promo_banner

Реклама

Читать книгу: «Los proyectos frustrados»

Шрифт:

LOS PROYECTOS

FRUSTRADOS

Relatos

JACOBO SUCARI


NARRATIVAS 21

Créditos

Colección: Historias del Sur

Título original: Los proyectos frustrados - Relatos

© Jacobo Sucari, 2021

© De esta edición: Pensódromo SL, 2021

Diseño de cubierta: Lalo Quintana

Editor: Henry Odell — p21@pensodromo.com

ISBN ebook: 978-84-123139-4-9

ISBN print: 978-84-123139-3-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

1  Introducción

2  La escala de Yacob

3  Los espíritus destructores

4  Una cita entre hombres

5  Atardece en la catedral

Introducción

Por alguna razón que desconozco, estas historias, que ahora adquieren el ritmo del relato textual, no lograron su realización en imagen.

Hubo muchos otros relatos que sí, que encontraron su propio camino, asistiendo así a su destino audiovisual de visión compartida y multiplicada. Pero hubo también estos que no, y que a lo largo de los años han sido en silencio dibujo escrito en el papel, carpetas con hojas de apuntes en todo tipo de formatos, servilletas de bares, manteles, libretas con fotos y postales encontradas, amén de cualquier material o documento inspirador que engordaban estas carpetas hasta concebir una geometría absurda, y muy poco práctica. Solo poder mantenerlas en pie en la biblioteca de casa significaba ya un esfuerzo. Cabía deshacerse de este material, es decir, hacer algo con él.

Con la idea de trastocar su recorrido habitual concebí que estos pensamientos/imágenes que eran mis guiones, y que no se habían registrado a través de una cámara, se convirtieran en letra/texto, pervirtiendo así el orden causal del guión literario que deviene finalmente imagen.

En el tiempo de su relectura, noté que no son más interesantes los proyectos que realizamos de aquellos que no adquieren una forma definitiva. El azar y la necesidad, el contexto y el tiempo interno de cada cosa, crea una turbia línea que separa aquello que es, de lo que no es. La tecnología de consumo masivo pretende simplificar los procesos creativos haciendo viable la comunicación a tiempo real de cualquier acontecer. De ahí que hoy día nuestros dispositivos móviles porten el germen del constructor y tengamos tan a mano crear relato, hacer imagen, propagar sonido. Todos creadores y usuarios. Todos demiurgos y rapsodas. Hiperconectados, hablamos por boca de la comunidad, oímos gracias al silencio de otros, somos en la medida en que participamos. Y esta placenta social que habitamos nos precipita en una acción acelerada y enloquecida. Hacer o no hacer, esa es la cuestión.

En el caso de Los proyectos frustrados el motor de la acción ha sido el placer de revertir la dirección de la flecha de un proyecto delineado para ser otra cosa, tensar la continuidad entre texto e imagen o entre documento y memoria. Sin embargo en el proceso de trabajo encontré que pensar en imagen para construir texto, o narrar para buscar una lógica de la imagen, articula aspectos de un mismo grabado, la forma y su negativo, sectores de luna: uno de luz y otro de sombra.

La escala de Yacob

En el nombre que ponemos a nuestros hijos, ¿existe un legado consciente? ¿Es el nombre el esbozo de un proyecto donde recibimos marcadas las huellas de nuestra propia senda; quizás un guiño de continuidad en el tiempo de la historia para hacer de nuestro mundo cotidiano un territorio de semejanzas y resonancias a la manera de los fractales? Y extendiendo aún el cupo de preguntas: ¿Cabe entender que ese encuentro íntimo con el nombre es tarea personal de cada uno para profundizar en el cono de sombra que la historia proyecta sobre nosotros y actualizar de esa manera un proyecto añejo?

En mi familia, el primogénito varón porta el nombre del abuelo paterno, y el segundo hijo, el del abuelo materno. Igual suerte corren las hijas con el nombre de sus abuelas. Siempre que la prole se amplíe más allá de este cuarteto de referencias establecidas, se ponen de manera un poco anárquica y emotiva los nombres de tíos, primos o admiradas celebridades. De esta manera se busca una resonancia y una puesta en presente de la historia. Los abuelos se reciclan en promesa de un tiempo nuevo.

En todo caso, un segundo nombre era utilizado en la comunidad judía de Argentina para esbozar una nueva expectativa en el sendero del nombre, un nombre que desplegaba el imaginario de una promesa nueva y diferenciada: América como tierra de iguales.

En tanto que segundo varón, mis padres me otorgaron el nombre de mi abuelo materno, Jacobo, a quien yo no conocí. Y en esa fuente de renovación que es América, con sus promesas e imaginarios de apertura, me pusieron de segundo, Gabriel. Nombre también bíblico, pero de resonancias modernas, sin referentes familiares, pero que según parece era del gusto de mi madre por razones que nunca logré aclarar.

Lo curioso es que en mi documento de nacimiento figuro como Gabriel Jacobo. Aquí la razón tampoco está muy clara. Puedo suponer que de esta manera se respetaba la tradición y al mismo tiempo se apuntaba a un orden diferente ya que, como dije, Gabriel no tenía referentes en la familia.

Parece ser que en la época de mi nacimiento no se ponían nombres de fuerte tradición hebrea en primera posición para así pasar desapercibido en la pertenencia a una comunidad. Una manera de integrarse en ese llamado crisol de razas que forma la sociedad argentina, o tal vez, una manera de evitar una pertenencia clara y efectiva, en caso de retorno de los antiguos y siempre renovados conflictos discriminatorios con la comunidad judía.

Mi padre, que había nacido en Argentina en el año 20, llevaba el nombre de su abuelo, Marcos, nombre también de resonancias bíblicas y que parece ser, según me contó alguna vez en sus relatos de vejez, no casaba muy bien en los ambientes de tango y arrabal en los que se movía en su juventud. Cuando iban de milonga, él, sus hermanos y sus amigos se ponían seudónimos donde primaba aquello que marcaba estilo: un nombre italiano. El seudónimo tanguero de mi padre era Rodolfo. Supongo que Valentino hacía estragos en el imaginario femenino de aquellas épocas y se trataba de aprovechar el filón.

Más que reavivar las bíblicas referencias del profeta cuyo nombre se recibía, estos hijos de inmigrantes querían integrarse en su nuevo entorno social, y en las ensoñaciones de fin de semana primaban los zapatos de charol, el cabello engominado y la poesía melancólica y urbana del arrabal porteño. Una manera de cambiar el pasado para ganar un futuro de posibles, la idea de progreso.

De todas maneras, en la generación de mi padre, una vez encauzados esos años de exaltación libertina y puestos a continuar con el designio divino de procrear y constituir familia, las tradiciones de la circuncisión y el legado del nombre del abuelo en el nuevo párvulo eran gestos que quedaban fuera de toda cuestión y se seguían aplicando a rajatabla. Multiplicar era la tarea, y aquí casi todo el entramado familiar entraba en juego.

Digo casi, porque también teníamos excepciones en la familia. Uno de ellos era el tío Charlo, un risueño tío de mi padre. A Natalio lo llamaron Charlo toda su vida, apodo que heredó de un famoso cantante de tangos. Él y su hermano Alberto no habían formado familia ni tenido descendencia, lo cual entendíamos ya de niños como un misterioso y reprobado modo de ser que se expresaba en palabras de mi madre con un lastimero: «Pobrecitos, no tienen hijos». En ese entonces, estos hombres solos, nos parecían como varones demediados, ya se sabe: no es bueno que el hombre esté solo.

Así las cosas de familia, me llamo Gabriel Jacobo, pero en mi casa siempre me llamaron Jaco, diminutivo de Jacobo, y siempre me tocó explicar en cada institución, colegio, club, que si bien mi documento de identidad comenzaba con el nombre de Gabriel, mi nombre real y operativo era ese segundo de Jacobo.

No está de más decir, para quienes desconozcan la fuerte implantación de la comunidad judía en Buenos Aires, que Jacobo, en mi niñez, era un nombre ya casi en desuso (la comunidad en rápido proceso de laicidad iba perdiendo esos nombres tan impregnados de Biblia) y que sonaba más bien a nombre de señor mayor.

Es más, si cada comunidad aunaba en el nombre italiano un imaginario de la promesa de una nueva vida en el Río de la Plata, y los descendientes de armenios podían llamarse Carlos, Homero o Vanessa, el nombre de Jacobo me situaba abiertamente en coordenadas semíticas.

En esa contradicción entre el continuismo histórico hebreo y el nuevo mundo laico nos hemos criado muchos de nosotros. Asistí a colegio estatal y a club de barrio. No tenía delimitado a priori ningún mundo en especial, ni vetado ningún otro. Nuestro espacio juvenil se expandía en el espacio público de parques, plazas, bares y cines.

El nombre de Gabriel me parecía un nombre ajeno en el que no me reflejaba. Moderno sí lo era, aunque de sonoridad algo frívola e infantil. Pertenece también al ámbito de la Biblia: los nombres terminados en «el» identifican a los diferentes arcángeles, aquella especie de semidioses de categoría próxima a los ángeles que son enviados por el Señor a la tierra para propagar su palabra y sus designios. Miguel, Rafael, Raquel, Uriel son también otros nombres de arcángeles.

El Antiguo Testamento solo reconoce a dos arcángeles: Miguel y Gabriel. Miguel es el jefe de los ejércitos celestiales. Gabriel un ángel mensajero que transmite la palabra divina, el mensajero supremo de Dios. Gabriel aparece así en episodios de la Biblia como la voz que le dijo a Noé que salvase a dos animales de cada especie en su arca antes de la gran inundación; la voz invisible que dijo a Abraham que no era necesario que sacrificase a su hijo Isaac; la voz de la zarza ardiente, o de la fuerza invisible que luchó con Jacob. En el islam, la voz que reveló el Corán a Mahoma.

Cambiar de espacio, de país, de continente, de planeta, conlleva muchas veces cambios profundos. El cambio de nombre es en estas circunstancias una metáfora que llena de contenidos la doble vertiente del olvido y el renacimiento. Un parto en el que un nuevo nombre marca un cambio de destino, una simbiosis de nuevo karma, una fantasía de mundo nuevo.

Mi exilio hacia la tierra de Israel motivó ese cambio de nombre. Una voz dijo: «Dejarás tu nombre y te llamarás Gabriel». Curiosamente no fue esa la voz del ángel, sino la del secretario que me recibió en el kibutz y que con mi documento en la mano escribió sobre mis prendas de trabajo y en el número de habitación que me otorgaba, el nombre de Gabriel. Me pude haber negado y aclarar la situación, pero mi desconocimiento total del hebreo y una gestualidad funesta facilitaron el silencio. Pensé que no hay mal que por bien no venga y opté por adoptar ese nombre que nunca había sido el mío. Se abría un nuevo mundo y, con él, un horizonte diferente.

Está claro que mis opciones eran algo estrambóticas. Llamarse Jacobo en Argentina y Gabriel en Israel era un orden bizarro e inverso. Pero los designios del Señor son inescrutables y los próximos diez años andaría por el mundo acompañado del nombre de Gabriel. Si había un proyecto implícito para mí en el nombre otorgado por mis padres, este parecía cruzarse con un nuevo destino que me había arrastrado de las pampas hacia las orillas del Mediterráneo, y en ese periplo había perdido no solo a mis amigos de la adolescencia y los referentes que impregnaban mi idea de la vida, sino también mi nombre.

Esa pérdida era a la vez una nueva fuerza. El imaginario que se expandía en esa tierra de encuentros tectónicos de la historia de la civilización que es Israel me suponía una estrella nueva en la constelación por donde iniciaba un viaje a los confines. ¿De qué? Ni idea; era más bien un viaje a los confines del presente, un estar siendo en continuo desbordamiento de mis sentidos, los físicos y los metafísicos.

Esa expansión del yo, que era una nueva promesa en la tierra prometida, me impulsaba a acometer viajes de fin de semana en los que escapaba de la rutina agrícola del kibutz y del ocio abúlico que se nos venía encima cuando no teníamos actividad. El kibutz era un paraíso para niños y ancianos, pero si necesitabas alimentarte de actividad terrenal y del misterio de lo desconocido, ese espacio de utopía comunitaria podía transformarse en una cárcel.

Mis viajes se configuraban sin un destino cierto, hacia localidades sin una ubicación muy precisa en mi mapa mental, pero la estrategia del autostop, floreciente en Israel en aquel entonces, permitía fijarme una meta no muy definida y dejar los medios abiertos a la casualidad del encuentro fortuito o de la pérdida.

En uno de esos viajes con destino previo, pero que el autostop convertía en una suerte de improvisación me llevaron hasta una población llamada Beit El, nombre que en hebreo significa «la casa de Dios». Salí del kibutz un viernes por la mañana, a primera hora del día, en viaje con destino a un centro cultural donde se nos impartiría un seminario, y donde había quedado con Claudio, un amigo de la niñez que había encontrado por sorpresa y con mucha alegría, en un encuentro de esa banda de frikis que éramos los malos judíos venidos de la militancia de la izquierda latinoamericana.

La agencia judía que organizaba el seminario, y que asumía también la responsabilidad de integrarnos en esa extraña sociedad de extranjeros que es Israel, nos soportaba, aunque a regañadientes, básicamente porque éramos judíos y ello nos asimilaba con todo el resto de judíos venidos de diversas latitudes con su particular historia de desgarro o violencia. Nos querían situar en un compartimento de la historia que hablaba de antisemitismo, redimido ahora en el regreso a una tierra prometida que nos recibía con los brazos abiertos y sentencias de hermandad. Algo así como: «Habéis sufrido, pero ya estáis en familia, en la tierra prometida, el lugar del sentido».

Para nosotros la cosa era diferente. Nos sentíamos desheredados de una batalla que se había perdido en nuestros países, con un coste catastrófico en vidas y energías de posibles. Llegábamos a Israel con miedo y el terror impreso en nuestros sentidos.

Conocer la historia del horror y de diversas y reiteradas masacres era el cometido del seminario al que nos invitaban. Nos sumían en la historia del horror para integrar nuestra propia historia de pavor y exilio personal. Buscaban provocar nuestra identificación con la de este sufrido pueblo que a través de milenos había sido iluminado y castigado con la vara de un Dios omni-incomprensible. Muchos de nosotros, jóvenes marxistas y peronistas, nos sentíamos tentados por esta interpretación de la historia que constituía una forma híbrida entre materialismo histórico y mística judía, aunque, por lo general, muchos amigos de este exilio adolescente comulgaban dogmáticamente con una izquierda muy crítica con el sionismo y el Estado de Israel.

Pero fuera de la pasión ideológica que nuestros tutores israelíes querían imprimir a estas lecciones de neomarxismo poliédrico que nos brindaban, el encuentro con seres de nuestra propia galaxia era lo que más nos emocionaba en estas citas. Recuperar noticias, palabras, gestos y juegos, me devolvía parte de lo que necesitaba para compensar un frágil equilibrio entre el vendaval de lo nuevo y las pérdidas del pasado. Así que estos viajes de fin de semana me permitían recuperar amistades y calores de la lengua materna, aunque, a veces, la improvisación deparaba otros rumbos distintos de los previstos.

En este caso, como decía, salí del kibutz temprano un viernes para evitar que la llegada del shabat, con la primera estrella de la noche, me encontrase en medio del camino, momento en que el tráfico se reducía hasta ser casi nulo y las posibilidades para el autostop caían en picado.

En la gasolinera frente a la entrada del kibutz me recogió una camioneta con trabajadores árabes que iban rumbo a Ramla, un pueblo árabe que yo ya conocía y que estaba muy cerca del aeropuerto. Aunque no era exactamente mi dirección me subí de buen grado a la furgoneta, ya que una nueva visita al pueblo de Ramla me parecía entonces excepcional. No era solo un viaje en el espacio, es decir de aquí a allá, sino también en el tiempo. En Ramla, se confundía el tiempo de avance lineal del progreso con sus nuevas tiendas y bares remodelados por el enriquecimiento de las clases medias, con ese otro tiempo detenido, propio del mundo árabe que no concibe el tiempo como una flecha hacia el futuro, sino más bien, como la repetición constante de un mundo siempre por acabar; un aquí y ahora que se manifiesta como voluntad del designio divino, que el hombre, mediante su interiorización y adecuación, puede llegar a sentir e integrar con los oídos del alma.

En el viaje, éramos unos cinco hombres, yo el más joven de ellos, agazapados y vibrando con los saltos y las curvas que daba la furgoneta. Íbamos sentados en dos líneas laterales, frente a frente, en cuclillas o con las piernas cruzadas, compartiendo rodajas de pan y algunas verduras o unas berenjenas en vinagre que llevaban en sus fiambreras. Mi comprensión del hebreo o del árabe, lenguas que ellos hablaban fluidamente, era muy pobre, así que nos entendíamos por gestos, y por sonrisas.

La atmósfera que se vivía en 1977 entre árabes, palestinos, drusos e israelíes era de un relajado respeto. Había trabajo, las clases medias vinculadas al comercio se expandían bajo el influjo turístico de la economía israelí, y existían cumplidas ambiciones y planes como para poder lograr una solución política para esos pueblos que cohabitaban un mismo espacio.

Personalmente me negaba a reconocer en este conflicto una cuestión esencial de identidades opuestas, sino que consideraba, en concordancia con el pensamiento universal de la izquierda, que había también choques y violencia de clases, esa eterna oposición entre ricos y pobres. Medio Oriente no constituía para nosotros un hecho diferencial en esta lucha por el bienestar, y ahí radicaba la posibilidad de un encuentro político entre estos pueblos.

La hora larga que tardamos en llegar al poblado de Ramla la pasamos comiendo pequeños y simples manjares agrícolas que iban de la yema de los dedos hacia la boca. Compartíamos palabras en árabe, hebreo, inglés y castellano, ya que me pedían que tradujera para ellos el nombre de cada vegetal que consumíamos, delectando con el mismo placer el gusto de la comida y el de las palabras, que ellos repetían siguiendo mi fonética, muchas veces riendo de su propia torpeza y por la sorpresa que esos extraños sonidos les provocaban. Es proverbial el cariño de estos pueblos por la emisión de la palabra y sus sonidos. El sentido del lenguaje reside en las cuerdas vocales y se amplifica en el sabor que la lengua otorga al expulsar la palabra de la boca y adquirir entonces, una forma que se hace imagen. Este proceso de degustación de la palabra puede ser comprendido y compartido por el extranjero que participa de ese momento creativo, ya que el tiempo del habla no es solo un tiempo para el intercambio práctico, sino, sobre todo, la instauración de un proceso de transmisión emocional.

Bajé en la entrada del pueblo de Ramla, eructando expansivamente y pensando que ya no me haría falta comer nada más a lo largo del día. Visité el mercado donde había ovejas y carneros vivos y de los otros, colgando cabeza abajo, cosa que aún entonces, como buen ciudadano occidental que era, me producía tal impresión que impedía el flujo de la saliva y motivaba que frunciera la nariz. Tomé un café viendo varias partidas simultáneas de backgammon y me invitaron a un narguile con el sabor fuerte del tabaco turco. Siendo las primeras horas del mediodía preferí no entrar en el confuso mundo del humo, pero me quedé igual, allí sentado, leyendo un par de horas. Por lo general los parroquianos no me importunaban con requisitorias de extranjero. Vengo de una familia de judíos sirios así que mi aspecto no resultaba muy ajeno a los colores locales. En aquella época, además, y como ya comenté, la situación política y militar era de un statu quo distendido, con visos de mejoría, y por más que me veían como a un extranjero, pesaban más las ganas de saciar su incombustible curiosidad por el diálogo y el sabor de las otras lenguas. Situación, la de entonces, que difiere, y mucho, del desprecio que hoy día se puede percibir por todo lo diferente a ambos lados del río Jordán; del desdén por todo aquello que no se refleje en el nosotros de la tribu identitaria.

Volví andando a la entrada del pueblo para continuar viaje hacia mi seminario, que quedaba camino de Jerusalén. Dejé mi bolsa en el suelo y puse mi mejor cara de autostopista. Un coche pequeño y amarillo fue perdiendo velocidad y se detuvo a unos veinte metros delante de mí. Corrí cargando mi bolsa y me acerqué a la ventanilla. Un señor todo vestido de negro y con grandes rulos delante de sus orejas me sonreía sentado al volante mientras me barría, como un escáner, con su mirada.

Él no iba a mi destino, pero podía acercarme hasta un cruce donde podría coger un autobús hasta otro cruce, que me acercaría al kibutz de mi amigo. Levanté la vista de la ventanilla y miré el camino que se abría delante de mí. Dudé un momento si era lo correcto, pero el conductor al grito de «¡Hyaálaa!», y abriendo la puerta de golpe, me hizo gestos de que entrara ya al coche. Arrojó al asiento de atrás un enorme sombrero negro de pieles que tenía a su lado, recogió una infinidad de papeles desordenados que puso en la guantera del auto, me senté rápidamente a su lado, y partimos.

Llevaba gafas pequeñas y redondas, y conducía su coche pegando la barbilla a un volante que movía como si fuese el de un tractor. Cuando dejamos el cruce principal lleno de peligrosos camiones y rebaños de ovejas, se relajó algo y me preguntó de dónde venía.

Tras deambular por diversos fonemas, gestos de manos y miradas interrogativas, las lenguas que ganaron la partida fueron dos, el inglés y el francés, idiomas que él hablaba a la perfección.

Una vez establecida la modalidad de comunicación, en menos de dos minutos me preguntó el cómo, el cuándo y el porqué de toda mi existencia. Su curiosidad y su intrusismo no tenían límites. Sentí que había entrado en una sala de examen, y que probablemente al final, se me expendería un certificado en el momento de bajar del coche. Un certificado que me daría el aprobado, o por el contrario, quedaría constancia de que había defraudado al maestro, y no aprobaba.

Contesté lo básico de manera sintética y con cierto distante desdén. Él percibió mi defensa cerrada en medio del tablero de ajedrez que creció entre nosotros y aplicando su más extrovertida sonrisa acompañada con vaivenes horizontales del cuello que pretendían ser irónicos, me dijo:

—¿Qué? ¿Acaso no eres también judío?

Me quedé en silencio, mirándole de frente a los ojos. ¿Era él un judío, era yo un judío, nos daba esto alguna afinidad no electiva? ¿Compartíamos algo más que la condición de simios hablantes? ¿Podía compartir alguna cosa con alguien que iba vestido con ropas diseñadas en el siglo XV?

El camino se iba deteriorando cada vez más, por lo que él tenía que ir concentrado esquivando baches, pero igual aprovechaba, cada tanto, para mirarme y sonreír; o simplemente, mirarme y reírse a carcajadas cortas y sonoras. Éramos tan raros el uno para el otro. Estudiaba su ropa, gruesa, antigua, abultada, con tantas capas que parecía una superposición de todo su armario. El cráneo rapado al uno y sus largos rulos al costado de sus orejas. Su larga barba y el bigote que cada tanto saboreaba como quien se alimenta de una sustancia escondida entre sus pelos, y que le mantenía sano y fuerte, en pie. Sus manos blancas y pálidas hasta parecer transparentes, que utilizaba para mesarse la barba, estirándola y peinándola en un gesto extrañamente coqueto e introspectivo. Su rictus reflexivo.

Aceptó el reto de mi silencio y de la observación compartida. Éramos extraños, pero quizás podríamos compartir algo. No me había dado cuenta en un primer momento de que fuese tan mayor; recién ahora percibía sus profundas arrugas alrededor de los ojos. Le pregunté entonces cómo se llamaba. Me dijo que se llamaba, desde siempre, Yehuda, y se rió sonoramente como si hubiese hecho un buen chiste. Me reí con él, solo por seguirle la corriente. Cuando se calmó, me preguntó mi nombre. Le dije que Gabriel. Pareció aceptar con la cabeza y comenzó a murmurar suavemente toda una serie de letanías mientras miraba el camino. Iba juntando datos con el zumbido que hacen los procesadores de datos, aunque en aquella época muy probablemente, ni él ni yo habíamos visto ninguna máquina semejante.

—Gabriel —me dijo—, el nombre del ángel.

Y comenzó a emitir datos y un listado completo de la aparición del nombre en distintos episodios de la Biblia. Para hacérselo más complejo, lo detuve y le dije que mi nombre en familia, mi nombre real, desde siempre, había sido Jacobo, y que por razones del cambio de espacio y país, ahora utilizaba el Gabriel. Me miró unos segundos en un profundo silencio y mientras nos sacudíamos estruendosamente por un bache más grande que lo habitual, estalló en una carcajada que acompañó mesándose la barba con una mano y golpeándose los muslos con las palmas de la otra. Cogí el volante con una mano para que se desfogara a gusto.

—Tú, argentino incrédulo. ¿Tienes idea de dónde vienen tus nombres?—me dijo.

—Bueno, algo de la Biblia conozco —argüí—.Mi abuela, cuando niño, me contaba cuentos que muchos años después supe que eran episodios del Antiguo Testamento. La historia de la religión es la llave del sentido.

Noté que esta última frase le había gustado. Iba camino al aprobado. Entonces atacó ya en plan discurso y, mesándose la barba como quien toca el piano, espetó:

—Yacob salió de la tierra de sus padres, iba perdido y sin rumbo. Confiaba en el encargo que su padre le había hecho, pero la soledad y el desierto son paisajes demasiado fuertes para el alma humana. Llegando a cierto lugar, se dispuso a hacer noche allí, pues ya se había puesto el sol. Tomó una de las piedras del lugar, se la puso por cabezal, y se acostó allí mismo. Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en la tierra, cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y vio que Yahveh estaba sobre ella, y le dijo: «Yo soy Yahveh, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía; y por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra. Mira que yo estoy contigo; te guardaré por doquiera que vayas y te devolveré a este solar. No, no te abandonaré hasta haber cumplido lo que te he dicho».

Por suerte, terminado el párrafo, sus ojos parecían volver a mirar el camino por donde iba conduciendo su ridículo coche amarillo. Cambió su rictus de oráculo, y volvió a la risa habitual, mientras me repetía que sí con la cabeza y me miraba fijamente en búsqueda de sintonía. No me quedaba otra posibilidad que acompañarle en la risa, y así mantenerlo relajado y más atento al camino de baches que a la palabra de Dios.

—Yacob —continuó— es un nombre que viene de la raíz acab, cuyo significado es «talón». YaAcob es el que persigue a sus talones, es decir, el que anda detrás suyo, el que se busca a sí mismo. Yacob es el perseguidor.

—Como Charlie Parker en Cortázar —le dije.

—Así es, como Parker en Cortázar —me dijo, mientras se acariciaba la barba.

Esta vez sí, me sorprendió. Poder saltar casi veinte siglos en su conocimiento y concepción de la literatura era algo que no me esperaba.

—La conversión del nombre Yacob en el de Israel, que Yahveh le impone, supone un nuevo destino para él y para todos sus descendientes.

—¿Podemos suponer que hay un destino particular y además un destino de lo universal otorgado a todos los descendientes de Yacob? —dije aceptando el rol del argentino incrédulo.

Esta vez me miró seriamente y descuidó absolutamente el control del camino, lo que a mí me ponía bastante nervioso, y agregó.

—El tiempo es una función que no necesitamos controlar para poder vivir. Quizás lo que llamamos tiempo sea como un animal de compañía o una bolsa con la que vamos de compras. Lo otorgado es un valor que nos acompaña y nos atraviesa. Es algo ya dado y no veo ningún problema en poder darle un espacio dentro de mí.

La cosa se iba complicando y tampoco mi conocimiento del inglés daba para tanto. Yehuda arrojaba frases que yo no sabía si tendían a negar o a afirmar lo que decían. Cambié de tercio y le pregunté a dónde estábamos yendo y dónde me tendría que bajar para llegar a mí destino.

—Sí, sí, de eso hablábamos —me dijo—. Yo nací en Ucrania. Me escapé junto con mi abuelo de un pogromo cuando tenía cinco años. El resto de mi familia murió esa noche de furia descontrolada, de sangre y fuego. En Francia encontramos cobijo con una familia que luego me escondió a mí y a los míos durante el exterminio de los judíos europeos en la segunda guerra. Después de aquello pensé que no quería vivir más, pero uno de mis hijos me arrastró con él a América. Allí recuperé la osadía de vivir y el interés por los otros. Volví a la pregunta inicial, volví a la base del armónico fundamental, volví a Dios, a quien había perdido en mi corazón. Ahora he sentido el deseo y la obligación de volver a la tierra que Dios nos entregó. Ahora vengo a cumplir mi misión como hijo y descendiente de Yacob.

Бесплатный фрагмент закончился.

374,43 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
111 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788412313949
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Эксклюзив
Черновик
4,7
184
Хит продаж
Черновик
4,9
506