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Читать книгу: «Si tiene que ser...»

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Letrame Editorial.

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© Josephine Wind

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Imagen de portada: Beatriz Toribio Aparici.

Ilustraciones: Daria Ustinova (Hannisen)

ISBN: 978-84-18542-38-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Para todos aquellos que se atrevieron a amar

y vivieron en el intento.

TODO HA CAMBIADO

Septiembre de 1998

El ruido se agolpaba en los pasillos. Decenas de voces que rebotaban en las paredes del amplio hall mezclándose unas con otras haciendo imposible entender ni una palabra. Los alumnos de primero y segundo subían por las escaleras hacia el piso de arriba mientras las profesoras de la primera planta contaban y recontaban a sus alumnos, que formaban una fila agarrándose unos a otros por la parte inferior del abrigo del de enfrente, para asegurarse de que estuviesen todos. Solo cuando sonó la sirena que indicaba el comienzo de la clase los niños y niñas se dirigieron a sus respectivas aulas. Era la segunda semana de colegio, todos los días habían sido así y por lo que los años de experiencia de Sophia, tutora de los alumnos de párvulos, le decía, siempre lo serían. Aunque había alguien para quien todo ese jaleo era totalmente nuevo y fascinante; una infante de ojos marrones y pelo castaño recogido con un lazo (rojo de lunares negros) llamada Ronie. Se colocó la última en la fila de los alumnos de cinco años que se dirigían al aula de parvulitos. Cuando sonó la campana y entraron en clase, Sophia le dio la mano mientras todos sus compañeros se dispersaban en busca de su pupitre.

—¡Un momento de atención! —dijo la profesora—. Hoy es un día especial porque tenemos con nosotros a una nueva compañera, se llama Ronie Honely y espero que todos nos llevemos muy bien con ella y haga amigos pronto —terminó diciendo, aunque nadie le estaba haciendo caso.

La clase estaba distribuida con grupos de mesas de colores; azul, rojo, verde y amarillo, y en todas y cada una de ellas se escuchaban las voces de todos sus integrantes a la vez, lo que daba como resultado un barullo ininteligible.

—Ve a la mesa amarilla y siéntate con los demás —indicó Sophia.

Ronie cruzó la sala y se sentó al lado de un niño moreno con el pelo rizado que, por lo que pudo distinguir entre todo ese jaleo, respondía al nombre de Martin. A su lado se encontraba una niña con el pelo castaño y los ojos azules muy delgada, Cecily, sentada junto a otra chica castaña de ojos marrones aún más delgada que ella, Rachel, que jugueteaba con los cordones de su sudadera.

Sophia se las ingenió para captar la atención de los allí presentes y aprovechó esos minutos de silencio para indicarles que iba a necesitar la ayuda de tres de ellos para pasar por las mesas repartiendo unos folios, pintura y pinceles para que, con motivo de la llegada de Ronie, dibujasen algo que les representase o les gustara. Una vez terminados los dibujos servirían para decorar el aula. Albert, Tamara y Robin fueron los elegidos para hacerlo. El primero, un chico con una espesa melena rubia en forma de tazón, se encargó de los folios, la segunda, una chica con una cascada de pelo negro, piel rosada y regordeta, pasó por todas las mesas dejando unos botes con pinceles y la tercera, castaña con la piel tan blanca que parecía transparente, iba y volvía a la mesa de la profesora llevando unos botes de pintura a cada grupo.

Colocaron las témperas en el centro de la mesa para que todos pudiesen llegar, aunque algunos alumnos estaban más disconformes que otros con la distancia a la que estaban y no dudaban en proclamarlo a los cuatro vientos. En la mesa amarilla, el bote de los pinceles pasó de Rachel a Cecily y de Cecily a Martin.

—Vaya, es el último... —dijo Martin enseñándole a Ronie el pincel en una mano y el bote vacío en la otra—. Toma, si quieres pinta tú —dijo dispuesto a extenderle la brocha para que pudiese usarla, pero Ronie le interrumpió.

—No te preocupes, puedo pintar así. —Y metió el dedo índice en el bote de pintura amarilla.

Ronie le dedicó una sonrisa a Martin y este se la devolvió, parecía sorprendido ante la ingeniosa actitud de la niña.

Al cabo de un rato Ronie había terminado su dibujo, que estaba compuesto por una serie de animales domésticos y salvajes, los cuales le gustaban desde siempre. Mientras, sus compañeros seguían absortos en plasmar en esa hoja en blanco lo que imaginaban en su cabeza, de ahí el silencio. Martin estaba dibujando algo que bien podría ser un extraterrestre o un plato de brócoli, seguramente lo primero.

Ronie se miró las manos, estaban llenas de pintura, colores unos encima de otros mezclados entre sí. Se separó del pupitre como pudo tratando de no ensuciarlo y se acercó hasta la mesa de Sophia.

—Seño. —Ronie no tenía muy claro cómo dirigirse a ella, pero había oído a algunos de sus compañeros llamarla de aquella forma.

—¿Sí? —preguntó la mujer sin levantar la vista del crucigrama que estaba haciendo.

Ronie extendió las manos. Al cabo de unos instantes Sophia alzó la vista.

—Por Dios, ¿pero qué has hecho? Ve a lavarte inmediatamente —dijo acompañándola a la puerta y cerrando rápidamente tras ella. Sus compañeros empezaban a revolucionarse, el barullo iba subiendo de volumen hasta que un «SILENCIO» dos octavas por encima de lo normal enmudeció la sala de nuevo. Los niños parecían olvidar con facilidad que la paciencia de su profesora tenía un límite.

Ronie avanzó por el pasillo en busca de los lavabos. Por lo que parecía Sophia había olvidado por completo que era su primer día de clase por lo que no sabía dónde se encontraban. Delante de ella se encontró con dos chicas apoyadas sobre una de las columnas naranjas que había en el pasillo. Debían de ser del piso de arriba, el de los mayores.

—¿Sabéis dónde está el baño? —preguntó la niña enseñando las palmas de las manos llenas de pintura.

Las chicas se miraron y sonrieron con malicia.

—Claro, acompáñanos.

Avanzaron hasta el fondo del pasillo, junto al aula de preescolar, donde los gritos eran tan altos que la clase de Ronie, a su lado, era música relajante.

—Es aquí —indicaron las dos invitándola a entrar.

Ronie les dio las gracias, se arremangó y se puso de puntillas para alcanzar el grifo. La pintura estaba prácticamente seca así que le costó un poco quitársela por completo. Se secó las manos y se giró a la puerta, que se había cerrado. Ronie agarró el pomo y tiró, pero no se movió lo más mínimo. Lo intentó con las dos manos, con todas sus fuerzas y tampoco. Empezó a ponerse nerviosa hasta que escuchó unas risillas al otro lado.

—¡Eh! No puedo abrir la puerta. —Las risas subieron de volumen—. No puedo abrir la puerta —repitió, esta vez tirando del pomo, que seguía sin inmutarse. Más risas. Ronie se quedó en silencio un momento intentando entender qué pasaba, pero al seguir escuchando las risas comprendió que no iban a ayudarla.

—¡Abrid! —dijo golpeando la puerta mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. ¡Abridme! —suplicó y ante la impotencia retrocedió y se puso a llorar a moco tendido. Ya no podía oír las risas.

Ronie estaba desesperada, era su primer día de clase y no tenía ningún amigo, nadie que fuese a ayudarla. Seguramente se quedaría ahí toda la vida, o hasta que sus padres notasen su ausencia, pero con lo ocupados que estaban aún con la mudanza a saber cuándo sería eso. Para ella llevaba una eternidad allí metida y no sabía cuánto más tendría que estarlo. Quizás se moriría de hambre...

No dejaba de pensar en todo eso hasta que de pronto el pomo se movió y la puerta se abrió. Ronie paró de llorar al instante. Frente a ella se encontró con unas espesas pestañas que enmarcaban unos grandes ojos marrones que la miraban impasibles. Ronie sonrió de oreja a oreja. Al ver esa enorme sonrisa los grandes ojos marrones se abrieron como platos y el chico se sonrojó, apartando la mirada.

—¡ME HAS SALVADO! —proclamó Ronie agarrándole de las manos sin dejar de sonreír, aliviada. El chico seguía sin decir ni una palabra mirando al suelo. Pese a su piel morena se notaba el rojo en sus mejillas. Tiró de la niña en dirección al pasillo, la cual se dejó llevar, y la acompañó hasta clase.

—¡Jimmy! ¿Dónde estabas? —preguntó Robert, uno de sus mejores amigos y compañero de mesa azul. Jimmy se sentó de nuevo en su pupitre y Ronie, en vez de volver al suyo, se puso de rodillas junto a él y observó su dibujo.

—¡Hala! Cuánto rojo, ¿es tu color preferido? El mío también, aunque también me gusta el azul, el rosa, el violeta, el amarillo, el verde...

Jimmy estaba tieso como un palo y el rojo de sus mofletes se extendía cada vez más por su cara. Ronie ni se inmutó ante su tímida actitud y siguió hablando.

—Y el negro, porque donde vivía antes teníamos un gato negro. Me gustaría poder tener otra mascota aquí. ¿A ti te gustan los animales? ¿Cuál es tu preferido? A mí me gustan los perros, los gatos, los conejos... —continuó diciendo demostrando su capacidad pulmonar y que si hubiese un concurso de «palabras por minuto sin parar a coger aire» sería la vencedora absoluta.

Puesto que la mayoría de sus compañeros habían terminado el dibujo, el coro de voces empezó a volverse poco a poco más estridente hasta que Sophia no pudo seguir ignorándolos.

—YA ESTÁ BIEN —sentenció. Toda la clase enmudeció, menos Ronie, que seguía enumerando lo que parecía una lista interminable de sus animales favoritos—. ¡Ronie! ¿Qué haces ahí? Esa no es tu mesa... —dijo acompañándola a su asiento, tenía el presentimiento de que esa niña iba a darle más trabajo del que pensaba. Algunos de sus compañeros se reían en voz baja.

Ahora sí, con toda la clase en silencio, Sophia volvió a su escritorio y se dispuso a terminar con las palabras de su crucigrama que más se le resistían y había dejado para el final hasta que...

—Delfines. También me gustan los delfines, porque son el animal favorito de mi mamá. Mi madre cocina muy bien, ¿y la tuya? la mía sabe preparar espaguetis, macarrones, coliflor...

Ante la verborrea de Ronie el resto de sus compañeros se sintieron invitados a hablar también, y poco a poco las voces aumentaron como quien sube el volumen de un televisor hasta el punto que todos los esfuerzos de la tutora por llamar su atención se perdían entre ellas como una más.

Cuando sonó la campana del patio Ronie fue la primera en levantarse, cogió su bolsa del almuerzo y salió disparada hacia el pupitre de Jimmy, que aún no había ni recogido las pinturas. Se quedó mirándola de nuevo con su enorme sonrisa frente a él y sintió cómo volvían a encenderse sus mejillas. Salieron al patio y se sentaron junto al campo de fútbol y baloncesto a ver jugar a los mayores. Mientras comían Ronie seguía raja que te raja, esta vez listando sus frutas favoritas.

—Las manzanas, las naranjas y las mandarinas ¿y a ti? ¿Qué te gusta? —preguntó, callándose por fin y mirando a Jimmy con una gigantesca sonrisa.

Jimmy empezó a ponerse nervioso, su cara roja por completo. Sabía que esperaba una respuesta pero no era capaz de articular una sola palabra, no lo había sido en todo el día, pero Ronie seguía mirándole expectante. Jimmy sintió como si algo le subiese por la garganta, se puso aún más nervioso pensando que quizás fuese su bocadillo y entonces...

—Sí, me encanta el rojo, mis animales preferidos son los leones, los tigres y los leopardos, mi madre cocina muy bien, sabe preparar todo tipo de cosas como ensalada, pescado... —Jimmy empezó respondiendo todas y cada una de las preguntas que Ronie le había hecho en el orden que las había hecho arrebatándole así el título del concurso «palabras por minuto sin parar a coger aire». Ronie parecía sorprendida, pero no tanto como él mismo—. Los plátanos, las frambuesas, las fresas, las naranjas, TÚ. —Jimmy se calló de golpe. Sus mejillas se pusieron al rojo vivo y sintió que se mareaba por el calor, aunque seguramente fuera por haber estado tanto tiempo sin respirar.

Jimmy se quedó petrificado mirándola sin saber qué hacer. Entonces Ronie empezó a reírse a carcajadas hasta que se le saltaron las lágrimas. Jimmy quieto como una estatua.

—¡Qué gracioso eres! —dijo Ronie sin parar de reír.

Jimmy suspiró aliviado y por primera vez desde que la había visto sonrió y dejó de estar colorado.

A partir de ese momento fueron inseparables, allí donde iba Jimmy estaba Ronie (salvo en los grupos de clase, muy a su pesar). Todos los días se encontraban a la entrada, pasaban los recreos juntos y a la salida se despedían, ella con una gran sonrisa, él con su pequeña sonrisa torcida.

SUMAR AÑOS CONTIGO

Septiembre de 1998

La semana siguiente fue muy especial para los dos porque, por primera vez desde que se conocieron, Jimmy y Ronie se vieron seis días en vez de cinco. Fue una tarde de sábado más calurosa de lo habitual para estar en septiembre. Ese fin de semana se celebraba un mercadillo tradicional (conocido como «el mercadillo de la bruja») en la plaza del pueblo. Decenas de vecinos salían con sus tenderetes a ocupar sus zonas habituales dejando sitio para aquellas personas que pese a ser de pueblos vecinos conocían la tradición y querían sumarse a presentar sus propias creaciones. En los puestos se podía encontrar todo tipo de cosas, desde manualidades principalmente, hasta leche, velas, productos de belleza, dulces... Todos los años desde que Jimmy podía recordar (aunque la verdad es que no eran muchos) había acompañado a su madre a ver los puestos, algo que no le parecía especialmente entretenido porque consistía en pasarse un montón de horas siguiéndola y parándose cada dos pasos a hablar con alguien, ya fuese dependiente del mercadillo o algún otro vecino. Jimmy no prestaba mucha atención, aunque ese día le fue especialmente inevitable.

—Jamie, ¡cuánto has crecido! —gritó una mujer regordeta que llevaba su corto pelo rojizo alborotado. Jimmy se limitó a alzar la vista y mirarla sin decir nada—. La última vez que te vi tu madre aún te llevaba en el carricoche, ¿cuántos años tienes? —continuó.

Jimmy frunció el ceño y alargó la mano mostrando cuatro dedos extendidos. Su madre soltó un suspiro.

—Ya lo hemos hablado... —dijo reprendiendo a Jimmy con la mirada—. Hoy cumple cinco años, pero por alguna razón se niega a reconocerlo. Es como si quisiera seguir siendo un bebé para siempre —dijo con cierto retintín y, aunque miraba a la mujer, las palabras iban claramente dirigidas a Jimmy.

A medida que escuchaba a su madre Jimmy iba alargando más el morro. Llevaba escuchando el sermón toda la mañana desde que esta había ido a despertarlo y le felicitó por su cumpleaños, momento en el que Jimmy se giró en la cama escondiéndose bajo las sábanas mientras anunciaba que no quería cumplir años.

La mujer se rio y se despidió de Jimmy no sin antes felicitarle por su cumpleaños y estrujarle los mofletes. El resto de la tarde fue una repetición constante de ese encuentro:

Mujer: ¡Cómo has crecido!

Madre: Es su cumpleaños.

Jimmy pone morros.

Madre: Por lo visto no quiere crecer nunca.

Mujer: Niños...

Y estrujón de mofletes.

A estas alturas Jimmy estaba convencido de que el día no podía ir a peor, y tenía razón, porque el día estaba a punto de mejorar.

A unos metros de allí, en otro puesto, una sonriente niña que llevaba un vestido blanco y negro con una rebeca roja jugaba con una mariquita que se le había posado en la mano. Ronie la miró fascinada mientras el pequeño insecto recorría su mano.

—Mariquita-quita-quita, rabo de cuchara, cuéntame los dedos y échate a volar... —cantó una y otra vez hasta que el bichito, tras corretear un rato, se paró en uno de sus dedos y empezó a volar.

Ronie la siguió con la mirada esperando ver adónde se dirigía, pero de pronto se fijó en algo que captó su atención. O mejor dicho, en alguien. Justo siguiendo el camino que la mariquita había trazado se encontraba un pequeño niño de piel morena y ojos grandes que llevaba una camiseta azul celeste y unos pantalones vaqueros. Estaba cabizbajo y con cara de fastidio. Sin pensárselo dos veces Ronie salió corriendo hacia él.

—¡Holaaa! —proclamó a gritos mientras se acercaba.

Jimmy sabía a quién se encontraría incluso antes de levantar la vista, reconoció esa voz al instante. Se había convertido en su sonido preferido del mundo entero.

—¡Qué alegría! ¿Es la primera vez que vienes? Yo sí y no me esperaba tantas cosas, aunque no he comprado nada todavía porque solo estamos mirando, o eso dice mi madre. También dice que no hay que tocar las cosas de los puestos. Aunque me ha prometido que si me porto bien me comprará un trozo de tarta.

Ante ese alarde de verborrea Jimmy no pudo reprimir una sonrisa, como casi siempre que estaba Ronie, aunque aun así seguía un poco desanimado.

—Jimmy, cielo, ¿quién es tu amiga? —saludó alegremente su madre girándose hacia ellos y sorprendida por lo lengüeta que era.

—¡Hola! Me llamo Ronie. Eres muy guapa —dijo con total inocencia. La madre de Jimmy era algo bajita, tenía el pelo negro y la piel morena como Jimmy. Sin duda había heredado de ella sus pequeños labios carnosos. Elizabeth se rio alegremente ante su comentario.

—Vaya, muchas gracias. ¿Os habéis conocido en el cole, verdad? —Elizabeth nunca había oído hablar a Jimmy de ella, siempre que le preguntaba a su hijo por el cole este se limitaba a responder «sí» o «no», sin más explicación.

—Sí. Es la primera vez que voy porque antes vivía en otro sitio y allí no tenía colegio. Jimmy me salvó en los lavabos porque me quedé encerrada, ¡es mi mejor amigo! ¿Sabías que le gustan los tigres? A mí también, me gustan todos los animales...

Ronie siguió hablando mientras la madre de Jimmy la observaba sin decir ni una palabra, sentía tanta admiración como si estuviese viendo un perro verde. En cuanto a Jimmy se había quedado petrificado desde que escuchó «es mi mejor amigo», frase que repetía una y otra vez en su cabeza. Había dos razones por las que Jimmy no había hablado sobre Ronie con sus padres: la primera era que Jimmy no era un chico de muchas palabras, y la segunda, probablemente la razón más importante, era que aunque no sabía por qué, quiso guardarlo para él. Pero no como un secreto, sino como un tesoro. Para Jimmy, Ronie era un cofre que, en lugar de estar enterrado en la arena, estaba sobre ella, a la vista de todos, aunque estos no siempre fueran capaces de pararse a apreciarlo, pero él sí lo hacía.

—¿Estás bien? —preguntó Ronie, sacándole de su ensoñación.

Jimmy estaba a punto de decir algo cuando su madre le interrumpió.

—Está algo triste porque no quiere cumplir cinco años... lo que es una tontería. —No dejó escapar la ocasión para meter una pullita.

Jimmy habría fruncido el ceño y sacado morro como las cientos de veces anteriores de no ser por lo avergonzado que se sentía ahora que estaba Ronie.

—¿Es verdad? ¿No quieres cumplir años? —preguntó la niña sorprendida mientras la madre de Jimmy se acercaba a saludar a la decimosexta mujer esa tarde.

Jimmy asintió con lo cabeza.

—No quiero dejar de tener cuatro años... —dijo casi susurrando.

Ronie se rio alegremente.

—Yo ya tengo cinco años y es muy fácil, solo hay que extender un dedo más —dijo agarrándole la mano—, mira. —Y apoyó su mano con los cinco dedos extendidos sobre la suya, como si chocasen los cinco.

El corazón de Jimmy se disparó como loco y su primer instinto fue quitar la mano rápidamente, pero no lo hizo. Se quedó prendado (más de lo que ya estaba) mirando a Ronie; su enorme y característica sonrisa, sus mofletes rosados, la nariz chata, su lacio pelo castaño, y su inconfundible lazo rojo con lunares negros. En ese momento nació una idea en el interior de Jimmy, un deseo; seguir sumando años así, con ella.

—¡Ronie! ¿Cuántas veces te hemos dicho que no te vayas sin avisar? —la regañó una mujer morena de ojos marrones y piel clara que sin duda, a juzgar por el parecido y por su forma de hablar, era su madre. La acompañaba un alto y corpulento hombre de pelo oscuro y facciones redondeadas que sin decir nada apoyaba las palabras de su mujer con la mirada.

—Perdón... es que estaba jugando con una mariquita y vi a Jimmy y me acerqué a saludarle.

Jimmy seguía aún con la palma extendida en alto así que cuando los padres de Ronie le miraron la agito hacia los lados, saludando.

—Ho-hola... ¿Qué tal? —dijo sintiendo cómo se calentaban sus mejillas. Creía haber superado ya esa fase.

La madre de Jimmy terminó de hablar con otra de las mujeres que paseaban por la plaza justo a tiempo de presentarse.

—Hola, soy la madre de Jamie, Elizabeth.

—Yohana y Michael, los padres de la criatura —respondió el hombre amigablemente inclinándose a estrecharle la mano.

Los padres de ambos coincidían en que había sido un placer conocerse, aunque Ronie y Jimmy no prestaron demasiada atención a su conversación hasta que les involucraron en ella.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Yohana dulcemente.

—Oh, veréis, está algo triste porque no quiere cumplir... —empezó diciendo su madre, hasta que una aguda pero firme vocecilla le interrumpió.

—¡Cinco! —dijo Jimmy lleno de determinación mientras extendía la mano hacia ellos.

La familia Honely se rio mientras Elizabeth miraba anonadada a su hijo, el cual no tenía nada que ver con el niño que la había acompañado el resto de la tarde. Jimmy sonrió satisfecho.

—Tenemos que irnos, hemos quedado para cenar con tus padres, ¿recuerdas? —dijo Mike a su esposa.

—Tienes razón —coincidió esta—, por eso hemos venido a buscarte, jovencita —dijo Yohana con tono divertido mirando a Ronie, que se reía.

—Vaaaaaale... —Se giró para despedirse de Jimmy, el cual se veía más decidido y seguro de sí mismo que nunca—. Feliz cumpleaños. —Y acto seguido le dio un beso en la mejilla.

Jimmy sintió que el corazón se le detenía y pensó que era demasiado joven para que se le parase, como aquella vez que habían tenido que acompañar a su tío Gerver al médico porque, según decía su madre, «se le había parado el corazón». Pero de pronto y para su sorpresa un sonoro golpe en su pecho le reanimó; estaba vivo, y era más consciente de ello de lo que lo había sido en su corta vida.

—Qué niña tan guapa —comentó Elizabeth, pero Jimmy no la estaba escuchando, igual que cuando le dijo que la acompañase unos puestos más antes de volver a casa. Jimmy la siguió de forma automática, pero seguía sin prestarle atención. Lo único que tenía en la cabeza era a Ronie, por lo que caminaba por ahí como un zombi con una tímida sonrisa en la cara, otro regalo suyo.

Recorrieron el resto de la plaza y volvieron al punto de partida, un pequeño puesto cubierto con un toldo carmesí. Jimmy se giró hacia la mesa, que también estaba cubierta por una tela de color rojo, y paseó la vista por todos los objetos que la decoraban, hasta que se fijó en uno que le hizo volver a la Tierra. Era una figura redonda pintada con los mismos colores que llevaba Ronie en su lazo del pelo. Jimmy echó un vistazo a toda la mesa, esta vez mirando con atención. Estaba lleno de mariquitas de escayola de todos los tamaños y varios colores. Al verlas Jimmy no pudo evitar pensar en Ronie y la sonrisa de su cara se agrandó.

—Mamá, quiero una —dijo tirándole de la falda y señalando las figuras.

—¿Te gustan? —preguntó sorprendida por el cambio de actitud de Jimmy y porque por lo general siempre la acompañaba en silencio sin ni siquiera fijarse en los puestos, como hasta ese momento. Jimmy sonrió y asintió con la cabeza—. Está bien... disculpe, ¿podría darme una de estas?

—¡No! —interrumpió Jimmy—. Quiero pintarla yo.

Su madre no salía de su asombro, la dependienta no puedo contener una risilla.

—Seguro que podemos hacer algo, tengo que tener alguna por aquí... —dijo girándose y buscando en una de las cajas que tenía detrás—. Voilà, aquí tienes, pequeño —dijo tendiéndole una mariquita completamente blanca, aunque con el relieve que daba forma a la figura. Jimmy la cogió con sumo cuidado, sus ojos brillaban de entusiasmo mientras su madre cogía el cambio y se despedía de la amable dependienta.

—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó intrigada.

—Pintarla —respondió Jimmy como si fuera lo más evidente del mundo, pero no era eso a lo que su madre se refería. Jimmy no era impulsivo, pero sí inteligente, si de repente sentía tanto interés por esa figura sabía que tenía algún propósito, aunque no podía ni imaginar cuál y, conociendo a su hijo, no iba a ser fácil que este se lo contara.

—Niños... —suspiró Elizabeth y sonrió. Sin duda, el suyo era de lo más peculiar.

SIN CASTILLOS NI DRAGONES,

SOLO LA PRINCESA

Febrero de 1999

El jueves cinco de Febrero se convirtió en un día memorable para los habitantes de aquel pequeño pueblo debido a la gruesa capa de nieve que había teñido todo de blanco, aunque Jimmy y Ronie lo recordarían el resto de su vida por una razón diferente.

Para los niños y la mayoría de los padres, una nevada así significaba una cosa que para los primeros era motivo de celebración; no había clase. Los profesores que vivían lejos de allí no podrían llegar con tanta nieve, por lo que ni lo intentaban, y los autobuses escolares tampoco podrían realizar su ruta habitual recogiendo a los alumnos de pueblos cercanos. Pero había adultos que no eran como la mayoría, como Yohana, la madre de Ronie, quien al ser nueva allí desconocía esa información, por lo que se abrigó como un esquimal y se dispuso a acompañar a Ronie andando al colegio. Por su parte Elizabeth, la madre de Jimmy, se enorgullecía de decir que este no había faltado ni un día al colegio desde que empezó en el jardín de infancia, de modo que una nevada, por grande que fuera, no iba a manchar ese historial. Además por si fuera poco, ese día Robert, uno de los mejores amigos de Jimmy, había pasado la noche con ellos. Su educación dependía de ella y no iba a fallarles. Así fue como ese día a las nueve de la mañana en el hall del colegio se encontraban los alumnos de párvulos Ronie, Jimmy, Robert, Hannah, Robin, un par de alumnos de primero y segundo, todos junto a sus respectivos padres (menos Robert, claro) y el director del colegio, que intentaba explicar a sus progenitores como buenamente podía que le era imposible hacerse cargo de los niños y que tendrían que irse.

—Lo siento mucho... —repitió por quinta vez—, si hubiese algún profesor podrían quedarse pero me temo que no es el caso... Tendrán que marcharse...

Los padres se disponían a protestar otra vez cuando el chirrido de la puerta principal al abrirse llamó su atención. Todos dirigieron la vista a Cency, la profesora de primero que acababa de llegar. Vivía cerca de allí y se había dirigido al colegio con la esperanza de que ningún alumno hubiese asistido, pero al ver el panorama se imaginó la que se le venía encima y no pudo evitar hacer una mueca. El director sonrió de satisfacción.

Cency se llevó a todos los alumnos a la clase de párvulos mientras el director prestaba su ayuda trayendo el carrito de la tele, una mesa con ruedas con una pequeña televisión en la parte de arriba y un reproductor de VHS en la de abajo. La profesora iba a recurrir a su mejor aliado a la hora de mantener a los niños distraídos; películas. Mandó que tomasen asiento, puso una de las cintas y se sentó en la mesa en la que normalmente solía estar Sophia para hacer lo mismo que solía hacer esta en su tiempo libre; crucigramas.

Cency era conocida por los alumnos como «la dentista» debido a su habilidad a la hora de sacar dientes. Cada vez que un alumno se quejaba de que se le movía Cency le llamaba a su mesa. «Abre la boca» decía mientras el niño, temeroso, le preguntaba si se lo iba a quitar. «¡No soy dentista!» respondía ella. Y acto seguido una vez el niño confiando en su palabra abría la boca... ¡zas! un tirón y diente fuera.

Todos estaban absortos mirando la pantalla, las únicas voces que se escuchaban eran las de los actores a través del televisor, todo un hito para esa aula acostumbrada al bullicio y los gritos. Solo una voz interrumpía los diálogos de vez en cuando y no era la de Ronie. Se trataba de Robin, la niña de pelo castaño y piel casi transparente, que cada cierto tiempo llamaba susurrando a Robert, las veces que hicieran falta, hasta que este se giraba y le preguntaba qué quería, a lo que ella siempre respondía «nada».

Jimmy les observaba con interés y recordó la conversación con Robert en su casa el día antes después de cenar. Robert le explicó que ahora tenía novia.

—Es Robin. Juega muy bien al fútbol —presumió con una enorme sonrisa.

—¿Qué hay que hacer para ser novio de alguien? —preguntó Jimmy.

—Bueno... cuando estás muy a gusto con una chica (o un chico) podéis ser novios... pero tienes que pedírselo.

Jimmy pensó en esas palabras. «Cuando estás muy a gusto». Él sin duda se sentía a gusto con Ronie. Siempre que estaba con ella se divertía, hablaban (ella, la mayor parte del tiempo) incluso se ponía colorado. Si tuviese que compartir lo que más le gustase en el mundo con alguien definitivamente elegiría a Ronie.

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504 стр. 7 иллюстраций
ISBN:
9788418542381
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
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