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LA SENDA DEL ÓPALO



Primera edición. Abril 2022

© Jaime E. Expósito

© Editorial Esqueleto Negro

© Correción Inmaculada López Puerto

www.esqueletonegro.es

info@esqueletonegro.es

ISBN Digital 978-84-124485-4-2

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal

Agradecimientos:

Cuando emprendí la ardua y maravillosa tarea de escribir esta novela, todo eran incertidumbres y mis manos era incapaces de transcribir todo lo que me transmitían los personajes.

Un profesor me dijo que la parte más dura, pero a la vez más necesaria en la escritura, es la de revisar y cortar. Moldear y solo escoger la parte que debía ser escrita ha sido toda una hazaña.

Cuando llegó el día en que pulsé el punto y final sentí un vacío en el estómago y todas las inseguridades se multiplicaron. Pero gracias a varias personas que tuvieron a bien leer el manuscrito y darme sus entusiastas opiniones, ahora querido lector, tenéis esta obra en vuestras manos.

Infinitas gracias por sus ánimos y sus inestimables consejos a Lucía Negrete, Lourdes Jiménez, Susana Vaquerizo y Olga Expósito. Todo en ti es luz. ¡Ah! Y también a Estela López… ¡Ya sabes porqué!

Gracias a mi familia por el entusiasmo demostrado, espero devolvéroslo algún día.

No podía olvidarme de mi editor José Antonio, por abrirme las puertas. Sus consejos y correcciones solo han servido para enriquecer la obra.

Y gracias a ti lector por comprar esta novela. Espero que este sea el comienzo de una gran amistad.

Jaime E. Expósito

Eddie descubrió una de las grandes verdades

de la infancia: los adultos son los verdaderos monstruos.

STEPHEN KING, It

Maldecirás al sol que alumbra tu desgracia.

MARY W. SHELLEY, Frankenstein

Prefacio

Era la hora de la cena en la casa de los Hortuño. Ayira se dispuso a preparar el comedor, era sábado y, como cada semana, por orden de la señora, engalanaba la mesa con la mantelería fina, la cubertería de plata y la vajilla traída por el señor Hortuño en uno de sus muchos viajes a las Américas.

Ayira se quitó el mandil, salió de la cocina y se dirigió hacia el salón. Allí, abrió el primer cajón del aparador, donde guardaba con celo el mantel con el que cubrió la mesa, luego fue colocando los paños y los cubiertos por orden, manteniendo la distancia exacta entre cubiertos y platos, tal y como le había enseñado la señora. Después de revisar y comprobar que todo estaba listo, se dirigió al fondo, donde unas puertas correderas daban a un pequeño salón contiguo al comedor, las abrió de par en par. Al fondo, el señor Hortuño fumaba su pipa sentado en un sillón mientras leía atento las últimas páginas de su diario.

—Señor Yago, la cena está lista.

Ayira llamaba por su nombre de pila al señor Hortuño, siempre y cuando la señora no estuviera presente. Era una confianza que se había tomado desde que le conoció en Haití. Ayira se sintió en deuda con él desde el día en que le salvó la vida. Ella, como gratitud, le dijo que le serviría si así lo estimaba conveniente.

El señor Hortuño se había hecho rico con el transporte marítimo, viajaba del viejo continente a las Américas en varios barcos de bandera francesa. Desde allí, transportaba cacao, algodón y el índigo, planta de la que salía una tintura azulada no vista hasta la fecha y que causaba furor en las clases altas de París.

Corría el año 1882, habían pasado ya tres años de aquello cuando el señor Hortuño le ofreció la posibilidad de trabajar para él en el servicio de su nueva casa, una vivienda colonial con un vasto jardín situada en un pequeño pueblo pesquero de Galicia, al norte de España. Ella le contestó que cualquier parte del mundo sería mejor que aquella isla maldita y que, mientras viviera, estaría a su servicio.

El señor Hortuño dobló el periódico que estaba leyendo y exhaló el humo de su pipa.

—Avise a mi esposa y a mi hija de que la cena está dispuesta, por favor.

—Así lo haré, señor Yago —contestó mientras asentía con la cabeza.

Ayira salió del salón y atravesó el comedor que daba al distribuidor principal de la casa, donde se aferraba a un pasamanos de madera. En el centro de la estancia, una imponente escalera de caoba la llevaba en volandas a la segunda planta y, allí, un pasillo a ambos lados servía de distribuidor a las habitaciones. Tocó un par de veces con los nudillos la puerta de la habitación más oriental de la casa. La señora había decidido que allí se edificaría la habitación conyugal, ya que, por su orientación, vería cómo salía el sol por el horizonte al abrir la ventana. Así, llenaría de luz la habitación, además de ser la primera casa del pueblo en ver el amanecer.

Volvió a insistir y tocó otra vez con los nudillos.

—Señora Inés, la cena está preparada.

—Gracias, Ayira, ya bajo. Avisa a Blanca, por favor.

—A su servicio, señora.

Ayira bordeó el pasillo hasta la última habitación y abrió la puerta sin llamar. La joven estaba sentada y ensimismada en su tocador. Intentaba alisar los rizos de su enredado pelo rubio.

—¡Blanca, vamos!, ¡la cena está lista! —le gritó suavemente Ayira dando un par de palmadas—. ¡Deja ya de admirarte en el espejo! ¡Y a ver si comes más, que estás muy flaca!, ¡así nunca vas a tener pretendientes!

Blanca dejó su ensimismamiento.

—Ya bajo, yaya. —miró a Ayira a través del espejo y le regaló una amplia y bonita sonrisa juvenil.

Para Blanca, Ayira era más que una sirvienta, era la persona que más sabía de sus más íntimos secretos y anhelos. Existía una complicidad entre ellas que nunca tendría con su madre.

Ayira bajó las escaleras y se adentró en la gran cocina. Retiró del fuego la sopa a base de berzas, repollo y patata. Mientras tanto, en el horno terminaba de hacerse un asado a fuego lento.

Probó la sopa, estaba a su gusto. Su cara cambió repentinamente de expresión, un rictus serio se adueñó de sus labios. Los ojos, muy abiertos, parecían salirse de sus órbitas. Repitió unas palabras en voz baja varias veces, extrajo de su mandil un tubo de ensayo y derramó su contenido en la sopa. Cerró los ojos y, al volver a abrirlos, escupió en el interior de la olla una y otra vez.

Desde lo lejos del comedor, llegó la voz del señor Hortuño:

—¡Ayira!, ¡ya puedes empezar a servir la mesa!

Ella respiró hondo y salió con la sopera humeante como una agradable y servil criada.

Cada uno de los componentes de la familia Hortuño estaba ya sentado en su disposición habitual. A un lado de la mesa presidía el señor Hortuño, mientras que, a cada lado, le flanqueaban la señora Inés y su hija Blanca.

Colocó la sopera en el centro de la mesa y sirvió cada uno de los platos. Después, con la sopera casi vacía, se acercó hacia el señor para servirle más. Él levantó la mano para indicarle que era suficiente. Ayira aprovechó ese momento para agacharse levemente y arrancarle un botón de su chaqueta sin que él se diera cuenta.

Al terminar la cena, los señores y la señorita Blanca se retiraron a sus respectivos dormitorios. Empezaba a anochecer y el otoño hacía que los días se acortasen. Ayira recogió la mesa y fregó pacientemente la vajilla, los cubiertos y los demás utensilios que había usado. Salió de la cocina y atravesó el recibidor.

Allí disponía de un pequeño cuarto cercano a la puerta principal, lo que le facilitaba responder rápidamente a las llamadas del exterior y atender al señor cuando viajaba por negocios, ya que su regreso siempre coincidía con las horas más intempestivas. En el interior de aquella habitación había una pequeña cama; a su derecha, una minúscula cómoda con un espejo y una pila; a su izquierda, un diminuto armario. Se acercó a él y lo abrió. En la parte inferior, el armario disponía de dos pequeños cajones, abrió uno de ellos y cogió unos extraños muñecos hechos de tela arpillera. Los guardó en su mandil y salió de la habitación.

Ya en el recibidor, aguzó el oído. Sabía que, desde ahí, escucharía cualquier movimiento que hubiera en la planta superior. No oyó nada, así que anduvo sigilosamente hasta la puerta de la calle, la abrió y salió asegurándose de que la cerraba con cuidado para evitar despertar a la familia.

Afuera, el frío se notaba, se abrigó con el pequeño chal que llevaba sobre los hombros y corrió por el jardín, mirando de vez en cuando hacia atrás para detectar, a través de las ventanas, cualquier movimiento extraño dentro de la casa.

Al final del camino de grava había una caseta donde se guardaban los enseres y aparejos de jardinería. Desde que Ayira llegó, solo ella mantenía el jardín, así que nadie más tenía la llave. Abrió el candado y se encerró dentro.

A oscuras, prendió una cerilla larga que iluminó el cuartucho. Encendió, una por una, todas las velas negras que había dispuestas en círculo en el suelo alrededor de ella. Luego se dirigió al fondo e iluminó un santuario macabro que coronaba una deidad con cuerpo de cerdo. Su cabeza era de cabrito y de su boca salía una lengua viperina. Alrededor de la figura y por el suelo, manchas de sangre salpicaban aquel escenario tétrico.

Caminó hacia atrás y se colocó en el círculo, se arrodilló y dispuso los tres muñecos en el suelo. A uno de ellos le faltaba un botón que hacía de ojo. Extrajo de su bolsillo el botón que arrancó de la chaqueta del señor y lo cosió. Durante un instante, admiró aquellos muñecos que imitaban fielmente a cada habitante de la casa.

Tras deleitarse con los muñecos, abrió una botella de ron y bebió un gran trago que luego escupió haciendo un círculo. Cerró los ojos, empezó a ladear su cuerpo mientras rezaba. Repetía una y otra vez las mismas palabras, aparentemente inconexas. El tono de su voz cambió, se volvió más profundo, y su cuerpo se estremecía. Siguió repitiendo las palabras, ahora gritando, y empezó a convulsionar hasta que su columna se quedó rígida. No se podía mover.

Abrió los ojos, unos espantosos ojos en blanco. Su cabeza sufría espasmos. El cuerpo era de Ayira, pero ya no era ella, estaba poseída por fuerzas que escapan a nuestro entendimiento. Extrajo de su vestido una aguja de tejer y atravesó varias veces cada uno de los muñecos, con tanta saña que empezaron a vaciarse las semillas que había en su interior.

En los instantes en los que Ayira hacía aquel rito diabólico, en la casa helaba. En la más secreta oscuridad de la noche, las paredes sufrían y se retorcían de dolor. Como si tuvieran venas, los muros empezaron a dilatarse. Daba la sensación de que la casa iba partirse en dos, reventando sus pilares. Las habitaciones se iluminaban y apagaban sin sentido mientras que los habitantes de la casa convulsionaban en sus camas sufriendo horribles pesadillas que retorcían sus mentes y anulaban su voluntad.

Jamás se volvieron a despertar… en este mundo.

Capítulo 1

Ya desde pequeño sabía que algo no iba bien. Mis pesadillas eran continuas y, aunque me quejaba de que eran reales, nadie me creyó. Una noche soñé que una señora me hablaba, su voz daba tanta pena que me hizo llorar y mis lágrimas acabaron mojando mi almohada. Pasaron unos días y, sentado en el regazo de mi madre, mientras me enseñaba viejas fotos guardadas en una caja metálica, vi el retrato de esa señora. Supe entonces que mis pesadillas eran reales; era mi tatarabuela.

Nadie me creyó, excepto mi abuelo Anxo, que asentía ante mis historias cuando íbamos al bosque. Mi abuelo tenía intuiciones y premoniciones que siempre acertaba, como el día que perdió a su padre. Mi abuelo me contó que, cuando era muy pequeño, unas horas antes de que su padre subiera al barco, tuvo un sueño premonitorio en el que vio cómo moría ahogado en alta mar. Me dijo que, entre lágrimas, se abrazó a él en el muelle implorándole que no subiera al barco y se quedara en tierra esta vez. Mientras, su padre le decía con ternura que no se preocupara, que se verían a la vuelta. Mi abuelo sabía que jamás lo volvería a ver. Y así fue. El mal presagio que tuvo se hizo realidad y el barco naufragó. No se volvió a saber nada de la tripulación y mi abuelo jamás volvió a pisar la playa ni volvió a ver el mar.

Mi pueblo, As Caldeiras, está enclavado en La Coruña, a escasos kilómetros de la mar que tanto nos ha dado y, por qué no decirlo, que tanto nos ha quitado. Dándole la espalda al mar se puede disfrutar de un precioso bosque regado con esmero por el río Eume. Allí donde mi abuelo ha hecho su segunda casa. Nadie conoce estos parajes mejor que él.

Cuando el tiempo lo permitía, los días eran más largos y la temperatura más liviana, mi abuelo y yo nos pertrechábamos bien para pasar un día del fin de semana disfrutando de aquel bosque de belleza ancestral entre árboles y helechos centenarios.

En una de esas escapadas al bosque, con solo nueve años, me di cuenta de que tenía un contacto especial con los animales.

—¡Lucas, hijo! No te alejes tanto… muévete por donde pueda verte.

Mi abuelo Anxo me llamaba cariñosamente Luke, por el protagonista de La Guerra de las Galaxias, así que cuando me llamaba Lucas era por algo serio. Tenía que estar más atento y prestar atención. Probablemente intuía que algo podía pasar y estaba intranquilo. Yo notaba que no me quitaba ojo, pero, como buen niño, me picó la curiosidad.

Decidí explorar por mi cuenta un paraje que se me hacía inhóspito y, sin darme cuenta, me separé de él. Caminaba entre ramas y raíces salvajes que dificultaban mi camino y me distraían en cada pisada, pero, para mí, era precisamente lo que tenía más encanto, la sensación de que por allí no había pisado ningún ser humano. Yo, influenciado por las lecturas de La isla del Tesoro de Stevenson y Robinson Crusoe de Defoe, quería encontrar mis propios tesoros y rutas secretas, pero lo que realmente encontré fue algo mucho más grande.

Según me iba adentrando cada vez más en aquella senda, empezaba a escuchar, entre la quietud, ruidos de pájaros venidos del mar y un ronroneo que así, desde lejos, no me resultaba familiar. Mi curiosidad fue en aumento, quería saber de dónde procedía aquel murmullo. Seguí por el frondoso paraje hasta que aparecí en un pequeño claro, donde el murmullo se convirtió en un gruñido ensordecedor. Por un momento, pensé que mis sentidos me estaban jugando una mala pasada; el gruñido se escuchaba a mis espaldas. Me di la vuelta lentamente, hasta que vi aquel increíble animal.

Era un enorme oso pardo. Me quedé petrificado mientras el animal, con la misma curiosidad que yo, se acercaba. Cuando estaba ya a escasos metros de él, escuché la voz de mi abuelo detrás de mí:

—¡No te muevas!, ¡quédate muy quieto!

Me quedé inmóvil al escucharle, pero debo confesar que fue más por terror que por seguir sus indicaciones. Escuché un clic de escopeta seguido de un disparo.

De repente, vi saltar cortezas del árbol que estaba al lado del oso. El animal, en vez de amedrentarse, se acercó a mí, tanto que notaba su respiración. Se elevó y se puso en pie sobre sus patas traseras, nos miramos a los ojos.

Me doblaba en altura. Tuve un contacto especial con él, sin hablarnos, nos dijimos muchas cosas. El oso no quería que yo estuviera allí, pero supo que no iba a hacerle daño ni tenía intención de usurpar su territorio. Durante varios segundos —que me parecieron siglos— mantuvo la posición sobre sus patas traseras mientras yo, torciendo mi cuello, miraba hacia arriba sin pestañear, sosteniendo nuestras miradas.

Aquel gigantesco ser me tenía intimidado. Después, el oso se giró, cayó sobre sus robustas patas delanteras y se marchó dándome la espalda, sin mirar atrás.

Yo me quedé paralizado en el sitio, no podía hablar. Mi abuelo me zarandeaba y me regañaba, pero yo solo oía unas palabras ininteligibles, estaba como en otro mundo. Me abrazó y volvimos a casa con la promesa de no contarle nunca a nadie lo sucedido aquella mañana. Hasta que vi que en los noticiarios de la televisión hablaban sobre la extinción más que probable del oso cantábrico, ya que no se avistaba ningún ejemplar en los últimos diez años.

—Abu… nosotros vimos uno, ¿verdad? —mi abuelo se llevó el dedo índice a los labios mientras los ojos se le salían de las órbitas. Había que guardar el secreto.

Ya en el colegio me sentía distinto del resto de los niños de mi edad, así que me etiquetaron como el raro de la clase. Jugar al fútbol, al escondite o al pillapilla me aburría y las conversaciones sobre intercambio de cromos o sobre la última jornada de deportes me cansaban. Nadie se preguntaba por otros mundos, por saber si había un más allá, aunque me hubiera conformado con que alguien se hubiera preguntado qué había más allá de As Caldeiras.

En los recreos me refugiaba en tebeos y libros de aventuras. Así que Stevenson, Verne y Salgari, entre otros, se convirtieron en mis amigos imaginarios. Hasta que un día apareció ella.

Todavía recuerdo el día en que se acercó a mí en el recreo. Yo estaba sentado en un banco del patio, absorbido en la lectura de un cómic de Flash Gordon, cuando me preguntó si me estaba gustando, a lo que contesté con un sobrio «¡ajá!» sin prestarle la mayor atención y sin fijarme quién demonios interrumpía mi lectura. Para mi asombro, se sentó a mi lado y esperó pacientemente a que terminara de leer. Al cerrar el cómic, la miré. Tenía un pelo liso muy brillante. Me fijé en sus ojos y en su extraño color, que cambiaba de verde a azul dependiendo de cómo le diera la luz, incluso, en algunos momentos, parecía que cambiaran a marrón claro; una anomalía que nunca podré descifrar.

Pasados unos instantes, echó su melena hacia atrás y me preguntó:

—¿Te ha gustado el final?

—Me ha gustado mucho. Si tienes curiosidad por leerlo, te lo puedo prestar, aunque no presto nada a personas que no conozco.

Ella me sonrió y dijo:

—Me llamo Lena, ¿y tú?

—Yo, Lucas. Encantado de conocerte —respondí mientras le daba la mano solemnemente.

Me fijé en la blancura de sus manos y de toda su piel, menos los mofletes, que eran rosados y contrastaban, resaltando su color. Tenía los dedos finos y largos, parecían perfilar sus manos. Sus labios rojos parecían estar pintados con cuidado, aunque no fuera así.

Desde aquel día, Lena y yo nos hicimos inseparables. No nos distanció el hecho de estar en clases distintas, ya que, incluso entre horas, salíamos corriendo para vernos unos minutos y contarnos nuestros secretos. Todo ante la mirada atónita de nuestros compañeros, que ya nos veían como los bichos raros del cole. Al final, gracias a los padres de Lena, en los cursos posteriores nos admitieron a los dos en la misma aula.

Con el paso del tiempo, en el colegio acabaron pensando que éramos hermanos y la verdad es que físicamente nos parecíamos; también tengo el pelo negro, aunque el mío está enmarañado como si me hubiera peleado con un gato. Los ojos claros los heredé de mi madre, al igual que la piel blancuzca que mi abuelo atribuía a la falta de sol de estos lugares y a estar tanto tiempo leyendo en casa.

Entre Lena y yo no había secretos. Le contaba mis pesadillas y mis visiones y ella siempre escuchaba atenta buscando una solución al porqué de mis sueños. Incluso le contaba las pesadillas que tenía cuando estuve hospitalizado en La Coruña, en la unidad del sueño. Ella venía los viernes por la tarde sonriente con un cómic bajo el brazo que previamente había leído. El domingo volvía y comentábamos entusiasmados lo que nos había parecido.

Ella siempre me daba ánimos, me decía que me curaría y que, cuando fuera mayor, me olvidaría de todo aquello. Yo le sonreía y le daba la razón. Aunque, en mi interior, intuía que los sueños y las visiones me acompañarían toda la vida.

Ella me confesó una tarde que no creía que tuviera visiones, sino, más bien, sueños en vigilia. Le pregunté de dónde había sacado esa idea y me respondió entre risas que se lo había oído decir a un médico que hablaba con mi madre. Sin embargo, una tarde de verano cambió de opinión.

Estábamos en un claro del bosque donde solíamos ir con nuestras bicicletas, tumbados en el suelo viendo un libro de ilustraciones de Gustave Doré que habíamos pedido prestado en la biblioteca, cuando escuché el ruido de unas pisadas. Al principio, pensé que podía ser un animal salvaje, pero, por la cadencia y el sonido, me parecieron pisadas humanas. Lena no notó nada y siguió absorta en las ilustraciones del libro mientras yo me levanté inquieto.

A escasos quince metros, vi un cazador que parecía despistado y nervioso y, desoyendo los consejos de mi abuelo, fui a su encuentro. Hablé con él durante unos diez minutos, según me dijo Lena después. Ella me confesó que estaba mirando de reojo cuando me fui y que no vio a nadie, excepto a mí, solo, mirando hacia arriba extasiado. Le dije que estuve hablando con un cazador de otro mundo y me preguntó entre risas cómo era posible que supiera que era de otro mundo. Dejó de reírse cuando le expliqué que le faltaba un ojo y sangraba por toda la cara. También le conté que andaba perdido buscando a su compañero.

Al día siguiente, mientras Lena y yo merendábamos chocolate con churros en su casa, leímos en el periódico dominical la noticia de que habían encontrado el cadáver de un cazador desaparecido. Un disparo que le había atravesado el rostro. Me sorprendí al ver la imagen a pie de página de los dos cazadores posando orgullosos con un corzo. Fue con uno de ellos con el que me crucé aquella tarde. El otro era el principal sospechoso del homicidio, el punto de mira de la investigación; la última vez que los vieron juntos fue cuando salieron a cazar. Lena me mostró el periódico doblado, enseñándome solo la fotografía de los dos cazadores, y me preguntó si fue con alguno de ellos con quien había hablado el día anterior. Sin dudarlo, le señalé el cazador que fue asesinado. Jamás volvió a dudar de mis visiones.

Capítulo 2

Dos días antes del incidente, nos entregaban las notas finales del primer año de instituto. En las aulas y en las escaleras, se palpaban los nervios de unos y la tranquilidad de otros. Las clases habían terminado y se respiraba libertad en las aulas, donde era imposible mantener el silencio. La profesora nos llamaba por orden de lista y felicitaba o reñía según las notas del alumno.

Como ya sabíamos de antemano, Lena y yo suspendimos matemáticas. Si hubiéramos sabido que el álgebra, las derivadas y las integrales eran tan complicadas, hubiéramos cocinado a nuestra profesora a fuego lento. Pero ya era tarde, sumando las notas de los dos, conseguíamos un aprobado raspado. Aquello era una afrenta para nosotros, que habíamos aprobado todos los cursos con soltura.

El instituto era distinto, ahora nos tocaría volver a clase de recuperación en pocos días y estudiar durante todo el verano. Así que esos dos días los viviríamos con intensidad. Haríamos muchos planes: iríamos a la playa, al bosque, al río… Serían como nuestras minivacaciones particulares y, después, tendríamos que dedicarnos en cuerpo y alma a aprobar aquella maldita asignatura. No era el mejor plan para el verano, pero nos habíamos propuesto, al menos, poder aprobar en septiembre. Como decía mi madre, «a partir de una edad, el destino lo escribes con cada decisión que tomas, hijo».

Al salir de clase, fuimos a la playa y nos tendimos en el suelo mientras el sol iba y venía a capricho de las nubes. Caminamos descalzos por la orilla en tanto que la espuma del mar golpeaba nuestros tobillos, hasta llegar a una cala donde la arena desaparecía. El suelo se volvía calizo y las olas golpeaban con fuerza las rocas. Subimos a la parte más alta para disfrutar del espectáculo, escalando por un enorme canto que, erosionado por el mar, dejaba entrever aberturas donde apoyar nuestros desnudos pies para subir con mayor facilidad.

Recuerdo que Lena se levantó y empezó a hacer poses de modelo, cambiando de posición cada vez que una ola rompía, mientras, yo le hacía fotografías imposibles con una cámara imaginaria. Estaba guapísima y notaba que la miraba de una forma diferente.

La tarde se echaba encima y el sol estaba cerca de la línea del horizonte. Decidimos volver porque en un rato empezaría a anochecer. Recorrimos con nuestras bicicletas el sendero hasta llegar a la carretera que nos llevaba de vuelta al pueblo. El camino se volvía ligeramente escarpado antes de llegar a la calle principal del pueblo. Nos paramos y cruzamos una mirada cómplice. No queríamos que la tarde terminase.

Lena aceleró, saltándose el desvío. Bordeamos el pueblo y giró a la derecha, hacia una vieja carretera poco transitada, llena de baches y árboles desbordados con ramas crecidas que cubrían el asfalto. Conforme avanzábamos, el camino se volvía más peligroso, se convirtió en un camino de tierra en muy mal estado. Llegamos a un sendero donde paramos las bicicletas y las apoyamos en un sauce cercano. Jadeábamos por el esfuerzo.

—Lena, ¿a dónde quieres ir?

—Pues no lo sé, pero este sendero tiene que llegar a algún lado, ¿no? ¡Venga, Lucas! Subamos, todavía queda un rato para que anochezca.

No me hice mucho de rogar, aunque no me parecía buena idea. Al poco, llegamos a lo que un día tuvo que ser un camino ancho y, al mirar al fondo, se veía una enorme casa. Nos acercamos sin decirnos nada.

El camino no había sido arreglado en mucho tiempo y las malas hierbas crecían a capricho. A escasos metros de la verja de entrada, se veía con claridad aquel vetusto edificio. El tejado se había derrumbado por el ala este mientras que, en la zona oeste, la chimenea luchaba por conservar las formas de lo que parecía haber sido una gran casa señorial.

Nos apoyamos sobre la verja, desde donde podíamos ver un camino de grava que llevaba a la entrada y, a los lados, unas piedras enmohecidas que señalaban el camino a las escaleras de acceso a la casa, donde la maleza crecía a su antojo. A un lado, se veía lo que en su día fueron unas figuras esculpidas en piedra, ahora deformadas con el paso del tiempo y las inclemencias meteorológicas. Las figuras sostenían una cúpula donde una fuente circular ennegrecida parecía estar a punto de partirse en su soledad. Cerca de la fuente, se podía adivinar el recuerdo de unos parterres ya diseminados entre la hojarasca y la broza crecida.

La verja estaba abierta. Lena estaba maravillada y sus ojos apenas pestañeaban, caminaba hacia la entrada extasiada. Parecía ida. La agarré del brazo.

—Lena, no creo que sea buena idea que entremos aquí.

—¿Por qué no? Me parece una casa preciosa. ¿Te imaginas como sería en su tiempo?

—Lena… No es buena idea. Esta casa me da malas vibraciones. Creo que mi abuelo me contó hace tiempo la historia de este sitio, deberíamos irnos, por favor.

—¿Por qué? Es muy bonita y no hay nadie. No me digas que tú, que hablas con los muertos, ahora tienes miedo.

—No es miedo, Lena, es respeto.

Lena no hizo caso y se dirigió a la entrada. Yo la seguí sin dejar de mirar a todos lados. Las ventanas estaban rotas y, desde una de ellas, un pájaro soltó un graznido que pareció una advertencia.

Me paré en seco mientras Lena continuaba su camino hacia la entrada. A la derecha, había un enorme ventanal, también roto. De él, una cortina oscura hecha jirones empezó a ondear. Justo al lado, una mujer vestida de oscuro, con el pelo rizado y gris, me miraba con unos ojos que deslumbraban, como si de las cuencas les saliera una potente luz. Jamás había visto una imagen así.

Sin darme cuenta, Lena se había alejado mucho de mí. Corrí hacia ella.

—¡Lena! No entres, por favor. ¿Lena?

Pero no me hizo caso. Conseguí alcanzarla cuando estaba a punto de girar el pomo de la puerta de entrada, la agarré del hombro y la giré hacia mí. Sus ojos, completamente blancos, parecían no tener retina.

—¡Lena!, ¡Lena! —le gritaba mientras la agitaba—. ¡Lena, despierta! —Estaba poseída.

Su tez ya no parecía blanca, sino transparente, podía ver las venas en su rostro. Parecía sin alma, sin vida. Tiré de ella, pero alguna fuerza extraña y ajena a nosotros hacía que apenas pudiera moverla. Yo estaba decidido a no dejarla entrar sola en aquella casa embrujada.

Por un momento, sentí que su cuerpo pesaba mucho y noté cómo se desmayaba delante de mí. La agarré como pude y corrí con ella en brazos hacia la salida. Me moví lo más rápido que me permitieron mis piernas. Conforme me alejaba de la casa, su rostro volvía poco a poco a su ser.

Por fin, alcancé la verja y salí sin mirar atrás. Mi ritmo se aceleraba, notaba en la cabeza el desbocado latir de mi corazón. Las ramas secas se enredaban en mis brazos, golpeaban mi cara y mis piernas, parecían intentar detenerme, pero yo no podía parar. Me sentía perseguido y me apresuré todo lo que pude hasta que mis fuerzas fallaron y no tuve más remedio que apoyar a Lena en un árbol.

—¡Lena!, ¡despierta! —le di unos leves cachetes en las mejillas—. Despierta, mi vida —me sorprendí a mí mismo diciendo aquellas palabras.

Lena pareció mover la cabeza y abrió los ojos. Sus ojos, sus preciosos ojos verde azulado volvían a mirarme mientras me regalaba una enorme sonrisa.

—¿Lucas? ¿Me he quedado dormida? —me miró confusa. No supe qué contestar, parecía no recordar nada y la abracé fuerte contra mí. Me juré no volver jamás a aquella casa y no contarle nunca lo que había sucedido.

El día antes de aquel incidente, me encontraba con Lena a escasos metros de un acantilado que se precipitaba violentamente al abismo del mar. Cuando el oleaje lo permitía, tirábamos piedras y escuchábamos atentamente para ver cuántos segundos tardaban en alcanzar el agua. Aunque, en realidad, era un ejercicio de fe, ya que no sabíamos con exactitud cuándo llegaban a romper en el mar.

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ISBN:
9788412448542
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Правообладатель:
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