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Título:

Victoria

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

© De la traducción: Javier Calvo

Copyright © James Lasdun 2019

Original title Victory

Primera edición: Jonathan Cape 2019 || Primera edición con Vintage en 2020

Gloria emplumada fue publicada en París Review en la primavera de 2015

Primera edición: 2020

Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-43-0

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

comunicacion.deconatus@deconatus.com

ÍNDICE

GLORIA EMPLUMADA

LA SIESTA DE UN FAUNO

Primera parte

Segunda parte


1

El tren paró en la silenciosa estación del margen del río. Se apeó un hombre corpulento cargando con una maleta desvencijada. Estaba solo, un hecho que observó con perplejidad la persona que lo esperaba en el andén.

—¿No viene Audrey?

—Me temo que no.

—¿Por qué?

El hombre corpulento suspiró.

—Me he ido de casa.

—¡Oh, Victor!

—Te lo cuento en el coche.

—¿Por qué no nos has llamado?

—Déjame fumarme uno de éstos, Richard.

Victor había sacado de su cajetilla un puro pequeño, un purito, y mientras el tren arrancaba con una sacudida, se quedó allí de pie inhalando el tabaco de aroma intenso y su anfitrión del fin de semana, Richard Timmerman, se dedicó a esperar con paciencia a su lado.

Los dos eran viejos amigos. Habían crecido en el mismo pueblo de Massachusetts y no habían perdido la amistad a pesar de haber seguido derroteros distintos en sus vidas adultas. Ahora Richard dirigía una escuela primaria privada en Aurelia, a unas cien millas al norte de Nueva York, mientras Victor, que vivía en Manhattan, en el Lower East Side, se ganaba la vida como podía con el periodismo musical –escribiendo principalmente sobre alguna modalidad de jazz desconocido– y llevaba la vida desordenada y cada vez más deprimente –o eso pensaba para sus adentros Richard– del bohemio maduro.

Recientemente, sin embargo, Victor se había casado. Audrey, su mujer, era quince años más joven que él: ejecutiva de una compañía de moda, muy chic y guapa y eficiente. Victor parecía atraer a aquella clase de mujeres. Richard suponía que lo veían como un desafío; un guante que alguien les arrojaba a sus poderes de limpieza y orden redentor. Pocas duraban más que un par de meses, sin embargo, y aunque Richard se había alegrado de oír que esta tenía planeado no aflojar en su empeño, no había dejado de estar receloso. Y ahora parecía que sus miedos se habían visto justificados.

La historia que le contó Victor en el coche era brutalmente simple. Había conocido a otra mujer. Habían decidido que no podían vivir el uno sin el otro. Victor había abandonado a Audrey y a la bebé que tenían y había alquilado un apartamento donde la nueva mujer, Oxana, se iba a reunir con él en cuanto le diera la noticia a su marido, que estaba en Asia de viaje de negocios.

—¿Y ya está?

—Ya está.

—Dios mío, Victor. ¿Y qué dice de esto Audrey?

—Está destrozada.

—¡No me extraña! Tú tampoco pareces demasiado contento.

Victor apartó la vista y no dijo nada.

Sara, la mujer de Richard, ya tenía el almuerzo listo cuando llegaron a la casa. No hizo ningún comentario sobre la ausencia de Audrey y del bebé; se limitó a mirar con cara interrogativa a Richard mientras Victor subía su maleta al dormitorio de invitados. Richard le explicó la situación.

—Qué lástima –dijo ella–. Me caía bien Audrey.

Quitó un cubierto de la mesa del comedor y se llevó la vieja trona con respaldo de barrotes que había sacado para el bebé. Daniel, su hijo de diez años, llenó la jarra del agua y los tres se quedaron sentados, esperando a que su invitado reapareciera.

Quince minutos más tarde todavía no había bajado. Richard lo llamó desde las escaleras. Como no recibió respuesta, subió y se encontró a Victor dormido, despatarrado sobre la cama trineo con los zapatos puestos y babeando por la comisura de la boca sobre la colcha de anticuario.

Durmió hasta última hora de la tarde y luego bajó con peor aspecto que antes: los ojos inyectados en sangre, la cara llena de manchas rojas y rosadas.

—¿Te encuentras bien, Victor? Físicamente, quiero decir –le preguntó Richard.

—Estoy bien. ¿Ya se me permite tomar una copa, o siguen en vigor las nuevas reglas?

Aquello era obviamente una alusión a su última visita, cuando Richard, en un esfuerzo para evitar que el beber se saliera de madre, le había dicho que Sara y él normalmente no empezaban hasta las seis de la tarde. También le había pedido a Victor que no fumara en casa porque el olor se quedaba en los tapices de Sara. En aquel momento no había parecido que a Victor le molestara, así que su tono cáustico de ahora sorprendió a Richard.

—Por supuesto que puedes tomar una copa.

Le sirvió un whisky a su amigo.

—Cenemos fuera –dijo de forma impulsiva, dándole el vaso–. Los dos solos. A Sara no le importará. O sea, lo entenderá.

Victor se animó una pizca:

—Estoy sin blanca…

—No te preocupes.

Fueron en coche al Millstream, un restaurante de las afueras del pueblo que tenía unos reservados tranquilos con revestimiento de madera.

—Muy bien –dijo Richard después de que pidieran–, ahora cuéntame toda la historia otra vez, desde el principio.

—Ya te la he contado.

—Sí, pero algo no encaja. Te has enamorado locamente de otra mujer. Y estás a punto de irte a vivir con ella. Entonces, ¿por qué eres tan infeliz?

Victor se encogió de hombros y miró a otra parte.

—Quieres volver, ¿no?

—¿Qué?

—¿Quieres volver con Audrey?

—No.

—Porque es lo que me parece. Que quieres volver con ella, pero ella no te deja.

—Pues te equivocas.

—¿Seguro?

—No seas pesado, Richard.

Llegó su cena.

—Escucha –dijo Richard–. No tenía planeado soltarte un sermón, pero me pregunto si no será eso lo que quieres que haga.

Victor se secó los labios con la servilleta.

—Me puedes soltar un sermón.

—Muy bien. Mira. Ya tienes cincuenta años.

—Casi.

—Casi. Te has pasado la vida entera yendo de mujer en mujer. A todas las dejas o últimamente te dejan ellas a ti. ¿Verdad?

—Verdad.

—En cualquier caso, en cuanto te quedas solo eres infeliz y te pones de inmediato a buscar otra nueva. Y ahora por fin has encontrado a una a la que quieres, Audrey, quiero decir, que por un milagro parece capaz de soportarte. Es atractiva, lista, cariñosa y le duran los trabajos… Te casas con ella, tenéis una niña juntos… ¿Y entonces vas y la dejas? Aparte de todo lo demás, ¿qué posibilidades hay de que la cosa vaya a funcionar a largo plazo con esa tal… Oxana? Sé que no puedo hablar por experiencia, pero debe de ser toda una negociación a nuestra edad montar una casa con alguien nuevo. Hay que incluir en el tratado toda clase de pequeñas manías, ¿no? Los pequeños detalles en letra pequeña del roncar, de los hábitos en el cuarto de baño, esas cosas. Y ahora vas a pasar por todo eso… ¿para qué? La única cosa en la que se puede confiar es la ley de los rendimientos decrecientes. Y lo sabes…

Siguió un buen rato con ese tema. Victor lo escuchó sin decir nada. Parecía absorber sus palabras como un niño castigado y penitente. Pero cuando terminó, le dirigió una mirada de impasividad tan llena de curiosidad que Richard se preguntó si lo habría ofendido sin darse cuenta. Aunque sus grandes rasgos se relajaron en una sonrisa, había cierta altivez en ella.

—No está mal –dijo Victor–. Has tenido broncas mejores, pero no está mal.

De madrugada a Richard lo despertaron unos ruidos procedentes de la parte de atrás de la casa. Cuando bajó a investigar, se encontró a Victor tirado en el umbral del porche, con la cabeza apoyada en el escalón de piedra de fuera, un purito en la boca y la botella de whisky a su lado en el suelo. Estaba soltando un gemido por lo bajo y, cuando se dio la vuelta, vio que estaba llorando.

—¡Vic! ¡Por el amor de Dios! Dime qué está pasando.

Victor soltó un quejido ronco y fuerte, como si fuera un animal dolorido. Richard lo ayudó a ponerse de pie y aplastó el purito con el pie en el escalón. Sosteniéndolo con cuidado, lo llevó hasta la sala de estar y lo sentó en el sofá.

—Pero venga. Me lo tienes que contar o no te puedo ayudar.

—Joder, Richard, ¿pero es que no está claro?

—¿El qué?

—¿No lo adivinas?

—No. ¡Dímelo!

—Me ha dejado.

—¿Audrey?

—No, memo. Oxana. Al volver su marido de China. En vez de dejarlo a él, me ha dejado a mí. Ha cambiado de canción por completo. No me contesta los e-mails. Es para partirse de risa, ¿no?

—No estoy sonriendo. Estoy… Escucha, Audrey está dispuesta a dejarte que vuelvas, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, pues entonces no has perdido nada. Vuelve. Empieza otra vez. Intenta encauzarlo todo de nuevo.

Victor parpadeó.

—Pero es que yo quiero a Oxana.

Richard intentó mantener la exasperación fuera de su voz.

—Sí, pero… no puedes tenerla. O sea que…

A Victor se le llenaron los ojos de lágrimas. Y sin embargo, a Richard le costaba empatizar con él: su sufrimiento le parecía perverso, infantil, autoinfligido y completamente innecesario.

Se puso de pie.

—Venga. Vamos a dormir un rato. Ya hablaremos mañana.

A la mañana siguiente se despertó con la sensación de haber sido un poco duro con Victor. Por su experiencia en las aulas, sabía que los consejos eran más fáciles de tragar cuando el que los daba mostraba cierta complicidad con el malhechor: deseos comunes; compartir la misma defectibilidad humana.

Aquella tarde se llevó a Victor a dar un paseo por el camino que iba al bosque desde el final de su calle. Ya casi era abril; todavía no había hojas ni flores, pero la nieve ya se había derretido y el olor a primavera subía del lecho del bosque.

—Una vez tuve una experiencia parecida a la tuya –empezó a decir Richard–. No fue lo mismo, porque no estaba casado, pero sí fue parecido. No te la conté por entonces porque, francamente, me daba demasiada vergüenza.

Victor soltó un gruñido de interés educado.

—Fue cuando estaba en el Ryden College, formando a maestros. Llevaba un año viviendo con Sara y habíamos decidido casarnos aquel otoño, después de que ella terminara sus clases textiles. Yo estaba muy enamorado de ella, igual que tú y Audrey; eso no cambió para nada. Pero hubo una estudiante que me cogió por sorpresa. No era de las mías, ni siquiera de la licenciatura, pero era una estudiante, a fin de cuentas. Era de Irlanda, de Cork. Francesca Sullivan. Quería ser profesora de música. Tenía una voz encantadora, tocaba toda clase de instrumentos… el salterio, la flauta, la mandolina. Por aquella época yo todavía tocaba la guitarra y nos conocimos a través de un grupo que se juntaba un par de noches por semana para tocar folk y bluegrass. Era extremadamente cariñosa y alegre, siempre estaba riendo, haciendo bromas y burlándose de sí misma. Me parecía muy atractiva, y en aquella época supongo que todavía tenía el instinto de intentar impresionar a cualquier mujer atractiva que entrara en mi órbita.

De manera que eso hice, y quizás porque no había mucha competencia, o porque estaba sola en Nueva York, o quizás, Dios sabe, porque realmente me encontró atractivo, mi intento funcionó, aunque con un efecto mucho más poderoso sobre de lo que yo había previsto. Antes de darme cuenta, ya estaba medio enamorado de ella. Le había hablado de Sara y eso había servido de freno, aunque también era una tapa bajo la cual podían bullir a fuego lento y en silencio toda clase de sentimientos ilícitos. Empezamos simplemente yendo juntos al metro, luego empezamos a coger el mismo tren hacia el sur, aunque eso significara que uno de nosotros tenía que hacer transbordo, después empezamos a pillar algún que otro café o bebida.

Una tarde la acompañé en el tren hasta su parada. Fuimos a un bar y mientras estábamos sentados el uno delante del otro me di cuenta de que había empezado a acariciarle el pelo. O sea, como si fuera algo normal que yo hacía. Tenía un pelo largo y castaño precioso, muy tupido y rebelde, y yo simplemente estaba metiéndole los dedos por entre la melena sin darme cuenta hasta que se echó a reír. Y un momento más tarde ya nos estábamos besando como una pareja de adolescentes…

A finales del semestre se volvió a Cork para pasar el verano con su familia. Todavía no nos habíamos, ya sabes, acostado juntos, y nos dijimos a nosotros mismos que la separación nos iría bien; nos obligaría a pensar en lo que realmente significábamos para el otro, y durante unos días me volví a sentir casi cuerdo. Pero entonces me mandó una carta, una carta de verdad, donde decía, entre otras cosas, que me estaba echando de menos más de lo que se había esperado, y empecé a añorarla con una intensidad que no había sentido antes. No me la podía sacar de la cabeza ni un segundo del día. Su melena, su aroma, su voz, su cara, su boca… Empecé a escabullirme del apartamento mientras Sara dormía para llamarla desde cabinas telefónicas. Nunca había sentido nada parecido en mi vida, ni por Sara ni por nadie más. No era exactamente placentero, pero sí extremadamente intenso.

Hice algo que no debería haber hecho, aunque para ser justo conmigo mismo, apenas fui consciente de hacerlo. En una de nuestras llamadas telefónicas le mencioné que Sara se marchaba una semana de la ciudad. Le dije a Francesca que tenía la fantasía de pasar aquella semana con ella, de alquilar un coche y de salir de la ciudad para ir adonde fuera, alojándonos en moteles… No lo dije a modo de invitación: simplemente estaba expresando cómo me sentía. Pero la mañana después de que Sara se marchara, sonó el teléfono y oí que la voz de Francesca me decía: “Hola. Soy yo. Estoy en Nueva York”. ¡Había volado desde Irlanda! Me quedé estupefacto. Nunca me había considerado alguien que tuviera un efecto así en las mujeres. ¡Pero allí estaba!

—Descansemos un momento –dijo Victor, jadeando por culpa de la subida.

Habían llegado a un claro del bosque donde antaño había una granja. Los excursionistas que pasaban por allí habían colocado unas losas de basalto azul de los antiguos cimientos para que formaran un par de asientos parecidos a tronos. Victor se sentó en uno y ladeó la cabeza bajo un haz de luz del sol. Richard se sentó a su lado y se remetió el dobladillo de la chaqueta entre el cuerpo y la piedra fría.

—Continúa.

—Bueno. Pasamos el día en su habitación de hotel consumando nuestra aventura y fue todo lo que podía ser. Ni siquiera me sentí culpable, por extraño que parezca. Me encontraba en un estado de, no sé, euforia, o…

—Estabas follando.

—Bueno, fue más que eso. Pero aquella noche, cuando salimos a cenar, mis sentimientos cambiaron de golpe. Todavía me acuerdo del momento exacto: fue cuando vino el camarero y nos encendió la vela de la mesa. Algo pisó el freno dentro de mí. Intenté esconderlo, pero para el final de la cena ya me había dado cuenta de que estaba cometiendo una grave equivocación. Me sentí terrible. Había una mujer preciosa mirándome con adoración desde el otro lado de la mesa, pero yo sólo podía pensar en cómo podía volver a mi apartamento, solo, lo más deprisa que pudiera. De alguna manera la idea de pasar la noche con Francesca me pareció una traición mucho mayor a Sara que lo que ya había pasado. O por lo menos me las apañé para convencerme de que si no pasaba la noche con ella todavía podría salvar algo de mi relación con Sara. Así pues…

—¿Qué?

—La acompañé a su hotel y luego… le dije que no iba a funcionar.

—¡No!

—Pero también lo hice por ella. Yo pertenecía a otro mundo, Victor. Ella era joven y no estaba en absoluto preparada para asentarse, independientemente de que se diera cuenta o no, y mi idea nunca había sido tirar a la basura todo lo que tenía con Sara por echar una cana al aire. Parece una reacción calculadora, pero fue puramente emocional. Yo no era el hombre adecuado para aquella mujer; lo vi muy claramente de golpe, por mucho que ella no lo viera.

—¡Eres de lo que no hay, Richard!

—Lo que hice fue atroz de principio a fin. Lo sé. Por eso no te lo conté cuando pasó. Y ella, como es comprensible, no se lo tomó nada bien. Se puso furiosa de verdad. No gritó ni chilló, pero hubo amargura de verdad. Completamente merecida por mi parte. Pero eso fue todo, básicamente. Aquel verano me ofrecieron el trabajo aquí. Dejé el Ryden College y nunca volví a saber nada de Francesca. Sara y yo nos casamos aquel otoño. Y es algo de lo que no me he arrepentido nunca. Ni un segundo. Y por eso te lo estoy contando ahora.

Victor frunció el ceño.

—Pues no veo la conexión.

—Es la misma situación.

—No. Es lo contrario de lo que ha pasado con Oxana y conmigo. Me ha dejado ella. Si no me hubiera dejado, me habría quedado sin importarme el hecho de si era el hombre adecuado o no. No tengo ese instinto tuyo de sacrificio personal. Ni siquiera es una situación comparable.

—Bueno, pero podría serlo.

—¿Cómo?

—Si te hubieras permitido estar satisfecho con lo que tenías. Una mujer encantadora, una casa, una criatura. No hay nada mejor en la vida que eso, Vic. Créeme. ¿Para qué tirarlo por la borda?

Victor no dijo nada. Había regresado a su cara la expresión melancólica. El sol se estaba poniendo por detrás de las montañas. A la sombra, los muros en ruinas de la granja se fundieron con los cascotes de roca y el derrubio con el que se habían construido. Del viejo sótano crecían unos árboles grises y flacos, que serpenteaban por encima de las hierbas y la maleza como si fueran volutas de humo solidificadas.

Richard se levantó del frío asiento de piedra con la vaga sensación de que iba a arrepentirse de haber contado aquella historia.

—Bueno –dijo–. Supongo que es hora de acompañarte al tren.


Sara, la esposa de Richard, se había quedado huérfana a los siete años después de que un camión derrapara en una carretera helada de Michigan estrellándose contra el coche de sus padres, que estaban volviendo a casa de una cena de la iglesia. Unos parientes lejanos –una pareja de cincuenta y tantos– la habían adoptado y se la habían llevado a su casa en el campo de Minnesota, donde tenían un negocio de venta de suministros de jardinería por correo. A los dieciséis años, cuando la escuela local demostró que ya no podía satisfacer sus necesidades, la mandaron a vivir con otros parientes de Scarsdale: un podólogo y su mujer, en cuyo tranquilo hogar se licenció de la secundaria y se pasó varios años asistiendo primero a la Parsons y luego a la Cooper Union.

Todas sus parejas de padres de acogida la habían tratado con amabilidad y habían atendido a sus necesidades como si hubiera sido hija suya. A la mancha indeleble de tristeza que le había dejado su desgracia se le contraponía la sensación de que importaba a alguien, y esa combinación peculiar contribuyó a determinar cierta noción inconsciente que ya de joven se había formado de su propia existencia: la idea de sí misma como alguien que estaba a cargo de otra gente; una noción de cuál era su lugar en el mundo en la que se juntaban dos elementos básicos: el hecho de ser querida y el hecho de ser pasada de mano en mano. Había pertenecido a sus padres en Sioux City, luego a los Gardiner en Minneapolis, luego a los Bence en Scarsdale… Y pocos meses después de conocer a Richard, había pasado a ser de Richard.

A la hora de ponerse en manos de él, a Sara no la había movido tanto una pasión abrumadora como la certidumbre enérgica que mostraba Richard de que ella era la persona con la que se tenía que casar. No es que ella no se hubiera considerado enamorada, al contrario, pero nunca le había dado demasiada importancia a sus propios sentimientos, y fue sobre todo en deferencia a la visión que Richard presentaba –aquella visión de un esquema claro de las cosas en el que se había creado un sitio para ella– que Sara se había transferido a sí misma, por así decirlo, a manos de él.

En el momento de irse a vivir con Richard, estaba terminando un máster en diseño textil y ya tenía un trabajo esperándola en una empresa de Long Island City. Richard estaba haciendo unos cursos de formación de maestros en el Ryden College. Sara había sabido que se trataba de una simple fase temporal de su carrera –parte de un plan mayor– pero aun así le había sorprendido la forma abrupta en que Richard había decidido dejar la universidad pocos meses antes de la boda. Y se había quedado todavía más sorprendida cuando, poco después, él le había preguntado qué le parecía la idea de mudarse a un pueblecito del norte del estado donde le habían ofrecido el cargo de director de una escuela privada que estaba atravesando un mal momento. A pesar del trabajo que le esperaba en Queens, y del hecho de que nunca había tenido ningún deseo particular de vivir en el campo, había aceptado sin dudarlo.

A su manera cuidadosa y práctica, había sopesado sus opciones y había decidido ponerse a tejer. Richard tenía los ingresos suficientes como para que los dos vivieran con comodidad, pero a ella no le gustaba la idea de no ganar dinero. Se había hecho construir un pequeño estudio al lado de la casa que habían comprado, había instalado un telar y había empezado a producir alfombras y tapices para venderlos en ferias de artesanía y tiendas locales. Al elegir aquella nueva ocupación, había tenido en mente algo que fuera compatible con cuidar de una criatura, y tres años más tarde, después de que naciera Daniel, resultó ser así. De bebé, Daniel había dormido, mamado y jugado con bolas de lana en el estudio donde trabajaba su madre. De niño le había hecho compañía mientras ella se sentaba en los tenderetes a vender sus piezas o hacía la ronda por las granjas donde se criaba a los distintos animales exóticos –llamas, vicuñas, ovejas merinas– cuya lana usaba. Ya desde el principio el aspecto social de su trabajo le había resultado a Sara más interesante que el hecho en sí de tejer. Sentía una curiosidad real por los demás, y disfrutaba del contacto con los granjeros y con los otros artesanos a los que tenía ocasión de conocer. Por retraída que fuera, se dio cuenta de que la gente le terminaba cogiendo apego si pasaba el tiempo suficiente en su callada presencia.

La repentina ausencia de Daniel cuando empezó a ir a la escuela le había supuesto un duro golpe. Sara se había acostumbrado a hacerlo todo con su hijito hasta tal punto que había llegado a pensar en el acto de tejer como una ocupación conjunta de los dos. Estaban los fines de semana, claro, y las vacaciones, durante las cuales, en los primeros años, el niño retomó fielmente su antiguo puesto. Pero de forma gradual e inevitable, y animado concienzudamente por ella misma, el niño había desarrollado otros intereses –primero el fútbol, después el karate y ahora el baloncesto–, y en este momento, le faltaba poco para cumplir once años y ya estaba claro desde hacía tiempo que se había terminado aquella fase de sus vidas íntimamente compartida.

Había seguido tejiendo, en parte por costumbre y en parte porque se sentía culpable por no usar el estudio, cuya construcción, tal como le había señalado Richard en uno de sus escasos momentos de honestidad brutal, había costado más de lo que seguramente podría pagar nunca una vida entera de producción de alfombras y tapices.

Pero algo de ella había dejado todo aquello atrás, y aunque seguía haciendo mecánicamente diseños nuevos y ejecutándolos en el viejo telar de madera, sabía que ya no estaba poniendo su alma en ello, que le había llegado el momento de embarcarse en algo nuevo.

Una tarde de mayo sonó el teléfono del estudio. Era Bonnie, una de las voluntarias que trabajaban para una rehabilitadora de la fauna del vecindario. A veces Sara acogía animales de la rehabilitadora de Carla, una mujer que se había mudado a Aurelia hacía unos años.

—Eh, Sara –dijo Bonnie–. Carla tiene una noticia para ti. Espera un momento. Voy a decirle que te tengo al teléfono.

Sara esperó.

—¿Sara? –dijo una voz imperiosa–. Queremos que conozcas a alguien muy especial.

—¿Ah, sí?

—Es de la realeza, querida. Ya lo verás. ¿Puedes venir ahora mismo?

—Vale.

—Te esperamos pronto.

Sara dejó encima del telar la bola de lana con la que había estado tejiendo y salió. Era un día apacible y sin nubes, y se alegró de tener una excusa para dar un paseo. Salió para allá, pensando con una sonrisa que era típico de Carla rodear de misterio a cualquier criatura que la estuviera convocando para ir a verla.

Originalmente había aceptado acoger a aquellos animales heridos por un simple sentido de obligación vecinal, pero pronto había descubierto que le gustaba. Parecía que se le daba bien tratar con ellos. Sus gestos físicos lentos y sus modales pacientes los tranquilizaban. Los animales confiaban en ella y recompensaban sus atenciones con sus propias atenciones clamorosas, que quizás no fueran más que necesidad, pero daban la sensación de ser afecto. Le gustaba salir del coche cuando llegaba a casa y que un cuervo que había cuidado hasta recuperarlo viniera aleteando por el jardín para posársele en el brazo con un graznido, o que un par de ardillas que había criado salieran parloteando de su casita en el castaño de Indias y la siguieran hasta la puerta. A menudo los animales se quedaban cerca de la casa o la venían a visitar mucho después de que ella los hubiera soltado. Había un petirrojo que regresaba todos los años y que le seguía comiendo de la mano gusanos de la harina. Un ciervo, al que había acogido cuando era un cervatillo después de que los coyotes mataran a su madre, se materializaba a veces ante ella en el bosque, plantándose un momento como si sólo quisiera exhibirse.

El paseo hasta la casa de Carla atravesaba arboledas de arces y fresnos. A su sombra se estaba fresco, pero por entre los árboles llegaban corrientes de aire cálido que traían aroma a mantillo de hojas. Un pájaro carpintero picoteaba un árbol con un estruendo de martillo neumático.

Al cabo de veinte minutos llegó a casa de Carla, se metió en el jardín de atrás y pasó por entre los cobertizos destartalados.

Bonnie, la voluntaria, abrió una puerta en el costado del panzudo cobertizo rojo y saludó a Sara con su habitual expresión de alegría ligeramente desconcertante.

—¡Hola!

Bonnie aparentaba unos treinta años; tenía el pelo teñido de negro con henna y despuntado, una pluma de plata con muescas colgando de cada oreja, ojos oscuros y pómulos marcados.

—¿Cómo te va? ¿Cómo está Rich?

Sara se acordó de que Bonnie tenía una hija en la escuela de Richard. La niña y ella se habían mudado hacía poco a una cabaña situada en la propiedad de Carla, que Carla les dejaba gratis a cambio de las tareas que hacía.

—Estamos bien. ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está Caya?

—Está muy bien. Las dos bien.

Había otras dos mujeres en el interior en penumbra del cobertizo, nómadas semiindigentes y tirando a jóvenes. Era la autodenominada Gente del Arco Iris. Todas las primaveras y veranos pasaba por Aurelia un buen número de aquella gente, que acampaba en el bosque y pasaba el rato en el parque del pueblo. Carla a menudo tenía a unas cuantas de aquellas personas trabajando para ella. Una de ellas, una pelirroja con mono de trabajo a quien Bonnie presentó como Tasha, estaba limpiando jaulas con una manguera en el suelo sin cementar de la parte de atrás. La otra, Jo, gordezuela y pálida, con aros en las cejas y una camiseta tie-dye que dejaba al descubierto la barriga, estaba dando de comer pescado troceado a una familia de zarigüeyas.

—Carla llega enseguida –dijo Bonnie, encajándose unos auriculares–. Ponte cómoda. –Y se fue bailando a la zona de la cocina, donde se puso a mezclar semillas en unas cubetas de tofu.

Sara se había fijado en que Carla casi nunca estaba en la sala cuando entrabas tú: era ella quien hacía siempre su entrada.

Mientras esperaba, deambuló por la penumbra de tablones del cobertizo, pasando por entre las jaulas llenas de presencias vigilantes. Un polluelo de cardenal abrió el pico cuando se acercaba. Un conejo huyó cojeando con tres patas hasta el fondo de su jaula. En la siguiente se encontró con una lechuza que dormía con una pata vendada, con la cara plana como una máscara de kabuki, con el extraño pico hundido, pálida e inmóvil sobre su posadero. Carla afirmaba que la cara de aquellas lechuzas había evolucionado de aquella manera para parecerse a las cicatrices en forma de discos de madera más pálida que quedaban en los árboles cuando se caían las ramas. Hacía mucho tiempo había ofrecido aquélla y otras observaciones para su publicación a una serie de revistas científicas, pero sin éxito: aseguraba que se debía a una antigua conspiración para “no aprobar” a las naturalistas profanas como ella. Mirando a la lechuza, Sara pudo ver a medias lo que decía Carla, igual que podía creer a medias en la existencia de aquella conspiración para “no aprobar”. La otra mitad de Sara, en cambio, se reservaba su juicio.

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