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EL MODELO DE LA PIEL

Pero ya vimos que esta idea de la fermentación no es la respuesta final. Simarro presenta en su trabajo una segunda propuesta según la cual el prototipo de funciones biológicas lo ejemplificaría de modo eminente la estructura de la piel. Procuremos ahora aclarar esta propuesta.

En realidad, si la vida supone un proceso de continua interacción entre un organismo, que se mantiene homeostáticamente, y el medio en el que se halla sumergido y del que está separado, entonces resultará que el elemento que establece este contacto y esta separación es precisamente la piel. Por ello a esta le corresponde un papel prioritario, esencial. Es precisamente a través de la membrana, del tegumento que envuelve al organismo, como llegan alimentos, estímulos, información, y luego salen elementos de deshecho y se producen reacciones de cara al entorno. Estamos ante el nivel básico de las funciones vitales que andábamos examinando.

También aquí hallamos una nueva coincidencia básica de Simarro con Spencer. Este, en efecto, ya había advertido esta importancia central de la piel a la hora de comprender el fenómeno de la vida. Por ello había dicho ya en sus Principios de Psicología que

por un resultado necesario de su posición, la piel no se encarga solamente del oficio constante de absorber las materias y de mantener así el movimiento vital de integración y de desintegración y de excretar en seguida los productos inútiles, sino que también asume, de una manera permanente, el oficio de recibir todas las impresiones que forman la materia bruta de la inteligencia (…) Siendo la piel la parte inmediatamente sometida a las diversas especies de estímulos externos, necesariamente llega a ser la parte en que toman nacimiento los cambios psíquicos (Spencer, s. a. II: 142).

A mi juicio, estas ideas arrojan luz nueva sobre las fórmulas, en principio un tanto paradójicas, a las que llegó Simarro en su tesis reflexionando sobre el problema de la vida y la biología. Al ver la vida como una interacción continua con el medio, por debajo de la variedad asombrosa de sus formas y tipos en el mundo de animales y vegetales, se comprende que haya buscado formas muy elementales de interacción, para determinar los escalones básicos de la escala evolutiva, y que este modelo de la piel le haya parecido a la postre preferible para ser elevado a categoría biológica básica interpretativa. La piel une y separa organismo y medio, y lo hace de modo dinámico, funcional, en suma vital.

Semejante idea, por otra parte, tiene pleno sentido cuando se la ve desde nuestro presente. La biología celular de nuestro tiempo ha reconfirmado la enorme importancia de «la piel», o si se prefiere, de la membrana de las células, como elemento esencial para el desarrollo de su vida. Como ha escrito J. D. Robertson, «es necesario algo que envuelva a la célula para poder mantener la integridad de su blando aunque no informe protoplasma en su medio ambiente líquido y para controlar el constante intercambio de materiales entre el interior y el exterior» (Robertson, 1965/1962). Resulta por ello que la piel es una clave esencial para entender la estructura de este continuo intercambio dinámico sujeto-medio en el que la vida parece consistir.

Diríamos que no andaba desencaminado el joven Simarro al pensar que la realidad de la vida, concebida como continua interacción entre yo y mi mundo, vendría a condensar su condición interactiva justamente en la piel, esa realidad inmensamente delicada y a la vez consistente y resistente que nos configura y nos hace ser una totalidad definida. Vemos la piel como una realidad material que a la vez «cierra» y unifica al organismo, al tiempo que lo «abre» y comunica con su mundo, con lo que no es él. Esta era la sugerencia brillante que se contiene en el puñado de páginas de esta tesis, fuertemente arraigada en las ideas positivistas y evolucionistas de su tiempo.

La tesis, ciertamente no tenía datos biológicos ni psicológicos que supusieran una novedad, pero tenía imaginación y creatividad intelectual, y contribuía a promover una visión natural y funcional de la vida, sin compromisos metafísicos expresos, pero radicalmente conforme con los principios de la ciencia positiva de su tiempo. El tribunal se la aprobó con sobresaliente. Convertido en doctor en medicina, y también, en cierto modo, en filósofo, en pensador, iba a desplegar una actividad en múltiples direcciones en un mundo madrileño en el que se instaló definitivamente.

LOS TRABAJOS DE UN JOVEN MÉDICO

Sus inquietudes de joven médico no fueron ajenas al concepto del mundo y de la ciencia que había ido inspirando sus acciones desde sus días de escolar. Precisamente por defender sus convicciones había tenido el encontronazo que le enfrentó a su profesor valenciano, aquel que le llevó a abandonar la facultad valenciana y trasladarse a Madrid.

Se comprende, pues, que al llegar a la capital buscara el modo de unirse a un grupo que, interesado por el saber médico, se moviera dentro de aquellas mismas coordenadas de positividad y cientificidad que había exigido desde los comienzos de su carrera y le habían significado en la facultad como estudiante, sirviéndole en cierto modo de señas de identidad.

Tuvo suerte. Encontró precisamente a un grupo que defendía y practicaba este modelo de positividad y experimentalidad en la medicina. Ello le animó a trabajar en el mundo de sus sueños profesionales. El grupo al que me refiero era uno que se había creado en tomo a la figura de Pedro González de Velasco (1815-1882), fundador y director del Museo Antropológico de Madrid, quien también había aprovechado la movilización que produjo la revolución en el campo de las enseñanzas, al liberalizarlo, para crear la Escuela Práctica Libre de Medicina y Cirugía, creada con objeto de establecer un centro que respondiera a los modernos criterios de la ciencia médica tal y como se concebía y practicaba en Europa, libre de toda rémora del pasado administrativo que gravitaba sobre las facultades tradicionales. En aquel momento representaba, en el campo de la medicina, el modelo de formación y estudio que defendía el rigor propio del estudio y la experimentación.

González de Velasco había llegado a ser un famoso cirujano y promotor de los estudios en torno al hombre. Mantuvo en todo ello una orientación que se hallaba centrada en la experimentación. En el museo por él creado, que en realidad se llamaba Museo Anatómico, reunió cráneos, incorporó momias guanches y esqueletos, junto a piezas etnológicas y otras antigüedades. Él mismo costeó su construcción, cerca del jardín botánico madrileño, y, una vez inaugurado en 1875, decidió emplear parte de sus instalaciones para dedicarlas a la formación de médicos dentro de un programa de enseñanza muy orientado por las doctrinas positivas y experimentales, con las que se había familiarizado viajando por Europa y tratando a eminentes especialistas extranjeros. Por ejemplo, mantenía estrechos contactos con Paul Broca, el médico y antropólogo francés que descubriera en el cerebro el centro motor del lenguaje en la famosa área a la que dio nombre, y de esta suerte, había llegado a concebir una medicina más directamente vinculada a la investigación y la experimentación.

Completó este proyecto con la edición de una revista, El Anfiteatro Anatómico Español (1873-1880), que durante unos años fue una publicación relevante abierta a los distintos campos de la medicina (Velasco, 1998).

Contó con colaboradores notables, como el cirujano Federico Rubio y Gali; un pionero de la otorrinolaringología, Rafael Ariza; el médico higienista Carlos María Cortezo, y un destacado geólogo, Juan Vilanova, entre otros. A este grupo es al que se vino a unir Luis Simarro, a quien le encargaron la enseñanza de la higiene, el tema de su tesis. Allí posiblemente comenzó a trabajar intensamente en el campo de la anatomía microscópica.

El Dr. Velasco, aparte de establecer contacto con destacados grupos de investigación en Europa, terminó por convertirse en una figura singular, conocida y criticada por todos, y al cabo, sin el relieve intelectual y científico del que había gozado tiempo atrás. Dio pie al cambio el surgimiento de una leyenda que parece haber circulado ampliamente por Madrid al final de su vida. Había tenido una hija, que falleció muy joven, y el padre, deseando no perderla del todo, decidió embalsamar su cadáver, manteniéndolo en su domicilio y haciéndole tomar parte en su vida cotidiana y familiar. Circuló entonces el rumor de que lo sentaba a su mesa y lo llevaba en su carruaje a pasear, y ello envolvió al médico en una aureola de desvarío que sin duda contribuyó a que se vinieran abajo sus empresas científicas, teniendo incluso que hacer frente a la ruina personal.

A Simarro debieron serle útiles los contactos allí realizados. Para empezar, alguno de los nuevos compañeros allí encontrados debió de facilitarle el camino para llegar a tener una plaza de médico del hospital de la beneficencia.

En efecto, el Dr. Cortezo, compañero en aquella escuela, era médico numerario en el Hospital de la Princesa de Madrid, del que incluso fue nombrado decano en 1877. Dio un fuerte impulso a la modernización del centro, que había sido fundado a mediados de siglo, a petición de Isabel II. Tanto él como Simarro estaban interesados en temas de higiene. Aquel mismo año Simarro logró ingresar en el hospital por oposición, primero como supernumerario y luego ya como numerario, en el cuadro médico del centro. Pero no debió de acabar de satisfacerle este trabajo hospitalario, ni tampoco la dedicación a la medicina general. Cortezo, que dejó unos interesantes recuerdos del amigo al fallecer este, comenta:

Simarro entró en la Princesa; pero bien a las claras se veía que no era aquel el escenario de sus seguros triunfos futuros.

La medicina general le hastiaba en la mayor parte de los casos, hasta el punto de pasar la visita sin interrumpir la lectura del volumen o de la revista que, al entrar en el hospital, iba leyendo; y sólo cuando los inteligentes ayudantes que le rodeaban llamaban su atención sobre algún punto de interés, volvía hacia el enfermo sus enormes, inteligentes ojos, y dictaba una prescripción con aforística certeza (Cortezo, 1926: 16).

Vino a resolver, al menos aparentemente, su destino la aparición de un puesto especializado en psiquiatría, disciplina que estaba mucho más cerca de sus intereses personales y científicos. En efecto, quedó vacante por aquel tiempo la dirección del Manicomio de Santa Isabel de Leganés. Cortezo le recomendó que solicitara el puesto y, paralelamente, cambiaron sus intereses, que ahora le iban a conducir hacia la especialización en psiquiatría, como enseguida veremos.

Otra de las figuras que colaboraban con Velasco en su escuela era el cirujano Dr. Federico Rubio y Gali. Este, que llegó a ser embajador de la Primera República en el Reino Unido, país donde había vivido un tiempo mientras ampliaba estudios, también organizó un instituto quirúrgico en el Hospital de la Princesa, donde intensificó su contacto con Simarro. Rubio, además, parece haberle facilitado algunos contactos con uno de los núcleos de cultura más importantes de la época, que haría posible el desarrollo de otra de sus trayectorias. Me refiero a la Institución Libre de Enseñanza (ILE), que llegaría a ser una pieza clave en su vida.

LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

En 1876 se funda en Madrid una institución dedicada a la enseñanza que se definía como «libre», esto es, independiente de la administración educativa del Estado. La hizo posible un capital formado por acciones suscritas por particulares. El centro vino a ser el gran fermento cultural del país en el tránsito del siglo XIX al XX.

En su documento fundacional de Bases se declaraba que su finalidad era el «cultivo y propagación de la ciencia». También allí se marcaban sus diferencias con otros centros análogos, al decir que «es completamente ajena a todo espíritu o interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político». Al tiempo declaraba que se atendría solo al «principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia y de consiguiente independencia a su indagación y exposición respecto de cualquiera otra autoridad que la de la propia conciencia del Profesor» (Jiménez Landi, 1996, 1: 377-378).

La Restauración había reabierto el conflicto que se venía arrastrando desde los días del reinado isabelino entre la libertad de pensamiento y de cátedra, por un lado, y la exigencia de la jerarquía católica de inspeccionar e imponer la ortodoxia religiosa en la enseñanza, por otro. Esta demanda de control de cuanta enseñanza estuviera promovida por la monarquía se daba como resultado del acuerdo o Concordato vigente que había firmado Isabel II con el Vaticano en 1851. Ya habían chocado algunos profesores con el ministerio antes de la Revolución, como fue el caso de Julián Sanz del Río. Ahora, de nuevo, los discípulos krausistas de Sanz del Río se opusieron a semejante imposición externa sobre la libertad de cátedra y decidieron abandonar la enseñanza de la universidad oficial. Por ello las Bases fundacionales aparecen firmadas por una serie de profesores que se denominan a sí mismos exprofesores de instituciones estatales. Entre ellos figura el iniciador del proyecto y líder indiscutible de la nueva empresa, Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), junto a otros nombres muy conocidos del momento, como el filósofo Nicolás Salmerón, Laureano Figuerola, Gumersindo de Azcárate, Segismundo Moret y los científicos Laureano Calderón y Augusto González de Linares, entre otros.

Su concepción respondía a un modelo europeo, la Universidad Libre de Bruselas. Esta, creada con el apoyo decidido de la masonería en 1835 como alternativa a la enseñanza católica que impartía en el país la Universidad de Lovaina, ya se había consolidado como centro prestigioso, en medio de grandes dificultades habidas con las autoridades religiosas y académicas belgas, celosas del nuevo espíritu que promovía aquella. La nueva institución madrileña compartía plenamente con el modelo belga la afirmación de la libertad de pensamiento, de investigación y de cátedra, y marcaba una línea de independencia frente al control ejercido por la Iglesia sobre la enseñanza civil.

En su plan se contaba con promover la enseñanza en todos sus niveles, incluidas las conferencias, tanto científicas como populares. Sin embargo, en la práctica hubo de comenzar centrándose en la enseñanza primaria y media, y muchos de sus miembros, ante el nuevo clima de libertad que fue propiciando la Restauración, terminaron por reintegrarse a las filas de la universidad oficial, con un espíritu libre que los llevó a impulsar en muchos lugares la creación de lo que se llamaron «universidades populares», centros para la difusión del saber entre el público general, en busca de una elevación del nivel cultural del país.

La Institución había asumido los principios de renovación pedagógica propios de la llamada Escuela Nueva. Esta, desarrollando principios educativos que ya formularon Rousseau y Pestalozzi, hacía de la actividad y de los intereses infantiles el eje de la educación, al tiempo que concedía un gran relieve al amor a la naturaleza y el conocimiento del país, y buscaba el desarrollo de un clima moral de libertad y responsabilidad. Era respetuosa con todas las creencias pero no se hallaba comprometida con ninguna religión en particular.

Desde muy pronto tuvo un alumnado muy selecto, y en gran medida vinculado a la clase intelectual. Antonio y Manuel Machado, por ejemplo, y otros muchos más, se formaron allí, y luego difundieron los nuevos ideales. Así, se logró hacer de aquel núcleo intelectual un foco de renovación espiritual y científica. Como dijo Salvador de Madariaga, «así nació la verdadera alma mater de la España contemporánea» (Madariaga, 1979: 81).

Simarro entró en el nuevo centro educativo como profesor de Física. Sabemos que tenía clase diaria todas las tardes con los alumnos de enseñanza media, y que también daba Física experimental para los estudiantes del curso preparatorio de medicina y farmacia (Jiménez Landi, 1996, II: 122-123). Consta que hizo donativos de tubos de ensayo para el laboratorio y que dio conferencias populares, pero sobre todo que se integró muy a fondo en el núcleo intelectual, de modo que enseguida empezó a publicar pequeñas notas en la revista que se fundó allí, en 1877, el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (BILE), publicación que pronto se convirtió en una de las revistas culturales más interesantes de su época.

La física que enseñaba debió de responder a las mismas convicciones científicas que inspiraron en su día su tesis doctoral: un monismo dinamicista y evolutivo. Así, consta en la Memoria del centro, relativa a los primeros cursos que en estas clases se trataban cuestiones como «el aspecto mecánico de la Naturaleza» y el principio de conservación de la energía, y se atendía a presentar las diversas fuerzas –la gravedad, el calor, la electricidad, la energía radiante e incluso la fisiológica, que parecía ser la relativa a los procesos sensoriales (íd.: 196)–. También parece que se ocupó de fenómenos curiosos, como los fenómenos vibratorios en líquidos, publicando una pequeña nota sobre las «llamas sensibles y cantantes» en el BILE en 1877 (Simarro, 1877).

Su vinculación rebasaba la simple dedicación propia de un profesor. Fue pronto accionista, participando en las asambleas y sugiriendo soluciones a las consultas planteadas. Al mismo tiempo, fue ganándose el respeto y consideración de Giner como médico psiquiatra, y hay toda una serie de testimonios que evidencian el interés de este por tener la opinión médica de aquel sobre algunos casos próximos, así como su disposición a recomendarle a personas de su entorno que precisaban de una atención especializada.

Con todo, en este tiempo parece haberse ido consolidando su vocación hacia la enseñanza y posiblemente también un sentimiento íntimo de insatisfacción con su propia formación, que le había de llevar a dedicar de nuevo su tiempo al estudio. Es lo que al fin le impulsaría a dedicar unos años a ampliar sus saberes en París.

Su vida y sus quehaceres culturales no se redujeron a su actividad en la Institución. Al tiempo que era profesor allí, frecuentó también el otro gran centro cultural de aquella época, que era el Ateneo de Madrid.

EL ATENEO DE MADRID

Desde su fundación en 1835, con sus altibajos inevitables, el Ateneo de Madrid ha sido durante más de siglo y medio un centro de cultura, libertad y discusión, que ha dado aliento a las ideas y ha hecho posible la fama y el prestigio de muchos intelectuales.

En los años en los que lo comenzó a frecuentar Simarro se hallaba todavía en la madrileña calle de la Montera, no lejos de la Puerta del Sol, de donde en 1884 vino a pasar a su lugar actual, en la calle del Prado, en el entorno del Palacio del Congreso de los Diputados.

Como asociación de carácter cultural, albergó desde muy pronto una importante biblioteca, una sala de actos y conferencias y un café, la Cacharrería, donde han ido encontrando acogida innumerables tertulias en las que se ha hablado de todo lo divino y humano.

Unamuno ha dejado trazada una semblanza sugestiva de este. Recordando algunos momentos del pasado de aquella casa, dice que era «la institución de cultura más famosa de España; más que cualquiera de sus universidades». Y añade:

Hubo también un tiempo en que se le llamó a ese Ateneo «la Holanda de España», el refugio de la libertad de pensamiento, y cuéntase que en la época de la llamada Restauración (…) después de 1876, Cánovas del Castillo (…) sostenía que en el Ateneo se podía decir todo lo que fuera de él no era permitido se dijera.

Filosofía, parapsicología, literatura y, desde luego, política, ocuparon el tiempo y quehacer de aquellas tertulias. Unamuno escribía sus comentarios en 1915, al tiempo que recordaba la vida madrileña como la de «una gran aldea» llena de chismes, murmuraciones e historias, a la que los hombres del 98 y la generación siguiente procuraron enérgicamente encarrilar por las vías más amplias de la modernidad (Unamuno, 1959, 1: 183).

Aquella casa fue en los años que siguieron a la Revolución un espacio abierto a las corrientes intelectuales hasta entonces rechazadas por la ideología conservadora, así como un campo de batalla en el que se presentó con fuerza el complejo de doctrinas positivistas y cientificistas que pugnaban por lograr el dominio cultural. La Restauración, que llevó consigo una reafirmación conservadora y el rechazo de muchas de las ideologías que habían dominado en los días republicanos, hubo de respetar la libertad que reinaba en el mundo ateneísta. Esta encontraba en el naciente fenómeno de la Institución un movimiento más o menos similar y fraterno. No hay que olvidar que algunos de los fundadores de la ILE, como Laureano Figuerola o Segismundo Moret, fueron también presidentes del Ateneo. La vida cultural del país daba pasos hacia delante en busca de libertad.

El Ateneo tenía varias secciones: Ciencias Morales y Políticas; Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, y Literatura. Luego se añadirían algunas más. En la de Ciencias, debió de encontrar nuestro joven médico un lugar idóneo para dar expansión a sus convicciones y a sus dotes dialécticas.

Muchos temas de actualidad atrajeron la atención de los asistentes a las discusiones ateneístas en la sala de «La Cacharrería» o en «el Senado», lugares de tertulia, la primera más bien dominada por la juventud y la segunda, como el nombre sugiere, por los talentos maduros ya consagrados.

La antropología científica, la biología evolucionista y las nuevas doctrinas psicológicas se fueron convirtiendo poco a poco en argumentos sólidos para defender la necesidad de cambiar las concepciones del mundo que hasta entonces dominaban en nuestro país (Mateos et al., 1997: 74).

En el curso de 1875-1876, y precisamente en la sección de Ciencias, hubo, entre otras, una amplia polémica que ha pasado a las páginas de los libros de historia de la ciencia (Núñez, 1975: 204). La cuestión a debate era «si puede y debe considerarse la vida de los seres organizados como transformación de la fuerza universal» (Núñez, 1977: 35). El tema podría haberlo diseñado el propio Simarro. Ya hemos visto que en su tesis, leída aquel mismo año de 1875, había defendido cuestiones directamente relacionadas con ese tema, y había llegado a mantener que los fenómenos dinámicos de los seres vivos podían ser entendidos como procesos de estructuras materiales, bien como una fermentación, o bien como la actividad de la piel.

Desde luego, él mismo y algunos amigos se vieron envueltos en la discusión de aquel asunto, compartiendo con su amigo el doctor Carlos M. Cortezo la responsabilidad de defender las doctrinas positivistas. Este último recuerda que, en esta y alguna otra discusión, él tomó «modesta parte», al tiempo que

tomó luego la dirección, y constituyó el espíritu de sus discusiones, mi pobre amigo Luis Simarro, uno de los hombres de más extraordinaria inteligencia, de mayor erudición y cultura, y de convencimientos más firmes que ha tenido la España de fines del siglo XIX y principios del XX.

Y sigue diciendo en estas páginas de recuerdos:

Defendíamos Simarro y yo las ideas positivistas, entonces muy poco cultivadas en España; él, con un espíritu absolutamente radical y spenceriano, y yo, con menos trascendentales tendencias, inspiradas en Augusto Comte (Cortezo, 1923: 305).

Pero desde sus primeras batallas dialécticas en pro del positivismo, nuestro doctor había aprendido a no invadir desde el espacio propio de la ciencia el campo de la metafísica y de los dogmas religiosos. Antes hemos recordado ya el célebre «ignorabimus» de Du Bois-Reymond, en relación con la posible realidad fundamental del universo. La posición de Simarro era sin duda similar.

En efecto, a raíz de aquella discusión ateneísta, donde estaba en juego en el fondo la validez de una doctrina evolucionista que invalidara el creacionismo defendido por la Iglesia, se publicaron diversas notas en las revistas buscando reflejar el nuevo clima de ideas que las doctrinas de la nueva biología habían desencadenado a lo largo del mundo culto de occidente.

Por todas partes los científicos, los intelectuales, los profesores y hasta los cardenales de la Iglesia estaban agitados ante la difusión que iba alcanzando la doctrina de la evolución o transformismo. Con los nuevos aires de la Revolución habían surgido los debates, a las veces provocados por los seguidores de las nuevas ideas, debates que fueron seguidos, en muchas ocasiones, por las condenas y las críticas.

Entre los casos más notables está el de un catedrático del Instituto de Granada, Rafael García Álvarez, excelente conocedor de las nuevas teorías y autor de un buen libro sobre estas. Con objeto de difundir su tesis, había aprovechado en su Instituto la lección de apertura del curso de 1872 para exponer y argumentar a favor del transformismo. En respuesta a lo que consideró una provocación, el arzobispo de aquella ciudad rápidamente había convocado un sínodo local en el que naturalmente fue condenado el discurso, y se ordenó que fueran destruidos sus ejemplares en un fuego purificador que se encendió junto a la Catedral, en la plaza de las Pasiegas (Carpintero, 2006). O en Santiago de Compostela, aquel mismo año, en otra apertura de curso, Augusto González de Linares –que luego sería uno de los fundadores de la Institución– explicó y defendió el sentido del transformismo, viéndose interrumpido y combatido por un catedrático de Medicina que argumentaba en contra con doctrinas de Santo Tomás de Aquino. Rodríguez Carracido, que recuerda este incidente, añade:

Con el mismo calor con que se venían discutiendo la soberanía nacional y la separación de la Iglesia y el Estado, empezó a discutirse en los círculos intelectuales la mutabilidad de las especies y el origen simio del hombre (Rodríguez Carracido, 1917: 276).

En la mayoría de los casos, los defensores del evolucionismo eran respetuosos con los límites de la ciencia, y tendían a ver en esta un saber que no excluía las creencias religiosas, sino que aclaraba en todo caso cómo habría sido el despliegue del universo, algo que podía ser compatible con la existencia de un creador.

En el Ateneo, Simarro parece haber mantenido esa misma posición que ya defendiera en Valencia al hablar del positivismo. Uno de los ensayistas filosóficos más abiertos y liberales de la época, Manuel de la Revilla, promotor de las nuevas doctrinas positivas, recogió en la Revista Contemporánea que él editaba, en 1876, en un artículo presentado como «Revista crítica», las ideas que al parecer aquel había defendido en la polémica famosa.

Según de la Revilla, el médico habría afirmado una clara compatibilidad entre la ciencia y la religión. Convenía en que aquella busca conocer la realidad, pero reconociendo al mismo tiempo que hay un «misterio» en el fondo de lo real –el «ignorabimus» famoso que repetían muchos científicos– y que por ello el científico en modo alguno pretendería invadir el terreno del hombre de fe, porque carecía de método para ello; por otra parte, la religión afirmaría también ese «misterio» en torno al ser fundamental, al tiempo que trataría de penetrar en él por otros caminos distintos a los de la pura razón, sin duda los caminos de las creencias y el sentimiento.

Sin embargo, Simarro se daba cuenta de que religión y ciencia, no obstante, están para la mayoría de las gentes en conflicto. Ambas posiciones quieren invadir el terreno ocupado por la otra. La religión, además, actúa con «intransigencia» porque aspira a «la dirección de la sociedad». Pero para el joven médico, ambas son dimensiones necesarias para satisfacer la exigencia de saber del hombre. Por ello afirmaba que es «horrible tortura ver puestas en contradicción la ciencia y la fe; la ciencia, sin la cual apenas fuera digno de llamarse racional; la fe, sin la cual no hay para él esperanza ni ventura».

Por otra parte, no deja de parecerle que hay una solución clara y factible.

Dividido el campo de la realidad entre ambas esferas de la vida, a la ciencia compete exclusivamente el mundo de lo cognoscible, la región de lo experimental, el orden de los fenómenos; a la religión, el mundo, harto más dilatado, de lo incognoscible, de la idea pura, de los nóumenos…

Se trata, por ello, de que «la teología no pretenda ser biología, geología, física, química, etc., y la ciencia renuncie a ser teología» (Núñez, 1977: 162). Cuando esto suceda, ciencia y religión podrán no solo repartirse «el campo de la inteligencia humana», sino también contribuir al «mejoramiento de la humana vida» (ibíd.).

Aparece aquí con toda nitidez este importante núcleo de sus convicciones sobre el hombre. Era, sin duda, respetuoso con la doctrina evolucionista del universo, y al mismo tiempo reconocía la limitación propia del método de la ciencia a la hora de tratar de alcanzar el núcleo profundo de la realidad. De esta suerte, lo que a su juicio se imponía era la aceptación de un cierto «nóumeno» bajo las apariencias, un algo que pensamos como fundamento de nuestro mundo, pero que no podemos llegar a conocer, y menos aún probar que existe, pero al que cabe llamar lo «incognoscible».

Simarro, ya lo vimos, sabía que al hacer esto se situaba al lado del filósofo inglés Herbert Spencer, quien, en sus First Principles (Primeros Principios) (1862), planteó ya la existencia de lo Incognoscible como ámbito de la religión, y de lo Cognoscible como campo de la ciencia. Así lo vio también su amigo Cortezo, como ya comentamos. Y no hay ya que repetir que este era el sentido de la sentencia de De Bois Reymond sobre que habremos por siempre de ignorar (ignorabimus) lo que sea esta realidad incognoscible, en el supuesto caso de que la haya.

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