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A Maribel y a sus nietas Marta y Ainhoa.

La filosofía contada por sus protagonistas II

Ilustraciones de cubierta e interiores: Susana Miranda

Diseño de cubierta: Equipo Laberinto

© del texto: José Antonio Baigorri Goñi

© de la presente edición: EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

ISBN: 978-84-1330-904-0

www.edicioneslaberinto.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/>; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


Prólogo

Este es un libro de historia de la filosofía. Pretende lo mismo que el anterior, que se titulaba también La filosofía contada por sus protagonistas: acercar a las aguas cristalinas que son los escritos de los grandes pensadores a lectores no especializados en temas filosóficos. Su objetivo es dar a conocer de manera clara, sencilla y amena las respuestas que dieron a las cuestiones que se plantea la filosofía algunos de los pensadores más importantes de la historia de Occidente.

Los filósofos de los que se ocupa son distintos, pero la técnica que utiliza para hacer accesible su pensamiento es la misma: la entrevista. Se conversa con ellos, virtualmente, claro está, recurriendo a sus escritos y buscando en ellos las contestaciones a las preguntas que se les plantea.

Su publicación en el momento actual nos parece muy adecuada ya que la asignatura de Historia de la Filosofía ha perdido peso con la reforma educativa que se ha puesto en marcha, puesto que ha dejado de ser una asignatura obligatoria para todos los estudiantes de Bachillerato y se ha quedado meramente en una materia troncal —y por lo mismo no obligatoria—, y solo en las modalidades del Bachillerato de Ciencias Sociales y Humanidades. Esto supone que la Historia de la Filosofía ha desaparecido prácticamente del panorama educativo. Las futuras generaciones de estudiantes españoles van a desconocer mayoritariamente quiénes fueron Aristóteles, Descartes, Hume, Kant…

Y este desconocimiento nos parece muy negativo. La Historia de la Filosofía no es una asignatura más; es la historia que nos permite conocer qué es lo que somos y por qué somos precisamente de esa manera. El pensamiento elaborado por los grandes filósofos de nuestra historia se encuentra en la raíz misma de nuestra cultura, en la base de nuestra civilización. Si lo ignoramos, es imposible entender en profundidad quiénes somos y por qué vivimos como lo hacemos, puesto que sus ideas no solo explican las que poseemos nosotros, sino también nuestras instituciones, comportamientos y costumbres.

Las diversas formas que poseemos de entender la felicidad y el placer tienen mucho que ver con las reflexiones de Epicuro, de Aristóteles y de los filósofos utilitaristas. La valoración de la autonomía racional y de la dignidad personal de la que nos enorgullecemos en Occidente no sería la misma sin Descartes o sin Kant. Tampoco la forma de plantearnos la convivencia social, o la existencia de las instituciones que rigen la política en el mundo occidental, se pueden entender sin Locke, sin Rousseau o sin John Rawls. Ni siquiera la organización económica del mundo contemporáneo, y la crítica de la misma, serían comprensibles sin Marx o sin Stuart Mill. Incluso la forma que tenemos de relacionarnos con la divinidad o de negar su existencia se explican en gran manera gracias a las consideraciones de Agustín de Hipona, de Tomás de Aquino o de Nietzsche.

El caudal de ideas y argumentos de estos grandes pensadores —y de otros muchos que no hemos citado— nos ha traído a donde nos encontramos y constituye la base sobre la que pensamos y sobre la que vivimos. De ahí que conocer sus ideas, además de ser una aventura fascinante y un deber de gratitud, es una necesidad inexcusable. Solo podremos ser fieles a nosotros mismos y solo podremos construir un futuro que nos realice humanamente, si somos conscientes de lo que somos y de cómo hemos sido moldeados. En la medida en que conozcamos mejor el pensamiento de estos grandes pensadores, y en la medida en que seamos capaces de enfrentarnos personalmente con sus argumentos, estaremos contribuyendo a enriquecer nuestra razón y a que esta nos permita proyectar un futuro mejor y más humano.

A este enriquecimiento de nuestra razón pretende contribuir este libro.

José Antonio Baigorri Goñi

Epicuro


Conversar con usted virtualmente resulta un tanto problemático ya que sus escritos filosóficos prácticamente han desaparecido y solo se conservan de ellos algunos fragmentos.

Efectivamente. Escribí más de trescientos rollos de papiro, pero se han perdido todos. De mi obra filosófica, únicamente se conservan algunas máximas aisladas y sin contexto alguno. No obstante, me parece que podemos reconstruir mi pensamiento, por lo menos en sus líneas fundamentales, recurriendo a lo que digo en las tres cartas que escribí a amigos míos y que han llegado hasta el presente: la Carta a Meneceo, la Carta a Herodoto y la Carta a Pitocles, y acudiendo, también, a lo que sobre mis ideas han escrito algunos pensadores más cercanos a mí en el tiempo y que tuvieron acceso a mis obras completas. Me refiero en concreto a Diógenes de Laercio y Plutarco, en el mundo griego, y a Cicerón, Séneca y Lucrecio, en el latino.

En ese caso, si le parece, me gustaría que comenzara hablando de su vida, para poder conocer el ambiente en el que surge su pensamiento y así entenderlo mejor.

Con mucho gusto. Nací en el año 342 a. C., en la isla de Samos, en una familia de clase media, pues mi padre era maestro de escuela y mi madre, adivina. A los catorce años me trasladé a la isla de Teos, donde estudié filosofía con un discípulo de Demócrito, y en el año 323 a. C. fui a Atenas para cumplir el servicio militar. Cumplido este, me dediqué durante diez años al estudio de la filosofía y, a continuación, comencé a enseñar primero en Mitilene y después en Lámpsaco. A los treinta y cinco años volví a Atenas, y me propuse formar en mi pensamiento a una serie de fieles seguidores en el amplio jardín de mi casa, lo que ha llevado a que, en ocasiones, se hable de nosotros como los «filósofos del jardín». Viví en esta ciudad hasta mi muerte, que se produjo en el año 270 a. C.

Pero, para poder entender mi pensamiento, más que estos datos que te acabo de proporcionar sobre mi vida, lo que hay que tener presente es lo que estaba ocurriendo en Grecia en esa época.

Si lo considera importante, vamos a ello.

Como ya sabrás, Macedonia era un reino del norte de la Grecia continental que reclamaba para sí orígenes comunes con los demás pueblos griegos, aunque en él se hablaba un dialecto particular y muy diferente del que se utilizaba en el resto de esos pueblos. Poseía, además, una organización política y social distinta de la griega tradicional. De hecho, a los ojos de los griegos, los macedones eran semi-bárbaros y se tenían muchos recelos sobre ellos. Pues bien, este reino, en el último decenio del siglo v a. C., se transformó, con Arkelaos I, en uno de los más poderosos de la zona, capaz de competir incluso con la polis de Atenas. Durante su reinado se multiplicaron los contactos diplomáticos y culturales entre ambas potencias —pese a que mutuamente se temían— y se adoptó en la administración el dialecto ático —el que se hablaba en Atenas— como lengua oficial.

Pero el verdadero poder de Macedonia comenzó con el reinado de Filipo II, alrededor del 357 a. C. Este monarca, convencido de que la solución para los dos problemas más graves que Grecia sufría desde hacía tiempo —la crisis económica y los excedentes demográficos— se encontraba en el vecino continente, trató de unir a los griegos alrededor de esta idea, y con este fin intervino activamente en la complicadísima política de alianzas, traiciones y guerras de toda Grecia.

La muerte de Filipo provocó automáticamente que su hijo y sucesor, Alejandro Magno, heredara el trono. Su programa político tuvo como objetivo mantener la unidad griega, trabajosamente conseguida por su padre, y conquistar el continente asiático. Inició la guerra contra el poderoso enemigo tradicional de las polis griegas: el Imperio persa y, en poco tiempo, afianzó su poder en toda Grecia y conquistó todo el Asia Menor, Egipto, Irán..., llevando los límites de su nuevo imperio hasta el Indo. Pero no se trató solamente de una conquista militar. Al tiempo que respetaba las tradiciones propias de cada región conquistada, Alejandro universalizó la cultura griega —fundamentalmente la ateniense— colonizando con matrimonios mixtos (soldados griegos con mujeres de las tierras conquistadas) y creando ciudades, según el modelo griego, que invitaban al sedentarismo de los pueblos nómadas.

La prematura muerte de Alejandro, en el 323 a. C., a los treinta y tres años, dejó inacabada su obra y, sobre todo, provocó el problema de su sucesión que, evidentemente, no estaba prevista, lo que reavivó las ideas de independencia de las polis griegas, durante tanto tiempo sometidas.

Nos ha narrado, resumida, la historia de una época. ¿Con qué finalidad?

La de hacer comprensible mi pensamiento. Cuando se habla de la filosofía griega normalmente se piensa en Sócrates, en Platón y en Aristóteles. Pero estos grandes pensadores vivieron en una Grecia totalmente distinta a la mía, y solo conociendo esta «nueva Grecia» que a mí me tocó vivir se pueden entender mis preocupaciones y mis reflexiones. Las transformaciones, tanto culturales como sociales y políticas, que sufrió Grecia a finales del siglo iv a. C. fueron radicales. La cultura griega se extendió por todos los territorios conquistados por Alejandro e incorporó a su acervo cuantos elementos encontró dignos de ser asimilados: es lo que se conoce como helenismo. Por otra parte, las ciudades griegas perdieron la posibilidad de gobernarse a sí mismas al quedar integradas en organizaciones políticas más amplias. Sometidas a un poder externo, sus ciudadanos no pudieron ya participar en la toma de decisiones.

La Grecia clásica, con unas polis independientes y prósperas, que disfrutaban de libertad, y con unos pensadores que en su mayoría pertenecían a la clase aristocrática y no tenían necesidad de trabajar para vivir —lo hacían por ellos sus esclavos—, había producido una filosofía que valoraba las «ideas» e infravaloraba lo material; una filosofía que daba más importancia a lo teórico que a lo práctico y que proponía como objetivo de la vida humana la «sabiduría», la «contemplación», un ideal accesible solo a unos pocos, a ellos, a los aristócratas.

Sin embargo, la Grecia que a mí me tocó vivir era una Grecia que había perdido la libertad; una Grecia en la que los ciudadanos ya no podíamos participar en el gobierno de nuestras polis y en la que la convulsión política era la situación habitual. Consecuentemente, la filosofía de mi época siguió unos derroteros muy distintos y se preocupó, sobre todo, por tratar de encontrar un refugio donde guarecerse de la penosa situación en que vivíamos los griegos en ese momento histórico, proponiendo «ideales» fácilmente alcanzables, y accesibles, además, a todos los ciudadanos, y no solo a los aristócratas.

La compleja situación política en la que vivíamos exigió plantearse la función del filosofar de un modo más directo, inmediato y vital, y ocuparse prioritariamente de temas prácticos: sobre todo, de señalar cómo vivir el día a día en ese ambiente ingrato y difícil en el que transcurría nuestra existencia. La filosofía se vio obligada a dar más importancia a los problemas antropológicos y éticos que a los meramente formales o científicos, y a valorar no unos «mundos ideales» —como habían hecho los filósofos de la época clásica— sino el mundo material en el que vivíamos. La filosofía se convirtió, pues, en mi época, en un saber eminentemente práctico que trataba de reflexionar sobre cómo era posible vivir felizmente teniendo presentes los males que nos aquejaban a todos; se convirtió en un instrumento que pretendía ayudarnos a soportar la circunstancia ruinosa en la que nos encontrábamos. El que la filosofía de la época se propusiera este objetivo ha llevado a algunos críticos de tu mundo a calificarla —y pienso que con bastante acierto— de filosofía «consuelo», de filosofía «droga»; buscaba con sus reflexiones señalar el tipo de vida que teníamos que llevar las personas para ser felices aun viviendo en una situación política y social difícil y poco propicia para la felicidad.

De esta manera, la filosofía dejó de ser la tarea de un número reducido de personas ociosas que se dedicaban a ella para satisfacer su curiosidad intelectual o para descubrir y orientar a los demás sobre cómo había que organizar la convivencia en las polis, y se convirtió en un quehacer necesario para todas las personas, independientemente de su edad, sexo o cualquier otra condición, puesto que lo que pretendía era averiguar cómo hay que vivir para ser feliz, y esto es algo que nos atañe y nos interesa a todos. Como digo en mi Carta a Meneceo: Nadie por ser joven dude en filosofar, ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud del alma. El que dice que aún no tiene edad de filosofar o que la edad ya le pasó, es como el que dice que aún no ha llegado o que ya le pasó el momento oportuno para la felicidad.

Me parece que ha quedado clara la importancia de conocer, aunque sea someramente, la Grecia que le tocó vivir para poder entender la filosofía de su época en general y su pensamiento en particular, así que, si le parece, podemos empezar a hablar de usted.

Con mucho gusto. La preocupación fundamental de mi filosofía, como no podía ser de otra manera, se encuentra claramente en la línea de lo que acabamos de decir. Para mí la filosofía es eminentemente práctica y su finalidad es orientar al ser humano sobre cómo llevar una vida feliz. Y, en mi opinión, esto es algo que solo se puede conseguir viviendo placenteramente, disfrutando del placer. Si el ser humano quiere llevar una «vida buena», una vida feliz, el objetivo de su vida no puede ser otro que disfrutar del placer. El placer es principio y culminación de la vida feliz. Al placer, en efecto, reconocemos como el bien primero, connatural a nosotros; de él partimos para toda elección y rechazo…

Luego el calificativo de «hedonista» que se da normalmente a su filosofía es correcto, ya que para usted el placer es el objetivo de la existencia humana, y, en griego, el término que se usa para hacer referencia a él es «hedoné».

Efectivamente. La reflexión sobre cómo disfrutar del placer es el núcleo central de mi filosofía y, precisamente por eso, uno de los temas que más me preocupó fue explicar la situación vital en la que tenemos que encontrarnos las personas para poder disfrutar de una vida placentera. Porque no todas las situaciones vitales en las que nos podemos encontrar los humanos permiten gozar igualmente del placer. Si alguien, por ejemplo, se encuentra atenazado por el miedo no puede vivir placenteramente por mucho que lo intente. El miedo es la losa más pesada, el obstáculo más serio para poder disfrutar del placer.

Este es el motivo por el que mi filosofía se ocupa en primer lugar de eliminar los posibles miedos que nos pueden atemorizar a los humanos. Solo cuando nos hayamos liberado de esos miedos podremos alcanzar una situación vital que nos permita disfrutar del placer. Y creo que estarás de acuerdo conmigo —puesto que los humanos somos todos muy parecidos aunque los mundos en que vivamos sean diferentes— en que los miedos que nos pueden amedrentar acostumbran a provenir fundamentalmente de tres fuentes: de los dioses, de la muerte y del destino.

De los dioses, porque estos seres, al tener más poder que nosotros, pueden hacer que nuestra vida nos resulte agradable o penosa, según les apetezca: pueden hacer que disfrutemos de salud, de fortuna, de compañía agradable o todo lo contrario, según deseen. Al tener ellos tanto poder, somos como marionetas en sus manos y estamos a merced de sus caprichos. De la muerte, porque es inevitable y nos puede llegar en cualquier momento. Además, porque puede ser que nos cause un gran sufrimiento. Por otra parte, no sabemos lo que nos va a pasar una vez que hayamos fallecido: podemos ser premiados o castigados por cómo hayamos vivido. Y del destino, porque no tenemos forma de saber qué es lo que nos depara. Nos encontramos sometidos a él y puede ser que nos tenga preparado un porvenir gratificante o frustrante, sin que podamos hacer nada por cambiarlo.

Si los humanos pensamos de esta manera, si estamos sometidos a estos miedos es imposible que podamos disfrutar del placer. Estaremos preocupados por tratar de comportarnos de manera que los dioses adopten una actitud favorable hacia nosotros; trataremos de no pensar en la muerte para no angustiarnos por el sufrimiento que nos pueda suponer, y procuraremos vivir de modo que no tengamos que ser castigados después de muertos; también, haremos todo lo posible por tratar de conocer nuestro destino y por conseguir que nos sea propicio.

Sin embargo, no hay que tener miedo ni a los dioses, ni a la muerte, ni al destino.

No sé si los términos que yo utilizaría para hablar de los miedos que nos pueden atemorizar a los humanos son los que usted ha usado pero, sin duda alguna, los que usted ha señalado son claramente un obstáculo muy serio para poder vivir placenteramente. Ahora bien, ¿cuáles son los motivos por los que no hay que tener miedo ni a los dioses, ni a la muerte, ni al destino?

Vamos por partes. Los dioses existen y la creencia en su existencia es natural y universal, lo que supone, además, la mejor prueba de su existencia. De los dioses emanan unos efluvios muy pequeños que penetran, no en nuestros órganos corporales, sino directamente en nuestra mente, por su mayor sutilidad, y precisamente por eso sabemos de su existencia. Pero, aunque existen, no tiene sentido tenerles miedo, porque no pueden actuar ni sobre el mundo natural ni sobre nosotros, los humanos. Los dioses son absolutamente «indiferentes» y están libres de toda perturbación o pasión. Nada de este mundo les incumbe ni les afecta y, por lo mismo, como no se ocupan de los humanos, los humanos tampoco tenemos que ocuparnos de ellos.

A los dioses no hay, pues, que tenerles miedo, porque no solo no intervienen en nuestras vidas, sino que ni siquiera saben que existimos. Los dioses habitan en su mundo y llevan en él una vida feliz, sin tener siquiera noticias nuestras, ni de nuestro mundo, ya que simplemente el mero hecho de contemplar nuestra condición imperfecta iría en detrimento de su felicidad. Es cierto que hay personas que piensan que los dioses son necesarios para explicar el mundo en el que vivimos y lo que en él acontece, pero no es así. En el mundo no hay más que átomos materiales que chocan entre sí, y el mundo, y lo que en él ocurre, se explica por los átomos y por las leyes que rigen su movimiento, sin necesidad de recurrir a los dioses.

¿Lo que acaba de afirmar significa que posee también una concepción propia del Universo?

Sí. Escribí varios tratados sobre física, aunque se han perdido todos ellos, por lo que, para reconstruir mi pensamiento acerca de este tema, es imprescindible, más que en ningún otro, recurrir a lo que sobre él han dicho pensadores cercanos a mí en el tiempo y que conocieron mis obras. El poema De rerum natura de Lucrecio nos puede servir de gran ayuda.

Mi visión de la naturaleza es de carácter materialista y está basada en el atomismo de Leucipo y Demócrito. Su afirmación fundamental es que nada viene de la nada y nada torna a la nada. El Universo ha existido siempre y siempre existirá. No hay un origen a partir del caos o un momento inicial del Universo. Tal como se puede leer en mi Carta a Herodoto: el todo fue siempre tal como ahora es, y siempre será igual. El Universo es, pues, «eterno» y, además de eterno, «infinito», ya que si fuera finito tendría una extremidad, un final, y habría que concebirlo con relación a algo exterior, que no puede darse si el Universo es el todo.

El Universo está formado por los «cuerpos» y por el «espacio vacío». La existencia de los cuerpos, que se encuentran además en movimiento, la conocemos por las sensaciones. De la existencia del espacio vacío no tenemos sensaciones, pero es una necesidad, ya que si no existiera, los cuerpos no podrían moverse. Sin vacío no hay movimiento, y por vacío hay que entender el espacio enteramente privado de solidez: lo que no es por oposición a lo que es, como decía Demócrito.

En los cuerpos hay que distinguir, por un lado, los elementos que los componen y, por otro, el compuesto o resultado de la mezcla de esos elementos, que son propiamente los cuerpos. Los cuerpos tienen, pues, un comienzo y desaparecen con el paso del tiempo, pero los elementos que los constituyen ni se crean ni se destruyen: no han tenido un origen ni van a desaparecer, y permanecen siempre idénticos a sí mismos. Como, además, no se pueden dividir, su nombre más apropiado es «átomos». Los átomos son todos cualitativamente iguales y difieren solo cuantitativamente: en tamaño, forma, peso y posición. Su número, aunque no es infinito, en la práctica sí lo es, pues es tan grande que no se puede conocer.

Los átomos, por otra parte, están en movimiento; movimiento que ha existido siempre y que les es connatural. Todos se mueven a la misma velocidad, rápidos como el pensamiento, y de arriba abajo debido a su peso. Pero, además de este movimiento de arriba abajo, los átomos modifican, en ocasiones de forma totalmente imprevista, la dirección de su movimiento —es lo que yo llamo declinación— y chocan unos con otros, dando así origen a los cuerpos. A lo largo de toda la eternidad, los átomos han tropezado de miles de maneras, constituyendo cientos de combinaciones distintas, una de las cuales es aquella en la que os encontráis viviendo vosotros, o aquella en la que yo viví.

El único principio creador de la naturaleza es, por tanto, la naturaleza misma, y las cosas resultan «mecánicamente» del concurso de los átomos que se encuentran por azar. Los dioses ni poseen relación alguna con la naturaleza, ni son necesarios para explicarla. En la naturaleza solo existen átomos materiales en movimiento y lo que esto lleva consigo: choque y presión.

Al hablar de que los cuerpos que constituyen la naturaleza se forman por los choques de átomos, ¿incluye también entre esos cuerpos al ser humano?

Naturalmente. Es verdad que los seres humanos, además de cuerpo, poseemos alma, pero el alma es tan material como el cuerpo y, lo mismo que él, está compuesta solo de átomos. La única diferencia entre el cuerpo y el alma radica en que los átomos que componen el alma son más sutiles que los del cuerpo. Precisamente por eso el alma es el principio de la sensibilidad. Al ser un cuerpo más sutil, el alma experimenta la influencia de los cuerpos exteriores, de lo que resultan las sensaciones.

Ha afirmado que el conocimiento se debe a la influencia de los cuerpos sobre el alma. ¿En qué consiste esa influencia? ¿Posee también una teoría del conocimiento?

Claro que sí, y aunque tampoco se conservan las obras en las que la desarrollé, la podemos reconstruir gracias a los testimonios de los pensadores que tuvieron acceso a ellas, especialmente en este caso, a través de Diógenes Laercio.

Los cuerpos emiten continuamente unas emanaciones muy sutiles que se mueven a gran velocidad y, cuando impactan con el alma del sujeto humano, producen en ella las sensaciones, que proporcionan un conocimiento del objeto tal como este es, puesto que las emanaciones tienen la misma forma del objeto del que emanan. Las sensaciones son, pues, al mismo tiempo, la fuente y el criterio de verdad de todo conocimiento.

Las sensaciones se graban en la memoria y dan origen a las ideas generales, a los conceptos, que no son otra cosa que la asociación del contenido común de múltiples sensaciones diferentes, y no pueden hacernos conocer nada distinto a las realidades que nos producen esas sensaciones. Para que las sensaciones se conviertan en base adecuada de conocimiento, es preciso que estén dotadas de una claridad suficiente. Y lo mismo tiene que ocurrir con las ideas generales. De otro modo, es decir, si no poseen suficiente claridad, nos pueden conducir al error.

En ocasiones, hacemos suposiciones, o, lo que es lo mismo, interpretamos nuestras sensaciones —en esto consiste el razonar—, que únicamente son verdaderas en el caso de que se produzcan sensaciones que las confirmen. El error proviene de interpretar las sensaciones equivocadamente.

Además de las sensaciones, de las ideas generales y de las suposiciones, existen las proyecciones imaginativas, por las cuales podemos concebir o inferir la existencia de elementos, como el vacío, del que ya hemos hablado, aunque este no sea captado por los sentidos.

Veo que posee una visión del Universo materialista y una teoría del conocimiento de carácter sensista —puesto que sitúa en la sensación la base del conocimiento y el único criterio de verdad del mismo—, y que con ambas explica por qué no hay que tener miedo a los dioses. Los dioses no intervienen en el Universo ni en la vida de los humanos, y ni siquiera tienen la posibilidad de hacerlo. Ahora bien, ¿qué ocurre con el miedo a la muerte?, ¿por qué no hay que temer a la muerte?

Pues porque no tiene sentido alguno. En primer lugar, porque la muerte no duele; el hecho de morir no puede causar sufrimiento alguno. Para que algo pueda doler es preciso tener sensibilidad, y la muerte es precisamente la pérdida de la sensibilidad, por lo que es imposible que duela. Cuando morimos, nuestra alma, que es el elemento que nos hace sentir, se desintegra, desaparece, por lo que, si no tenemos sensibilidad, no podemos sentir nada. En una frase de la Carta a Meneceo que puede parecer un juego de palabras, pero que refleja perfectamente la realidad, afirmo: mientras somos, la muerte no es; cuando la muerte es, nosotros ya no somos.

Y, en segundo lugar, porque con la muerte desaparecen tanto el alma como el cuerpo, y no queda nada que pueda ser premiado o castigado. No existimos más que mientras vivimos en este mundo. Aunque los átomos que forman el alma humana son más sutiles que los del cuerpo, y aunque el alma es principio de sensibilidad, es tan material como el cuerpo. Por eso, cuando llega la muerte del ser humano, al no poseer el alma un organismo envolvente en el que poder desplegar su actividad, se descompone y desaparece igual que el cuerpo. No hay, pues, otra vida después de esta en la que se nos pueda premiar o castigar.

Y ¿al destino?, ¿por qué no hay que tener miedo al destino?

Porque no existe, porque nuestra vida no está escrita de antemano. Los átomos que componen el Universo se mueven de arriba abajo, pero, en ocasiones, y de forma totalmente imprevista, modifican la dirección de su movimiento —declinan— e impiden de esta manera que la cadena de causas se prolongue hasta el infinito, y que todo lo que ocurra en el Universo ocurra necesariamente como defendían en mi época los estoicos. No está todo escrito. La necesidad no lo domina todo. El azar forma parte esencial de la vida del Universo.

Además, la declinación de los átomos no solo da cabida al azar en el desarrollo del Universo, sino que también posibilita la libertad humana. Los seres humanos somos libres y somos, por lo mismo, dueños de nuestro destino. Nuestro futuro no está determinado por el fatum, no está condicionado de antemano por unas leyes que se cumplen inexorablemente, sino que, en gran medida, el futuro está en nuestras manos. Frente a los que consideran que el destino es el señor absoluto de todas las cosas, yo pienso que hay cosas que suceden por necesidad, otras casualmente y otras dependen de nosotros (…), nuestra voluntad es libre, y, por ello, digna de merecer repulsa o alabanza, como afirmo en la Carta a Meneceo.

Bien, vamos a dar por supuesto que con sus reflexiones ha conseguido que nos encontremos en una situación vital que nos puede permitir disfrutar del placer, al liberarnos de los miedos que nos impedían poder hacerlo, ¿cómo propone que tenemos que vivir para que nuestra existencia sea placentera, puesto que ha dejado muy claro que este es el objetivo de la vida humana?

Entramos en la parte más importante de mis reflexiones, en la ética, y, como acabas de recordar tú mismo: el placer es el principio y el fin de la vida feliz.Lo moralmente bueno es buscar el placer. Es «bueno» lo que nos gratifica, lo que nos da placer, y por el contrario, es «malo» lo que nos proporciona dolor. El fin último y supremo de la vida humana es lograr el placer y evitar el dolor.

De todos modos, la palabra «placer» no debe confundirnos. Cuando propongo que hay que vivir para disfrutar del placer no estoy promoviendo una vida de desenfreno, ni una búsqueda irracional del placer, como se ha afirmado en muchas ocasiones cuando se ha querido desvirtuar mi pensamiento. Lo que propongo es que los humanos tenemos que tratar por todos los medios de buscar la imperturbabilidad, la paz del alma, la ataraxia, en griego, puesto que solo la imperturbabilidad del alma, sobre todo si va acompañada de la salud del cuerpo, es la que nos proporciona una vida feliz.

Para explicar en qué consiste y cómo se consigue la imperturbabilidad del alma, voy a utilizar unos términos y unos ejemplos, más propios de tu época que de la mía, convencido de que no solo no traicionan mi pensamiento, sino que lo hacen más comprensible.

399
683,89 ₽
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297 стр. 13 иллюстраций
ISBN:
9788413309040
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Правообладатель:
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