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Читать книгу: «Ratko»

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© Jose Saborio

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-057-7

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1

Aquella fresca noche, oscura y despejada, las estrellas brillaban junto a la luna llena que iluminaba con una luz tenue las calles de aquel pueblo, dejaban ver una débil sombra de quienes caminaban por las desiertas calles. Algunos cubiertos con sus humildes chaquetas para tapar el frío viento que suave soplaba desde el norte; otros, al contrario, disfrutaban de la suave brisa fría de aquella noche.

Una ciudad tranquila. Los ratones al amanecer cruzaban por las calles resquebrajadas de lajas, ajenos al temor. No había gatos esa noche, solo un par de perros revolcaban las bolsas de basura fuera de las casas, en busca de cualquier sobra que les pudiera dar el sustento necesario para vivir una noche más.

Los locales habían cerrado hacía ya rato, solamente unos comedores de caridad permanecían abiertos recibiendo a los de la calle; estos se ordenaban silenciosamente en una línea fuera de las puertas de esas galeras. Esperaban su turno para pasar a por una sopa que, con su calor, muy bien caía a la temperatura del lugar.

Las luces de los comedores se apagaron, sus puertas crujieron. Al cerrar, anunciaron el final de otro día. Aquella fue una fría noche, una más en la calle oscura.

Los de la calle buscaban refugio entre los cartones, caminaban hacia los callejones que habían convertido en sus guaridas nocturnas. Al paso dejaban solo vapor de su respirar.

Era tarde ya cuando los perros que revolcaban la basura corrieron despavoridos como presagiando una desgracia. Los ratones que rondaban poco caso hicieron a lo ocurrido. Se escucharon gritos al final del callejón, una discusión seguida de lo que parecían unos forcejeos, como si dos bestias enfurecidas lucharan por su vida, seguido por un silencio que hizo más frío el viento que soplaba. En aquel momento únicamente se podía escuchar el sonido de una bolsa de plástico, resto de los destrozos que habían hecho los perros con las bolsas de basura.

En el silencio de la noche esos gritos alertaron a los vecinos, quienes tímidamente se asomaron por las ventanas, temerosos de lo que pudieran encontrar tras esos callejones oscuros. Unas puertas sonaban cuando abrían los más temerosos, sonaban ventanas también de quienes eran más precavidos. No importaba quien se asomara ni cómo, la trágica escena que se lograba apreciar era la misma: dos hombres yacían tirados a centímetros de distancia.

«El futuro es incierto, pero pase lo que pase, el futuro llegará. Piensen en lo imposible y recuerden el pasado, lo que ahora viven fue el futuro impensable de muchas generaciones, y lo que está por venir, más grande será».

Las palabras de aquel hombre quedaron impresas en quienes lo escucharon.

«Mi marcha inicia hacia un nuevo camino, pero mis huellas marcadas quedarán».

Entre lo incierto de la noche y el tímido silencio resonó el eco de aquellas palabras, casi se podía escuchar el frío sudor caer de su frente. Poco era lo que se podía observar, pero la luna dejó mostrar su pálida cara tras una tenue luz descendiente como para iluminar aquella escena. Ahí yacía el hombre, aquel hombre corpulento, de tez fuerte y mirar profundo, de un acento tan extranjero que al hablar infundía miedo, pero que ya muchos conocían por su actuar suave y amable. Fruncía el ceño con dolor, sus ojos mostraban sufrimiento, y su mirar mostraba odio profundo hacia su asesino, aquel otro hombre que cayó a su lado, de piel blanca como la nieve, con un cabello tan oscuro que dificultaba distinguirlo en la noche y que hacía contraste con su pálido mirar, tal vez por el frío o por la muerte que había llegado a tomar lo suyo aquella noche. Ambos hombres reposaban muertos, una imagen que dejaba ver una historia sin contar entre ellos, una historia de lucha.

Aquel hombre alto y corpulento, cuyo cuerpo yacía en un charco de sangre, de nombre desconocido, recordado por sus acciones, amigo de muchos, mas ninguno conoció su pasado. Murió sin nombre, a manos de un desconocido, un forastero a quien nadie vio llegar, y a quien ya nadie vería marcharse, asesino de su asesino. La confusión se dejaba mostrar en la cara de quienes se asomaban a la trágica escena; en la penumbra que representaba la oscuridad de la noche, aún más tenebrosa se tornaba al saber que la muerte había rondado aquellos oscuros y desolados callejones. Nadie entendía lo que pasaba, y probablemente nunca se sabría.

2

Octubre de 1923. Era una noche tranquila en aquel lejano pueblo al este de Albania. El viento resoplaba tímido al pasar, enfriaba las mejillas de quien lo sentía, hacía los pastos bailar. Era una noche de luna llena, lo cual era aprovechado por los habitantes, ya que su claridad permitía caminar por las calles sin temor a tropezar.

El silencio se escuchaba en los potreros donde los rebaños descansaban ya, tan solo se podían oír los búhos y su silencioso volar entre las tejas de las casas. Las ventas locales cerraban sus rechinantes puertas y anunciaban así el fin de un trabajoso día. Sus ciudadanos se preparaban para un nuevo amanecer, guardaban lo que quedaba de sus ventas, jalaban las cajas de madera en estibas, acomodaban sus productos, uno tras otro y rellenaban sus alacenas con lo que sería ofrecido al despertar.

Ratko, aquel niño blanco de pelo negro como carbón, oscuro cual noche nublada, de mirar tierno y caminar ligero, hijo de padres serbios, mantenía una eterna curiosidad por las estrellas, aquellas luces poco comprendidas que todas las noches salían en lo alto del cielo, tan bellas como ninguna luz observada, llamaban mucho su atención. Todas las noches, antes de ir a dormir, pero no antes de la cena, se alejaba de su pueblo para admirar aquel despejado cielo.

Esa noche no fue la excepción. Ratko tomó sus zapatos rotos, unos zapatos que aún permitían a su pie bailar libre en su interior, de un cuero café que hacía notar su desgaste, amarrados con un mecate plástico que había tomado de los restos de unas cajas de envío, de esas que los mercantes traían con productos de la ciudad para revender entre los locales, llegaban a tocar su corva al caminar. Subió caminando la colina ubicada detrás del pueblo, siguió las marcas de un sendero utilizado por el ganado, para admirar las estrellas. Su paso era tranquilo pero firme, un paso tras de otro, hacía suyo el camino. Sin dudar ni tropezar recordaba a su padre, un campesino serbio llamado a servir en el ejército durante la Primera Guerra Mundial. Ratko recordaba la última vez que vio a su padre, esa mañana que él y su madre partieron rumbo a Albania en su huida de la guerra. Su padre solo los vio partir, se despidió mientras se dirigía rumbo a Macedonia a enfrentar a los búlgaros. Su última batalla fue librada, su cuerpo jamás se recobró.

Aquella noche, él y su madre observaban las estrellas en un juego de madre e hijo a contarlas, admiraban cómo unas eran tenues mientras otras brillaban en un parpadeo que parecía de colores, charlaban sobre sus nuevas vidas en aquel tranquilo pueblo al que habían llegado hacía unos meses, respiraban profundo y reían bajo la tranquilidad de la noche absoluta.

3

Aquella noche transcurría tranquila como de costumbre, era una noche despejada como las que Ratko tanto amaba. En aquel pueblo con muy pocas luces artificiales, las luces naturales del cielo se podían ver con mucha fuerza en todo su esplendor. Mientras Ratko y su madre admiraban las estrellas abrazados para cobijarse del frío nocturno, escucharon el sonido del motor de unos camiones, algo no muy común en aquel pueblo, y aún más extraño a esas horas de la noche. Invadidos por la duda, se pusieron en pie para observar de dónde venía aquel ruido; en la distancia lograron observar cuando cinco camiones de apariencia militar irrumpieron en la entrada del tranquilo pueblo, varios hombres bajaron y dispararon contra todo lo que se moviera. Entraron en todas las casas sin piedad.

En lo alto de aquella colina solo se podían observar los destellos de las armas y escuchar el escalofriante sonido que se generaba de la mezcla de las armas detonando y los desgarradores gritos de las personas masacradas en sus casas. Ratko y su madre solo pudieron ver lo que ocurría desde lo alto, la noche los cubrió con oscuridad, los hizo invisibles ante aquellos hombres. Transcurrieron dos horas hasta que los camiones y su ejército se marcharon, fueron dos horas que parecían nunca terminar, entre gritos, estruendos y el fuego de la madera de unas chozas ardiendo.

Ratko y su madre pasaron la fría noche inmóviles en aquel cerro, temían ser asesinados si se movían; aunque los camiones habían partido, en medio de la oscuridad no podían estar seguros sobre si todos sus tripulantes se habían retirado en ellos, por lo tanto, su decisión fue mantenerse a salvo lejos del pueblo.

Mientras avanzaban las horas, el frío de la noche se hacía más difícil de soportar, el sueño era pesado en la madrugada, pero debían resistir y mantenerse juntos, ya que la hipotermia podría ser fatal.

Al amanecer, cuando el sol asomó sus primeros rayos en el horizonte, se fueron acercando poco a poco al pueblo. Al observar que nada ni nadie se movía bajo el sol, decidieron bajar.

La escena que encontraron fue desgarradora, no pudieron contener sus lágrimas. Sus cuerpos temblaban mientras con terror admiraban la masacre, familias enteras asesinadas, no habían robado nada, tampoco habían dejado nada ni a nadie con vida. No había indicios de aquellos hombres ni su razón, no había aparente explicación para lo ocurrido.

En medio del desconcierto, el dolor y la tristeza, decidieron ingresar a su destrozada choza, cargar con un saco de ropa y partir de ahí. No había nadie con vida, pero estaban seguros de que volverían, ese tipo de escenas, según habían escuchado, se estaban volviendo recurrentes en ese país.

Ya con sus sacos listos con solo lo necesario para poder sobrevivir, huyeron hacia el sur a pie, no podían ir por las calles ya que el riesgo de ser descubiertos, secuestrados o asesinados era muy alto. Decidieron entonces atravesar las montañas y los potreros, donde las posibilidades de ser vistos eran más bajas.

4

Pasaron los días entre campos y montañas, siempre manteniéndose lo más lejos posible de las vías principales. Las noches llegaban en su caminar, y su único refugio era la compañía que se podían brindar uno al otro.

Después de largos días de caminar, lograron llegar a una ciudad en la cual, aunque no la hubieran visitado antes, sabían que iban a estar más seguros entre la gente y podían buscar alguna forma de ganarse la vida más fácilmente que en el campo. Aunque sabían que no iba a ser fácil sobrevivir, era lo único que les quedaba en aquel momento. La noche llegó rápido tras su arribo, por lo que debieron buscar un lugar donde dormir. Lo único que pudieron encontrar fueron unos cartones entre la basura que, como ya sabían, les iban a funcionar como aislante ante el congelante frío de la noche.

La noche fue dura, el frío golpeó más fuerte de lo que esperaban y el temor no les permitía cerrar los ojos con tranquilidad. Personas sin hogar caminaban por la calle sin temor, luchaban entre ellos por lo que podían encontrar en la basura.

Las horas sin sol parecían eternas entre el frío y el miedo que los cubría al encontrarse en un lugar desconocido. Entre gritos, personas que deambulaban y el temblor de sus cuerpos por el frío, al fin el sueño los venció.

Al salir el sol fueron despertados por el sonido de unos camiones que se detenían frente a ellos en la calle. Una multitud de personas sin hogar rodearon el camión de inmediato, lo cual les hizo darse cuenta de que esos camiones portaban algo de interés para todos.

Un hombre que pasaba cerca de ellos les ofreció un trozo de pan que le quedaba mientras se acercaban más al camión. Gustosos y sin cuestionarse el ser ayudados lo tomaron. Al observar que aquel hombre también se dirigía hacia los camiones le preguntaron a qué se debía tanto alboroto, él les comentó que aquellos camiones llegaban una vez cada cierto tiempo para ofrecer empleos en casas de adinerados. Los empleos ofrecidos eran múltiples, pero siempre necesitaban personas con juventud y fuerza. Tras escuchar aquellas noticias, y con la esperanza de un trabajo con el cual poder alimentarse a diario, se acercaron al camión. La multitud estaba compuesta en su mayoría por soldados que habían luchado, pero habían sufrido y no podían seguir en el ejército, muchos con heridas múltiples, amputaciones o, simplemente, con edad avanzada, razones por las cuales no servían para esos trabajos donde se requería agilidad y fuerza. Al acercarse, Ratko y su madre fueron notados por aquellos hombres, quienes de inmediato les preguntaron si querían unirse al grupo de trabajo. Sin pensarlo mucho aceptaron, tal vez sería su única forma de sobrevivir y encontrar comida en un país devastado por la guerra y la pobreza.

Subieron al camión y emprendieron el viaje. Al subir notaron que aquellos hombres iban uniformados de soldados, Ratko preguntó, en su inocencia, si ellos pertenecían al ejército de Albania.

—La guerra ya terminó, niño, hay que unirse al mejor postor para sobrevivir.

Esas palabras fueron suficientes para que nadie más preguntara sobre el viaje.

El recorrido tardó al menos dos horas. Entre saltos del camión y giros atravesaron campos y montañas, nadie sabía hacia dónde se dirigían, pero podían notar que era lejos de cualquier pueblo.

—Contemplen su nuevo hogar —les dijo aquel soldado mientras asomaba su cabeza fuera del cajón del camión.

Todos se levantaron y observaron una mansión frente a ellos, una carretera única que se dirigía hacia aquel lugar, con soldados por todas partes, un portón enorme en la entrada, y una hermosa montaña que lo rodeaba. Aquello era un lugar como no habían visto jamás, una fortaleza donde los sueños de prosperar se notaban en los ojos de los futuros trabajadores.

Ratko y su madre se miraron y sonrieron, habían encontrado un nuevo hogar, un lugar donde podrían rehacer sus vidas.

Al llegar, todos descendieron del camión, un grupo de soldados armados los esperaban. Entre los soldados destacaba uno que no portaba un rifle, sino que cargaba con una libreta y una pluma con la que escribir, su traje era más limpio y claro que el de los demás, lo que dejaba en evidencia que era él quien estaba al mando. Uno a uno los recibió, anotaba sus nombres, y tras una mirada a sus físicos fue asignando sus nuevos trabajos.

Ratko fue designado jardinero; su madre, por su parte, fue designada empleada doméstica de aquella adinerada familia. Después de haber sido anotados en la libreta y cuando ya todos sabían sus nuevos empleos, fueron guiados a sus nuevos hogares. Tras una cerca alta de enredaderas y árboles que los ocultaban de la vista del resto de la propiedad, una fila de ranchos construidos con latas se extendía a un costado del terreno. Cruzaron entre los ranchos y uno a uno les fue asignado el rancho que les correspondía, algunos deberían acomodarse en ranchos ya habitados donde quedaban camas libres, otros tenían más suerte y llegaban a un rancho vacío. Ratko y su madre fueron asignados a un rancho pequeño que contenía solamente una cama. Luego de haber tomado sus ranchos, les fue informada la hora de inicio de las labores. Iniciarían al día siguiente a las 6 a. m., por lo cual deberían presentarse a sus debidos trabajos para ser introducidos en su labor.

Al ingresar en su choza asignada, encontraron que había sido previamente habitada: había ropa sucia, la cama estaba desordenada y había una pila de platos sucios en la mesa. No quisieron preguntar sobre el destino que había tenido quien viviera ahí, un hombre, por la ropa que encontraron. En cambio, decidieron acomodar aquel lugar y adecuarlo para ellos. La ropa podría serle de utilidad a Ratko, por lo cual la apuñó para lavarla, tomaron los platos y salieron a lavarlos en una pila compartida que habían notado cuando los llevaban a su choza.

Después de lavar sus platos, volvieron a su hogar para dormir, iban distraídos hablando entre sí hasta que notaron que todos los demás trabajadores salían de sus hogares y se dirigían hacia el mismo lugar. Al preguntar les comentaron que la comida era servida sin falta todas las noches a las 8 p. m. Los encargados de servirla eran los mismos soldados que hacían guardia en aquella hacienda. Eran puntuales, por lo que si alguien se retrasaba no comía aquella noche.

Mientras hacían fila para recibir su porción de comida, escuchaban todo tipo de historias: personas que habían quedado huérfanos en la guerra, esposas cuyos esposos habían muerto, historias de pueblos destruidos. Sabían que no podían mencionar lo que había ocurrido en su antiguo pueblo, aún no sabían quiénes se encontraban a su alrededor. En un país bañado por la corrupción, hablar sobre lo que pasó en su aldea y mencionar que habían sido los únicos sobrevivientes sería una llamada a la muerte.

5

Cinco años habían pasado ya desde el día en que Ratko y su madre llegaron a la hacienda con el sueño de una vida mejor. Él solamente veía a su madre después de la cena, ambos trabajaban en aquella hacienda desde el amanecer y hasta ver el sol caer, poco sabían de sus patrones, quienes rara vez caminaban por aquel terreno.

Con una vida más parecida a la esclavitud, no era mucho lo que podían agradecer, pero aun así tenían comida y un techo donde dormir, algo muy difícil de encontrar en un país destruido por la guerra y prisionero de las guerrillas, un país donde la clase media no existía, un país donde unos cuantos eran dueños de poco, y muchos otros, dueños de nada.

Esos cinco años en la hacienda habían convertido a Ratko en un adolescente cuya niñez fue plagada de sufrimiento y temor. Esos años empezaban también a mostrar el desgaste en su madre, quien a sus 45 años no podía ocultar el paso de los mismos. Las arrugas en su frente delataban la tristeza y el cansancio en su rostro, su cabello corto cada vez se veía más blanco y poco quedaba de aquello que alguna vez fue un cabello negro profundo. El contorno de sus labios era triste y pálido, su única sonrisa la mostraba pasando la cena, a la hora de ver a su hijo, cuyo cansancio no le impedía correr hacia su madre noche tras noche.

Poco sabían uno del otro, del sufrimiento en sus labores, su cansancio y torturas; poco podían hablar, poco se les permitía saber.

Ella, una dama cuyos maltratos por parte de sus dueños, como ellos se hacían llamar, le habían arrancado la esperanza, una dama víctima de apuestas entre adinerados, quien servía como trofeo ante borrachos indeseables, dueños de todo.

Él, un joven cuyas labores se desarrollaban bajo el fuerte sol del verano y la insoportable inclemencia del invierno, desarrollaba sus fuerzas bajo un látigo siempre guiado por un hombre sin alma, sediento de dolor. Su única salida era trabajar, jamás detenerse, mucho menos luchar.

Aquel lugar parecía más bien una fortaleza, los militares rodeaban la hacienda, un pequeño ejército, un ejército no del gobierno, más de hombres de poder.

Poco sabía Ratko lo que sufría su madre, menos sabía ella el sufrimiento de Ratko. La sonrisa del otro y ese abrazo que parecía interminable noche tras noche era su fuerza para seguir.

Cada noche era más difícil para Ratko ignorar el desgaste que mostraba su madre. Sus ojos, cuya tristeza no podía ser ocultada por su sonrisa, sin embargo, tenían que resistir, pocos empleados habían resistido tantos años en ese lugar.

Los empleados de aquella hacienda podían renunciar cualquier día, sin embargo, no sabían lo que ocurría fuera de ese lugar, nunca eran autorizados a salir. Los desertores, como eran llamados quienes renunciaban, eran escoltados fuera de la hacienda dentro de un camión militar. Mucho se rumoreaba sobre su futuro, pero nada se sabía de lo que ocurría.

Aquellos militares parecían ser los únicos que disfrutaban de trabajar para aquella familia por sus cánticos nocturnos, aquellas reuniones que parecían más bien fiestas, el licor ahogaba su frío, en sus rondas nocturnas era común verlos cargando sus respectivas botellas. Noche tras noche era lo mismo, aquellas botellas descargadas de los camiones militares parecían inagotables, mientras los obreros a duras penas eran proporcionados con sorbos de agua turbia bajo el incandescente sol del verano.

6

Un nuevo día llegó tras la noche que los últimos desertores abandonaron subidos en un camión… camión que regresó esa mañana con nuevos obreros en busca de alimento y un techo.

Tras años trabajando en ese lugar, Ratko había logrado ganar cierta confianza de los militares, confianza que le permitía conocer nuevos lugares de la hacienda mientras le asignaban nuevas labores. Había sido encargado de los caballos luego de que su cuidador fuera parte del último grupo desertor. Había sido encargado también de la bodega de herramientas y de distribuirlas todas las mañanas a los obreros.

Aquella mañana fue asignado por los militares para llevar a los nuevos obreros a sus lugares de trabajo, les indicaba uno a uno sus nuevos puestos y les entregaba las herramientas para iniciar las labores inmediatamente. Muchas eran las preguntas que recibía por parte de los recién llegados, mas no tantas las respuestas que podía dar. Él también quería preguntar sobre la vida fuera de aquel lugar, más allá de los límites de la hacienda, de la ciudad, de dónde venían los trabajadores, pero sabía que, si era escuchado realizando esas preguntas, sería tachado como sospechoso desertor, algo que le quitaría la confianza que había ganado con los años.

Esas labores y su confianza las había ganado por su silencio al pasar de los años, porque a pesar del sufrimiento nunca intentó rebelarse, se mostró sumiso ante el poder.

En sus nuevas labores era usual verlo rondando las afueras de la casa, siempre escoltado por militares, visitando lugares que otros obreros no veían, como las caballerizas privadas de su empleador o los jardines más cercanos a la mansión.

Aquella tarde, recogió las herramientas y las llevó a la bodega, como era usual todas las tardes desde que fue asignado a esa labor. Cruzó cerca de una ventana con vista a la sala principal de la mansión, lugar donde en ese momento se llevaba a cabo una reunión semanal de apoderados con sus finas botellas de licor y sus juegos de mesa. Al pasar, no pudo evitar voltear hacia dentro, algo que sabía estaba prohibido. Observó la lujosa vida de aquellas personas, los finos acabados en maderas rojas del piso y la pared, los lujosos sofás que reposaban en el centro de la sala y engalanaban con su fino azul marino. Al final de la sala se observaba un gran mueble de madera tan oscura que parecía negra, cargaba una cristalería tan fina que parecía brillar por sí sola. Sin embargo, a su paso no fue lo único que pudo observar: entre aquellos hombres y su festejo se encontraba su madre. Ella levantó la mirada, se cruzó con la de su hijo, quien la observaba con terror, sus lágrimas brotaban mientras un dueño de todo levantaba sus enaguas, rozando sus piernas con el movimiento. Al observar aquella imagen Ratko congeló su paso, no podía creer lo que observaba, esa imagen que no podría arrancar de su mente. Los soldados, entre risas, al notar a Ratko destrozado por aquella imagen, lo empujaron y tiraron al suelo, lo hicieron golpearse con las herramientas que cargaba, sabían que era a su madre a quien había observado. Entre humillaciones lo obligaron a levantar las herramientas y seguir su camino, sin permitirle más tiempo para pensar en aquel momento. Su alma se partió de sufrimiento, pues sabía que lo que observó aquella noche no había sido algo puntual, era algo que había ocurrido con regularidad. Tenía que encontrar la manera de liberar a su madre de esa tortura, ya que sabía que ella no aguantaría mucho tiempo más con ese sufrimiento.

Esa noche Ratko y su madre solo pudieron llorar a su encuentro, aquellas lágrimas de dolor no permitieron que las palabras fueran expresadas. El dolor acumulado en secreto durante años había salido a la luz. Era la primera vez que ambos conocían el sufrimiento del otro, entre aquel cruce de miradas en la tarde y el llanto nocturno los años pasaron frente a ellos, aquellas lágrimas de sangre cayeron. Sabían que no podían soportar más, su propio dolor no era tan fuerte como saber el dolor del otro.

Querían que la noche fuera eterna, que les permitiera permanecer en aquel abrazo para siempre. Al amanecer debían volver a sus labores, no podían soportar ver al otro partir, pero de no hacerlo eso marcaría el final de sus días.

El día transcurrió entre lágrimas, lágrimas de pensar en el sufrimiento del otro. Ratko, tras ese incidente, no estaba autorizado a cruzar cerca de la mansión, no le permitirían más mirar su interior. El día pasó y Ratko solo observaba las posibles salidas de aquel lugar, pero para donde observara había militares resguardando el perímetro. Debía planear una manera de escapar, ya que si desertaba sabía que su destino sería terrible.

La noche llegó, y tras finalizar sus labores, Ratko corrió a su rancho a esperar con ansias a su madre como lo hacía todas las noches. Esa noche, sin embargo, todo era diferente: pasó una hora y su madre no salía, los militares corrían de un lado hacia otro, había un ambiente pesado, el viento soplaba con desconcierto y la preocupación inundaba los ojos de Ratko con lágrimas.

Los militares comenzaron a golpear todos los ranchos donde los obreros dormían, les ordenaban a todos dirigirse al patio principal; unos lloraban al creer su fin, mucho se rumoreaba, poco se sabía. Al llegar frente a la mansión solo se pudieron encontrar con líneas bien organizadas de militares que se extendían en paralelo a la mansión. Los obreros se habían colocado al otro extremo del terreno, mantenían una distancia segura con los soldados. Algunos lloraban arrodillados en el suelo, otros permanecían firmes. Las conversaciones iban y venían, pero nadie sabía para qué habían sido llamados. Los minutos pasaban y la espera se hacía cada vez más difícil entre el temor y el frío congelante de la noche.

Luego de la espera, la puerta frontal de la mansión se abrió, dejando salir la luz. El dueño de todo, como llamaban a su patrón, caminó hacia el centro de la plaza, mostraba un evidente sangrado en su ojo izquierdo. Detrás de él dos militares arrastraban a una persona, quien se notaba extenuada y herida. Casi de inmediato Ratko notó que se trataba de su madre, quiso correr hacia ella, pero inmediatamente fue tumbado por los militares, quienes continuaron su golpiza mientras yacía tirado en el suelo. El patrón dio la orden de detener aquella golpiza, y mirándolo a los ojos, con una mirada tan dura que atemorizaría a cualquiera que lo viera, les solicitó que lo mantuvieran en pie para que observara a su madre.

Ella fue arrastrada y atada en aquella exuberante ceiba que crecía en el centro del terreno, cuyas espinas se incrustaban en su espalda y la hacían sangrar y gritar de dolor.

—Esto es una muestra de lo que ocurrirá a todos y cada uno de los que no me respeten. Siguen vivos gracias a mí, por lo cual deben hacer lo que ordene.

El desconcierto recorría el lugar, nadie sabía lo que aquella mujer había hecho. No sabían por qué estaba sufriendo aquella tortura.

—Ella permanecerá atada hasta su muerte y hasta que los buitres devoren su carne. Cada uno de ustedes la verán día tras día, verán sus huesos, recordarán por qué deben obedecer mis órdenes y por qué deben mostrar respeto a sus superiores. Y quien intente ayudarla, sufrirá su mismo destino —gritó aquel hombre de imponente postura con su fuerte acento alemán antes de dar media vuelta y regresar a su mansión.

Ratko no podía hacer más que llorar sin saber la razón por la cual su madre había sufrido aquel destino.

Al finalizar su diálogo todos fueron enviados a sus ranchos sin excepción. Ratko no podía abandonar a su madre, sin embargo, tras cada intento de acercarse fue derribado, sufría heridas cada vez más considerables, sabía que, si quería salir de ese lugar, era esa noche, y sin importar el plan, necesitaría de todas sus fuerzas, por lo cual no podía permitirse recibir más heridas; de otra manera, vería a su madre morir o sería atado junto a ella.

Al reconocer que no podría hacer nada por su madre en ese momento, regresó a su rancho, sabía que tenía que realizar un plan para ayudar a su madre a escapar. Sin embargo, no sabía cómo lo lograría ya que la hacienda era una fortaleza, y aunque en la noche los guardas siempre cargaban sus botellas de licor, lo cual los hacía más vulnerables, el licor también los volvía más agresivos, lo que podía ser un problema mayor.

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9788411140577
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