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BAILA, HERMOSA SOLEDAD
JAIME HALES
© Jaime Hales, 2022
RPI 75.363
ISBN epub: 978-956-6131-40-3
Diseño de portada: Bernardita Zegers, regalado al autor.
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Comencé a escribir esta novela en 1985, después del segundo secuestro de mi hermana Carmen. La terminé en 1989. Fue publicada en 1991 y se agotó, pero no encontré quien quisiera reeditarla. Al parecer nuestra sociedad no estaba todavía preparada para este tipo de libros que, aunque fuese en forma de novela, daban cuenta de una tragedia reciente. Hoy sí, especialmente cuando ya han nacido tantos que no conocieron los rigores tan largos e intensos que vivimos en Chile y en casi toda América Latina.
Pensaba en mis padres Adela y Alejandro, en mis hijos Pablo, Mariana y Sofía, en su madre Ana María. Hoy debo agregar a mis nietos Micaela, Alejandro y Amparo.
Tenía presente a tantas personas que sufrían, como yo y más que yo, los rigores de la dictadura.
Recordaba al escribir, a toda una generación de hombres y mujeres que hemos sido protagonistas y testigos privilegiados de tantos hechos importantes para el mundo entero: todas señales del parto doloroso aunque esperanzador de una nueva era, la de Acuario.
Menciono y agradezco a mis amigos Miguel Villablanca y Aníbal Bascuñán, claves en la hora de editar la primera edición de esta obra; a Bernardita Zegers, artista, que me regaló el cuadro para la portada; a Roberto Garretón y Carmen Hertz, abogados con quienes vivimos la experiencia de esos años y a quienes debo tanto de lo que sé.
Y dos agradecimientos especiales: para Maru Hernández, mujer que con amor me ha ayudado en la corrección de esta nueva edición y para Javier Sepúlveda Hales, mi sobrino, hombre generoso y empresario eficaz en el ámbito de la cultura.
Hay tantos más que vienen a mi memoria. Pero sus nombres permanecen en un lugar privilegiado de mi corazón y su mención duplicaría la extensión de esta obra.
Jaime Hales
Mirando el mar, al terminar el verano de 2022
Los personajes de estas historias son verdaderos; ellos poblaron mis sueños noche a noche. Ellos estarán vivos, cuando nosotros estemos muertos.
Mahfúd Massís
Poeta chileno, en la edición de su obra “los sueños de Caín”
UNO
Rafael sintió calor, calor y cansancio. Todo se mezclaba: la tensión, la sorpresiva temperatura para el mes, el miedo. Si, el miedo, que estaba muy presente, aunque los otros no lo notaran, un miedo que no lo dominaba, pero que le recorría las venas, le humedecía las manos y lo obligaba a palparse los muslos. Rafael siempre se palpaba los muslos cuando tenía miedo, como un acto reflejo. Había veces en que se percataba del miedo cuando probaba la dureza de los muslos, buscando en ellos quizás la seguridad que le faltaba.
Había caminado muchas horas y resolvió sentarse en un banco sombreado. Suspiró, relajando el cuerpo entero. Entonces se dio cuenta que había llegado a la misma plaza de siempre, esa doble Plaza Ñuñoa llena de grandes árboles y armonías, la misma llena de recuerdos y que busca en sus momentos tristes, en sus melancolías frecuentes, en sus largos paseos desde la temprana adolescencia.
Se alarmó, pues había hecho justamente lo que no debía hacer un hombre en su situación: buscar refugio en mecanismos de rutina. Falsa alarma. Miró a su alrededor y no vio ni sapos ni policías. Sonrió. Una vez más había sobreestimado a los agentes: si eran una buena policía política debían saber que él, en sus momentos difíciles, terminaba buscando refugio en la misma plaza. Les habría bastado, si es que de verdad lo querían detener, con ir a sentarse a la Plaza Ñuñoa y esperar tranquilamente, pues tarde o temprano llegaría, olvidando los mecanismos de seguridad y las instrucciones elaboradas por él mismo para los dirigentes del Comando. Pero no lo hicieron.
Hoy, este martes de tanto calor, cuando el problema era mayúsculo y estaba completamente solo, Rafael regresó a ese santuario de penas.
Solo.
Completamente solo, recibiendo el calor de la tarde, con nubes negras en el cielo y desconcierto, demasiado desconcierto, más del prudente al menos, anidado en el alma. Pasó sus manos por las mejillas, repitiendo el gesto que se había convertido en rutina de tantos años con barba. Se había afeitado como medida de seguridad. Se preguntaba, con el dolor del sacrificio, si acaso serviría de algo, si era necesario, pues los agentes debían tener fotos suyas sin barba y entonces lo reconocerían. Nuevamente sonrió. Esta vez no de haber sobrevalorado a los agentes, sino de su propia vanidad. La última foto suya sin barba era de 18 años atrás, cuando sólo tenía 18 y portaba 75 kilos bajo una piel joven y suave. Cuando anoche se afeitó, estuvo frente al espejo largo rato y no fue capaz de reconocerse. Nadie lo reconocería: pálido, con la piel arrugada, avejentado. Disminuido, por lo menos en relación con la imagen que él tenía de sí mismo.
Dejó caer su cuerpo en el banco de la plaza y en ese instante percibió recién el cansancio en toda su enormidad. No tenía ganas de moverse y sentía pesados los brazos y las piernas. Sabía que allí no podría permanecer mucho tiempo, que debía buscar refugio para pasar el peligro y la urgencia, por lo menos, mientras se aclaraba la situación simplemente, mientras recibía instrucciones.
¡¿Cómo mierda iba a recibir instrucciones?!
Esa era la mayor incógnita, pues había perdido contacto con el precario mecanismo de seguridad del Partido. El operativo había comenzado en la noche misma del domingo, pocas horas después que se supo lo del atentado y una vez que el General retomó el control de la situación y proclamó como respuesta un endurecimiento de las condiciones contra los dirigentes políticos, como si ellos fueran los responsables del atentado o eso le significara al gobierno una solución para los problemas que estaba viviendo.
Poca gente circulaba por las calles, como era habitual en los barrios y a esta hora de la tarde.
¿Qué estaría pasando en el centro de la ciudad?
Desde su asiento veía a los transeúntes, hombres y mujeres, como siempre tranquilos, con las caras un poco tristonas, portando sus propios problemas y sin saber las dimensiones reales de lo que estaba sucediendo. Todo había sido una sorpresa, pese a que, en los niveles políticos en los que él se desempeña, hubo informaciones de lo que pasaba.
Se preparaba una jornada de protesta, que extrañamente fracasó desde su inicio, pues nadie parecía tener mucho interés en que tuviera éxito.
No hacía dos meses que había sucedido la más exitosa jornada de movilización, que llevó al embajador norteamericano a confidenciar al ex Canciller que la historia de la dictadura debía dividirse entre “antes y después” de esa jornada de protesta que duró dos días.
Su mente se fue a los días previos, cuando discutían en el Comando de Unidad y en el partido mismo sobre lo que podía o no pasar y él aludía a ciertas informaciones que le parecían extrañas, a silencios no habituales y a la marginación de otros de las tareas destinadas a tener una victoria sobre el General.
Se frenó. Era hora de tomar conciencia del presente. Estaba sentado en la plaza de sus recuerdos, con calor, con hambre, con el cansancio apoderándose de su cuerpo y no era el momento para las reflexiones sobre los aciertos y los errores. Ahora debía buscar solución al problema inmediato, pues era estúpido estarse horas allí o seguir vagando por las calles, ya que al final podrían detenerlo por cualquier cosa trivial, por sospecha por ejemplo y entonces sería el fin de todo. Se enderezó y probó sus músculos tan poco preparados para las emergencias desde que dejó de hacer deporte hace ya mucho tiempo, endureciendo y soltando piernas y glúteos, mientras trataba de pensar en alguna solución.
Las instrucciones habían sido muy claras. No eran nuevas, pues estaban previstas para cualquier emergencia como ésta.
Había que abandonar las casas. El domingo en la noche alojaría donde Guillermo. El razonamiento era muy sencillo: Guillermo es un militante de poca importancia; si es que llegan a su casa a detenerlo, es porque la operación constituye algo de tal magnitud que no habría escapatoria. Es lo mismo que le explicó su padre con ocasión del temblor tan fuerte aquel, cuando llevándolo hasta la cercanía de uno de los muros del edificio en que estaban: “si este muro se quiebra, Rafita, ya nada importa pues la ciudad entera estará en ruinas”.
Ese era el alojamiento para la primera noche, pues si acaso habían detenido a algún dirigente tal vez pudieran dar con este escondite y los otros de los demás dirigentes importantes. Guillermo le entregó un sobre cerrado en que estaba la dirección de la segunda casa. En la nota −escrita con la ordenada letra del secretario del Partido− le explicaban que en la nueva morada debía permanecer hasta el martes a las siete de la mañana y a esa hora saldría hacia la tercera, cuya dirección recibió pero no sabía a quién pertenecía.
Allí tendría la información necesaria para dar correctamente los pasos siguientes. Sería el momento de evaluar. Debía llegar a esta casa el martes a las nueve de la mañana. No antes, porque otro camarada la habría ocupado y era preciso que fuera previamente chequeada por un responsable de seguridad. Cuando él llegara podría estar seguro.
La instrucción también decía que debía afeitarse. Claro, fácil resultaba ordenarlo cuando quien daba la orden no sabía que tras esa barba habían crecido dieciocho años de historia personal, dieciocho años que se habían marcado en surcos imborrables, dieciocho años que eran la mitad de su vida.
A las siete de la mañana en punto se encontraba en la calle.
Avenida Lyon, pleno barrio alto, el sector de las casas elegantes y antiguas, construidas en los años 30 a los 40, mansiones enormes, con hermosos jardines y grandes arboledas, que actualmente ya estaban transformadas en agencias de publicidad o sedes de empresas extranjeras o muchas otras similares habían sido demolidas para construir en su reemplazo lujosos edificios para ricos, de muchos pisos y pocos departamentos, uno de los cuales ocupaba Guillermo en un cómodo y práctico segundo piso. La mañana estaba fresca. Se dirigió hacia el sur. La nueva casa estaba a poco más de 30 cuadras de distancia, cerca de sus barrios de siempre. Tenía tiempo y decidió ir caminando. Avanzó por Lyon y luego tomó la hermosa Avenida Pedro de Valdivia, el camino hacia el Estadio Nacional.
Su paso resultó demasiado rápido y llegó adelantado, cuando recién habían pasado las ocho de la mañana.
¡Bendito apuro, bendita desobediencia! Cerca de la casa a la que debía dirigirse para su protección, estaba una placita pequeña, cubierta de pinos y palmeras, nido de amores por decenas de años, olvidada del boom de jardinería que había cogido a todas las municipalidades con dinero, sitio de aventuras vividas en la adolescencia. Se instaló en un punto desde el cual dominaba perfectamente el sector de la casa de seguridad a la que debería entrar pocos minutos después; con el diario en la mano, buscando alguna novedad de las que importan, de esas que ahora lo angustiaban y que difícilmente ocuparían los titulares de primera plana, menos en este día de tiranía y estado de sitio.
Fue entonces cuando lo vio todo. Llegaron cuatro autos simultáneamente, que se detuvieron en el otro extremo de la plaza; bajaron numerosos agentes con sus metralletas en las manos y se ubicaron cerca de la casa. No veía la puerta. Se sintió petrificado. Ese era su escondite para poco rato después. Escondido por el diario y las palmeras presenció todas la maniobra. Los agentes que entraron a la casa salieron a los dos o tres minutos llevando de los brazos y casi al trote al presidente del Partido, con pocas gentilezas, mientras él, muy alto y muy digno aunque sin corbata esta mañana, protestaba enérgicamente. Rafael no podía escuchar las voces, pero adivinó que el dirigente invocaba todas sus calidades del pasado y del presente, sin que a los captores les importara un bledo que fuera abogado, parlamentario ayer o ministro alguna vez. Luego sacaron a una mujer que discutía a gritos con los agentes. Su voz se oía, pero no pudo entender las palabras. Quien parecía ser el jefe ordenó que la dejaran regresar a la casa. En ese mismo momento apareció el chico Riquelme. Era el encargado de hacer el chequeo de seguridad, pero llegó por el lado equivocado. Tal vez pensando que no habría problemas, accedió por una calle lateral desde la cual no había la suficiente visibilidad anticipada. Si lo hubiera hecho por la plaza...pero llegó desde el otro lado y de sorpresa se topó con los agentes. Pudo haberse hecho el desentendido, pues era muy difícil que ellos lo conocieran, pero en lugar de eso se aterró y trató de correr hacia atrás. A los pocos segundos hacía compañía al presidente del Partido en el auto. Cumplida la misión, cuatro o cinco agentes ingresaron a la casa y el resto se fue con sus autos y los detenidos. La ratonera estaba instalada para recibir a Rafael.
Hasta allí llegó todo para Rafael. Se suponía que si la casa de seguridad no servía, el encargado del Partido le comunicaría el paso siguiente. El encargado, el chico Riquelme, viajaba hacia el cuartel Borgoño u otro lugar similar. Entonces no tenía instrucciones ni destino y partió a deambular, de un lado para otro, hasta que, sin saber cómo, llegó a la plaza de siempre, la de todas las penas y las horas difíciles, la de los amores incomprendidos y los amores inconclusos, donde ahora estaba sentado con los músculos en ejercicio.
Este era su problema. Tenía que retomar contacto, averiguar qué pasaba con los dirigentes, qué sucedía con el Partido, si acaso era tanto el peligro, si había más detenidos, cuál debía ser el próximo paso.
Pero todo eso requería primero calmar angustias y miedos, adquirir la seguridad de murallas sin intrusos y un techo para soportar una lluvia inevitable en un día de tanto calor para esta época, apaciguar el hambre con una taza de café o un vaso de leche, conseguir una cama para tenderse. Descartados los parientes y los amigos habituales, eliminados de la lista los militantes del Partido, no era mucho lo que quedaba. Con la memoria recorrió el barrio, hasta recordar que por allí vivía Milena.
Milena.
A su casa no podía ir, pues eso también lo recordarían los propios agentes.
Frente a la casa de Milena vivía el Fiscal Militar, el que hace tan poco tiempo intentó procesarlo. No, no podía. Cualquier casualidad era suficiente para que lo detuvieran. Pero tampoco podía seguir eternamente en esta plaza y comenzó a caminar, sin saber hacia dónde. Estaba a tres o cuatro cuadras de la casa de Milena. Recordó su calidez, sus ojos tan hermosos, su ternura, la biblioteca tan completa, había dicho ella una tarde de bromas, para soportar un clandestinaje larguísimo. ¿Por qué no intentarlo? El calor, el cansancio, el dolor de sus pies, el hambre, todo le exigía un lugar tranquilo en el cual permanecer un tiempo. Caminaba lentamente hacia la casa de Milena, sabiendo que no debía llegar, que no entraría, que ni siquiera podría pararse frente a la puerta de la casa, porque si en verdad lo estaban buscando −ni siquiera estaba seguro de ello− una de las primeras casas que allanarían sería esa. Por lo pasado o por lo que todos creyeron que pasó. No podía ir a casa de Milena. Incluso, lo pensó recién, si la persecución era relativamente amplia, una periodista opositora como Milena podría ya estar detenida.
Se detuvo y volvió la mirada hacia la plaza, con un sentimiento de despedida y una actitud desconcertada. Su impulso era regresar, instalarse en un banco, levantar tienda, abrigarse de recuerdos, acomodarse y establecer un hogar, su protección, porque allí estaba ese hogar de sus ansias de vivir, de sus amores, de su frustración.
De sus frustraciones.
Entonces, recordó a Margarita.
Margarita era la eterna frustración de Rafael. Se enamoró de ella cuando ninguno estaba en edad de enamorarse y tampoco él supo poner nombre a ese sentimiento que le era nuevo, pero sí que, a partir de entonces, lo que más quería en la vida era verla todos los días, admirarla con su pelo negro y sus ojos verdes, jugar a cualquier cosa para permanecer a su lado, aunque afuera los demás niños de siete años como él estuvieran jugando al fútbol, su pasión más enorme hasta aquella tarde en que Margarita apareció por el barrio. Poco después de su llegada, Rafael supo que era sólo un día mayor que su amiga, lo que interpretó como un signo mágico de una unión que debería perdurar para siempre, sin saber entonces Rafael que las mujeres jóvenes siempre se enamoran de hombres mayores y nunca de los de la misma edad. El iba a un colegio del sector y ella donde las monjas, pero en las tardes podían encontrarse para hablar incansablemente, jugar a los juegos más variados, aprendiendo ella el manejo de la pelota −era una buena arquera, después de todo− y él a asumir la paternidad de todas esas muñecas de trapo y de loza, con ojos grandes de bolitas de cristal que dominaban el dormitorio de la vecina de los ojos verdes. Rafael nunca había visto a nadie que tuviera los ojos verdes y una mirada tan triste a pesar de estar contenta y riendo con entusiasmo.
Se vieron incesantemente durante muchos meses. Cuando ella fue de vacaciones a la costa y él viajó a pasar el verano donde su abuela nortina, Rafael escribió su primera carta de amor, en la que le decía que la recordaba todos los días, en las mañanas y en las noches, que le gustaría verla y que no quería quedarse donde su abuela porque se aburría mucho. Por supuesto, la carta no fue enviada pues Rafael sintió su primera timidez de amor, como era con los niños de entonces. Se dio cuenta que estaba enamorado, que no valía la pena vivir sin Margarita y tuvo miedo de que por decírselo ella no quisiera volver a verlo. Esa percepción era el reflejo de una anticipada madurez de amor que le habría de poner los ojos serios para siempre. Margarita creía que esta mirada era el reflejo de una irrenunciable vocación a la santidad y en las noches rezaba pidiendo a Dios que la mantuviera cerca de su amigo santo para que la ayudara a ser muy buena. Muchas mujeres se enamoraron de Rafael a lo largo de su vida y todas lo creyeron santo por su forma de mirar y sus consejos siempre tan oportunos y sabios.
Así pasaron muchos años, con encuentros diarios, una con los ojos verdes y otro con los ojos serios, separándose sólo en las noches y en las vacaciones de verano. Su amistad era tan intensa que las madres terminaron por hacerse amigas y pasaban tardes enteras tejiendo y charlando, con la idea de que podrían ser consuegras, pero sin decirlo nunca. La madre de Margarita siguió teniendo hijos todos los años hasta completar nueve, pero Rafael sólo tuvo a su hermana, dos años menor.
Poco antes de cumplir los doce años Margarita se cambió de casa y a partir de entonces la situación varió por completo, no sólo porque ya no podrían verse todos los días, sino porque Margarita comenzó a hacerse mujer. Rafael no celebró cumpleaños por razones que nadie entendió muy bien, pero que tenían que ver con las múltiples actividades de papá, la situación económica, las cosas como están, con la promesa de que más adelante harían una fiesta, lo que por supuesto no llegó nunca. En respeto a la verdad, Rafael recordará en su fuero íntimo que él estaba melancólico y no hizo ningún empeño por tener fiestas, pues no sabía qué mierda es lo que podría celebrar si lo único que importaba es que Margarita ya no estaba cerca de él. Por su parte, Margarita hizo su celebración y lo invitó a la casa nueva. Rafael se sintió muy desagradado, pues debió pasarse toda la tarde pateando una pelota con los dos hermanos menores de su amada, pues ella se encerró con sus amiguitas en el living a escuchar discos de Elvis Presley y Paul Anka.
Había ya empezado la carrera dispareja, en la cual Rafael iba perdiendo irremediablemente, cada vez con la mirada más seria por el amor y con más cara de santo en su desesperación. Margarita crecía haciéndose más bonita, con su pelo negro, largo y frondoso, sus ojos verdes, sus pechos nacientes, sus piernas hermosas, su sonrisa triste aunque estuviera alegre. Los amigos de Margarita eran todos mayores que ellos y Rafael se fue alejando de esa casa. Cuando tiempo después la mamá de Margarita lo invitó a veranear, Rafael tuvo mucho miedo, pues él con sus quince años y su amor, iba a terminar paseando con Gabriela, la hermana segunda, mientras Margarita saldría a fiestear con los grandes. Sacando fuerzas de flaquezas aceptó la invitación, pero fue tanta su pena de amor que al tercer día de estar en la playa se enfermó de veras, con fiebre y todo. Pensando que era tifus lo enviaron de regreso a su casa. Como sólo eran penas de amor, mejoró de la fiebre, pero los ojos le quedaron más serios y de mirar más profundo, después de haber pasado todo el verano dedicado a estudiar historia y a leer el Canto General de Neruda, en lugar de pasear con su amada.
Pasó todo un año y cuando en el verano siguiente Rafael fue a decirle a Margarita que la amaba como un hombre ama a una mujer, que quería ser amado por ella, aunque entendía que era muy difícil que dejara a su actual pololo por él, pero que valía la pena intentarlo, tuvo la sensación de no haberse dado a entender suficientemente, porque ella, con sus ojitos verdes, le habló de su amor por un joven alférez de aviación y todo entonces fue tan confuso para él, que nunca pudo recordar como terminó esa conversación, sino sólo que llegó hasta la plaza, esta misma plaza de tarde de tanto calor y estado de sitio, donde permaneció llorando por varias horas. Dos años después, Margarita se casó con el aviador, que ya no era aviador sino estudiante de Ingeniería, aunque siguió vinculado a la Fuerza Aérea, colaboró en tareas de logística primero, en la Academia de Guerra luego y, según se rumorea en los ambientes en que se desenvuelve Rafael, fue uno de los integrantes del Comando Conjunto, organismo que reunía a agentes de todos los servicios dedicados a la represión política en los primeros tiempos del General. Rafael no asistió a la ceremonia porque tenía que ir a un retiro de fin de semana, aunque sólo él y Dios sabían que iba al retiro solamente para no ver casarse a Margarita.
Mantuvo su amistad con Gabriela, la hermana segunda, lo que le permitió saber de Margarita, pero al cabo de los años también dejó de verla y se enredó por caminos intrincados, por amores pasajeros y pasiones circunstanciales, que mantuvieron este amor en su nivel de frustración, sin escarbar más en su corazón, aunque finalmente habría de descubrir que no era un amor frustrado, sino sólo un amor pendiente.
Volvió a ver a Margarita cuando murió su madre.
Fue una tarde de septiembre en la que la señora había ido a la costa para preparar la casa en que recibiría a la enorme familia −incrementada con yernos, nueras, pololos y nietos− para un fin de semana largo. Manejando con poca precaución y mucho alcohol, hizo una mala maniobra en la ruta y cayó a un barranco y se murió. Rafael supo de la noticias, pero como había sido detenido por la policía con ocasión de una manifestación en contra del exilio, no pudo ir al funeral. En cuanto salió fue a ver al viudo y a sus hijos, quienes le dieron la dirección de Margarita y supo que vivía muy cerca de Milena, su amiga periodista.
Nervioso, incómodo, más por el pasado que por el dolor de la muerte sorpresiva, estuvo con ella muy poco rato. Escuchó un apretado resumen de ese matrimonio que, luego de dos hijos, terminó en separación irreconciliable. El ingeniero-aviador se casó de nuevo y Margarita se sumió en la soledad, manteniendo su casa y sus dos hijos con un modesto sueldo de profesora de filosofía en el mismo colegio de las Monjas donde había seguido sus estudios, sin que el hombre se esforzara por tener una relación estrecha con los hijos y mucho menos asumiera sus obligaciones como correspondía. Sintió deseos de abrazarla y besarla, de decirle que éste era el momento de reencontrarse, que todo se daba para que ellos pudieran volver al camino de amor que no debieron haber abandonado a los doce años, que esta tragedia podía ser un mensaje y una esperanza, pero como la timidez de amor se lo comía por dentro, le pareció inadecuado hablar de todo esto cuando recién había muerto la madre de su amiga y una vez más optó por retirarse, inventando una excusa y prometiendo visita que lo más probable era que no cumpliera, y así fue, para terminar sentado en la misma plaza de siempre, esa vez sin llorar, pero con una cara que no era de santo sino de angustiado.
Desde aquella tarde de pésames, habían transcurrido tres años y medio, un poco más, parece.
Ahora estaba allí, tan cerca de la casa de Margarita, con este enorme problema pendiente, incapaz de tomar decisiones o resolver nada con mínima garantía de eficiencia. La casa de seguridad estaba constituida en una ratonera; había perdido el contacto con el Partido y en el Partido no sabrían a qué se debía esta situación, si es que estaban en condiciones de saber algo. La detención del presidente del Partido, al menos, no podría ser silenciada. Volvió sobre sus pasos, dio un rodeo y avanzó hacia la casa de Margarita por un camino que le permitiera no pasar frente a la casa de Milena ni a la casa del Fiscal, para que ninguno de los dos lo viera, tal vez, para que ninguno supiera que iba a la casa de Margarita. Agregando un nuevo miedo a sus miedos políticos, avanzó a través del calor y del tiempo. Controlando cada músculo, palpando los muslos duros, Rafael caminó, nervioso y cobarde, hasta llegar a la puerta de la casa de Margarita, la morena de pelo largo y frondoso y ojos verdes, tristes siempre aunque estuviera contenta, su amor de infancia.
Se detuvo, esperó un momento antes de tocar el timbre.
Porque su alma se llenó de temores y de acasos, como los de su ayer adolescente y por un instante olvidó a los agentes, al General, al Partido, su barba de tantos años, la detención del presidente del Partido, para dar curso a la traspiración de las manos y el agitado palpitar de sus sienes.
¿Qué le iba a decir? ¿Vengo a dormir a tu casa porque me están siguiendo? ¿Vengo porque no tengo donde ir? ¿Vengo porque aun te amo con la profundidad de mi mirada que tú construiste con tus evasivas y tus amores por otros? ¿Y si no estaba? ¿Si ya no vivía allí? ¿Si tras esas altas rejas había ahora un cuartel, como tantos otros que se extendían por la ciudad? ¿Si tenía marido nuevo? ¿Si ella tuviera más miedo que él?
Todo pasó en un segundo por su mente, a veces tan ágil y ahora como la de un niño asustado, todo metido por su cuerpo, recorriendo pecho y piernas, recordándole su úlcera reactivada que necesitaba comer algo con urgencia o simplemente un vaso de leche, como en el cuento de Manuel Rojas que leyó siendo adolescente. Lloró cuando lo leyó la primera vez y luego lo releyó tantas veces que terminó por saberlo de memoria, hasta el último adjetivo. Ahora tenía el mismo dolor que el protagonista de “El vaso de leche” y decidió dar el paso, aunque fuera lo último de su vida, aunque resultara el error más grave, porque también podría ser el acierto más certero, sabiendo que la equivocación lo conduciría a un camino sin alternativa.
Resultó como tenía que resultar y no como pasa en las novelas de aventuras, pues Margarita seguía viviendo allí y por supuesto que, a las tres de la tarde poco más tarde probablemente, no estaba en casa. La empleada le informó que regresaba a las seis y sólo después de una insistencia en que usó todo su poder de convencimiento, ella lo dejó entrar, pero sólo hasta el jardín y lo sentó en una terraza sombreada por abutilones y coprosmas, cerca de un enorme matorral de rosas de todos los colores. Desconfiada, pero cuidando de no ofender, le ofreció un vaso de jugo que él cambió por uno de leche fría y sin azúcar, por favor, y que la buena mujer sirvió acompañado de galletas tritón, delicioso emparedado de masa de chocolate con blanca crema en su interior, de esas mismas que Rafael y Margarita comían por toneladas en el patio, mirándose a los ojos con risa y la boca llena, porque las habían sacado sin permiso de empleadas y mamás. Por lo visto a Margarita le seguían gustando y ya no tenía que esconderse para comerlas. En cambio, él, tantos años después, sólo las volvía a comer cuando tenía que esconderse. Parecía un juego de ideas y palabras.