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BAILA, HERMOSA SOLEDAD

JAIME HALES

© Jaime Hales, 2022

RPI 75.363

ISBN epub: 978-956-6131-40-3

Diseño de portada: Bernardita Zegers, regalado al autor.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

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Comencé a escribir esta novela en 1985, después del segundo secuestro de mi hermana Carmen. La terminé en 1989. Fue publicada en 1991 y se agotó, pero no encontré quien quisiera reeditarla. Al parecer nuestra sociedad no estaba todavía preparada para este tipo de libros que, aunque fuese en forma de novela, daban cuenta de una tragedia reciente. Hoy sí, especialmente cuando ya han nacido tantos que no conocieron los rigores tan largos e intensos que vivimos en Chile y en casi toda América Latina.

Pensaba en mis padres Adela y Alejandro, en mis hijos Pablo, Mariana y Sofía, en su madre Ana María. Hoy debo agregar a mis nietos Micaela, Alejandro y Amparo.

Tenía presente a tantas personas que sufrían, como yo y más que yo, los rigores de la dictadura.

Recordaba al escribir, a toda una generación de hombres y mujeres que hemos sido protagonistas y testigos privilegiados de tantos hechos importantes para el mundo entero: todas señales del parto doloroso aunque esperanzador de una nueva era, la de Acuario.

Menciono y agradezco a mis amigos Miguel Villablanca y Aníbal Bascuñán, claves en la hora de editar la primera edición de esta obra; a Bernardita Zegers, artista, que me regaló el cuadro para la portada; a Roberto Garretón y Carmen Hertz, abogados con quienes vivimos la experiencia de esos años y a quienes debo tanto de lo que sé.

Y dos agradecimientos especiales: para Maru Hernández, mujer que con amor me ha ayudado en la corrección de esta nueva edición y para Javier Sepúlveda Hales, mi sobrino, hombre generoso y empresario eficaz en el ámbito de la cultura.

Hay tantos más que vienen a mi memoria. Pero sus nombres permanecen en un lugar privilegiado de mi corazón y su mención duplicaría la extensión de esta obra.

Jaime Hales

Mirando el mar, al terminar el verano de 2022

Los personajes de estas historias son verdaderos; ellos poblaron mis sueños noche a noche. Ellos estarán vivos, cuando nosotros estemos muertos.

Mahfúd Massís

Poeta chileno, en la edición de su obra “los sueños de Caín”

UNO

Rafael sintió calor, calor y cansancio. Todo se mez­cla­ba: la tensión, la sor­­pre­si­­va tem­peratura para el mes, el mie­do. Si, el miedo, que estaba muy pre­­sente, aunque los otros no lo notaran, un miedo que no lo dominaba, pero que le re­co­rría las venas, le humedecía las manos y lo obligaba a pal­par­se los mus­­los. Rafael siempre se palpaba los mus­los cuando te­nía miedo, como un ac­to reflejo. Había veces en que se per­ca­ta­ba del miedo cuando probaba la du­re­­za de los muslos, bus­can­do en ellos quizás la seguridad que le faltaba.

Había caminado muchas horas y resolvió sentarse en un banco som­brea­do. Sus­piró, re­lajando el cuerpo en­tero. En­tonces se dio cuenta que había llegado a la misma plaza de siem­­pre, esa doble Plaza Ñuñoa llena de grandes ár­bo­les y ar­mo­nías, la misma llena de re­cuer­dos y que busca en sus mo­men­tos tris­tes, en sus melancolías frecuentes, en sus largos pa­­seos desde la tem­pra­na adolescencia.

Se alarmó, pues había hecho justamente lo que no de­bía ha­cer un hom­bre en su situación: buscar refugio en me­­ca­nismos de ru­ti­na. Falsa alar­ma. Mi­ró a su alrededor y no vio ni sapos ni policías. Sonrió. Una vez más había so­brees­­ti­ma­do a los agentes: si eran una bue­na policía po­­lí­tica de­bían saber que él, en sus momentos di­fí­ci­les, ter­mi­naba buscando re­fugio en la misma plaza. Les habría bastado, si es que de ver­dad lo que­rían detener, con ir a sentarse a la Pla­za Ñuñoa y es­perar tran­­qui­­lamente, pues tarde o tem­prano llegaría, ol­vi­dan­do los me­canismos de se­guridad y las instrucciones ela­boradas por él mis­mo para los dirigentes del Comando. Pero no lo hicieron.

Hoy, este mar­tes de tanto calor, cuando el pro­ble­ma era ma­yús­culo y es­taba completamente solo, Rafael re­gre­só a ese san­tuario de penas.

Solo.

Completamente solo, recibiendo el calor de la tar­de, con nubes ne­gras en el cielo y desconcierto, demasiado des­con­cierto, más del prudente al me­­nos, anidado en el al­ma. Pa­só sus manos por las mejillas, repitiendo el ges­to que se había con­vertido en rutina de tantos años con barba. Se había afei­ta­do co­mo medida de seguridad. Se preguntaba, con el do­lor del sa­­cri­fi­cio, si acaso ser­viría de algo, si era ne­cesario, pues los agentes debían tener fo­­tos su­yas sin barba y entonces lo re­co­no­cerían. Nuevamente sonrió. Esta vez no de haber so­bre­va­­lo­ra­do a los agentes, sino de su propia va­nidad. La úl­­ti­ma foto su­ya sin bar­ba era de 18 años atrás, cuando sólo tenía 18 y por­ta­ba 75 kilos bajo una piel joven y suave. Cuando ano­che se afei­tó, es­tu­vo frente al espejo lar­go rato y no fue capaz de re­co­no­cer­se. Nadie lo re­co­no­­cería: pálido, con la piel arrugada, ave­jen­tado. Disminuido, por lo menos en relación con la ima­gen que él tenía de sí mismo.

Dejó caer su cuerpo en el banco de la plaza y en ese ins­tante percibió re­cién el can­san­cio en toda su enor­midad. No tenía ganas de moverse y sentía pe­­sa­dos los brazos y las pier­­nas. Sabía que allí no podría permanecer mucho tiem­­po, que debía buscar refugio para pa­sar el pe­li­gro y la urgencia, por lo me­nos, mientras se aclaraba la si­tua­ción simplemente, mien­­tras recibía ins­truccio­nes.

¡¿Cómo mierda iba a recibir instrucciones?!

Esa era la mayor incógnita, pues había perdido con­­­tacto con el pre­ca­rio me­ca­­nismo de seguridad del Par­tido. El operativo había comenzado en la no­che mis­ma del domingo, po­­cas horas después que se supo lo del atentado y una vez que el General retomó el control de la situación y pro­clamó como res­­puesta un endurecimiento de las con­diciones contra los di­ri­­gen­tes políticos, co­­mo si ellos fueran los responsables del aten­tado o eso le significara al go­bier­­no una so­lu­ción para los pro­blemas que estaba viviendo.

Poca gente circulaba por las calles, como era ha­bi­tual en los barrios y a esta ho­ra de la tarde.

¿Qué estaría pasando en el centro de la ciudad?

Desde su asiento veía a los transeúntes, hom­bres y mu­jeres, co­mo siem­pre tranquilos, con las ca­ras un poco tris­to­nas, portando sus pro­­pios pro­ble­mas y sin saber las di­men­sio­­nes reales de lo que estaba sucediendo. To­do había sido una sor­pre­sa, pese a que, en los niveles políticos en los que él se de­sempeña, hubo informaciones de lo que pa­saba.

Se preparaba una jor­na­da de pro­tes­­ta, que extra­ña­men­te fracasó des­de su inicio, pues nadie pa­re­cía tener mu­cho in­terés en que tuviera éxito.

No hacía dos me­ses que ha­bía su­cedido la más exi­­to­sa jornada de mo­vi­li­za­ción, que lle­vó al embajador nor­teame­ri­­ca­no a confidenciar al ex Can­ci­ller que la historia de la dic­ta­dura debía divi­dir­se entre “an­tes y después” de esa jornada de protesta que duró dos días.

Su mente se fue a los días previos, cuando dis­cutían en el Co­man­do de Unidad y en el partido mismo so­bre lo que po­día o no pasar y él aludía a cier­tas in­for­ma­ciones que le pa­re­cían extrañas, a si­len­cios no habituales y a la mar­­gi­nación de otros de las tareas destinadas a tener una vic­to­ria so­bre el Ge­neral.

Se frenó. Era hora de tomar conciencia del pre­sen­te. Estaba sen­tado en la plaza de sus re­cuer­dos, con ca­lor, con ham­bre, con el can­san­cio apo­de­rán­do­se de su cuer­po y no era el momento para las re­fle­xiones sobre los acier­tos y los erro­res. Aho­ra debía buscar so­lu­ción al pro­blema in­me­dia­to, pues era es­tú­pi­do es­tar­se horas allí o seguir va­gan­do por las calles, ya que al final podrían de­­te­ner­lo por cualquier co­sa trivial, por sospecha por ejem­plo y entonces se­ría el fin de todo. Se en­­derezó y probó sus músculos tan poco pre­pa­rados para las emer­­­gen­cias desde que dejó de ha­cer deporte hace ya mucho tiempo, en­du­re­cien­­do y sol­tan­do piernas y glúteos, mientras tra­taba de pensar en al­guna so­lu­ción.

Las instrucciones habían sido muy claras. No eran nue­vas, pues es­ta­ban pre­vistas para cualquier emergencia co­mo ésta.

Había que abandonar las ca­sas. El domingo en la no­­che alojaría don­de Gui­llermo. El razonamiento era muy sen­­ci­llo: Guillermo es un militante de po­ca im­portancia; si es que lle­­gan a su casa a detenerlo, es porque la operación cons­­tituye al­go de tal mag­nitud que no habría escapatoria. Es lo mismo que le explicó su padre con ocasión del temblor tan fuerte aquel, cuando llevándolo has­ta la cercanía de uno de los muros del edificio en que estaban: “si este muro se quiebra, Rafita, ya na­da importa pues la ciudad entera estará en ruinas”.

Ese era el alo­jamiento para la primera noche, pues si acaso habían de­tenido a al­gún di­­rigente tal vez pudieran dar con este escondite y los otros de los demás di­­rigentes im­por­tantes. Guillermo le entregó un sobre cerrado en que esta­ba la dirección de la segunda casa. En la nota −escrita con la or­denada le­tra del secretario del Partido− le explicaban que en la nueva morada debía per­­ma­necer hasta el martes a las siete de la mañana y a esa hora sal­dría hacia la tercera, cuya di­rección recibió pero no sabía a quién pertenecía.

Allí tendría la in­­formación necesaria para dar co­rrec­ta­men­te los pa­sos siguientes. Sería el momento de eva­luar. De­bía llegar a esta casa el martes a las nueve de la ma­ña­na. No an­tes, porque otro ca­ma­ra­da la habría ocupado y era preciso que fuera previamente chequeada por un res­pon­­sa­ble de se­gu­­ri­dad. Cuando él llegara podría estar se­guro.

La instrucción también decía que debía afei­tarse. Cla­­ro, fácil resul­ta­ba or­de­narlo cuando quien daba la or­den no sa­bía que tras esa barba ha­bían cre­cido dieciocho años de his­toria per­­so­nal, dieciocho años que se habían mar­ca­do en surcos im­bo­rrables, dieciocho años que eran la mitad de su vida.

A las siete de la mañana en punto se encontraba en la calle.

Avenida Lyon, pleno ba­rrio alto, el sector de las ca­­sas ele­gan­tes y an­­tiguas, construidas en los años 30 a los 40, man­­siones enor­mes, con her­mo­sos jardines y grandes ar­bo­le­das, que actualmente ya es­taban transformadas en agencias de pu­­bli­ci­dad o sedes de empresas ex­tranjeras o muchas otras si­mi­­lares habían sido demolidas para cons­truir en su reemplazo lu­josos edificios para ricos, de mu­chos pisos y po­cos de­par­ta­men­tos, uno de los cuales ocupaba Gui­­llermo en un cómodo y prác­­tico segundo piso. La mañana estaba fresca. Se dirigió ha­cia el sur. La nueva casa estaba a poco más de 30 cuadras de dis­tan­cia, cerca de sus barrios de siempre. Tenía tiempo y de­ci­dió ir caminando. Avan­­zó por Lyon y luego tomó la hermosa Ave­nida Pedro de Val­di­via, el ca­mi­no hacia el Estadio Na­cio­nal.

Su paso resultó demasiado rápido y llegó ade­lantado, cuan­do recién ha­bían pasado las ocho de la mañana.

¡Bendito apuro, bendita desobediencia! Cerca de la ca­­sa a la que de­bía dirigirse para su protección, estaba una pla­­cita pe­queña, cubierta de pinos y palmeras, nido de amo­res por decenas de años, olvidada del boom de jar­di­nería que ha­bía cogido a todas las mu­ni­ci­palidades con di­nero, sitio de aven­turas vividas en la adolescencia. Se ins­taló en un punto des­de el cual dominaba perfectamente el sector de la casa de se­­guridad a la que de­be­ría en­trar pocos mi­nutos después; con el diario en la mano, buscando alguna no­ve­dad de las que im­por­tan, de esas que ahora lo an­gus­tiaban y que difí­cil­mente ocu­parían los ti­tulares de pri­mera plana, menos en este día de ti­ranía y estado de sitio.

Fue entonces cuan­do lo vio todo. Llegaron cuatro au­tos si­mul­tá­nea­men­te, que se detuvieron en el otro ex­tre­mo de la plaza; ba­ja­ron numerosos agen­tes con sus metra­lletas en las manos y se ubicaron cer­­­ca de la casa. No veía la puerta. Se sin­tió petrificado. Ese era su es­con­di­te pa­­ra poco rato des­pués. Es­condido por el diario y las palmeras pre­sen­ció to­das la ma­nio­bra. Los agen­tes que en­traron a la casa sa­lieron a los dos o tres mi­nutos llevando de los brazos y casi al trote al pre­sidente del Partido, con po­cas gentilezas, mien­tras él, muy alto y muy dig­no aun­que sin cor­bata esta ma­ñana, protestaba enér­gi­ca­men­te. Rafael no po­día es­cu­char las voces, pe­ro adi­vi­­nó que el di­rigente in­vo­­ca­ba todas sus calidades del pa­sado y del pre­sen­te, sin que a los cap­to­res les importara un bledo que fue­ra abo­ga­do, parla­men­tario ayer o mi­nis­tro alguna vez. Luego sa­ca­ron a una mujer que discutía a gritos con los agentes. Su voz se oía, pero no pudo en­tender las palabras. Quien pa­­re­cía ser el jefe or­de­nó que la dejaran regre­sar a la casa. En ese mismo mo­­mento apa­reció el chico Riquelme. Era el en­car­­gado de ha­cer el che­queo de seguridad, pe­ro llegó por el lado equi­vo­ca­do. Tal vez pensando que no habría pro­ble­mas, accedió por una ca­lle la­te­ral desde la cual no ha­bía la suficiente vi­sibilidad an­ti­cipada. Si lo hu­bie­ra hecho por la pla­za...pero llegó desde el otro lado y de sorpresa se topó con los agentes. Pu­do ha­berse he­cho el desentendido, pues era muy difícil que ellos lo co­no­cie­ran, pero en lugar de eso se aterró y trató de co­rrer hacia atrás. A los pocos se­gun­dos hacía compañía al pre­si­den­te del Par­tido en el au­to. Cumplida la misión, cuatro o cinco agentes in­gresaron a la casa y el res­to se fue con sus autos y los de­te­ni­dos. La ratonera estaba instalada para re­ci­bir a Ra­fael.

Hasta allí llegó todo para Rafael. Se suponía que si la casa de se­gu­ri­dad no ser­vía, el encargado del Partido le co­­mu­nicaría el paso siguiente. El en­car­gado, el chico Ri­quel­me, via­jaba hacia el cuartel Borgoño u otro lugar similar. Entonces no tenía ins­­truccio­nes ni destino y partió a deambular, de un lado para otro, has­ta que, sin saber cómo, lle­gó a la pla­za de siempre, la de todas las penas y las horas difíciles, la de los amores in­com­pren­­didos y los amores inconclusos, don­de ahora estaba sen­ta­do con los músculos en ejercicio.

Este era su problema. Tenía que retomar contacto, ave­riguar qué pa­sa­ba con los di­ri­gentes, qué sucedía con el Par­tido, si acaso era tanto el peligro, si había más detenidos, cuál de­bía ser el próximo paso.

Pero todo eso re­que­ría primero calmar angustias y mie­dos, ad­qui­rir la seguridad de murallas sin intrusos y un te­cho para soportar una lluvia ine­vi­ta­ble en un día de tanto ca­lor para esta época, apa­ci­guar el hambre con una ta­za de café o un vaso de le­che, conseguir una cama para ten­derse. Des­car­ta­dos los parientes y los amigos habituales, eli­mi­nados de la lis­ta los militantes del Par­tido, no era mucho lo que quedaba. Con la memoria re­corrió el barrio, hasta re­cor­­dar que por allí vi­vía Milena.

Milena.

A su casa no podía ir, pues eso tam­bién lo recor­da­rían los propios agentes.

Frente a la casa de Milena vivía el Fis­cal Mi­li­tar, el que hace tan poco tiempo intentó procesarlo. No, no po­día. Cual­­quier casualidad era su­fi­ciente para que lo detu­vie­ran. Pe­­ro tam­poco po­día seguir eternamente en esta plaza y co­men­­zó a caminar, sin saber ha­cia dónde. Estaba a tres o cuatro cua­dras de la casa de Milena. Re­cordó su ca­lidez, sus ojos tan her­mosos, su ternura, la bi­blio­te­ca tan completa, había dicho ella una tarde de bromas, para soportar un clan­des­tinaje lar­guí­­simo. ¿Por qué no intentarlo? El calor, el cansancio, el dolor de sus pies, el hambre, todo le exi­gía un lugar tranquilo en el cual per­ma­ne­cer un tiempo. Caminaba len­ta­men­te hacia la ca­sa de Milena, sabiendo que no debía llegar, que no entraría, que ni siquiera podría pararse fren­te a la puerta de la casa, por­que si en ver­dad lo estaban bus­cando −ni siquiera estaba se­guro de ello− una de las pri­meras casas que alla­narían sería esa. Por lo pasado o por lo que todos creyeron que pasó. No po­día ir a casa de Milena. In­­cluso, lo pensó re­cién, si la persecución era relati­va­men­te amplia, una pe­rio­dista opositora como Mi­lena podría ya es­tar dete­nida.

Se detuvo y vol­vió la mirada ha­cia la plaza, con un sen­­timiento de des­pedida y una ac­ti­tud des­concertada. Su im­pul­so era re­gresar, instalarse en un banco, levantar tien­da, abri­garse de recuerdos, acomodarse y es­ta­ble­cer un ho­­gar, su pro­­tección, porque allí estaba ese hogar de sus an­sias de vivir, de sus amo­res, de su frustración.

De sus frustraciones.

Entonces, recordó a Margarita.

Margarita era la eterna frustración de Rafael. Se ena­­moró de ella cuan­do nin­guno es­taba en edad de ena­mo­rar­se y tampoco él supo poner nom­bre a ese sentimiento que le era nue­vo, pero sí que, a partir de entonces, lo que más quería en la vida era verla to­dos los días, admirarla con su pe­lo negro y sus ojos verdes, jugar a cualquier cosa para per­­ma­necer a su la­do, aunque afue­ra los demás niños de siete años como él es­tu­vie­ran jugando al fútbol, su pa­sión más enorme hasta aquella tar­de en que Margarita apareció por el ba­rrio. Poco después de su llegada, Rafael supo que era sólo un día mayor que su ami­­ga, lo que interpretó como un sig­no mágico de una unión que de­­be­ría per­du­rar para siempre, sin saber entonces Rafael que las mujeres jó­venes siempre se enamoran de hombres ma­yo­res y nunca de los de la mis­ma edad. El iba a un colegio del sec­tor y ella donde las monjas, pero en las tar­­des podían en­con­trar­­se para ha­blar incansablemente, jugar a los juegos más va­riados, apren­diendo ella el ma­ne­jo de la pelota −era una bue­­na ar­quera, después de todo− y él a asumir la paternidad de to­­das esas mu­ñe­cas de trapo y de loza, con ojos grandes de bo­­li­tas de cristal que dominaban el dormitorio de la vecina de los ojos verdes. Rafael nunca había visto a na­die que tu­viera los ojos verdes y una mi­rada tan triste a pesar de es­tar con­ten­ta y rien­do con entusiasmo.

Se vieron incesantemente durante muchos meses. Cuan­do ella fue de vaca­cio­nes a la costa y él viajó a pasar el ve­rano donde su abuela nortina, Ra­fael es­­cribió su primera car­ta de amor, en la que le decía que la recordaba to­dos los días, en las mañanas y en las noches, que le gus­ta­ría verla y que no que­ría quedarse donde su abuela porque se aburría mu­cho. Por supuesto, la car­ta no fue enviada pues Rafael sin­tió su primera timidez de amor, como era con los niños de en­ton­ces. Se dio cuenta que estaba enamorado, que no valía la pe­­­na vivir sin Mar­ga­ri­ta y tuvo miedo de que por decírselo ella no quisiera vol­­ver a verlo. Esa per­cepción era el re­flejo de una anticipada madurez de amor que le habría de poner los ojos serios para siem­pre. Mar­ga­rita creía que es­ta mi­rada era el reflejo de una irre­nunciable vocación a la san­ti­dad y en las no­ches rezaba pidiendo a Dios que la mantuviera cer­ca de su amigo santo pa­ra que la ayudara a ser muy buena. Mu­chas mujeres se enamoraron de Rafael a lo largo de su vida y todas lo cre­ye­ron santo por su forma de mirar y sus consejos siem­pre tan oportunos y sabios.

Así pasaron muchos años, con encuentros diarios, una con los ojos ver­des y otro con los ojos serios, sepa­rán­do­se só­lo en las noches y en las va­ca­cio­nes de verano. Su amistad era tan intensa que las ma­dres terminaron por ha­­cer­se ami­gas y pasaban tardes enteras tejiendo y charlando, con la idea de que podrían ser consuegras, pero sin decirlo nunca. La ma­dre de Mar­garita si­guió teniendo hijos todos los años hasta com­pletar nueve, pero Rafael sólo tu­vo a su hermana, dos años me­nor.

Poco antes de cumplir los doce años Margarita se cam­bió de casa y a par­tir de en­ton­ces la situación varió por com­pleto, no sólo por­que ya no po­drían ver­se todos los días, si­no porque Margarita comenzó a hacerse mujer. Ra­fael no ce­le­bró cumpleaños por razones que na­die entendió muy bien, pe­ro que te­nían que ver con las múltiples acti­vi­da­des de papá, la si­tuación eco­nó­mi­ca, las cosas como están, con la prome­sa de que más adelante harían una fies­ta, lo que por supuesto no lle­gó nunca. En respeto a la verdad, Ra­fael re­cor­dará en su fue­­ro íntimo que él estaba melancólico y no hi­zo ningún em­pe­­ño por tener fiestas, pues no sabía qué mierda es lo que po­dría celebrar si lo único que im­por­taba es que Margarita ya no estaba cer­ca de él. Por su par­te, Mar­ga­ri­ta hizo su cele­bra­ción y lo invitó a la casa nueva. Rafael se sin­tió muy desa­gra­da­do, pues debió pasarse toda la tarde pateando una pe­lo­ta con los dos her­manos me­nores de su amada, pues ella se encerró con sus amiguitas en el living a es­cu­char discos de Elvis Pres­ley y Paul Anka.

Ha­bía ya empezado la carrera dispareja, en la cual Ra­­fael iba per­dien­do irre­me­­diablemente, cada vez con la mi­ra­da más seria por el amor y con más cara de santo en su de­ses­peración. Margarita crecía ha­cién­dose más bo­ni­ta, con su pe­lo ne­gro, largo y frondoso, sus ojos ver­des, sus pechos na­­cien­tes, sus piernas hermosas, su son­ri­sa triste aun­que es­tu­vie­ra alegre. Los amigos de Mar­garita eran todos mayores que ellos y Ra­fael se fue alejando de esa ca­sa. Cuan­do tiempo des­pués la ma­má de Margarita lo invitó a ve­ranear, Ra­fael tuvo mu­­cho miedo, pues él con sus quince años y su amor, iba a ter­mi­­nar pa­seando con Gabriela, la her­­mana segunda, mientras Mar­garita sal­dría a fiestear con los gran­des. Sacando fuerzas de flaquezas aceptó la in­vi­tación, pero fue tan­ta su pe­na de amor que al tercer día de estar en la playa se enfermó de ve­ras, con fiebre y todo. Pensando que era tifus lo enviaron de re­­gre­so a su ca­­sa. Como só­lo eran penas de amor, mejoró de la fie­bre, pe­ro los ojos le que­­daron más se­rios y de mirar más pro­fundo, después de haber pasado todo el verano de­di­ca­do a es­tudiar historia y a leer el Canto General de Neruda, en lugar de pasear con su amada.

Pasó todo un año y cuando en el ve­ra­no siguiente Rafael fue a de­cirle a Margarita que la ama­ba co­mo un hombre ama a una mujer, que que­ría ser ama­do por ella, aun­que en­ten­día que era muy difícil que de­jara a su ac­tual pololo por él, pero que va­lía la pena in­tentarlo, tuvo la sen­­­sación de no ha­ber­se dado a en­ten­der su­ficientemente, por­que ella, con sus ojitos verdes, le ha­bló de su amor por un jo­ven alférez de aviación y to­do entonces fue tan con­fu­so pa­ra él, que nun­ca pudo recordar como ter­mi­nó esa conversación, si­no só­lo que llegó hasta la plaza, esta misma plaza de tarde de tan­to calor y estado de si­tio, donde permaneció llorando por va­­­­rias horas. Dos años des­pués, Mar­garita se casó con el avia­dor, que ya no era avia­dor si­no estudiante de In­ge­­nie­ría, aunque siguió vinculado a la Fuerza Aérea, co­laboró en ta­reas de lo­gís­­ti­ca primero, en la Academia de Guerra luego y, se­gún se rumorea en los am­bientes en que se desenvuelve Ra­fael, fue uno de los integrantes del Comando Con­­jun­to, or­ga­nis­mo que reunía a agentes de todos los servicios dedicados a la re­­presión política en los primeros tiempos del General. Ra­­fael no asistió a la ce­re­­mo­nia porque tenía que ir a un re­tiro de fin de semana, aun­que sólo él y Dios sa­bían que iba al retiro so­lamente para no ver ca­sarse a Margarita.

Mantuvo su amistad con Gabriela, la hermana se­gun­da, lo que le per­mi­tió sa­ber de Mar­ga­ri­ta, pero al cabo de los años también de­jó de verla y se en­redó por caminos in­­­trin­ca­dos, por amores pa­sajeros y pa­siones circuns­tan­cia­les, que man­tu­vie­­ron este amor en su nivel de frus­tración, sin es­car­bar más en su cora­zón, aunque finalmente ha­bría de des­cu­brir que no era un amor frus­­trado, sino sólo un amor pen­dien­te.

Volvió a ver a Margarita cuando murió su madre.

Fue una tarde de sep­tiem­bre en la que la señora ha­bía ido a la costa pa­ra preparar la casa en que recibiría a la enor­me familia −in­cre­mentada con yer­nos, nueras, pololos y nie­tos− para un fin de sema­na largo. Manejando con poca pre­cau­ción y mu­cho alcohol, hizo una mala maniobra en la ruta y ca­yó a un barranco y se mu­rió. Rafael supo de la no­ticias, pero co­mo había sido de­te­ni­do por la policía con oca­sión de una ma­ni­festación en contra del exilio, no pu­do ir al fu­neral. En cuan­­to salió fue a ver al viudo y a sus hijos, quienes le die­ron la di­rección de Margarita y supo que vivía muy cerca de Mi­le­na, su amiga pe­­rio­dis­ta.

Nervioso, incómodo, más por el pasado que por el do­lor de la muerte sor­­presiva, estuvo con ella muy poco ra­to. Es­cuchó un apretado resumen de ese ma­trimonio que, lue­go de dos hijos, terminó en separación irreconciliable. El in­­ge­nie­ro-avia­dor se casó de nuevo y Mar­­ga­rita se sumió en la so­le­dad, man­te­nien­do su casa y sus dos hijos con un mo­des­to suel­do de pro­fesora de filosofía en el mismo colegio de las Monjas don­de había seguido sus es­tu­dios, sin que el hom­­bre se es­for­za­ra por tener una relación estrecha con los hijos y mucho me­nos asumiera sus obligaciones como co­rrespondía. Sin­tió de­seos de abra­zar­la y be­sarla, de decirle que éste era el mo­men­­to de reencon­trar­se, que to­do se daba pa­ra que ellos pu­die­ran volver al ca­mi­no de amor que no de­­bieron haber aban­­do­na­do a los doce años, que esta tra­gedia po­día ser un mensaje y una es­pe­ranza, pero co­mo la ti­mi­dez de amor se lo co­mía por den­tro, le pareció ina­de­cua­do hablar de todo esto cuando re­cién ha­bía muerto la madre de su amiga y una vez más optó por retirarse, in­ven­tando una ex­cusa y prometiendo visita que lo más probable era que no cumpliera, y así fue, para ter­mi­nar sen­ta­do en la misma plaza de siem­pre, esa vez sin llo­rar, pero con una cara que no era de san­to si­no de angustiado.

Desde aquella tarde de pésames, habían transcurrido tres años y medio, un poco más, parece.

Ahora estaba allí, tan cerca de la casa de Mar­ga­ri­ta, con este enorme pro­­ble­ma pen­diente, incapaz de tomar de­­ci­sio­nes o resolver nada con mínima ga­­rantía de efi­ciencia. La ca­sa de seguridad estaba constituida en una ra­to­ne­ra; había per­dido el contacto con el Partido y en el Partido no sabrían a qué se de­bía esta situación, si es que estaban en condiciones de sa­ber algo. La de­ten­ción del pre­sidente del Partido, al menos, no podría ser silenciada. Vol­vió sobre sus pa­sos, dio un rodeo y avan­zó hacia la casa de Margarita por un camino que le per­­mi­tiera no pasar frente a la casa de Milena ni a la casa del Fis­cal, para que nin­­gu­no de los dos lo viera, tal vez, para que nin­gu­no supiera que iba a la casa de Margarita. Agregando un nue­­vo miedo a sus miedos políticos, avanzó a tra­vés del calor y del tiempo. Controlando ca­da mús­culo, pal­pan­do los muslos du­ros, Ra­fael caminó, nervioso y co­bar­de, hasta llegar a la puer­ta de la casa de Mar­garita, la morena de pelo largo y frondoso y ojos verdes, tristes siem­pre aun­que estuviera contenta, su amor de infancia.

Se detuvo, esperó un momento antes de to­car el tim­bre.

Porque su alma se llenó de temores y de acasos, co­mo los de su ayer ado­­les­cen­te y por un instante olvidó a los agen­tes, al General, al Partido, su barba de tantos años, la de­ten­­ción del presidente del Partido, para dar curso a la tras­pi­ra­ción de las manos y el agi­tado pal­pitar de sus sienes.

¿Qué le iba a decir? ¿Vengo a dormir a tu casa por­que me están si­guien­do? ¿Vengo porque no tengo donde ir? ¿Ven­go porque aun te amo con la profundidad de mi mirada que tú construiste con tus evasivas y tus amores por otros? ¿Y si no estaba? ¿Si ya no vivía allí? ¿Si tras esas altas rejas había aho­ra un cuar­tel, como tantos otros que se ex­tendían por la ciu­dad? ¿Si tenía ma­rido nue­vo? ¿Si ella tuviera más miedo que él?

Todo pasó en un segundo por su mente, a veces tan ágil y ahora co­mo la de un ni­ño asustado, todo metido por su cuer­po, recorriendo pecho y pier­nas, recordándole su úlcera reac­tivada que necesitaba comer algo con ur­gen­cia o sim­ple­men­te un vaso de le­che, como en el cuento de Manuel Ro­­jas que leyó siendo adolescente. Lloró cuan­do lo le­yó la pri­me­ra vez y luego lo re­leyó tantas veces que ter­minó por saberlo de memoria, hasta el último ad­je­ti­vo. Ahora tenía el mismo do­lor que el protagonista de “El vaso de le­che” y de­ci­dió dar el pa­so, aunque fuera lo último de su vida, aunque resultara el error más grave, porque tam­bién podría ser el acierto más cer­tero, sabiendo que la equi­vo­cación lo conduciría a un ca­mi­no sin alternativa.

Resultó como tenía que resultar y no como pasa en las novelas de aven­­tu­ras, pues Mar­garita seguía viviendo allí y por supuesto que, a las tres de la tar­de poco más tarde pro­ba­ble­mente, no estaba en casa. La empleada le in­for­mó que re­gre­saba a las seis y sólo después de una insistencia en que usó to­­do su poder de convencimiento, ella lo dejó en­trar, pe­ro sólo has­ta el jardín y lo sentó en una terraza sombreada por abu­ti­lo­nes y coprosmas, cer­­ca de un enor­me matorral de rosas de to­dos los colores. Desconfiada, pero cui­dando de no ofender, le ofre­ció un vaso de jugo que él cam­bió por uno de leche fría y sin azúcar, por favor, y que la buena mujer sirvió acom­pa­ña­do de galletas tritón, delicioso emparedado de masa de cho­co­la­te con blanca crema en su interior, de esas mismas que Rafael y Margarita comían por to­neladas en el patio, mi­rán­do­se a los ojos con risa y la boca llena, porque las habían sacado sin per­mi­so de em­pleadas y mamás. Por lo visto a Mar­ga­ri­ta le se­guían gustando y ya no te­nía que esconderse para comerlas. En cambio, él, tantos años después, sólo las vol­vía a comer cuan­do tenía que es­con­derse. Parecía un juego de ideas y pa­la­bras.

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471 стр. 2 иллюстрации
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9789566131403
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Bookwire
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