre el conflicto de las Malvinas. Los «pichiciegos» son veinte soldados y suboficiales que desertaron, o a los que dieron por muertos, y que construyeron un refugio bajo tierra, muy cerca del frente, donde sobrevivieron negociando ilegalmente con las tropas de su país y haciendo trapicheos para los enemigos. Son fulanos que solo tenían miedo y deseaban sobrevivir.

Fogwill contaba que había escrito este libro en menos de siete días, impulsado por veinte gramos de cocaína, según las distintas versiones que el propio autor fue dando a lo largo de los años. Hay cierto consenso, entre los distintos Fogwills, en que la obra se redactó del 11 al 17 de junio de 1982, antes de que hubiese acabado la guerra. En una de sus últimas entrevistas, antes de morir, admitía que la cocaína había sido el motor de aquella novela. «La droga linda, qué rica la droga, sí. Adelante». Ahí hacía algunas matizaciones sobre la cantidad. Fueron tres días vertiginosos. «Para empezar, solo fueron 12 gramos. Los compré a precio de oro. Calculo que tomaría tres gramos por cada uno de los tres días. Se acabó el material y aún faltaba la mitad del libro», decía. Esa velocidad de redacción, curiosamente, no se traslada al texto, donde nada es torrencial, ni atropellado, sino hipnótico, fantasmal, anestesiante.

La historia de la literatura está llena de autores ultrarrápidos. Yo me quedo con Simenon. Dos días antes de ponerse a escribir, acudía a él una idea. En ese tiempo, tomaba una guía telefónica, para elegir los nombres, y un mapa de la ciudad, para situar los hechos. A continuación, decidía cuál sería el incidente para empujar a un hombre y a una mujer a una situación límite. Eso era lo más difícil. El resto solo era escribir, tarea en la que nunca podía emplear más de once días. Era el tiempo máximo durante el que podía soportar ser el protagonista de otra vida. Por eso sus novelas son tan cortas, porque después de ese tiempo, desfallecía. De hecho, antes de empezar a escribir acudía al médico. «Me toma la presión arterial, comprueba casi todo. Solo cuando él dice “está bien”, puedo empezar», explicaba Simenon.

La velocidad forma parte de nuestro modo de ocupar la realidad. Da igual qué hagamos y la hora que sea. Escribir, planchar, follar, cruzar la calle... todo debe transcurrir en el menor plazo posible porque inmediatamente después habrá más cosas que hacer, que no es posible demorar. Así que voy a acabar aquí. Tengo prisa.

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9788412039122
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