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©Copyright 2019, by Isabel del Rosario Cortés Tabilo

isabelcortestabilo@gmail.com Colección Sendero de Cuentos «Ángeles vestidos de negro» Cuentos chilenos, 122 páginas Tercera edición: julio de 2019 Edita y distribuye editorial Santa Inés Santa Inés 2430, La Campiña de Nos, San Bernardo de Chile (56-2) 229335746 librosdelaeditorial@gmail.com Facebook: Editorial Santa Inés www.editorialsantaines.cl Registro de Propiedad Intelectual N° 174.535 ISBN: 978-956-8675-66-0 eISBN: 9789568675837 Edición Gráfica y Literaria: Patricia González Edición de Estilo y Ortografía: Susana Carrasco Ilustración de Portada: Andrés Cotrina Edición Electrónica: Sergio Cruz Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

Agradecimientos

Agradezco a Dios y a la Virgen el maravilloso don con el que me han bendecido, que ha sido como un bálsamo de rosas en mi vida.

A mis padres, Benito y Noemí quienes, con su humildad y esfuerzo, me dieron las alas de la motivación para volar en pos de mis quimeras y perseverar hasta alcanzar otra estrella, mi tercer libro.

Quiero dar las infinitas gracias a mi familia, especialmente, a mi amado esposo, Mario Araya Fritis quien, con su infinito amor, me ha dejado soñar y alcanzar mis metas; por su paciencia perenne como un paño de hierbas, con mis excentricidades.

A mis adorados polluelos: Mariana Isabel, Gabriela Noemí y Paulo Emanuel, quienes comprenden y apoyan, el afán maravilloso de la vocación de escritora, así poder plasmar mis historias y versos en otro libro, robándole las horas al tiempo, sin que ello menoscabe nuestros encuentros familiares.

A mis encantadores hermanos: Benedicta, Julián, Rosalba, Patricia y Deisy; de quienes me siento muy orgullosa. Gracias por compartir conmigo el carrusel de sueños, acunados en los brazos de la infancia privilegiada que vivimos juntos.

A mis pares del grupo literario «Voces del desierto», con quienes compartimos tardes mágicas, bordando de letras de la pampa nortina, de la magia el desierto con historias, cuentos y poesías.

A mi hada madrina, Amanda Fritis Soto quien, con su espíritu dadivoso de una verdadera maestra, me ha permitido ser su hija literaria y, como discípula, seguir sus huellas.

A mis amigos lectores quienes han acogido con alegría mis obras literarias: «Un milagro en medio del sufrimiento», «Catarsis de la humanidad», «La magia de la vida», «Una pincelada al mundo onírico», «Ángeles en un trébol de cinco hojas»; y, ahora, estoy segura que recibirán con el mismo fervor esta tercera edición de libro «Ángeles vestidos de negro», que dejo en sus manos.

Isabel Cortés Tabilo Calama, 2019

Agradecimientos

Gabriela Mistral

No tengo solo un ángel

con ala estremecida;

me mecen como al mar

mecen las dos orillas,

el ángel que da el gozo

y el que me da la agonía,

el de las alas tremolantes

el de las alas finas.

Yo sé, cuando amanece,

cuál va a regirme el día,

si el de color de llama

o el de color ceniza,

y me les doy como alga

la ola, contrita.

Solo una vez volaron

con las alas unidas:

el día del amor,

el de la epifanía.

¡Se juntaron en una

sus alas enemigas,

y anudaron el nudo

de la muerte y la vida!

Prólogo

Isabel Cortés Tabilo ha sembrado, con sus versos y cuentos, el desierto más seco del mundo, dando frutos en poesía que refrescan el alma, purifican al ser humano; en cuentos que ella sueña y recrea en forma literaria, luego los transporta mágicamente al papel. Inagotables sus manos escriben, sus pensamientos trabajan sin descanso, dando vida a los personajes que apretujados salen de la mente creadora de esta misteriosa escritora.

Ella deja volar su imaginación por la cima de lo humano para extraer lo febril, el sortilegio, el encanto que los ojos comunes no ven; viaja por valles de voces suaves y murmullos en los fantásticos mundos de la fantasía, que hacen gemir su alma de esperanza silenciosa, ruidos de amor que solo ella escucha y atesora para traspasarlo a sus escritos.

Isabel, una mujer que siendo de Canela, IV Región, viene al norte de nuestro país a describir la belleza de la soledad, a ver con ojos de escritora toda la cosmovisión, descubriendo las dunas de arena en nuestros cuerpos y el hilillo del río Loa en nuestras venas.

A esas noches tan claras tachonadas de estrellas, que por lo helado parecen pequeños diamantes; sin dejar de lado sus labores de madre, esposa, goza recordando el olor a tierra húmeda, a albahaca, a campos floridos rociados con recuerdos, de ese deambular por corrales y sembradíos de amor que heredó de sus antepasados, que son personajes que ella maquilladamente introduce en sus cuentos o en sus versos.

Sin embargo, nuestra escritora vuela mucho más alto a través de paisajes ensoñados, que atraviesan su sensible alma para enriquecerla con la belleza, que se encuentra en sus libros, no solo por eso, el destino ha querido que entre el oasis de Calama y el río Loa, se cultive la historia de esta mujer auténtica que ha emergido con fuerza como escritora fecunda de nuestro país.

Amanda Fritis Soto Poetisa y escritora

Silenciosa espera

Agustín Soza era un anciano que acaba de enviudar y para él, los meses arrastraban los días en forma de reloj de arena; su esposa, Rosa Villarreal, era todo lo que él tenía en la vida; a pesar de que habían tenido una docena de hijos. Ellos, por razones de salud, años atrás habían decidido emigrar del norte grande e irse a vivir a la región de las leyendas y brujas. Adquirieron una linda casa frente a las montañas con jardines y hermosos rosales; los hijos ya adultos se quedaron trabajando en la gran minería, tenían sus vidas hechas, cada cual por su lado, lejos de sus progenitores.

Cuando Rosa falleció, a Agustín el mundo se le vino encima, él estaba muy dependiente de ella, ni siquiera sabía cocinar, Rosa lo atendía como a un rey. Su tristeza hizo que él cayera en una depresión silenciosa, su alma estaba desierta; todas las noches la soñaba: con trajes de dama antigua con esos cabellos de trigales benditos, su sonrisa generosa, sus ojos cautivantes, misteriosos… llamándolo.

En las noches de sombras y fantasmas, se imaginaba asimismo vestido de zorro, con una capa negra ondulando al viento, una espada brillando en la oscuridad, volando raudo al campo santo, espantando mil demonios, ladrones y asaltantes; defendiendo con su vida las joyas, los dientes de oro de su amada Rosa. Llevando rosas rojas, las que a ella le fascinaban, inciensos y candelabros; sin embargo, él ya no sabía si eran realidad o sueños.

Era una historia increíble, como esos cuentos de hadas dignos de una leyenda. Cuando se conocieron, Rosa era la reina de la primavera, la princesa encantada, la más hermosa de todas las flores. Se casaron, tuvieron muchos hijos, vivían en el campo, entre cerros empinados, praderas llenas de trigales dorados por el sol, graneros frondosos, una diversidad de animales.

Un día recibió malos comentarios. Que Rosa estaba en la era con un fulano del fundo vecino, que la vieron en el granero con «el patas negras». Él, sabiamente, nunca quiso hacer caso a chismes y rumores que pudiesen romper con la magia de su familia ideal. Rosa se esmeraba de sobremanera en atenderlo, le llevaba el almuerzo a la lluvia, tomaban mate mirando el crepúsculo del sol, con queso asado en el brasero; luego cegaban a la par, días, meses, años, los frutos de la tierra generosa, que brindaba todo tipo de hortalizas. Rosa hacía harina, amasaba pan, lo cocía en hornos de barro, hacía chuchoca, tortillas de rescoldo, cocinaba como las diosas. Nadie tenía las virtudes de Rosa quien, a pesar del trabajo doméstico, tenía las manos blancas y suaves y las uñas largas y afiladas. Lo de diosa se lo había ganado en todo el campo por ser una mujer sin prejuicios. «La diosa», le decían los hombres que la deseaban con lujuria; a ella no le importaba, todo lo contrario.

Rosa pensaba que a las mujeres les daba una enfermedad, que ella llamaba «la fiebre roja», refiriéndose a la pasión. Lo que ella se sacaba sin escrúpulos con los campesinos que estuviesen cerca. Ella no tenía ningún tipo de remordimientos, a sus amigas les comentaba que había que complacer a los hombres, desnudarse en un ritual como un baile de odaliscas, para que las adoraran con locura. Si no lograban sacarse la fiebre, las mujeres se podrían enfermar, marchitándose como una flor sin agua.

Rosa era conocida y odiada por aquellas esposas a quienes los maridos se les escapaban en las noches en busca del éxtasis que solo la Diosa les podía ofrecer, complaciéndolos al extremo; ofreciéndoles la delicia del placer en la copa de su cuerpo. Ella los hacía volar hacia las nubes, cruzar montes y valles en las alas de la fantasía.

—¡Déjelos no más! que hable toda esa gente envidiosa porque nadie tiene la joyita que yo tengo —murmuraba Agustín, a veces confundido con tanto rumor de su Rosita.

—Ella es divina —se decía, mientras se esmeraba en hacerle regalos, vestirla como a una doncella.

Ciertamente, él era quien tenía a la Diosa en su casa, quien era muy hacendosa e ingeniosa para mantenerlo enamorado y embrujado. De ahí, venía el otro apodo de Rosa.

—¡Ahí va la Bruja!, esa que tiene trabajando al pobre Agustín, que no se da cuenta de la mujerzuela que tiene a su lado —rumoreaban las mujeres en el campo cuando la veían pasar.

—«A palabras necias, oídos sordos». ¿Qué haría sin ella? ¿Qué sería de los hijos si ella se fuera con otro? Es la mejor mamá del universo, la esposa perfecta —Agustín concluía para sus adentros al oír esos comentarios.

—Hablan de pura envidia esos huasos brutos o esas campesinas ociosas que viven del pelambre, que se preocupan solo de calumniar a la gente buena que no le hace mal a nadie —replicaba el marido aunque las evidencias estaban a la vista—. Todo porque la Rosa es la más bella de todas las mujeres.

Una noche, cuando ella solícita como habitualmente le servía vino, él terminó embriagado como siempre, estrategia que ella usaba para llevar a su amante de turno a la cama. Al amanecer, Agustín sorprendió a su cuñado durmiendo con Rosa, pero ella siempre con cualquier historia inteligente lo embaucaba.

—Es que el pobre Ramón se cayó justo sobre mi cama, pasado de copas, pero no pasó nada viejito, no es lo que tú crees, es que me dio tanta pena el pobre, imagínese echarlo a la calle en medio de la noche cerrada, oscura, habiendo tantas norias, canales de regadíos, cercas peligrosas, animales hambrientos.

En fin, se las arreglaba para engañar nuevamente al pobre Agustín con atenciones y arrumacos. No obstante, Rosa tenía su amor secreto, a quien no podía manipular fácilmente. Él era un hombre de valores y principios sólidos, eso era precisamente lo que más le atraía de Ramón, su cuñado. Un día, Rosa le preparó una pócima misteriosa para arrastrarlo a sus pies, fue así que él cayó rendido a sus encantos sin siquiera darse cuenta, se dejó cautivar en las redes de la pasión furtiva, convirtiéndose en el preferido de Rosa.

—Rosa es una santa, no permitió que mi cuñado Ramoncito, se expusiera a tanto peligro en la oscuridad de la noche, gentilmente le había permitido que se quedara en su cama, cualquier hombre, estaría feliz de tener una dama como ella. ¡La suertecita que solo yo tengo! —musitaba para sus adentros, Agustín.

En tiempos de cosecha, hacían grandes trillas con caballos preciosos que nadie más poseía en el campo, preparaban exquisiteces como: asados, tortillas de rescoldo, cazuela del mejor vacuno, mote con huesillos, etc. La fiesta comenzaba al alba, era amenizada con corridos mexicanos. Bebían como verdaderos campesinos hasta la última gota de las grandes tinajas del mejor vino, quedando, la mayoría de los invitados, debajo de la mesa hasta el otro día.

Durante el último tiempo, Rosa había desaparecido de sus correrías por los campos, de sus habituales encuentros amorosos. Nadie sabía que ella agonizaba, que estuvo más de cuarenta días sin comer ni beber siquiera una gota de agua. Por las noches, deliraba con el demonio que venía a buscar su alma perversa, veía a cada uno de sus amantes de turno abrazarla en las noches de insomnio, sentía los pasos de la muerte, quien se quedaba a su lado discretamente, esperando que ella se rindiera para llevársela como ofrenda a Lucifer. Ella resistió hasta el final, pero, en la madrugada de un martes trece, expiró para siempre la Diosa del placer de los campesinos.

El funeral fue paupérrimo. Ni los hijos viajaron para acompañar a la faraona de su madre, nadie sabía los motivos. Solo estaba Agustín y uno que otro vecino. La gente que la conoció no guardaba gratos recuerdos de aquella mujer estrafalaria, que cautivaba a los hombres con su mirada de fuego, como si tuviese un imán misterioso de encantos ocultos. Incluso, una vez, una mujer decidida la enfrentó con un rosario de improperios, bien merecidos por lo demás.

—¡Puta de mierda!, deja en paz a mi marido —gritó con ironía.

—¡Cállate o te arrepentirás! —contestó Rosa.

—¡Qué te creí vo’, tal por cual!, ¡te creí que adornándote tanto, podí’ llevarte a la cama a cuanto hombre querái’!, ¡parecí arbolito de pascua!, con tanta porquería —replicaba la campesina.

Rosa, mirándola con un profundo desprecio, siguió su camino.

—¡Ándate no má’, zorra!, ¡vieja!, ¡ojalá que te pudrái en el infierno! —vociferó desesperada Estela, la rival que más odiaba a Rosa.

Después que falleció Rosa, las vecinas de Agustín se ofrecían gentilmente para atender a aquel hombre, dulce, tierno, de cabellos color plata, vestido elegantemente a pesar de sus años. Intuían que él no sabía cocinar y se ofrecían para ayudarlo en la cocina. Él, prefería decir que no, que se las podía arreglar solo.

—A la Rosa no le va a gustar que yo meta a otra mujer a la casa —meditaba, no obstante, más de alguna vecina se las ingeniaba para llevarle un poco de comida a este viudo solitario.

Un día, uno de sus hijos viajó desde el norte a buscar al pobre Agustín que se había quedado solo, abandonado a su suerte; él contestó severamente.

—¡No mijito!, ¡la Rosa aquí me dejó, aquí me va a encontrar cuando me venga a buscar! —aseveró.

—¡Pero papá, si ella está muerta!, ¿qué no se acuerda? —replicó Juan.

—Hijo, yo siento sus trancos en la noche, ella me viene a llevar —contestó Agustín en el límite de la cordura.

—Usted está enloqueciendo, papá, será mejor que me acompañe, ¡por la buena o por la mala! —ordenó.

A pesar de todos los intentos que Juan hizo por llevarse a Agustín de su casa, no pudo ir en contra de su voluntad, era como si una extraña fuerza sobrehumana lo mantuviera anclado en aquella casa. El hombre soberbio, terco, decidió esperar a Rosa todo el tiempo que fuese necesario, hasta aprendió a cocinar arroz, lo hacía durar una semana.

Cuando cae la noche, sin testigos, Agustín siente los pasos paulatinos de Rosa acercarse a su habitación, semidormido espera en vigilia para ver su silueta. Ella, delicadamente, lo cubre con una manta de lana de oveja envejecida por el tiempo, que tejió en grandes telares artesanales en otrora, en aquella época dorada, que él conservaba como un gran tesoro. Ella, en las noches de misterio y oscuridad; especialmente, cuando hay luna llena, niebla cerrada, lo acaricia dócilmente, besa su semblante, le arregla los cabellos con sus largas y afiladas uñas negras, para finalmente desaparecer con la aurora.

Agustín, al caer la espesa neblina de una siniestra noche de sigilosos encantos; abre los ojos súbitamente, mira en penumbras el ventanal. El aire es extraño, como una ráfaga de viento cordillerano, que penetra por las rendijas de las puertas, estremece su alma, entre el olor a hierbas y a inciensos. De improviso, él se levanta somnoliento; abre la ventana, ve con horror y espanto, cruzar entre la gélida noche, entre tules oscuros flotando en el aire, a Rosa vestida de negro y montada en una escoba…

La dama vestida de negro

En memoria de Delia Fritis Manríquez

Salieron pausadamente de su humilde casa, ubicada en una quebrada que dejaba ver todo el hermoso valle de Vallenar, se maravillaron al sentir el aroma a campo. Noelia Fernández le pidió a su hija Inés Ardiles que se adelantara un poco, que la esperara en la avenida principal. Mientras ella se detuvo a contemplar con melancolía las casas, las calles, una plaza y la catedral.

Eran las diez de la mañana y en ese instante, ella parecía beber todo lo más bello de sus recuerdos en esa tierra maravillosa que la había cobijado toda una vida; no obstante, por su ágil mente pasó el recuerdo amargo de su primer amor, lo había amado tanto, con esa simpleza de la gente de campo que no sabe de mezquindades, se había entregado por entero a ese amor, que le brindaba Tomás Borda. En aquella época dorada de sueños de mujer enamorada, él le había dejado su primer hijo; sin embargo, al pasar el tiempo, cuando Tomasito tenía tan solo tres abriles, un día los había abandonado argumentando que iría a buscar trabajo al norte grande, les había prometido que volvería a buscarlos apenas se estabilizara económicamente; pero jamás volvió.

Ella se quedó como Penélope, tejiendo sueños, esperándolo toda una vida, nunca dejó de amarlo; aunque después ella también conoció a otros amores, lamentablemente eran solo como un bálsamo a su soledad y abandono. De una de esas relaciones, nació Daniel.

Pasados algunos años, conoció al padre de su hija Inés, Joaquín Ardiles, quien enamorado le ofreció nupcias. Ella se casó con él, tal vez ilusionada con tener un hogar, también cansada de sufrir el desamor de su primer amor, mortificada de luchar sola contra el mundo; del matrimonio nacieron tres hijos maravillosos. Por esas cosas de la vida, un día, Noelia se enteró que su amado Tomás se había casado con otra, una mujer adinerada que apodaban la China; además, le contaron que él había entrado a una gran empresa minera, que tuvieron hijos, vivían en casa grande, lujosa, una mansión preciosa como la que él le había prometido a ella en aquel tiempo encantado, donde soñaban juntos, con las enredaderas, los jazmines de su casa bonita, mientras el sol abrigaba el alma y los sueños.

Todo estos recuerdos de los años mozos calaron profundamente en su corazón, se dio cuenta que hay heridas en el alma que jamás se cierran; sacudió la cabeza como para disipar los pensamientos que aún le dolían, aunque habían pasado más de cuarenta años.

Al instante, se encontró con Inés, la hija que había tenido con Joaquín, quien la trajo abruptamente a la realidad. Caminaron en silencio; sin embargo, en sus adentros sentía lágrimas que ahogaban las palabras. Misteriosamente, una vecina salió a su encuentro, le deseó feliz viaje con un beso, un abrazo fraterno. Luego, otra vecina coincidentemente, sin razón alguna se acercó rápido a desearle que todo le saliera bien. Mientras Noelia se alejaba, ella se despedía con un pañuelo blanco, lo que la sorprendió gratamente. Después, el señor del almacén alzó su brazo haciendo señales de despedida; hasta los árboles mecían sus hojas suavemente al compás del viento, susurrando por última vez aquella vieja canción de antaño, que ella había cantado tantas veces a su gran amor: «Que seas feliz» que a su vez convirtió en un himno, tanto así que un día su hijo Tomás se la dedicó, triunfando en un festival de la canción. Todo parecía ser como si un gran murmullo de ángeles les anunciaba el último adiós, aquella dama de alegre caminar; ella en otro tiempo siempre vestía de colores vivos, con estampados de hermosas flores, parecía ser que hasta la primavera la había abandonado, dando paso así a trajes tan oscuros como el manto de la noche.

En aquel momento, su hija Inés sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, abrazó a su madre, la señora Noelia, respetada por todos quienes la conocieron, quien era una mujer maciza, de cincuenta y ocho años de edad, tez oscura, ojos color café, con un corazón de oro. Inés abrazó a su progenitora regalándole un abrazo tan cálido que la transportó a la niñez, cuando sentía miedo en las noche de insomnio y ella la acurrucaba dulcemente hasta calmar sus temores y ansiedades. Al instante rompió el silencio, exclamó entre sollozos:

—¡Mamita, por favor no te vayas!, presiento que no te veré nunca más…

—Hija, no te preocupes tanto, te prometo que volveré apenas pueda —replicó.

Noelia llegó a su destino, la capital regional. Iba al hospital oncológico a realizarse una serie de exámenes que más tarde confirmarían un cáncer terminal. Al enterarse de aquella funesta noticia, se derrumbó por completo. Salió de allí echa un mar de lamentos que dejaban ver a su gran pesar. Caminó sin rumbo alguno, entre grandes edificios, el bullicio de la gran ciudad, el tráfico que parecía indiferente al dolor de su alma. Buscando tal vez una explicación:

—¿Por qué a mí? ¡Dios mío! ¿Qué voy hacer ahora? ¡Cómo se lo diré a mis hijos! —se cuestionaba una y mil veces.

Ahora que, por fin, la vida le empezaba a sonreír. Daniel Zavala, aquel hijo que curiosamente tuvo tres padres, uno que lo engendró y lo abandonó, otro que gentilmente le dio su nombre y apellido y el último que lo crió a medias. Le había prometido una casa cuando era niño, ahora por esas vueltas de la vida, quizás en premio a su perseverancia; de haber sido un niño trabajador, humilde, empeñoso, Dios lo había compensado, ingresando a una afamada empresa. Había llegado el momento, él le había confirmado a Noelia la noticia en esos días; aún resonaban sus palabras en su mente:

—¡Mamita, llegó el momento de darte todo lo que tú mereces! —emitió Daniel—. Vamos a construir tu casita, mamita.

Aquel sueño de toda una vida por fin se haría realidad para esta mujer humilde y soñadora.

Decidieron intervenirla cuanto antes para detener ese terrible mal; pero al operarla solo pudieron determinar que le quedaban dos meses de vida. Ella, inmediatamente, se lo comunicó a sus hijos, quienes muy preocupados viajaron para estar con ella los últimos días, menos Inés quien, por razones económicas, no podía ir.

Noelia estaba al cuidado de su madre, Ester, quien tenía unos setenta y cinco años de edad y era capaz de cuidar con esmero a su hija enferma; la llevaba al médico, a sus quimioterapias, proporcionaba sus medicinas.

Al llegar al segundo mes de sentencia, Noelia se empezó a sentir muy ahogada, bajó más o menos veinte kilos, su apariencia parecía la de otra persona; en otro tiempo era alegre, silbando, cantando, hasta bailaba con la escoba, que incluso se ganó el apodo por sus hermanos, quienes le decían: «La fray escoba». Ahora, apenas le salía la voz. Antes de partir, le dijo a su hijo Daniel que velara por su familia, especialmente ahora que había sido padre nuevamente, que cuidara mucho a Manuelito el recién nacido que era igual a él cuando era bebé. Daniel tenía que regresar a su trabajo, los permisos se habían terminado, con el dolor de su alma, sin imaginar quizás que ese sería su último adiós, regresó a su hogar.

Daniel, mientras viajaba al norte, poco a poco, comenzó a sentirse muy inquieto, miraba la soledad del desierto parecido al que sentía en su corazón, absorto en sus pensamientos, presagiando su amor de hijo que su madre estaba en la etapa final de la enfermedad, la perdería definitivamente. Asfixiado en el bus, comenzó a rezar, llegando a la ciudad, caminó decidido a visitar la catedral. Llegó de noche, cuando estaban cerrando el templo, pero alcanzó entrar unos segundos. Se arrodilló frente a Cristo crucificado, suplicó a Dios por la vida de la mejor de las madres, la más sacrificada. Conmocionado con lágrimas que se ahogaban en la garganta, recordó como esa viejecita, a punta de mucho esfuerzo, les había dado educación. En tiempos de escasez, ella lavaba ajeno, planchaba, remendaba, hacía trabajos de costura; a veces hasta que la sorprendía el amanecer. Lo admirable era que nunca se quejaba, todo lo hacía cantando, sonriendo con la esperanza que a sus hijos nunca les faltara nada, ella estaba separada por más de veinte años; por ende, le era extremadamente difícil sobrellevar el hogar sola, con cinco hijos a cuesta. El más pequeño de ellos era Elías, quien fue un gran apoyo para Noelia, cuando no tenían nada para cenar, él en forma silenciosa salía a la calle con una bolsa debajo del brazo, después de unas horas, volvía a la casa con víveres para sus hermanos y su madre, nadie se imaginaba que el pequeño Elías mendigaba para poder comer él y su familia. De grande, siempre fue un hombre muy trabajador; incluso laboraba doble turno, siempre llevaba grabado el recuerdo de su madre en su corazón como su único tesoro.

Entonces, Daniel, ¿no alcanzaría a cumplir la promesa de niño que había hecho de todo corazón? Noelia siempre dibujaba en las noches, en pequeñas servilletas de papel, la casa de sus sueños sin que nadie la viera, hasta que un día fue sorprendida por Danielito apuñando un papel en las manos, con su más secreto sueño. Mientras ella escuchaba el concierto de termitas comiéndose la vieja vivienda. El pequeño al verla tan afligida, la abrazó, la consoló, con lágrimas de niño sellaron un compromiso de amor y esperanza; le prometió que algún día, cuando fuera grande con la ayuda de Diosito, construiría la casita de sus sueños en el hermoso valle de Vallenar.

En la madrugada de un abril gris, melancólico, en donde las hojas caían como formando un muelle cama para las almas que sufren, Noelia se comenzó a sentir muy sofocada, su frente perlaba sudor. Ester muerta de miedo, no hallando qué más hacer, decidió pedir una ambulancia urgente. Llegando al hospital, se hicieron todas las diligencias del caso; pero, al final la pusieron en una sala aislada, donde Ester muy tiernamente acariciaba la frente a su hija, le tomaba las manos, las sintió heladas como el ambiente de aquel hospital, le decía:

—Gorda, tienes que estar tranquilita todo va a salir bien, ten fe —suplicaba.

Mientras Noelia sentía grandes dolores, el calorcito de las manos de su madre, comenzó a delirar. Se imaginó que era su amado quien la venía a buscar. Recordó cuando se reencontraron por última vez en la boda de Daniel, fue tan bonito. Él había reconocido, al fin, que nunca la había dejado de amar; pero que por esas cosas del destino, sus sendas se habían separado. Confesándole muy arrepentido su cobardía de juventud; se había dejado cautivar por la buena vida y, muy pronto, vinieron lo hijos que terminaron de amarrarlo por completo. Conmemoró aquella noche mágica que salieron furtivos, volvieron a vivir su amor en plenitud; aquel amor inconcluso que esperaron tanto, brotó con la fuerza de mares embravecidos. Al amanecer, sin testigos de la fogosa noche vivida, él le volvió a prometer que algún día volverían a estar juntos para siempre, ella era el gran amor de su vida.

Noelia, en su alucinación, lo vio venir, sintió su perfume abrigando su alma, alzó sus manos con una sonrisa de mujer enamorada. Comenzó a sonar el monitor y las enfermeras corrían vertiginosas, Ester muy angustiada, sintió cómo las manos de su hija caían gélidas sobre las albas sábanas del hospital. En tanto, le cubría el rostro helado. Ester salió de la sala tragándose aquel sabor amargo de las lágrimas, que se escurrían por su garganta, salió a la calle en la madrugada, sola, sin saber ¿qué hacer?

En tanto, Daniel llegaba a su casa, a medianoche, muy angustiado le pidió a su esposa, a sus niños que le ayudaran a hacer una oración por su madre. Se pusieron de rodillas para hacer un rosario, suplicaron al Todopoderoso que la sanara de aquellos dolores tan terribles, que la bendijera, pero que sobre todas las cosas, que se hiciera su voluntad. En ese preciso instante, sonó el teléfono. Era la abuelita Ester informando que Noelia acababa de fallecer de un cáncer al páncreas, que era preciso que viajara inmediatamente para que se hiciera cargo de los funerales y, así, retirar a Noelia cuanto antes del hospital. Era la alborada más fría y triste que habían experimentado; que paradoja aquel último rosario, rezado de rodillas, con sollozos que parecían calcinar el corazón de Daniel, coincidentemente a la hora de la partida de Noelia, fue como los cincuenta escalones que faltaban para que ella emprendiera el camino al cielo.

En el funeral estaban todos sus hermanos, hijos, sobrinos y nietos. Se acercaban uno a uno, consternados por la pesada, repentina noticia, que cayó como una lágrima de fuego en sus corazones.

Al frente del ataúd, mirándola con aparente mortificación estaba Joaquín su esposo, no se atrevía ni siquiera a mirarla; tal vez, arrepentido por lo mal que se había portado con Noelia, recordando quizás las veces que ella lo aguardaba, en la mueblería para solicitar encarecidamente ayuda para sus hijos, él por egoísmo, falta de compromiso con su familia, no les proporcionaba nada. A veces, les pasaba solo unas cuantas monedas, quizás para tranquilizar su conciencia. No obstante, lo único que hacía era humillarla, hundirla más en su pobreza.

En tanto, Noelia lo miraba por los espejos del abismo, desde lo más profundo de su alma, que aún permanecía atrapada en los rincones de aquella habitación donde yacían sus restos; el ambiente estaba enrarecido por el olor a flores, a velas, a inciensos, más los cuatro cirios que iluminaban su cara. Ella lo observaba con melancolía, contemplaba por última vez cada uno de los rostros de sus seres queridos, como queriendo inmortalizarlos a cada uno de ellos. Sin embargo, Noelia sentía compasión de Joaquín al verlo ahora solo, viejo y enfermo. Ninguno de sus hijos legítimos quería ayudarlo producto de lo mal que se había portado con ellos en la infancia; Incluso, Joaquín junior se atrevía a decir siempre que se le tocaba el tema: «Pobre viejo se lo merece», recordando las veces que lo mandaba a trabajar cuando apenas tenía ocho años; incluso, una vez, Joaquincito se armó de valor y le contestó a su padre:

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