Читать книгу: «Mensajes para una nueva tierra»

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ISBN: 978-84-1386-527-0

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PRÓLOGO

La vida es un regalo.

Sin embargo, la pasamos llenos de miedos e inquietudes. Miedo a la muerte, miedo a perder, miedo a no ser aceptado, miedo a la vida. Perseguimos las cosas materiales y nos perdemos en ellas olvidándonos del espíritu. Corremos detrás de la felicidad sin llegar a darle alcance nunca, siempre nos falta algo. Siempre estamos insatisfechos.

¿Qué pasaría si fuésemos realmente conscientes de que nuestro paso por aquí es efímero? ¿Cómo sería tu vida si le perdieses el miedo a la muerte? ¿Tendrías más seguridad si supieses cómo es el lugar que te espera al morir? ¿Y si te contara que la vida terrenal es una vida entre vidas?

La vida es del alma, no del cuerpo. Cuando llegas a ese entendimiento, la felicidad se hace permanente. Porque el cuerpo muere, pero el alma es eterna.

Estás aquí por un propósito divino. Eres parte del sueño de Dios para la tierra. Tu labor es conectar con esa misión y llevarla a cabo. Vamos a construir una nueva tierra, llena de paz y de amor para todos.

No has venido a entender la vida, has venido a cumplir con un encargo para tu alma y, cuando lo cumplas, regresarás al lugar que te pertenece.

Ese lugar es el cielo.

En este libro vas a conocerlo.

1

En la tierra

Sintió cómo suavemente se elevaba hasta el techo, no notaba peso, no sentía los dolores que lo habían acompañado estos últimos años. Era como haber escapado de una jaula que lo mantenía encerrado. Salvador observaba desde arriba cómo su cuerpo yacía inerte sobre la cama. Manuela, envuelta en un mar de lágrimas, aún le sujetaba de la mano. Sintió un profundo agradecimiento por esa mujer que llegó a su vida para no irse jamás. Pudo revivir aquel primer beso robado y cuánto amor le dio la vida a través de Manuela, su amor, su amiga, su confidente, su compañera. De repente, la escuchó con voz entrecortada.

—Vuela alto, compañero, has derramado tanto amor en esta tierra que de seguro están deseando recibirte en el cielo. Te voy a echar mucho de menos. Por favor, ven a buscarme tú cuando llegue mi hora. Allá donde vaya, quiero ir de tu mano. Te amo, Salvador.

Él quiso hablarle también, «Te lo prometo, mi vida», pero ahora no tenía voz. Pudo sentir la tristeza de la despedida, pero a su vez se sentía henchido de amor. Súbitamente, fue arrastrado hacia arriba por una fuerza que desconocía, pero no sentía miedo. La sensación era de estar elevándose con rapidez y ya no era consciente de sus sentidos físicos. Todo se volvió oscuro y, en esa oscuridad, vio de fondo una luz. Se dio cuenta del deseo que tenía de dirigirse hacia esa extraña luz, era como si su consciencia ya supiera que debía seguirla. La luz se fue haciendo cada vez más grande y cegadora, tuvo la sensación de atravesarla y entrar en una especie de túnel. Observó a su paso cómo a cada lado de aquel extraño pasadizo había seres que lo aplaudían. «Serán ángeles», pensó. Conforme más avanzaba por ese lugar, más lo embargaba una extraña felicidad, como la del que vuelve a casa después de un largo y fatigoso viaje.

Manuela secó sus lágrimas y cogió el teléfono.

—Hola, Martín. ¿Está mi nieta?

—Hola, Manuela. Sí, aguarda un minuto, por favor.

—Abuela, ¿cómo estás? —dijo una sonriente Marta.

—No muy bien, cariño. Tengo que comunicarte algo.

—¿Qué ha pasado?

—Hace unos minutos tu abuelo nos ha dejado, quiero decirte que lo ha hecho en paz. Había serenidad en su rostro, mi niña. —Marta no pudo evitar emocionarse. No le salían las palabras, sollozaba mientras sujetaba desolada el teléfono. Ella sabía que ese momento iba a llegar, pero uno nunca está preparado cuando llega. Martín, que observaba la escena, la ayudó a sentarse y se puso al teléfono.

—¿Qué ocurre, Manuela?

—Salvador nos ha dejado.

—Vaya, Manuela, lo siento mucho. Sé que deja un vacío enorme.

—Gracias, Martín. Cuando un hombre bueno se va el cielo se regocija, pero la tierra se lamenta. Os llamaré de nuevo cuando sepa día y hora de su entierro. Un abrazo, querido.

—Un abrazo, Manuela.

En el cielo

Salvador llegó a lo que sin duda era la entrada de algún lugar. Había una gran puerta que parecía de un metal pesado, de color dorado. El mecanismo de apertura era similar al de una cancela, salvo que en este caso era muy grande. A sus lados una extensa muralla de la que no se adivinaba el final. Un hombre con una túnica blanca lo estaba esperando. Salvador se aproximó hacia él.

—Bienvenido, Salvador. Bendito seas.

—Muchas gracias, ¿puedo preguntar quién eres?

—Claro, de hecho, ya lo estás haciendo. Soy Efraín. —Aquel hombre destilaba paz en sus gestos y en la expresión de su cara. Era alto, con el pelo corto y totalmente cano.

—Mucho gusto, Efraín. ¿Esto es el cielo? ¿Me conoces? ¿Por qué sales a mi encuentro? —Efraín sonrió ampliamente.

—Salvador, entiendo que ahora mismo estás lleno de preguntas y yo te las voy a responder una a una. Te conozco, he sido el maestro encargado de guiarte cuando conectaste con tu propósito en la tierra. Vengo a recibirte porque sigue siendo mi cometido acompañarte en tu proceso evolutivo, y, como podrás adivinar, este es un gran cambio. Y por último…, claro que estás en el cielo, ¿pensabas irte a otro lugar? —A Salvador le agradó la simpatía de aquel señor.

—Tienes razón, estoy lleno de preguntas ¡e impaciente por resolverlas!

—Pues, tranquilo, amigo. Aquí solo existe un tiempo, este momento, y lo tenemos por toda la eternidad.

Efraín hizo un gesto y las puertas del cielo se abrieron para la llegada de Salvador.

2

En la tierra

El cementerio estaba a las afueras del pueblo. Se llegaba hasta él atravesando un pequeño sendero repleto de narcisos en sus laterales y algunos abetos que no desmerecían tener sobre ellos cualquier adorno navideño. Era primavera y la temperatura era agradable, así como el suave olor a flores que embriagaba el ambiente.

Los operarios depositaron el féretro en el suelo. Marta y Martín flanqueaban a Manuela cada uno a un lado de ella, las muchas personas que acudieron a despedir a Salvador se apiñaron frente a ellos. Se la veía entera, aunque era evidente que aquella anciana mujer llevaba la procesión por dentro. Su rostro delataba el dolor y el llanto de las horas posteriores a la partida de Salvador. Había sido un gran compañero, pero, aún más, había sido un maravilloso ser humano. La abuela sacó un papel de su bolsillo y se giró hacia Martín.

—Martín, querido, Salvador te apreció desde el momento que apareciste en nuestras vidas y fue muy feliz aquel día que nos comunicaste que te casabas con nuestra nieta. Él veía en ti algo especial, siempre me lo decía: «Este chico, Martín, hará grandes cosas». Antes de morir dejó esta nota en la que pide que seas tú quien la lea ante nosotros. —Martín se vio sorprendido, pensaba que ese papel le correspondería a alguien más cercano a Salvador, quizás a su nieta, Marta, pero cayó en la cuenta de que ese hombre quizás quería evitarle ese mal trago a las mujeres a las que más había amado en su vida.

—Gracias, Manuela, por tus palabras. Si así fue su deseo, procedo a la lectura. —Un sudor frío corrió por su espalda al percibir la energía del escrito que tenía entre sus manos. Comenzó a leer en voz alta—: «Martín, recuerdo que me preguntabas por la muerte y yo te contaba lo que sabía de ella. Si estás leyendo esto es porque ya la he experimentado. Te dije un día que quisiera contarte sobre la muerte una vez hubiera muerto, ya se ha dado el caso, veré qué puedo hacer. Espero haberte sacado una sonrisa. Sigue con tu propósito de luz, amigo, y gracias por estar leyendo esto.

»Manuela, qué puedo decirte aquí que ya no te haya dicho. Sabes que te he amado de alma a alma, como son los amores más puros. Has sido para mí un regalo de Dios y espero verle pronto para agradecérselo personalmente. No hay poesía en el mundo que pueda expresarte lo que has sido en mi vida y lo que serás, porque las almas gemelas prometen estar juntas en la eternidad que les pertenece. No quiero lágrimas, permanece con el corazón abierto de esa manera que tú solo sabes y podrás sentir la alegría de mi espera. Te amo siempre, compañera.

Marta, querida nieta, te nombro y salen lágrimas de mis ojos porque sé que me estarás llorando. Qué será eso que te une tanto a alguien que lo sientes como parte de ti mismo. Marta, te siento como parte de mí y prometo cuidarte desde el cielo. No he visto nunca más belleza dentro de unos ojos que en los tuyos, mi niña. Sigue extendiendo tu amor.

Y a los amigos que habéis acudido a despedirme: gracias. Siento que nadie pasa por tu vida sin un sentido, todos nos damos algo, nos enseñamos algo, algunos nos tocamos el alma. Cada encuentro es importante y me siento honrado si os ayudé, o si fui yo el ayudado. Cuídense mucho.

Una nota final para todos: la vida es efímera, su paso un suspiro. No te dejes engañar por lo aparente y busca siempre lo esencial.

Con amor,

Salvador».

Manuela conservaba su entereza, era admirable la fortaleza de aquella mujer curtida en mil batallas. Sus ojos brillaban. Los ojos de Martín estaban vidriosos y abrazaba a Marta, que lloraba desconsolada. Sin duda, la chica se sentía una con su abuelo, aquel viejo hombre lleno de sabiduría que era bálsamo de todas sus heridas.

Poco a poco los amigos y conocidos se acercaron a dar el preceptivo pésame y fueron abandonando ordenadamente el cementerio.

Caía la tarde y allí se quedaron los tres durante unos minutos, sintiendo la marcha de aquel hombre inolvidable.

Decidieron ir a tomar algo a El desahogo, Marta y Martín desde que se fueron a Barcelona no habían vuelto a visitar el bar. Allí encontraron a su amigo Ramón, con el pelo más cano, pero con la misma cara de inocencia de siempre.

—Bueeeeeeeeeno, mirad quién viene por ahí. —Ramón salió de detrás de la barra con los brazos abiertos y una amplia sonrisa.

—Hola, Ramón —dijo Marta con simpatía.

—¡Mi querida Marta! Tan bella como siempre, pero esto… —Ramón observó que la barriga de Marta era más grande de lo normal, pero no se atrevió a hacer comentarios.

—Sí, amigo. Es un crío y se va a llamar Mateo. Lo que pasa es que hoy no es un día muy alegre, acabamos de enterrar a mi abuelo Salvador.

—Vaya, chicos, os acompaño en el sentimiento, y a usted también, señora Manuela.

—Gracias —respondieron casi al unísono.

—Os voy a cuidar hoy como nunca. Pedid por esa boca; y tú, Marta, come bien, que ese crío va a ser un campeón. —Ramón les tomó la comanda y volvió al interior.

—Martín, quiero decirte algo.

—Dígame, Manuela.

—Mientras despedíamos a Salvador, he tenido una visión. Creo que te viene tarea por delante.

—¿Cómo? No, no. ¿No considera que ya he tenido suficiente todo este tiempo?

—Sí, querido, has hecho un gran trabajo y has tenido una progresión maravillosa, pero creo que el cielo quiere nuevas cosas de ti.

—¿Nunca hay un respiro, Manuela?

—Mientras estés vivo, la vida no te va a dejar estar tranquilo mucho tiempo. Por eso siempre digo que, si tienes un periodo de descanso, hay que aprovecharlo porque solo es la antesala del siguiente desafío.

—¿Y cuál ha sido esa visión?

—Te he visto en los Alpes suizos. Mirándolos de frente. Había una casa pequeñita, que presupongo un refugio de montaña, y un gran lago. Las vistas eran espectaculares.

—¿Y por qué se supone que debo ir allí?

—El para qué te lo darán más adelante, pero yo siento que quieren llevarte a un punto de conexión energética muy potente para que puedas conectar con tu nueva misión.

Era cierto que Martín había crecido muchísimo. De aquel hombre que llegó buscando a la maestra Marta, lleno de complejos y miedos, al Martín actual mediaba un abismo. Ahora encabezaba el proyecto de la fundación junto a su mujer, ayudando a niños con cáncer y realizando distintas obras sociales en diferentes frentes. La fundación había crecido mucho y ya contaban con once empleados, colocándose como una referencia en el acompañamiento emocional y espiritual en Barcelona. Seguía haciendo sus canalizaciones, era un conferenciante cada vez más valorado y, sobre todo, era un hombre en paz con la vida, a pesar de seguir teniendo muy presente la pérdida de su hija Raquel.

En el cielo

Salvador atravesó aquella gran puerta y divisó lo que parecía ser una mezcla de campo y ciudad. Había modernos edificios de color blanco, rodeados de flores, fuentes, senderos de piedra bordeados por un cuidado césped… Los colores eran muy intensos, mucho más que los que él recordaba haber visto en la tierra. Sentía una inmensa paz y liviandad, era como andar flotando. Era muy extraño porque sentía como si pudiera ser consciente de los antiguos achaques de su cuerpo sin sufrirlos. Efraín lo invitó a sentarse en un banco hecho de un pulcro mármol y le pidió que esperase. Al poco tiempo, apareció junto a él una chica con el pelo muy oscuro y grandes ojos rasgados, de un verde esmeralda.

—Hola, Salvador, permíteme que me presente. Mi nombre es Nerea y he tenido la suerte de ser una de tus guías, junto a Efraín, en tu periplo terrenal.

—Hola, Nerea, quizás la suerte haya sido mía. Muchísimas gracias.

—Salvador, ¿sabes dónde estás?

—Por lo que me dijo Efraín, en el cielo.

—¿Y cómo te encuentras?

—Confieso que un poco confuso. La sensación es como si no tuviera cuerpo, pero me veo con él. A su vez, parece que parte de mi energía estuviera aún en la tierra. Creo ser consciente de mi muerte, pero algo permanece de mi vida terrenal. Por ejemplo, siento una extraña melancolía.

—Es normal, acabas de efectuar un tránsito entre estados de consciencia. Realmente es tu consciencia la que define tu realidad. Para ti estamos hablando, pero la comunicación en el cielo es totalmente telepática. Ahora tendrás un periodo de adaptación a la que es tu vida. Tu vida real.

—¿No fue mi vida terrenal algo real? ¿Fue un sueño?

—Fue real, pero creías que tu vida era aquella. Cuando tomamos un cuerpo terrenal, creemos que la vida real es esa, pero tu auténtica vida es aquí y es eterna. Nunca termina. De todas formas, cuando pases esta primera fase de adaptación, iremos respondiendo a todas tus preguntas.

—¿Todo el mundo vive el tránsito como yo?

—No. Muchas almas llegan confundidas. Algunas, con un estado de consciencia poco desarrollado, se quedan muy identificadas con la vida terrenal y no aceptan su muerte. Nos piden regresar a la tierra, lloran, gritan… Necesitamos de gran paciencia. Otras vienen de experimentar terrenalmente una enfermedad o un accidente repentino, a esas hay que ayudarles a sanar. Y, finalmente, están los que se apegan a lo ilusorio: al dinero, a las joyas, a sus casas, e incluso a personas. No quieren soltar. Esos suelen tener un tránsito muy costoso, en energía, en tiempo y en paciencia. Aunque aquí, Salvador, no existe el tiempo como tal. Todas tus dudas te serán resueltas, ahora te toca descansar, querido amigo.

Nerea le pidió que la siguiera y lo condujo a un edificio de una sola planta que estaba muy cerca de allí. Entraron y un amable recepcionista les atendió.

—Hola, traigo un recién llegado.

—Hola, Nerea. ¿Causa de la muerte?

—Muerte natural, era su hora. Sin sufrimiento, sin apegos a lo material. Algo de apego emocional a la que era su esposa en la tierra.

—Entiendo, Nerea. Muchas gracias. Podéis dirigiros a la sala 3.

Recorrieron un largo pasillo de unos cuatro metros de amplitud, las paredes eran blancas y había bastante verde en la decoración. Salvador sintió distintas energías conforme iban avanzando por algunas de las salas contiguas al pasillo.

—Nerea, estoy sintiendo energías muy diversas. Algunas me agradan y otras no tanto. ¿Qué me ocurre?

—Bien, Salvador. Esto es señal de que estás adaptándote a tu nuevo estado. Empiezas a percibir con otros sentidos que no son los físicos, a los que estabas muy acostumbrado. Poco a poco, irás pensando menos y sintiendo más. Respecto a las energías, es correcto que las sientas muy distintas. Estás en un espacio de curación para las almas recién llegadas. En algunas salas, hay gente que perdió la vida en accidente y su densidad es mayor, tienen mucho que sanar. Otros, como te comenté, no aceptan estar en el cielo y siguen luchando con sus apegos. Los que llegaron enfermos también aquí necesitan de cuidados para reparar el daño que hizo la enfermedad en el alma. En tu sala, estáis los recién llegados que lo lleváis más o menos bien. Auguro que pronto podrás salir de aquí.

—¡Nunca pensé que el cielo estuviera tan organizado!

—¡Y aún no has visto nada, Salvador! Ahora te presentaré al médico jefe. Puedes llamarle así, le gusta bromear con la idea de que es alguien muy importante. Tiene un gran sentido del humor, te caerá bien.

Nerea presentó a los dos hombres y se marchó.

—Bueno, a ver qué tenemos por aquí. Salvador, ochenta y muchos años, muerte natural, no se siente muy apegado, pero emocionalmente un poco… Salvador, ¿algo que decir a estos datos?

—Pues, que parecen ser correctos, médico jefe —dijo poniendo especial énfasis en la palabra jefe con cierto retintín.

—Oye, para la edad que tienes no se te ve muy cascado, amigo.

—Si eso me lo dices un poco antes de llegar aquí, te podría haber hecho toda una lista de mis averías.

—Pues, las vamos a reparar todas. De eso se encarga tu médico jefe. Siempre al servicio. —A Salvador le hacía cierta gracia aquel hombre. Se preguntaba si en una vida terrenal no habría sido riso-terapeuta o payaso.

—¿Y yo tengo que encargarme de algo?

—Por ahora, mira, ¿ves aquella cama del fondo? Pues, es toda para ti. Túmbate allí como si no hubiera un mañana y, tranquilo, que es solo una expresión, aquí el tiempo es eterno. —Y Salvador con una sonrisa se retiró a descansar.

3

En la tierra

Marta y Martín se dirigían de vuelta a Barcelona. La chica parecía absorta en un mundo de pensamientos, tenía la mirada perdida en las gotas de lluvia que golpeaban el cristal. Se le agolpaban recuerdos con su abuelo desde los años en que era una niña hasta los momentos en los que Martín apareció en sus vidas. La melancolía la atrapaba al recordar esos primeros encuentros con Martín y sus abuelos en la casa. Recordaba a su abuelo enseñando a Martín y lo feliz que se sentía al verlos caminar juntos por el patio de la casa.

—Cariño, ¿estás bien?

—Sí, Martín. Discúlpame si no estoy muy habladora. Solo me vienen a la cabeza recuerdos con mi abuelo, pero no te pongas celoso, que en algunos también estás tú.

—Qué bonita eras por aquel entonces y qué bonita sigues siendo. Recuerdo cuando me lo presentaste y me dijiste que sabías que le había caído bien, eso me dio mucha calma.

—Es que estabas donde tenías que estar. Con ellos y conmigo.

—Me acuerdo cuando te vi por primera vez. Dije: «Madre mía, ya me podía haber avisado Lucas de que la maestra espiritual era tan guapa». —Consiguió que a la chica se le escapara una sonrisa.

—Lo siento, amor, pero no puedo decir lo mismo de ti en aquel momento. Estabas sudoroso, cansado, e incluso despedías cierto aire de estar enfadado con el mundo. Aun así, supe que eras tú el compañero que esperaba. Y ahora mira el fruto de aquellos días —dijo mientras colocaba sus manos en la barriga.

—Marta, estoy preocupado. Tu abuela ha tenido una visión y ya la conoces, es muy certera en lo que ve. Eso de Suiza me suena a desafío de los grandes y otra vez vuelvo a sentirme pequeño.

—Tú eres grande y vas a hacer cosas muy grandes, ya las estás haciendo. Necesitas valorarte porque quien tiene que hacer un impacto en el mundo no puede dudar tanto de su valía.

—Sí, pero soy humano, tengo miedo. Y sí, otra vez lo tengo.

—Y lo tendrás siempre, porque la vida siempre te va a desafiar, como decía la abuela. Mira tu trayectoria, mira de dónde vienes y dónde estás. Has crecido mucho y lo has hecho porque has enfrentado tus miedos, que no eran pocos. Y eso se llama coraje, y el coraje lo tienen los valientes, así que los volverás a afrontar y te harás más grande que ellos.

—Me pregunto qué haría yo sin ti.

—Pues, lo mismo, pero con mucho menos cariño a tu lado. De eso estoy segura. —Marta le guiñó un ojo. Y Martín la miró tan enamorado como aquel primer día en el que aquella chica de pelo moreno y ojos oscuros se dio la vuelta y dijo que era ella a quien buscaba.

En el cielo

—Amigo, amigo… —Salvador se despertó de su siesta.

—Eh… Dígame…, ¿usted quién es?

—Me llamo Manuel, pero eso no importa, porque me han dicho que estoy muerto. Dicen que ahora me toca otra cosa y no sé qué de un nuevo estado de consciencia y, mire, yo no entiendo nada… ¿Usted está muerto también?

—Pues, eso parece, Manuel, tampoco me han dicho mucho más.

—¿Y cómo puede ser que yo le esté viendo y que esto parezca real? ¿No será que nos hemos vuelto locos y estamos en un manicomio?

—Eso mismo pensaba yo en la tierra… No será que estoy rodeado de locos y yo seré uno de ellos…

—Estoy angustiado. Quiero ver a mis hijos, yo no quiero estar aquí, me siento solo.

—Tranquilo, Manuel, acabamos de llegar. Tenga paciencia, que nos irán ayudando a estar bien muy pronto.

—A mí me han dicho que aquí no existe el tiempo, así que lo de pronto no se lo compro. —Salvador se dio cuenta de que aquel hombre tenía un estado de consciencia menos elevado y le estaba costando en demasía asimilar su muerte física. Quizás era esto lo que le había explicado Nerea sobre la paciencia que necesitaban en algunas ocasiones.

Como por divina providencia, nunca mejor dicho lo de divina, apareció de nuevo el médico jefe.

—Hombre, Salvador, aquello que dicen de que veinte minutos de siesta son la gloria… puede ser verdad, ¿eh? Parece más joven.

—Me siento mejor. Por cierto, este hombre que está junto a mi cama necesita de usted quizás más que yo.

—Sí, así es. El cielo cuesta trabajo asimilarlo, amigo. Este hombre echa de menos a sus hijos y eso es un apego familiar…, como el suyo con su mujer. —Se le iluminó el rostro recordando a Manuela.

—¿Podré verla pronto?

—No estará insinuando lo que parece que está insinuando, ¿no?

—No, no, por Dios, me refiero a verla o visitarla yo a ella. No a que ella venga aquí.

—Es curioso, menciona al Padre, pero aún no ha pedido verlo. No es usted un hombre de mucho ego y eso es buena señal. Va a ver a mucha gente aquí, Salvador, pero todo a su tiempo. De momento, Nerea le está esperando en la puerta para dar un paseo. Diviértase, pero no corra, ¿eh?, todavía estamos en recuperación, que algunos se me vienen arriba demasiado pronto.

Con una sonrisa Salvador salió del edificio; lucía un sol radiante y los colores seguían siendo igual de intensos que a su llegada. La chica de grandes ojos rasgados lo esperaba.

—¿Cómo estás?

—Me siento descansado, mejor.

—Perfecto, hay alguien que ha pedido verte. Acompáñame.

Salvador la siguió por una de aquellas veredas rodeadas de césped. Se introdujeron en un camino de tierra, a izquierda y derecha se veían bastantes árboles con hojas de un brillante color púrpura que enriquecían el paisaje. Nerea le dijo que eran jacarandas. Al fondo, se divisaba un verde prado salpicado por el rojo de las amapolas. Unos niños correteaban y se perseguían unos a otros. Respondiendo a un gesto de Nerea, una pequeña de profundos ojos azules y pelo rubio con tirabuzones se acercó hasta ellos.

—Hola, Salvador.

—Hola, pequeña. Discúlpame, pero no te recuerdo. ¿Eres alguna antepasada mía?

—No, señor. Soy Raquel, la hija que perdió Martín. —A Salvador se le pusieron los vellos completamente de punta y la piel se le erizó.

—Tu padre me habló mucho de ti, te quería y te quiere mucho, pequeña.

—Lo sé. Quería agradecerle todo el bien que le hizo usted a mi padre.

—No había porqué hija, le tengo un gran aprecio de corazón. Es un gran hombre.

—Muy grande, pronto estaré con él.

—No me digas que Martín también va a fallecer, mi nieta no lo soportaría…

—Usted sabía que su nieta iba a ser mamá, ¿verdad?

—Sí, no he podido llegar a vivir ese momento —dijo con tristeza.

—Va a ser un niño y se llamará Mateo.

—¡Un niño! Bendito sea mi bisnieto, aunque no llegue a verlo.

—Lo está viendo. Está hablando con usted.

—Pero… —Salvador quedó confundido— tú eres una niña y, además, ya eras la hija de Martín.

—Los maestros han decidido que vuelva con mi padre, quieren premiarle por su gran labor de luz en la tierra. Voy a ser un gran pilar para él en los momentos que le falten las fuerzas.

—¿Y ya sabes todo eso? ¿Dónde están esos maestros? ¿Podría hablar yo con ellos?

—Me han adelantado algo en las reuniones que hemos tenido. Son los maestros que dirigen la planificación de las almas antes de nacer. Creo que hablaran con usted, pero debe preguntárselo a sus guías aquí. Salvador, que Dios le bendiga. Me voy a jugar con mis amigos, que pronto tendré que despedirme de ellos por un tiempo.

Y aquella dulce niña de ojos azules se fue de vuelta al campo de amapolas.

4

En la tierra

Se despertó sudoroso y sobresaltado, eran las siete de la mañana y comenzaba a amanecer. Sentado en la cama, se quedó mirando al fondo de la habitación. Marta entreabrió un ojo para ver qué le pasaba.

—Marta, ¡despierta!, he tenido un sueño.

—Martín, son las siete de la mañana, anda, duerme un poquito más…

—No puedo, necesito contártelo.

—Está bien. —La chica se incorporó frotando sus ojos rápidamente, como si quisiera estar bien despierta para escucharle—. A ver, cuéntame ese sueño taaaaaan importante.

—Me he visto en una casa construida en piedras, era en Suiza porque por la ventana se divisaban los Alpes, como en la visión de tu abuela. Conversaba con un hombre alto con el pelo muy corto y totalmente cano. Me ha dicho su nombre: Efraín.

—Continúa, por favor.

—Me ha soltado la siguiente frase con total nitidez: «Martín, tienes que continuar tu trabajo en este refugio del lago Bachalse».

—Vaya…, qué interesante, Martín, te acaban de dar un mensaje en sueños. Mientras preparo algo para desayunar, ¿por qué no buscas en el ordenador si ese lago existe y dónde se encuentra?

Martín se puso a ello mientras Marta se dirigía a la cocina. No pasaron ni cinco minutos para que Martín la llamara emocionado.

—¡Marta! ¡Que sí existe! Realmente se llama Bachalpsee, está en unas montañas de unos 2000 metros de altitud en un pueblo llamado Grindelwald. En Suiza. —Marta lo observaba con una mezcla de miedo y entusiasmo, acababa de entender que Martín estaba siendo llamado.

—Martín, ve mirando hotel en Grindelwald o como se llame, y mira también los vuelos a Suiza.

—¿Cómo dices? Marta, estás embarazada. No pienso dejarte sola aquí para irme a un pueblo perdido en las montañas.

—La última vez que te fuiste solo a un pueblo perdido en las montañas no te fue tan mal —le dijo recordando cuando se conocieron en Andorra.

—Claro que no, pero las circunstancias han cambiado. No pienso separarme de ti.

—Martín. —La chica suavizó el tono de su voz-—. Ya sabes que tienes un propósito que cumplir y que, a veces, el hacerlo no siempre es lo cómodo que nos gustaría. Debes seguir las señales. Primero mi abuela te adelantó su visión y ahora es a ti al que el cielo le ha dado un mensaje en sueños. No puedes ignorar el sendero que hay para ti y hacer como que no te has enterado, porque entonces estarás incumpliendo con parte de tu plan. —Martín agachó la cabeza, cabizbajo.

—Lo sé, Marta, pero me duele separarme de ti. Siempre pensé que el camino de mi propósito sería contigo a mi lado.

—Y lo es y lo será. Yo estaré aquí esperando a que llegues. Y, por supuesto, hablaremos cada día para que me cuentes tus andanzas, pero ahora, gran hombre, te toca ponerte al servicio de aquello que es más grande que tú. El cielo te eligió, Martín, y eso es una gran bendición.

En el cielo

Nerea acompañó a un silencioso Salvador por el camino de vuelta. El viejo hombre no terminaba de asimilar aquel extraño encuentro. En medio de sus disertaciones mentales, se toparon con Efraín.

—La guapa Nerea y mi amigo Salvador —dijo con su sonrisa característica.

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