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Ella

José Manuel Andueza Soteras

ISBN: 978-84-19198-02-0

1ª edición, diciembre de 2021.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Índice

ELLA

INFANCIA ROBADA

LA VIDA EN LA CASA

EL MAR

DESPEDIDA

LA CUNETA

ALLÁ ARRIBA

EL AMOR

LA GASOLINA

LA SEÑORA ELOÍSA

LA ESCUELA

DIOSITO

LA MISIÓN

LA SEÑO

EPÍLOGO

A todas aquellas mujeres

que nos han dado vida

-¡y cuánta vida!-

desde su historia de sufrimiento y amor.

ELLA

Más de dos horas caminando y aún no había llegado a la mitad del camino. Mientras los pies van levantando el polvo a un ritmo menor del deseado la cabeza corre sin parar hacia el horizonte intentando atisbar una población aún lejana. Corre también hacia el miedo, hacia la duda. ¿Y si ya es tarde?

Ella avanza, en medio del miedo y del aire. De vez en cuando el viento levanta un poco de tierra del camino. Un camino largo, eterno. Los coches lo realizan rápido, pero andando ya es otra cosa. El camino de tierra es ancho, suficiente para pasar un camión pequeño. A los lados se elevan matorrales que ni árboles pueden llamarse. Un camino ganado a la montaña. Un poco más adentro sí se atisban algunos árboles.

De vez en cuando los pensamientos se desvanecen para volver al trágico presente. Un grito, un sollozo despierta el ensimismamiento en el que se ha sumergido. El bebé vuelve a gemir. Sin parar de caminar se levanta la camiseta dejando al descubierto un pecho. Aproxima la boca del pequeño hasta el pezón ávido de ser succionado. Nuevo rechazo. Ya ni come. Solo gime.

Vuelve a tocarle la frente. La fiebre no lo abandona. Allí sigue, constante, impasible, tragándose una vida y con ella una esperanza. ¿Y si ya es tarde? Hace tres días que comenzó la calentura. Al principio no le dio importancia. Una nueva alteración en la temperatura. Pero no marcha, no se va como lo ha hecho otras veces. El bebé está enfermo de verdad. Hay que buscar ayuda. Pero aquí no hay nada. Lo fue todo, pero ahora, falta aquello que puede salvar al pequeño.

No hubo más remedio que caminar. Levantarse pronto, dejar preparado el arroz para cuando los hombres vuelvan de trabajar y salir camino abajo en busca de la civilización. Correr, caminar, sin parar, sin más compañía que un bebé que se desvanece y un tarro con un poco de agua. El camino lo conoce bien, lo ha hecho más veces. Más de cuatro horas hasta llegar al asfalto, hasta encontrar una población con un dispensario.

No es un hospital, pero hay un dispensario, hay medicinas, hay una enfermera. O al menos eso espera. Pero seguro que algo hay. Es la esperanza, su esperanza, la de su bebé. Ahora no puede ni rezar. O tal vez sí. Tal vez sea eso que hace. Ese jadeo del cansancio y las prisas, esas palabras pidiendo al bebé que no muera. Su diosito no puede olvidarla. Siempre le ha acompañado. Estará ahí para que pueda soportar lo que sea, como siempre. Porque Dios no se olvida de los pobres; habita con ellos.

De vez en cuando mira atrás. No ha dicho a nadie que marchaba. No había tiempo. Esta mañana al levantarse el bebé tenía más fiebre, no podía ni tomar la leche que le ha permitido aguantar hasta ahora. Por más que lo forzaba no tomaba el pecho. Y allí no había nada. Nada y todo.

Ahora camina. Y recuerda cuando hizo el viaje al revés, sin saber qué encontraría. Sin nada que perder porque no tenía nada. Llegó, fue acogida, encontró la paz, y al poco tiempo también el amor. No era nada del otro mundo, pero era amable, sosegado, paciente. Sin violencia, sin miedo. Era nuevo para ella. Solo podía agradecer. Por eso había sido todo.

El niño ya no llora. Solo jadeos y algún gemido de vez en cuando. No sabe si es mejor o peor. Pero el instinto materno le produce un escalofrío. Siente que algo no va bien. Y aún falta mucho. Vuelve el miedo. No llega, no llega… Ya sabe qué es perder un hijo. La otra vez fue una niña. Nació muerta. Lo sintió, le dolió, pero no es lo mismo. Con este ha experimentado algo nuevo. Es más suyo.

Ha entendido qué es ser madre. Allí arriba se lo dieron. Cuando llegó lo primero que vio fue unos niños corriendo. Al verla se pararon. No pasa mucha gente por allí. Allí, no es ni un pueblo. Una casa aquí, otra un poco más arriba, otras a lo lejos… y algunas ni se ven. Pero todos forman una comunidad.

A ella le pareció el paraíso. Las casas son sencillas. Casas de madera por fuera y de vacío por dentro. En algunas solo hay un colchón en el suelo, un espacio que hace de cocina, una escopeta para cazar algo si se tercia y, el siempre imprescindible bote de gasolina. Otras tienen algo más, poco más. Todas ligeramente elevadas sobre el suelo.

Aún recuerda a esos niños, dos chicos y una chica, descalzos, como iba ella. Se le acercaron sintiéndose dueños del territorio. Venían a marcar su espacio. Pero pronto aparecieron las sonrisas, y ya le tomaban de la mano para enseñarlo todo. Por aquí está el río.

Ese río en el que ha lavado la ropa desde entonces, al que ha ido a buscar algún pez de vez en cuando. Ese río al que se acerca de mañana, antes de que salga el sol, para poder limpiarse, sobre todo en la época del período.

No imaginó en ese momento, que uno de los pequeños acabaría siendo su hijo. Su madre había muerto. Su padre, al verla en seguida le ofreció cobijo y le pidió si podría atender al chico mientras él no estaba. Había que trabajar.

Trabajar duro para apenas ganar nada. El plátano es lo que tiene. Lo trabajas como puedes, te pagan una miseria. Horas de camino hasta la plantación, machete en mano. Trabajar y volver a casa, conscientes de que con lo que ganan no tienen ni para comprar leche. Treinta dólares al mes. Con eso solo se sobrevive allá arriba.

Ha visto a los hombres llegar del trabajo, salir a cazar algún armadillo o lo que pillen para poder comer. Los ha visto reunidos, fumando, bebiendo, charlando. También trabajando algún terreno para toda la comunidad. O alisando el campo para que la escuela tenga un patio.

Son muchos pensamientos. Todos le vienen juntos. Pero en su cabeza están ordenados. Y allí, la escuela tiene un papel fundamental. Para ella, es el centro. Es un sueño, un deseo, su tesoro. El tesoro de la comunidad. Por eso siempre que puede se ofrece voluntaria para colaborar. Por eso anima a los hombres a hacer trabajos para que esté mejor. Fue ella quien propuso levantar una tanca alrededor de la escuela. Fue ella quien invitó a limpiar el pozo de la escuela para que el maestro y su familia tuvieran agua limpia.

El recuerdo del agua le hace pensar que aún no ha bebido nada. No tiene ganas. Solo quiere llegar y que le curen el bebé. Ese pensamiento hace que un nuevo escalofrío le recorra todo el cuerpo. Le culebrean las piernas, los brazos, el estómago, el corazón. Acelera el paso. Tiene que llegar cuanto antes. El sudor le acompaña por todo el cuerpo. Empieza a calentar. Eso no ayudará a su bebé.

Hace un rato que ya no camina. Sintió cómo salía el último halo de vida de su bebé. No fue un grito, ni un gemido. Más bien un suspiro. Y con el suspiro se fue la vida, voló hacia otro lugar. Ya no está allí. Ya no es su bebé. Pero aún lo siente suyo.

Arrodillada primero, luego sentada, abrazó con fuerza el cuerpo del hijo ido. Lo atrae contra sí, lo abraza, intentando recordar, grabando su cuerpo en la memoria para no olvidar. Sabe que nunca le abandonará, siempre le acompañará. Años después contará su historia a un desconocido. Empezará recordando el viaje. Quiero hablar con usted, le dirá. Y le hablará de su bebé.

El viaje de vuelta es largo. Hay que prepararse. Pero antes debe dejar a buen resguardo a su bebé. Lleva un rato a él abrazado. No sabe si son minutos, horas… Una eternidad. Un momento de intensidad, de infinitud, para siempre. Siempre lo llevará con ella. Así, abrazado, como está ahora. Pero hay que volver. El otro hijo le espera, su hombre también. La vida.

Se ha apartado unos metros del camino. El cuerpo del bebé, tapado con unos retazos de ropa está a su lado. Hunde las manos en el suelo. Lo ha hecho otras veces, lo hizo con su niña. Los dedos acarician la tierra, para ir penetrándola poco a poco, para vaciarla. Vacía. Así se siente ahora, así se recuerda antaño. Cuántas veces se sintió muerta. Una viva muerta.

Mira el cuerpo de su bebé. Es hora de entregarlo a la tierra. Vuelve sus manos sobre el suelo. Poco a poco va sacando su carne, va agujereando ese espacio que se convertirá en el útero eterno de su niño. Un niño que ya no verá la vida. En la otra vida, tal vez, allá, vuelvan a encontrarse. Si existe, si hay justicia.

Golpea la tierra. Sin rabia, pero también sin resignación. Hay dolor, porque hubo felicidad y amor. Besa la tierra. La tierra que acoge el cuerpo de su bebé. Allí quedará para siempre. Nunca volverá. Pero antes de irse busca unos palos. Con unas hierbas intenta unirlos. Al principio no puede, pero continúa intentándolo. Finalmente consigue hacer una especie de cruz. Dos palitos cortos, pequeños. No los clava en el suelo, solo los deja encima. Que su diosito cuide del bebé, de su bebé.

No mira atrás. Solo camina. Espera llegar pronto, pero no tiene prisa. Anda despacio, recordando, repasando, amando. Recuerda cuando nació su bebé. Todo parto es doloroso y peligroso, pero pudo superarlo. Recuerda la cara de aprobación de su hombre, la sonrisa de su otro hijo. Recuerda la primera vez que se le agarró al pecho. La dicha que sintió.

Regresa sola. Tendrá que decir que ya no hay niño. Explicar no, no hace falta. Solo decir. El hombre se pondrá triste. Pero querrá yacer con ella. Y ella, sin ganas, lo acogerá, como ella fue acogida en la casa. La vida continua.

INFANCIA ROBADA

Nació chiquita. Nunca fue muy grande. Pero sí muy viva. Nació con fuerza, con energía, con ganas. Poco después fueron llegando hermanos y hermanas. No recuerda su vida sin ellos. Solo sabe que fue la primera.

Recuerda juegos y risas. Pero también llantos. Había hambre. Había días que apenas comía para entregar su parte a la hermana más chica, al hermano enfermo. Recuerda viajes. Caminar de un pueblo a otro en busca de una nueva posibilidad de trabajo para los padres. Pero había poco.

Se recuerda mirando las escuelas. Ella nunca fue, nunca pudo. No sabe leer ni escribir. Pero recuerda cómo las miraba, cómo se imaginaba con un vestidito no muy sucio entrando por la puerta de una escuela. Nunca llegó.

Recuerda el robo. El robo de su infancia. Pasó de niña a mujer en un día. De mujer a no sabe qué en dos semanas. Un día al levantarse manchó, sangraba un poco. Eso le cambió la vida. Pero en ese momento no lo sabía. No se dio cuenta cuando padre y madre se miraron. Todo vino después, en dos semanas.

Nunca dudó de las personas. Siempre fue buena. Sigue siéndolo. En aquel momento le costó entenderlo, simplemente lo aceptó. Cuando tiempo más tarde tuvo al bebé arraigado a su pecho lo entendió. Hay veces en que los padres no tienen más opciones.

Se sabía pobre. Conocía las dificultades. Algo había que hacer. Ella era la mayor. Sus padres la sacrificaron. Tenían que mantenerse, tenían que vivir. Tenían más hijos. Así que tuvieron que tomar la decisión. No sabe durante cuánto tiempo lo pensaron. No sabe por qué esperaron a ese momento. Pero hoy, recordando las miradas de sus padres cuando sangró, entiende que lo debieron de hablar muchas veces, mucho tiempo antes.

Hablar y llorar. Seguro. Recuerda con cariño a su familia. Ella quería a sus padres y a sus hermanos y hermanas. Y se sentía querida. Por todos. Desde aquel día no ha vuelto a ver a nadie de la familia. Solo espera que sirviera para algo. Que allí donde estén vivan un poco mejor. En ocasiones un poco mejor es mucho mejor.

A veces se imagina a sus hermanos ya crecidos, a sus hermanas señoritas. Pero sabe que no puede ir a ellos, que ya no puede regresar. Es su precio, el precio que debe pagar por aceptar mejorarles la vida. Ella allí murió para todos, para que fuera posible la vida.

No le dijeron nada, pero ella notó que algo era diferente. Su madre, con los ojos llorosos la despertó y se la llevó con ella. La lavó toda entera. Su padre le entregó un trozo de yuca en el desayuno. Los hermanos y hermanas miraban atentos. Había algo enrarecido en el ambiente.

A media mañana salieron a pasear. Solos, los padres y ella. Algo pasaba. Miró atrás. Hoy recuerda que le hubiese gustado correr a besar y abrazar a los pequeños. Pero sabe de la crueldad de la vida y entiende que así fue mejor.

Un hombre se acercaba y entonces sus padres se detuvieron. Ella también. Los miraba. La madre un poco retrasada, unos dos metros por detrás; el padre con los ojos tristes. Esta es -salió de su boca. No dijo nada más. No la miró. Bajó sus ojos al suelo y se quedaron allá clavados. Enterrando con ellos una parte de su historia, de su vida, de su amor. Su madre ya había dado la vuelta.

El hombre sacó unos billetes. Se los tendió al padre. Este los cogió con vergüenza y se marchó. Entonces lo supo. Había oído hablar de esas cosas. Ahora lo estaba viviendo. Vendida con doce años.

Sin odio, sin rencor. Sabe que el resto de la familia tenía que seguir viviendo y las cosas se estaban poniendo muy feas. Era la mayor. Lo entiende. Le tocaba a ella. El sacrificio de los primogénitos.

El hombre era de pocas palabras. La invitó a subir al coche. Él conducía en silencio. Ella, a su lado, apenas se atrevía a mirarle. Detuvo el coche y bajó. Ella allí, quieta, inmóvil. Sin saber qué hacer, sin saber qué decir, sin saber qué le depararía la vida.

Pensó en escaparse. Pero no tenía a dónde. Pensó en su familia. Si ella marchaba tal vez el hombre les denunciaría, o iría a por ellos. No podía irse. Estaba atravesando sus pensamientos, como si de caminos entrecruzados se tratase cuando vio llegar de nuevo al hombre.

Traía yogur con pan de yuca. La yuca le acompañaría a largo de todo ese día. El día de su marcha, el día de su infancia robada. Aún tardarían un tiempo en llegar. El pan de yuca le gustaba mucho. El yogur también. Pero esta vez, le costaba tragar. Cada vez que pasaba algo de comida le parecía que un yunque le caía en el estómago, en el pecho. Respirar ese momento fue un arduo trabajo.

Despertó con el frenazo del coche. Bajó cuando se lo pidió el hombre. Estaban delante de una casa. No parecía muy grande. El hombre abrió la puerta y le invitó a pasar. El primer recuerdo fueron unas miradas lascivas que le atravesaron por completo. Dos muchachos algo mayores que ella la estaban esperando.

Entre ellos se abrió paso la señora. Desde ese momento para ella siempre fue la señora. Nunca sabrá hasta qué punto fue consciente de todo lo que pasó. Pero eso no le quita ni un ápice de su categoría: la señora.

Apartó de un manotazo a uno de los jóvenes mientras con la otra mano la agarraba del brazo. Antes de poder saludar siquiera se vio dentro de una habitación. Este será tu espacio -le dijo. A ella, que nunca había tenido un espacio.

Pensó en su familia, todos durmiendo juntos, amontonados en un colchón sucio e infestado de chinches. Ella allí tenía una cama. No era muy grande, pero era para ella sola. Un espacio, algo nuevo. Tal vez no le fuera tan mal.

La señora era seria pero se le veía buena gente. Le preguntó por su ropa. Únicamente tenía lo que llevaba puesto. Le prometió que al día siguiente irían a comprar algo, un par de faldas, unas camisas, ropa interior y una bata de trabajo. Después le enseñó la casa mientras le daba todo tipo de instrucciones.

Nunca había ido a la escuela, pero se sabía espabilada. Retenía todo lo que la señora le decía. Acá la cocina. Has de levantarte a las cinco para preparar los jugos, unos huevos y un poco de arroz. Con el tiempo te enseñaré a hacer bolones. A media mañana me preparas un café con humitas. Para la comida cada día te daré dinero y te explicaré qué has de comprar. A la noche algo que nos haya sobrado de otro día. Tendrás que aprender los gustos de cada uno de nosotros para tenernos contentos.

Hubo gustos que aprendió pronto, demasiado pronto. Siguió el paseo por la casa. Los baños los limpias dos veces al día, el patio es chiquito pero hay que limpiarlo cada día. Haces también las habitaciones. Las sábanas las cambias cada semana.

¿Has comido algo? -le preguntó la señora. Solo había comido un poco de yuca con arroz para desayunar y el yogur con pan de yuca en el camino. Antes de contestar vio como el hombre fruncía el ceño. Pronto aprendió a saber interpretar los signos de su cara. Contestó que sí.

Salieron a reconocer el barrio. De vez en cuando se daba la vuelta. Los jóvenes de la casa les seguían de lejos con unos amigos. Oía las risas en la distancia. Vio el mercado y varias tiendas en las que la señora compraba. Para empezar, tenía suficiente.

Cenó un poco y se fue a dormir. No podía conciliar el sueño. Miraba el techo, pensaba en su familia, soñaba con su nueva vida. Mil estrellas recorrían su cerebro, soñando y cruzándose, imaginado una nueva vida llena de nuevas experiencias y aprendizajes.

Pero poco le duró el encantamiento. Fue esa misma primera noche. Se le estaban cerrando los ojos cuando escuchó cómo se abría la puerta de su habitación. Era el hombre. No habló nada. Solo la miró. Ella no entendió cómo entendió.

Esa noche no pudo dormir. Tampoco lloró. Se tragó las lágrimas como lo tendría que hacer muchas veces a lo largo de su vida. Le dolían los dientes de la presión que ejercían entre ellos. Sentía rabia, dolor, tristeza. Su sueño se desvaneció para devenir en pesadilla.

No quería cerrar los ojos. Si los cerraba revivía la escena. El hombre entró, se sentó, le toco la pierna. Poco a poco fue subiendo la mano. Los ojos fijos en ella. La mano, en la entrepierna. Levantó las sábanas. Levantó su camiseta. Los labios se posaron en los pechos incipientes. Y siguió.

No quería recordar. Pensó en sus padres. ¿Lo sabrían? ¿Se imaginaban que eso pasaría? Probablemente sí… Es la dureza de la vida, la cara amarga de la existencia de los pobres. ¿Por qué pagar ese precio? ¿Qué sería de ella? ¿Saldría alguna vez de allí? ¿Sería eso su vida?

Se sentía rota, se sentía muerta. Una niña vacía, con una infancia robada.

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