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HUMBERTO AK’ABAL

El sueño de ser poeta

Intimidades y reflexiones



Edición

Franciso José Cruz

Coordinación de diseño

Michelle Orozco

Diseño de interiores y portada

Leo Barrera Barrios

Textos y portada

Humberto Ak’abal

Gerencia de producción editorial

Daniel Caciá

Dirección

Irene Piedrasanta

ISBN versión impresa: 978-9929-562-30-1

ISBN versión digital 978-9929-562-36-3

Primera edición 2020

©2020 Sobre el texto y fotografía de portada, herederos de Humberto Ak’abal

©2020 Primera edición, Editorial Piedrasanta

© Del prólogo, Francisco José Cruz

5.a calle 7-55 zona 1

Guatemala, Centroamérica

PBX: 2422 7676


www.piedrasanta.com

EditorialPiedraSanta

@editorialpiedrasanta

Prohibida la repoducción parcial o total de este libro, por cualquier método, digital, fotográfico, fotomecánico, sin la autorización de Editorial PiedraSanta.

HUMBERTO AK’ABAL y el milagro de los libros

Entre las amistades más enriquecedoras que me ha regalado mi ya larga dedicación a la poesía, se encuentra, sin duda, la de Humberto Ak’abal, a quien conocí personalmente en junio de 2001, cuando vino a Carmona para presentar Todo tiene habla, amplia antología de sus versos aparecida en la colección de libros de la revista Palimpsesto, que Chari, mi mujer, y yo dirigimos desde 1990 en esta pentamilenaria ciudad sevillana. A partir de aquella publicación, nuestro llorado poeta maya colaboró asiduamente en la revista con poemas, relatos y artículos. A la creciente admiración de su obra por estos lares, contribuyeron los inolvidables recitales y conferencias que, durante la primera década de este siglo, ofreció en los distintos eventos literarios a los que tuve la feliz oportunidad de invitarlo, como en el segundo y tercer encuentro Sevilla, Casa de los Poetas, celebrados en la capital andaluza, en noviembre de 2005 y octubre de 2006, donde, junto a maestros de la talla de Eugenio Montejo, Carlos Germán Belli, Félix Grande, Antonio Gamoneda u Óscar Hahn, su presencia brilló con luz propia.

Esta sostenida relación poética y humana, refrendada por un indesmayable intercambio epistolar, ahondó nuestro mutuo afecto, solo interrumpido por su fulminante e inesperada muerte. Nuestro entrañable trato de casi veinte años me reveló a un hombre cordial, afable, siempre atento, pudoroso y comunicativo a la vez que, fuera de sus textos, nunca aireó la intimidad de su enorme sufrimiento.

Quizá la sincera y alta consideración que Chari y yo mostramos por su figura de poeta, al margen de cualquier interés étnico, lo predispuso a confiarnos con frecuencia escritos inéditos y a solicitarme en dos ocasiones un prólogo a obras suyas, la última de las cuales, editada ya póstumamente, aunque él llegó a tiempo de darle el visto bueno, es No permitan que el ayer se vaya lejos, una antología poética, recién aparecida en la Universidad Javeriana de Bogotá.

Esta misma confianza en Chari y en mí la prolonga con extrema generosidad su viuda, Nicole Mayulí Bieri, poniendo en nuestras manos tres archivos en castellano, conteniendo El sueño de ser poeta, conjunto de textos autobiográficos, tan estremecedores como reconfortantes, que solo necesitaba una definitiva revisión para darlo por concluido. Así pues, con el doble propósito de complacer a Mayulí y de favorecer la memoria de nuestro amigo, nos entregamos gustosos a la exhaustiva tarea de unificar la puntuación, enmendar discordancias sintácticas y suprimir frases reiterativas o confusas. Además de estos abundantes reajustes menores, hemos incluido en esta edición, por su pertinente interés, los artículos “Mi padre” y “Los papeles” (procedentes de la carpeta titulada Proyectos para el sueño) y las ponencias “Oralitura” y “Onomatopoesía”, que Ak’abal, a instancias nuestras, departió en el ya mencionado II Encuentro, Sevilla Casa de los Poetas, y que hemos recogido de Respuestas. Libro en proceso, nombre de otro de los archivos anteriores al que tomamos como base de este volumen. De aquel mismo archivo hemos también rescatado extensos fragmentos para insertarlos en “Tímido” que, dadas sus coincidencias temáticas, sin desviarse un ápice, enriquecen el planteamiento central del texto. Estamos convencidos de que Humberto, tan receptivo siempre a nuestras sugerencias, habría aprobado de buen grado estas decisiones.

Pese a las modificaciones referidas, hemos mantenido la división en partes del libro y tampoco hemos alterado en ningún caso, ni el espíritu ni las formas del discurso del autor, cuya naturalidad expresiva, fiel al habla común, alterna —con la habilidad de un consumado narrador oral, sin pretensiones estilísticas— anécdotas y pensamientos, justificando así el exacto subtítulo de Intimidades y reflexiones.

De este ramillete de ensayos, hay inéditos de gran importancia para la comprensión a fondo de la trayectoria humana y literaria de nuestro poeta —como Despertar o el que presta su título a este libro— y otros ya publicados en periódicos y revistas de ambos lados del Atlántico, algunos de los cuales son ampliaciones o refundiciones de escritos anteriores, como, por ejemplo, Entre el maya k’iche’ y el castellano, cuyo origen radica en Una poesía de confluencia, prólogo que yo mismo le encargué, en calidad de asesor literario de la Biblioteca Sibila, para su poemario Las palabras crecen. Casi todos ellos, éditos e inéditos, llevan un epígrafe, a veces dos, a modo de cita, que ya adelanta los temas y nos avisa de las exigencias lectoras de Ak’abal, además de reforzar su pensamiento sobre diversas cuestiones.

Mediante una audaz combinación de sucesos e ideas, se desarrollan las líneas argumentales del libro que, al entrecruzarse y reincidir en textos distintos, van tejiendo el coherente tapiz de una vida que, salvo su denodado esfuerzo, lo tuvo todo en contra para ser el escritor que aplaudimos hoy. Así pues, esta veintena de ensayos nos da la más acabada imagen de Humberto Ak’abal. En unos predominan las experiencias personales y en otros, las artísticas. Pero, en todos, en mayor o menor medida, aflora la esperanza o la condescendencia por encima de miedos, inseguridades e indecisiones que atenazaron al poeta en su infancia y juventud. De ahí que confiese, a pesar de tanto dolor, “me siento agradecido por la vida difícil”.

El sueño de ser poeta es, ante todo, una defensa a ultranza de los libros, de su benéfico poder de transformación y, por ende, de la poesía misma. Ak’abal nos cuenta con abrumadora honestidad, desde diversas situaciones, cómo la lectura y, posteriormente, la escritura, pese a la pobreza en que vivió de niño y las terribles adversidades padecidas por su condición de indígena, lo salvaron de la ignorancia. Inmersos en esta sociedad ultratecnológica, donde la propaganda y el divertimento influyen mucho más que la educación, conmueve comprobar el decisivo e irreversible efecto que provocaron en Ak’abal sus pocos años de escuela, a la que sus mayores eran reacios por el temor de que lo alejaran de sus creencias y costumbres ancestrales. Los seis cursos de primaria le abrieron una puerta que ya nunca se cerraría, a través de la cual pasó de un mundo ágrafo a otro escrito, lleno de irresistibles estímulos, entre ellos el aprendizaje del castellano, que lo puso en contacto con las culturas de todos los tiempos y, a la larga, tras un arduo periplo intelectual, lo devolvió a su lengua materna con plena conciencia de su significado y posibilidades creadoras. Lejos de ser un poeta meramente intuitivo como podría suponerse por la sencillez emotiva de sus versos y su falta de estudios académicos, Ak’abal demuestra en estas páginas su profundo conocimiento del oficio, capaz de meditar, de manera genuina, tanto sobre sus propios procedimientos compositivos como sobre el arte de la poesía en general. En este orden de cosas, la lucidez de nuestro poeta no le impide reconocer que, sin el dominio del castellano —en el que practicó sus primeras tentativas poéticas, con rima y métrica clásicas incluidas—, no hubiera logrado recrear en k’iche’ los mitos y tradiciones de su pueblo con los que su mundo interior se identifica. De ahí que sus poemas los piense en cualquiera de las dos lenguas y que, en un momento dado, ambas, según sus palabras, “se funden en mí, alimentándose una a la otra” hasta hacer de él “un poeta de confluencia”, gracias a este íntimo entrevero idiomático.

Hombre de cultura mixta, como así mismo se califica, Ak’abal, en este libro, a veces parece dirigirse, ante todo, a quienes no pertenecemos a su etnia para enseñarnos aspectos espirituales o lingüísticos de ella, y otras parece insistir a los suyos en la necesidad de cultivarse con el fin de salir de la marginación en que muchos aún se hayan confinados, recuperando, a la par, el conocimiento de sus tradiciones autóctonas, pues “no se puede ser nadie todo el tiempo”.

Gracias al milagro de los libros, los ajenos y los propios, Humberto Ak’abal es hoy un extraordinario ejemplo de superación y una figura imprescindible en la que se reconcilian la América precolombina y la América hispana, haciendo realidad, con creces, su sueño de ser poeta.

Francisco José Cruz

Carmona, octubre de 2019

A Nakil, por sus sueños.

A Mayulí, por sus desvelos.

Mis primeras lecturas

“Leer y escribir modifica el cerebro. Alguien que reflexiona es alguien que está contribuyendo a mejorar su función cerebral, pero no solo la suya sino también la de futuros pensadores, que pueden ser, por supuesto, sus propios hijos. Alguien que escribe y que lee no solo mejora sus capacidades de inteligencia y sensibilidad, sino que deja una huella en la genética de sus descendientes y sucesores. No es un asunto de creencias; es una evidencia científica”.

Juan Domingo Argüelles

En idioma maya k’iche’, leer se dice: “sik’ij”,

que traducido literalmente es “llamar”.

El acto de leer es llamar a las palabras

para que nos hablen.

Y mientras garabateo estos párrafos, como hojas sacudidas por el viento, vienen a mi memoria algunos fragmentos de recuerdos como lector y mis angustiosas búsquedas: historietas, revistas y libros me descubrieron la posibilidad de otros mundos y me enseñaron los secretos del lenguaje, sus posibilidades, su magia y el ejercicio de la imaginación; los libros que me conmovieron, los que me inspiraron, los que me ayudaron a hacer menos difíciles los días de aquellos años; lecturas y relecturas que fueron fundacionales en mi vida; mis primeros pasos, mis primeros pensamientos y lo que hoy significan para mí esas experiencias.

Descubrir el mundo de la literatura fue una luz. ¿Cuántos libros se requieren haber leído para descubrir eso? En mi opinión, no muchos. Con cada libro tuve un diálogo silencioso, un encuentro íntimo. Como si entrara a un templo, abría el libro con devoción, casi temblaba cuando comenzaba a hojear sus primeras páginas. Comenzaba viendo las ilustraciones (si las tuviera), y me sumergía en la lectura escarbando entre las palabras, buscando ese “algo” que muchas veces se resistía a mi comprensión.

Otras veces, me encontré con libros que me atraparon de entrada, que no requirieron de explicación, como si su lenguaje hubiera sido para mí y los hice míos inmediatamente. Los leí con amor y muchas veces lloré con ellos. Leía siempre al final de las tardes. Las horas del día las invertía en el trabajo cotidiano, algunas veces dentro de la casa, tejiendo o cosiendo en una vieja máquina Singer, o en el terreno, sembrando maíz, deshierbando o recogiendo la cosecha, dependiendo de la época. En mis primeros años, en casa no teníamos luz eléctrica y cuando mis lecturas se prolongaban, yo leía con la luz del fogón de nuestra cocina, con luz de ocote o con la luz de un viejo candil alimentado con kerosene.

Paso a paso, descubrí que los libros tienen muchas lecturas y cada una es un amanecer diferente. Es sorprendente y asombroso descubrir que, en las relecturas, aparecen cosas que uno no vio en la primera lectura. Los libros tienen ese encantamiento, siempre esconden algo que se reservan, tal vez, para sorprendernos. No todos los libros son para todos los momentos ni todos los contenidos pueden interesarnos, pero siempre habrá un libro para cada necesidad, lo sé por experiencia propia.

Desde el día que tomé contacto con el primer libro, ese día cambió mi vida, porque mis inseguridades fueron desapareciendo. Cuánto le debo a los libros. Fueron mi socorro en momentos de desesperación. Fueron remanso de paz, fueron mis críticos, mis consejeros. Cargar un libro siempre me dio la sensación de seguridad para no temer ni temerle a nada ni a nadie. Mis dudas las consultaba en las páginas de un libro. Es increíble cómo para cada necesidad siempre había una respuesta. Los diversos autores que han existido en este mundo, en algún momento de su vida pasaron por las alegrías o las oscuridades por las que uno pasa, y encontrarse con ellos es un alivio, se siente comprendido, correspondido, amado y la vida se ve desde otra perspectiva. Un libro siempre será una luz en la oscuridad.

Y así, entre lectura y lectura, la poesía se me fue metiendo en el alma como si hubiera sido impulsado por un torrente de luz a otra fase de mi vida. Y ahora que lo veo a la distancia, yo mismo me sorprendo porque, a medida que me esforzaba por comprender lo que leía, me esforzaba por comprenderme a mí mismo.

Meterme en un libro era meterme dentro de mí.

Estas páginas relatan, pues, cómo de la lectura pasé a la escritura. Así que me propongo contar brevemente mis pasos por esas veredas. No es nada ambicioso ni pretende serlo, solo son fragmentos de una vida con sus cicatrices, sus vacíos, sus torceduras, sus franquezas y sus ambigüedades.

La razón de esta breve introducción es para entablar un diálogo imaginario con mi posible lector. Cada página es testigo del esfuerzo por encontrar mi lugar en este mundo, por encontrarme a mí mismo para saber a dónde voy y para huir de la mediocridad.

Mi vida no ha sido fácil, y a pesar de las vicisitudes por las que he pasado, me siento agradecido por la vida difícil. La poesía me rescató de los momentos más desesperantes. Por eso, no me puedo imaginar vivir sin poesía porque, para mí, ella es lo mismo que la vida. En todo caso, mis luchas serán lo único confiable y no mis presunciones de conocimientos. Como siguiendo las huellas de mis ancestros, he caminado por la noche oscura y he buscado con mis propios ojos el nacimiento del sol. Me he hecho un camino con mis propias manos…

Aprendí que no se puede ser poeta por milagro, hay que trabajar, hay que leer. El primer paso es importante: todo aquel que se atreva a internarse en las páginas de un libro, descubrirá que por allí es el camino. Así fue como descubrí la llave que me abrió las puertas de la senda por la que aún camino. Poco a poco, página a página fui encontrando el eco de su mágico silencio; como el llamado de una voz sagrada… Me sentí protegido por la poesía. Escuché con la máxima intensidad del alma su silbo de amor, escuché el susurro de su llamado. Cada vez que ella habla, guardo silencio, siento miedo de destruir algo con mi profana voz. Frente a la poesía, soy un niño que escucha con los ojos, con el alma, con la piel, con todo mi yo. Ella va delante, yo solo soy un servidor suyo que va detrás. Es hipotético el valor que pueda tener mi poesía. Siempre he desconfiado de lo que escribo a pesar de que sigo publicando libros. No es el tamaño de lo que he hecho lo que cuenta, sino mi satisfacción de haberlo hecho. No todos los caminos son iguales ni todos los caminos se hacen del mismo modo. Estas páginas solo cuentan una manera más…

Caminante, son tus huellas

el camino, y nada más;

caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Antonio Machado

El sueño de ser poeta

“Es inútil que pretendamos convertirnos en nuestro propio historiador: el mismo historiador es un ser histórico. Debemos contentarnos con hacer nuestra historia a ciegas, al día, optando por lo que en el momento nos parezca mejor”.

Jean Paul Sartre

“Quien lea mis libros, que son puramente autobiográficos, ha de tener presente que escribo con un pie en el pasado.

Al relatar la historia de mi vida, con frecuencia descarté la cronológica para adoptar la forma de progresión circular o espiral. La serie temporal que relaciona un suceso con otro de modo lineal me parece que imita de modo falso el verdadero ritmo de la vida.

Los hechos y acontecimientos que forman la cadena de una vida no son sino puntos de partida a lo largo del sendero del propio descubrimiento.

Traté de captar aquellos momentos significativos en los que todo lo que ocurría producía profundas alteraciones. El hombre que narra la historia no es ya el mismo que vivió los sucesos registrados. Al revivir la propia vida, la contorsión y la deformación resultan inevitables”.

Henry Miller

Mi padre

Hoy quiero recordar a mi padre sobre otros aspectos: a él le gustaba cantar. Tenía un cuaderno lleno con la letra de las canciones que más le gustaban. Su caligrafía era muy bella. En sus tres años de escolaridad, según me contaba, lo ponían a hacer planas del alfabeto en letra cursiva, que por entonces se llamaba “letra de carta”. Así que, los de ese tiempo, podrían no saber mucho de ortografía, pero su letra era impecable. Escribían con canutero: una varita que tenía incrustada en la punta una plumilla de metal y, a la vez, se sumergía en un frasquito de tinta azul o negra. Yo todavía usé ese tipo de material y recuerdo que era muy difícil su dominio porque, con alguna pequeña manipulación, fácilmente se derramaba la tinta y manchaba todo el papel y esto, por supuesto, era castigado. Mi padre también aprendió a ladear el canutero para cambiar el grosor de las letras mayúsculas, lo que le daba mucha elegancia. Yo tuve ese cuaderno que, desgraciadamente por algún descuido, desapareció.

Mi padre también tocaba el acordeón. Tenía uno bastante viejo, que le bastaba para hacer música. Tristemente, en una de sus borracheras lo destruyó. También tocaba armónica. Se compró una “cuache”, así llamaban a las que tenían doble hilera de celdillas. La tocaba con mucho sentimiento, casi siempre, cosas tristes. Ese instrumento lo tuvo hasta que murió. Así mismo le gustaba dibujar. Las pocas veces que se sentaba conmigo, me hacía algún dibujo en alguno de mis cuadernos. Recuerdo particularmente que dibujaba perros. También me confeccionaba barriletes, otros los llaman papalotes, hechos con varitas de pajón y papel de china. Para la Semana Santa del pueblo, hacía tipaches con cera de abeja y me enseñaba a jugarlas. Alguna vez, me hizo unos chajaleyos, hechos con las corcholatas de gaseosas aplastadas para que quedaran planas, se les abrían dos hoyitos en el centro y, por ellos, se pasaba una pita de modo que formaba una elipse. Se giraba con las dos manos hasta conseguir que emitiera un ronroneado, como el que hacen los gatos.

Cuando mi padre estaba de buen ánimo, era muy bonito estar con él, sobre todo, en la siembra del maíz. Se ajustaba a la cintura una banda que sostenía un tecomate y, entre este, llevaba las semillas. A mí me ponía un morralito con mis semillas, me llevaba y me enseñaba con paciencia cómo se agarraba el azadón, cómo se molía la tierra para acolchonar la semilla, cómo usar el machete para cortar los rastrojos…, todos los pasos de la siembra del maíz a lo largo del año agrícola. Lo acompañé al bosque. Siempre me decía que amarráramos un garabato en uno de los extremos de un lazo. Luego, entre la palizada, él buscaba una buena posición, lanzaba el garabato de manera que se enroscara alrededor de la rama seca y se colgaba del lazo hasta conseguir que la rama se descuajara de su tronco.

Él vendía en la capital los ponchos de lana que se tejían en el pueblo y yo, desde pequeño, lo acompañaba. Recuerdo que los viajes eran largos. Salíamos a eso de las tres de la tarde los domingos y llegábamos a la ciudad a las seis de la mañana del día lunes. Yo me dormía durante el trayecto. El bus se detenía en algún punto de la carretera para que el motor descansara y los choferes aprovecharan para comer en algún comedor. Generalmente, nosotros llevábamos nuestros aperos. Mamá nos preparaba algunas tortillas con frijoles y nos ponía café en un termo. Solo, cuando alguna vez mi padre tenía algunos centavos extras, nos bajábamos a comer caliente en el comedor, aunque a mí no me gustaba porque, al ser el camino largo, había que comer rápido. Cuando arribábamos a la ciudad, íbamos en busca de un chorro público y allí nos lavábamos la cara. Luego, papá buscaba un carretero y en la carreta se ponían las maletas de chamarras y enfilábamos al mercado central. Yo tendría ocho o nueve años, así que papá me sentaba entre los bultos y él iba detrás del carretero a pie. A medida que fui creciendo, dejé de viajar sentado y también iba a pie al lado de mi padre. Algunos carreteros corrían, yo no podía seguirles el paso, me rezagaba, solo trataba que no se me perdieran de vista. Cuando yo llegaba donde habían descargado, mi padre ya había desatado las maletas y mi trabajo era cuidarlas mientras él iba de tienda en tienda ofreciendo el producto. Solo después de haberlo colocado, comíamos. Eso ocurría casi siempre en horas de la tarde. Luego buscábamos la pensión para descansar. Dormíamos en el corredor porque lo que él ganaba no alcanzaba para pagar un cuarto. Así que tendíamos los envoltorios de las chamarras y sobre ellos nos acostábamos. En época de lluvia, sufríamos porque el agua salpicaba los corredores y no había más remedio que levantarnos para no empaparnos. Amanecíamos de pie. Nos quedábamos en la ciudad una semana porque había que esperar que pagaran la mercancía. Tristemente, mi padre bebía y, cuando estaba borracho, se olvidaba de que yo estaba con él. Eran días difíciles porque yo no comía. Solo en los momentos en que recobraba un poco de lucidez, me daba algunos centavos y yo buscaba algo para comer. Después él hacía algún esfuerzo por entrar en razón y nos íbamos a casa. Se sentía arrepentido de haberme tratado mal, prometía no volver a hacerlo, pasaba algunas semanas sobrio, pero volvía a la bebida. El alcohol lo transformaba. Borracho era violento y, cuando estaba sobrio, se mantenía deprimido, irritado, su sistema nervioso bastante afectado, cualquier cosa lo molestaba. Era difícil convivir con él con ese carácter insoportable. Fue un esclavo del licor, no pudo dominarlo y finalmente murió ahogado en su propio vicio.

Tímido

Comencé escribiendo sin tener idea de que las palabras fueran una llave, ni siquiera tenía conciencia de que ella fuera un camino de libertad. Mis búsquedas eran muy pobres, sentía miedo. Me esforzaba en crear y buscar mundos imaginarios y, como es lógico suponer, mis caminos no conducían a ninguna parte. Escribí poemas a mujeres imaginarias, idealizadas...

Cuando era niño, mi defecto físico no me preocupaba, y solo cuando llegué a la adolescencia me di cuenta de que yo era diferente a los otros. Aunque en la escuelita más de alguno se burlaba de mi cojera, no recuerdo que me haya preocupado mucho. Solo sentí el sabor amargo del desprecio cuando aquella muchacha, sin decirme palabra alguna, en vez de verme a los ojos, me miró a los pies. Mi defecto físico también vino a contribuir a mi inseguridad. Cuántas veces desee que nadie me viera caminar, que solo se pudiera oír mi voz. Yo solo quería ser una voz sin pies. Además, sentía vergüenza de mi macilento rostro, mis ojos siempre fueron tristes. Desperté de la niñez a la adolescencia en medio de la timidez, el miedo… La pobreza en la que vivíamos fue la otra realidad que descubrí y por la que también fui marginado.

Después de la escuela primaria, comencé a descubrir el mundo y mi entorno. El abuelo me advirtió de los desprecios de que éramos objeto: “si un ladino viene sobre la acera, hay que cambiar de lado para caminar, no sea que te empujen o te golpeen… No les mirés a la cara porque te escupen…, no hay que hablar en nuestras lenguas frente a ellos porque se burlan de nosotros…” Descubrí el abismo.

Había en mí una tristeza sin palabras. Me refugié en pedazos de papel. Escribía y escribía, repitiendo y repitiéndome. Yo ponía de cabeza las palabras, las separaba en sílabas con la única ilusión de que el poema tuviera un carácter. Las canciones campiranas fueron mis primeras influencias. Yo vivía esos romances y sufría con los cantantes un dolor del que no tenía conciencia. Me enamoré muchas veces sin ser correspondido. ¡Cuántas veces fui objeto de desprecios! Esto poco a poco vino a convertirse en frustración y, antes de llegar a mi plena juventud, me sentía ya viejo. Comencé a ahogar mis ilusiones hasta llegar a creer que estaba destinado a vivir solo. Llegué a tenerle miedo a todo. Miraba a las muchachas de mi tiempo y siempre las veía lejos de mi vida, ajenas a mis sueños, y me refugiaba en las lecturas de los libros que conseguía en aquellos años.

También me refugiaba en una guitarra. A mi padre no le agradaba la idea de que yo aprendiera a tocarla. Temía que con ella fácilmente me encaminaría por caminos de extravío. A escondidas, comencé a familiarizarme con una que tenía un amigo, Manuel. Él venía a enseñarme algunos acordes. No olvido que esos acordes sonaron en mis oídos como arpegios del cielo. Al final del día, rasgábamos la vieja guitarra en la orilla del barranco que queda cerca de mi casa. Solo mi madre vio con buenos ojos mis inclinaciones artísticas.

Algunos años más tarde, mi padre vino de regreso de uno de sus viajes a la capital y traía en un saco una guitarra. Me la alcanzó sin decir una sola palabra. Quién sabe qué pensamientos cruzaron por su corazón para que, finalmente, él tomara la iniciativa de comprarme una guitarra. Era muy bella y con ella yo iba de un lado a otro, de loma en loma, de barranco en barranco, con algún amigo, ofreciendo serenatas a la luz de la luna. Poco tiempo después, mi padre falleció. Esa guitarra fue su último recuerdo. Al final de cada tarde, después del trabajo, tomaba la guitarra y me ponía a cantar. Ella supo de mis tristezas más hondas, cuántos suspiros escuchó de mí. Si ella pudiera hablar, cuántas cosas no te contaría…, y sin embargo allí está ahora abandonada, descordada, desafinada, callada. Aquellos años de ilusión con las canciones y la música han quedado lejos. Nunca llegué a dominar ese instrumento, sino unos cuantos acordes con los que me acompañaba y así le daba rienda suelta a mi dolor a través de las canciones rancheras que yo cantaba a voz en grito, a llanto de voz.

Cuando murió mi padre, sentí el peso de su ausencia porque ya no hallé sus palabras. Aunque él fue de carácter fuerte y a veces brusco, era para mí un bastión en donde apoyarme y, cuando se ausentó, sentí el vacío alrededor de mí y comencé a sacar fuerzas de mi alma para seguir solo mi propio camino.

Cuando me cansaba de cantar, escribía versos, imitando a los románticos. Gustavo Adolfo Bécquer fue el gran poeta de mi vida, y otros como Amado Nervo, Julio Flores, Manuel Acuña…; después vendrían Rubén Darío, Pablo Neruda…, cuyos poemas yo copiaba en un cuaderno y los leía y releía hasta memorizarlos, y los recitaba cada vez que podía. Fueron años de muchos ejercicios y, sin embargo, toda esa coquetería con la poesía en ningún momento la consideré como algo que finalmente llegara a ocupar mi vida.

Fui un muchacho miedoso, tímido, indeciso, cobarde, inseguro. Fue un gran trabajo poder quitarme de encima algunos lastres, algunos complejos, me afectaban mi cojera, mis raíces, mi pobreza. Busqué refugio en una religión que solo contribuyó a alimentar mi inseguridad. Sin embargo, todo tiene su lado bueno: mientras asistí a la iglesia, no fui un miembro pasivo ni conformista, me dediqué a leer la Biblia con interés y la leí de “pasta a pasta”. Esa lectura me dio la pauta para buscar otros libros sobre cultura religiosa. Poco a poco, me fui dando cuenta de que los predicadores insistían tanto en el pueblo de Israel del Antiguo Testamento, transportándonos imaginariamente a aspectos históricos de una cultura lejana y ajena a la nuestra, que yo, francamente, hacía grandes esfuerzos por comprender esos sucesos y sufría porque muchas cosas no me quedaban claras y nadie podía aclarármelas. Los predicadores mismos eran incultos. Ese fue el primer paso en busca de respuestas, porque comencé a preguntarme acerca de mí mismo, de mis orígenes, de mis antepasados, y me volqué a investigar sobre nuestras raíces, acerca de mis ancestros. Y, claro, se me abrió el universo, descubrí nuestra cosmogonía, nuestra historia, nuestros propios mitos, creencias, costumbres, nuestros caracteres y mi identidad. La Iglesia, quizá sin proponérselo, me envolvió en una doble moral: yo me esforzaba por ser alguien que no era, fingiendo una imagen que negaba mi propia identidad. Fue un periodo de esclavitud de conciencia. Paso a paso, me quité la venda de los ojos, me salí de la iglesia y emprendí un camino de libertad.

A un lado del camino

“Agregar seres al mundo, menos efímeros que la reproducción de las especies, ha sido la tarea de los artistas. Y el arte, la única acción humana que le hace perdurable.

De allí que se considere, en muchas ocasiones, al artista como un bicho raro, un desequilibrado, un marginal. Seres nacidos para vencer la muerte mediante su propia hecatombe entre las huellas de su propio arte”.

Harold Alvarado Tenorio

Era una tarde brillante, soleada. Yo venía de muy lejos. Llegué a la orilla de un barranco; allí se respiraba un fresco perfume a hierbas. El ambiente daba la impresión de una tarde recién llovida. Para trasladarse de un lugar a otro había que hacerlo por un puente formado por dos trozas. Crucé el puente. Tenía sed. Comencé a abrir un hoyo con mis manos; a medida que sacaba tierra fui encontrando humedad, cada vez más humedad; luego mis manos sacaron lodo, hasta que finalmente di con un nacimiento de agua. El brotecito parecía un gusano moviéndose entre la tierra removida. Dejé que reposara. El agua turbia comenzó a aclararse, el lodo se fue asentando en el fondo del pequeño pozo. Aguacalé mis manos, tomé agua y bebí…

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9789929562363
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