Читать книгу: «Augustus Carp»

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AUGUSTUS CARP

Contenido

Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Notas

Sobre el autor

Créditos
Augustus Carp

V.1: mayo de 2020

Título original: Augustus Carp, Esq. by Himself

© M. Franklin, 1924

© de la traducción, Claudia Casanova, 2012

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Aideé Morales Garnica

Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-18217-14-2

THEMA: FBC

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita usar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Augustus Carp
Una sátira contra la hipocresía

Administrador de una parroquia, superintendente de la catequesis y presidente de la Liga por la Pureza de San Potamus, Augustus Carp tiene por costumbre exponer los pecados y defectos de los demás mientras, al mismo tiempo, es perfectamente capaz de ignorar los propios.

Desde su más tierna infancia, Augustus emprende continuas campañas contra la lascivia, la bebida y el tabaco, mientras a su vez cae en muchos otros vicios en nombre de la piedad. Cuanto más en serio se toma Carp a sí mismo y más enardecidamente lucha contra los pecadores, más hace reír al lector, que verá fácilmente a través de la supuesta caridad cristiana del protagonista.

La vida de Carp recorre un abanico de situaciones vergonzosas que van desde su incapacidad de bajar de los autobuses sin caerse, pasando por sus problemas crónicos con las flatulencias o su cruzada para salvar a una linda actriz de teatro de los pecados de su profesión, hasta una borrachera de proporciones épicas producida por el consumo desmesurado de un misterioso «zumo de frutas».

Escrito en 1924, Augustus Carp es un gran clásico de la literatura de humor inglesa moderna.

«Una farsa sublime y feroz.»

The New Yorker

«Incomparable. Una divertida sátira contra la hipocresía.»

The New Statesman

«La voz narrativa de Augustus es una obra maestra de ironía controlada, que se revela en cada palabra y en cada giro de su elegante sintaxis.»

The Washington Post

«Carp es piadoso, hipócrita, glotón, no demasiado brillante y, sí, el criticón más célebre del sur de Londres.»

London Review of Books

«Autobiografía burlesca de un egocéntrico, estirado y puritano zoquete que se perdona sus numerosos defectos en nombre del cristianismo mientras condena a los demás por los mismos actos. Muy divertida.»

Library Journal


Servidor a la edad de veintiún años en una fotografía ahora en poder del reverendo Simeon Whey.

Capítulo I

Ninguna disculpa por haber escrito este libro. Un deber imperativo en las actuales circunstancias. Descripción de mis padres y de su apariencia personal. Descripción de Mon Repos, Angela Gardens. Larga ansiedad previa a mi nacimiento. Alegría intensa cuando por fin tiene lugar. Decisión de mi padre respecto a mi nombre de pila. Temprana selección de mi primer padrino.

Es costumbre al publicar una autobiografía, según he comprobado, escribir un exordio que incluya algún tipo de disculpa. Pero hay ocasiones, y sin duda la presente es una de ellas, en que hacerlo es manifiestamente innecesario. En una época en que los valores morales han sido violentados o están a punto de desaparecer; en que todos los periódicos publican diariamente imágenes de violencia, divorcios e incendios provocados; cuando un buen número de chicas jóvenes fuma cigarrillos y, según me aseguran, incluso cigarros puros; cuando las mujeres maduras, madres de infelices niños, se adentran en el mar en bañadores de una sola pieza y los hombres casados, cabezas de sus familias, prefieren el parpadeo del cinematógrafo al credo de Atanasio, en una época así obviamente es un deber cuya elusión resulta injustificable el ofrecer al mundo un ejemplo mejor.

Esa es mi sensación, cada vez con mayor urgencia, desde hace un tiempo —tengo ahora cuarenta y siete años —. Y cuando no sólo mi esposa y sus cuatro hermanas, sino también el cura de mi parroquia, el reverendo Simeon Whey, acudieron a mí para sugerirme que emprendiera esta labor, sentí que retrasarla habría sido un pecado. Soy perfectamente consciente de que a muchos el pecado no les impresiona. Y me resulta igualmente familiar el hecho de que otros niegan incluso su existencia. Pero yo no me cuento entre ellos. En todos los terrenos soy un implacable enemigo del pecado. Lo he reprochado continuamente a otros y me he abstenido estrictamente de cometerlo. Y por ese motivo he considerado que debía escribir este volumen.

Me propongo, en primer lugar, tratar de mi entorno en mis primeros años y de la influencia que sobre mí ejerció mi padre, convencido como estoy de que todo hombre (y, en menor grado, toda mujer) es producto enteramente de sus decisiones y actos personales. No puedo pretender, por supuesto, atribuir demasiada importancia a la mera influencia paterna. Sin embargo, es indudable que desempeña un cierto papel en las vidas de todos y cada uno de nosotros. Y aunque mi padre poseía numerosos defectos, como descubrí y pude decirle posteriormente, se las arregló para descargar sobre mi persona la fuerza de un carácter frecuentemente noble.

No niego que ese fuera su deber, claro está. Pero el deber bien hecho es lo bastante escaso como para merecer su justo reconocimiento. Y hoy en día, cuando la paternidad se toma tan a la ligera y es con tanta frecuencia accidental, ciertamente no es excesiva la atención que podamos destinar a un comportamiento tan distinto, incluso opuesto.

Decía pues que en el momento de mi nacimiento, y hasta el día en que murió, mi padre fue un funcionario cuya posición entrañaba ciertas responsabilidades, puesto que era el recaudador de facturas pendientes de la Compañía del Agua. Además, también era el agente más respetado y que gozaba de la mayor confianza de la compañía de seguros por robo o incendio Durham y West Hartlepool; acólito de la iglesia de Santiago el Menor, e inquilino de Mon Repos, en Angela Gardens. Esta era una de las treinta y seis casas admirablemente concebidas, que pertenecían a un estilo arquitectónico similar y ricamente ornamentado, cuyas puertas delanteras, todas y cada una de ellas, estaban flanqueadas y coronadas por vidrios azules y bermellones en forma de diamante. Y aunque es cierto que esta casa en concreto había sido bautizada por su dueño en un idioma foráneo, el lector no debe suponer que su nomenclatura recibiera la aprobación de mi padre. Por el contrario, no solamente protestó, sino que tanta era su desconfianza acerca de la moral francesa que siempre insistió, tanto frente a los demás como a sí mismo, en emplear una pronunciación estrictamente inglesa.

Mi padre, que era de una altura media tirando a bajo, se había inclinado hacia una figura corpulenta, incluso de joven, una característica que también yo heredé y que él se esforzó en retener hasta el final de sus días. Tampoco perdió un ápice —o, al menos, no lo bastante como para que se reparase en ello— del abundante pelo que crecía en su cráneo, ni su bigote brillante y lustroso, o su voz extraordinariamente poderosa. Poseía un profundo timbre grave, que en momentos de intensa emoción se convertía súbitamente en un falsete agudo, y nunca vacilaba, si se trataba de una causa que le mereciera respeto, en emplearlo a fondo. Los ojos de mi padre eran singularmente pálidos, de un azul sin parpadeos, que contrastaba con su tez rubicunda; era el afortunado dueño de una nariz excepcionalmente grande y bien perfilada, mientras que en sus enormes orejas, con sus lóbulos desvergonzadamente protuberantes, se manifestaba la rara facultad del movimiento independiente.

Mi madre, por el contrario, no presentaba apenas característica alguna que pudiera calificarse de hermosa, en el sentido estricto de la palabra, aunque era algo más alta que mi padre, y poseía unos ojos de parecido tono azul. Su nariz, igual que la de mi padre, era grande, pero se había erigido sobre facciones menos pronunciadas, y la zona ligeramente rojiza bajo su labio inferior podría ser confundida, a ojos de ciertas personas, con una desfiguración. No obstante, había heredado un carácter en apariencia tranquilo, además de quinientas libras, y era descendiente de la rama de Walworth Road de la gran familia de los Robinson. Era la mayor de las nueve hijas de Mortimer Robinson, un comerciante de víveres muy conocido, y mi padre sostenía, aunque sin éxito, que estaba emparentada con Peter Robinson, de Oxford Street, aunque al mismo tiempo afirmaba, medio en broma, que también era pariente del personaje ficticio conocido como Robinson Crusoe. Era de costumbres limpias, se movía en silencio por la casa y obedecía invariablemente el más mínimo deseo de mi padre; así pues, a menudo mi progenitor me confesaba que muy pocas veces había lamentado seriamente el haberla elegido como esposa.

Por lo tanto, contando con el capital suficiente no solamente para amueblar su casa sino para satisfacer el primer año de alquiler y apartar, además, una cantidad para las emergencias, cualquier observador ignorante podría suponer que mi padre estaba libre de preocupaciones. Sin embargo, no era el caso: se vio obligado a hacer frente, casi de inmediato, a una de las penurias más severas de su vida de casado. A pesar de que deseaba ardientemente que la familia creciera, la Providencia tardó nueve meses y medio en responder a sus plegarias, y mientras semana tras semana la cuna permanecía vacía, solamente su fe inquebrantable le salvó de la desesperación. Por fin llegó el momento, y mi padre me lo describió tan vívidamente que todavía comparto su júbilo triunfante.

Nací a las tres y media de una mañana de febrero, mientras el mundo estaba cubierto con un fino manto de nieve. A esa hora, la tía de mi madre, la señora Emily Smith, abrió la puerta del dormitorio y apareció en el rellano. Mi padre había salido de la casa para inclinarse sobre la verja, y seguía en esa posición cuando ella abrió la puerta, pero la madre de mi madre, junto a otra de las tías de mi madre, estaban al pie de las escaleras con las cabezas inclinadas. Boca abajo en el salón, estiradas en posturas incómodas, cinco de sus ocho hermanas arrancaban unas horas de sueño alterado, mientras dos compañeras del Sindicato de Madres estaban de rodillas en la parte posterior de la casa, en la cocina. De no ser porque dos de las hermanas de mi madre aún no se habían sometido, por aquel entonces, a una extracción de amígdalas, la casa entera habría estado sumida en el más absoluto silencio.

La madre de mi madre fue la primera que vio a la señora Smith, aunque, por así decirlo, fue a través de una neblina. La señora Smith fue la primera en hablar, con voz trémula por la emoción.

—¿Dónde está Augustus? —dijo ella. Augustus era el nombre de mi padre.

—Acaba de salir —dijo la madre de mi madre.

Algo cayó pesadamente en el linóleo del vestíbulo. Era una gota de sudor de la frente de la señora Smith.

—Dígale —declaró— que es el padre de un niño.

La madre de mi madre emitió un notable grito, y mi padre llegó a su lado en un santiamén. Como he dicho, su rostro siempre estaba colorado, pero en ese instante pareció estar literalmente incendiado. Las dos compañeras del Sindicato de Madres de mi madre, acompañadas de las cinco cuñadas de mi padre, se agolparon en el vestíbulo. La señora Smith se inclinó por encima de la barandilla.

—Un niño —exclamó—. ¡Es un niño!

—¿Un niño? —repitió mi padre.

—Sí, un niño —dijo la señora Smith.

Hubo un momento de silencio, y luego la Naturaleza tomó las riendas. Mi padre estalló en lágrimas, sin el menor ápice de vergüenza. La madre de mi madre le dio un beso en el cuello al tiempo que las dos compañeras del Sindicato se lanzaron a entonar un himno. Unos instantes más tarde, las cinco hermanas de mi madre se pusieron a proclamar simultáneamente la doxología. Entonces, mi padre recobró el sentido y levantó la mano.

—Le llamaré Augustus, como yo —dijo.

—¿O tín? —sugirió la madre de mi madre—. Tín, como el santo.

—¿Tín? ¿Qué quiere decir? —repitió mi padre.

—Agus-tín —sugirió la señora Emily Smith.

Pero mi padre sacudió la cabeza.

—No, será como he dicho. Mejor tus que tín.

Entonces, las cinco cuñadas se unieron a los cánticos que sus dos compañeras no habían sido capaces de abandonar, hasta que mi padre, que no cesaba de reflexionar a la velocidad de un rayo, volvió a levantar la mano.

—Y le ofreceré al vicario la ocasión de ser el primer padrino de Augustus.

Luego inspiró profundamente, echó sus hombros hacia atrás, ladeó la barbilla y cerró los ojos; y con todo el vigor de su inmensa voz, él también se sumó a la doxología.

Capítulo II

Las penurias de mi infancia. Variedades de indigestión. Sufro de un eritema local. Circunstancia de la generosidad paterna. Dificultad frente a la selección de un segundo padrino. Solución inesperada al problema. Ceremonia de mi bautizo. Huida por los pelos. ¿Fue una negligencia culpable? Mi padre transfiere su visita semanal al templo a Santiago el Más Menor, en Peckham Rye.

No me propongo abordar en detalle la porción de mi vida que transcurre desde mi nacimiento hasta mi bautizo, debido a limitaciones de espacio. Quizá constituya un consuelo para los sufridores más débiles el saber que, desde el principio, la mala salud que me ha convertido en un mártir de por vida desempeñó un papel esencial en la configuración de mi fuerza de voluntad y mi carácter. Singularmente bien formado, de tez sanguínea y casi dos kilogramos de peso, la Providencia consideró que debía purgarme casi inmediatamente sin ayuda medicinal. Nunca quedó claro si se debió, como mi padre argumentó con vehemencia, con el permiso de la Supervisión Divina, a excesos dietéticos o falta de discreción por parte de mi madre. Pero el hecho es que, durante varias semanas, sufrí de indigestión en las dos direcciones principales.

Por dos veces, así pues, hubo que retrasar mi bautizo debido a cuestiones de salud. Me han relatado que durante horas yacía boca arriba, con las rodillas encogidas y los puños apretados, en un angustioso intento por suprimir los gemidos que estaba demasiado débil como para contener. Una y otra vez, la madre de mi madre, la tía que había estado a su lado al pie de la escalera y otras hermanas de mi madre recomendaban formas alternativas de alimentación. Pero aunque intentaban todas y cada una de estas formas, según los deseos de mi padre, no fue hasta dos meses después, y tras someterme a un cruel periodo de inanición, cuando mi estado mejoró, aunque posteriormente siempre me he visto sujeto al peligro de volver a caer en dicha aflicción en cualquier momento de excitación indebida.

Sin embargo, castigado como estaba en mi interior, no pude escapar al castigo exterior. Tan pronto como empecé, en muy pequeña medida, a asimilar alimentos, me convertí en la víctima de un desafortunado mal cutáneo, conocido como eritema, según me han informado. Felizmente, fue un fenómeno local, pero dio lugar a una profunda irritación, que demostró tener un carácter peculiarmente obstinado, según me ha asegurado mi padre en numerosas ocasiones. Naturalmente tímidos, debido al lugar de la inflamación, mis padres se resistían a revelárselo ni siquiera al médico de la familia, de modo que agotaron hasta el último remedio que conocían sin procurarme el más mínimo alivio. Aunque rezaban noche tras noche, mis dolores eran tremendos, y me han contado que incluso extremos; casi cada hora, desde la cena hasta el desayuno a la mañana siguiente, mis gritos quebraban la oscuridad.

Por fin, a causa de su gran sensibilidad, e incapaz de seguir siendo testigo mudo de mi agonía durante un día más, mi padre se sintió obligado a trasladarse a una habitación más alejada, aunque lo hizo con la mayor renuencia. Pero fue en este gesto de generosidad casi quijotesco donde brilló, si cabe, con mayor fulgor. Desde el día en que contrajo matrimonio hasta el día de mi nacimiento, y tan pronto como el médico permitió a mi madre que abandonara el reposo, mi padre se había acostumbrado a recibir cada día, a primera hora, una taza de té. Para ello, despertaba a mi madre unos cinco minutos antes de las seis de la mañana. Sin embargo, ahora que ocupaba un dormitorio distinto y que mi madre se pasaba casi toda la noche en vela cuidándome, mi padre fue tan generoso que excusó a su esposa de su obligación diaria, si por casualidad ella estaba durmiendo a esa hora. Huelga decir que se trata de una sugerencia que mi madre se negó a aceptar, y en verdad creo que, en el fondo de su corazón, eso era lo que mi padre esperaba de ella. Incluso he llegado a considerar dicho incidente, en tiempos recientes, como un ejemplo de cierta debilidad de carácter por parte de mi progenitor. Pero jamás he sido capaz de pensar en ese detalle sin sentir afecto por él, ni de dejar de mencionarlo en ciertas ocasiones.

El hecho de que el temperamento de mi padre, por otra parte, fuese excepcionalmente imperturbable quedó corroborado por las circunstancias que rodearon la elección de mi segundo padrino. Como mi padre me ha contado varias veces, esto dio pie a un debate de lo más prolongado y angustioso, y conllevó enormes cantidades de correspondencia, algunas de cuyas cartas se han conservado en el archivo de la familia. Con determinación despiadada, la misma que yo más tarde heredaría, mi padre se dispuso a descubrir y denunciar cualquier tipo de acto reprobable; y debido a su inveterada costumbre de informar a las autoridades de cualquier abandono del deber en ellos y en sus subordinados, e impulsado por la pasión por la verdad que le empujaba, en cada ocasión, a corregir al instante lo que él consideraba contrario a lo recto, le quedó necesariamente poco tiempo para cultivar el fácil arte de la amistad. Entre sus conocidos, en efecto, había muy pocos que llegasen ni remotamente a aproximarse a su estándar de exigencia, y no había encontrado ninguno que, en conciencia, fuera apto para depositar en él su amistad personal.

Por esa razón, cuando llegó el momento de desposarse, prescindió de los servicios de un padrino de boda. Y aunque finalmente el vicario aceptó hacer las veces de padrino, llegó el momento en que era imperioso buscar un segundo padrino, hasta el punto en que la cuestión se convirtió en un problema casi insoluble. Era manifiestamente imposible esperar un candidato adecuado entre las personas que nos visitaban ocasionalmente, y el carácter de mi padre le había aislado hacía tiempo de sus parientes masculinos más cercanos, de modo que decidió apelar al sentido del deber público de los estamentos superiores de la Iglesia de Inglaterra.

El resultado no fue insatisfactorio, tal y como demuestran varias cartas que aún obran en mi poder. Todos respondieron a mi padre con la mayor de las cortesías, aunque ninguno de ellos pudo acceder a las peticiones que les formulaba, debido a un sinnúmero de compromisos previos y similares. Así, el deán de San Pablo nos mandó una nota de su puño y letra, deseándome lo mejor en la vida; el obispo de Londres confiaba en que las aspiraciones de mi padre para mi santidad personal se vieran satisfechas, mientras el arzobispo de Canterbury le ordenó a su secretario, en cambio, que expresara su agradecimiento frente al ofrecimiento de un honor que solamente las exigencias de su posición como primado de la Iglesia le impedían aceptar. Huelga decir que las personas del gobierno con las que mi padre se puso en contacto tuvieron una respuesta muy distinta. Ni el primer ministro ni el secretario de Interior consideraron necesario enviar ningún tipo de contestación, mientras que el presidente de la Cámara de Comercio se limitó a expresar que lamentaba declinar su petición. Y no obstante, al final, como suele suceder, la solución se demostró sencilla. Dice el poeta que basta con levantar una piedra para empezar a construir un edificio.1 Mi padre volvía preocupadísimo a casa una noche cuando, de repente, vio su reflejo en el escaparate de una tienda de quesos. Era como si la Providencia, según dijo, le hubiera posado la mano en el hombro. Por un momento, el sobresalto fue casi excesivo. Hasta el punto de que un miembro de las fuerzas policiales le pidió que siguiera andando y que no obstruyera la calzada. Pero la solución estaba ahí, mirándole de frente. Involuntariamente, levantó el borde de su sombrero. Él era la solución.

Junto a mi tía, la señora Emily Smith, que estaba encantada de ser mi madrina, todo parecía propicio para la feliz consumación de mi bautizo, y no se hubiera podido hallar un grupo más alegre y respetuoso en cualquier otro templo metropolitano. Al ser el párroco padrino, la ceremonia en sí la ejecutó el primer coadjutor, por sugerencia de mi padre, mientras que el segundo se situó a mano derecha del párroco, entre mi madre y mi padre, como deferencia hacia su condición de administrador adjunto de la parroquia.

Así que a la izquierda del primer coadjutor se colocó mi padre, flanqueado sucesivamente a su izquierda por el sacristán. El círculo alrededor de la fuente se completaba con la señora Emily Smith, la madre y el padre de mi madre, sus ocho hermanas y la tía que se había quedado con la madre de mi madre al pie de la escalera. Una suave llovizna de abril refrescaba el exterior, y la primera parte del servicio había transcurrido sin sobresaltos cuando, de repente, sucedió algo que muy bien podría haber terminado en la más trágica e irreparable de las catástrofes. De repente, justo cuando me entregaban al primer coadjutor, se produjo una exacerbación espontánea de mi eritema tan violenta que hizo que, entre convulsiones, yo resbalara de sus manos.

Digo que resbalé pero, como mi padre tuvo buen cuidado de puntualizar inmediatamente después del fin del servicio, si yo hubiera sufrido el más mínimo y demostrable daño, sin duda habría puesto el asunto en manos de abogados. Lo que sucedió, sin embargo, fue que al caer de su abrazo me quedé en equilibrio en el extremo de la pila bautismal y luego caí hacia delante, en colisión con el párroco, que trastabilló hacia atrás en un esfuerzo por salvarme. Del balanceante cura salí disparado, lo que creo que es una expresión militar, hacia a los pies del segundo coadjutor, que se convirtió inesperadamente en un instrumento de la Providencia. Yo no practico, ni tampoco apruebo demasiado, ningún tipo de ejercicio atlético. No obstante, quizá fuera una suerte que ese coadjutor en concreto resultara ser un hábil jugador de cricket. Pues justo cuando mi cabeza estaba a unos centímetros del suelo, y todos los rostros habían empalidecido ante lo inevitable, lanzó su mano hacia delante y logró agarrarme por la parte que técnicamente se conoce como enaguas.

—¡Bien hecho, señor! —exclamó el coadjutor principal, y luego por unos momentos la emoción le embargó.

El párroco, aún blanco como una sábana, recuperó el equilibrio.

—Pobrecito Augustus —dijo mi madre—. Es su eritema.

Mi padre la miró, frunciendo el ceño.

—Eso no viene al caso —dijo. Entonces, durante poco más de medio minuto, hubo un silencio estentóreo, quebrado, según me han dicho, por mí mismo, cuando el segundo coadjutor me entregó al primero. Fue cuando mi padre intervino.

—No, no. Otra vez, no —dijo—. Nunca, nunca otra vez por nada del mundo.

Volvió a instalarse el silencio entre los presentes, y de nuevo fui yo quien lo rompió. Mi padre estaba de pie, sujetándome y temblando de emoción. El párroco inspiró profundamente.

—¿Se sigue adelante con el bautizo? —preguntó.

—Sin duda —confirmó mi padre—. Pero quedará en otras manos.

Fue otro detalle que revelaba su carácter dominante, y también su innato sentido de la justicia.

—No soy insensible a los servicios que ya nos ha prestado —le dijo al coadjutor principal—. Pero en interés de la vida de mi hijo, seguramente estará usted de acuerdo en que no puedo volver a entregarlo a su cuidado.

El coadjutor inclinó la cabeza, pero no articuló respuesta alguna. Mi padre me entregó a su segundo, una vez más. Por un instante, este vaciló, pero a petición del párroco, aceptó el privilegio de concluir mi bautizo. Más tarde hubo cierta discusión, según me cuentan, durante la cual mi padre se defendió más que galantemente y terminó por absolver al párroco de sus deberes de padrino y notificándole su decisión de elegir otro templo como destino de sus visitas dominicales.

Para un hombre de la posición de mi padre, se trataba de un paso muy grave, pero no dudó en darlo. Y en efecto, en un año —como siempre me enorgullezco de recordar— ya había alcanzado el puesto de administrador adjunto en las tareas de la parroquia de la iglesia de Santiago el Más Menor, en Peckham Rye.

286,32 ₽
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9788418217142
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