Читать книгу: «El Juez Y Las Brujas»
Guido Pagliarino
El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI)
Novela histórica
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Copyright de la obra inédita 1991-2001 Guido Pagliarino
Primera edición, copyright 01/01/2002-31/10/2006 (bajo el tÃtulo «Unâindagine del â500», ISBN: 88 - 87926 - 89 - 1) Prospettiva editrice sas
Segunda edición, copyright 01/11/2006-30/11/2011 (bajo el tÃtulo «Il giudice e le streghe», ISBN 10: 88 - 7418 - 359 - 3, ISBN 13: 978 - 88 - 7418 - 359 - 3) Prospettiva editrice sas
Desde el 01/12/2011 los derechos volvieron al autor Guido Pagliarino
Ãndice
Prólogo del autor a las dos primeras ediciones
Guido Pagliarino, El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI), novel a hist óric a
EpÃlogo del autor a la tercera edición
Prólogo del autor a las dos primeras ediciones
Esta es una novela ambientada en una época de histerias religiosas, de caza de brujas y de la mujer considerada como una cosa, a pesar del ostensible precepto cristiano de amar al prójimo y la afirmación neotestamentaria de que «no hay más hombre ni mujer, sino que todos somos iguales ante Cristo».
Aunque se trata de una obra de narrativa, he tratado de imaginarla con la mentalidad del siglo XVI. Como saben los historiadores, al mirar al pasado hace falta eliminar, en la mayor medida posible, la sensibilidad contemporánea, ya que, de otro modo, nos arriesgamos a hacer juicios ahistóricos. Por ejemplo, hoy la pena capital se juzga normalmente como algo atroz, pero en el siglo XVI se consideraba el castigo lógico y se pensaba que el asesino arrepentido expiaba con la muerte todos sus pecados, ascendiendo asà al ParaÃso. Como veremos, ya habÃa en cambio quien luchaba contra la tortura, mucho antes que Beccaria.
En la narración intervienen personajes de ficción y otros que vivieron realmente. El propio protagonista es una figura histórica, cuyo nombre persiste por su tratado contra la brujerÃa. Se sabe que era abogado. No consta que fuera juez pontificio como yo lo he imaginado. Lo he retratado como un hombre incapaz de reÃrse de sà mismo. He tratado de introducir ironÃa y humor (negro) involuntario en algunas de sus actitudes y sus descripciones y consideraciones. El abogado Ponzinibio y el terrible dominico Spina también existieron realmente, además de, naturalmente, los grandes personajes históricos a los que nos referimos en la obra. También existió el endemoniado Balestrini, pero residÃa en el Piamonte y no en el Lacio: un caso que se podrÃa calificar de mitomanÃa y esquizofrenia con instintos suicidas. El joven obispo Micheli es por el contrario un personaje de ficción, aunque es una imagen de algunos altos prelados que fueron acusados de herejÃa porque practicaban la caridad evangélica, los cardenales Pole, Sadoleto y Morone. He mantenido a este último en el fondo, acechante.
La idea de la novela se me ocurrió después de una investigación sobre la caza de brujas que trataba de entender al menos las razones histórico-sociales de tal barbaridad en el culmen de la época del Renacimiento. Lo que conseguà averiguar está sintetizado en las consideraciones del abogado Ponzinibio, el obispo Micheli y el caballero Rinaldi y, en cierto momento de la obra, del protagonista.
En el siglo XVI persistÃa la forma alocutiva vos, pero ya junto al usted que lo estaba sustituyendo: he preferido esta por ser natural tanto para mà como para la mayorÃa de los lectores, dado que el vos solo pervive en algunas zonas meridionales de Italia. He tratado, a veces pretendiendo hacer sonreÃr, de usar un lenguaje que, aunque siga las normas generales modernas, recordase en general el del siglo XVI.
Guido Pagliarino
Guido Pagliarino
El juez y las brujas ( Una investigación del siglo XV I)
Novela hist órica
CapÃtulo I
En el año del Señor de 1517, siendo un joven de veintiséis años, yo, Paolo Grillandi, jurisperito, fui nombrado juez adlátere en el Tribunal de Roma, donde comencé a aprender del juez general, Astolfo Rinaldi, la práctica de los procedimientos contra todo tipo de criminales y principalmente contra las servidoras del mal llamadas brujas.
Mucho antes de mi ingreso en la magistratura, desde que Inocencio VIII promulgó en 1484 la bula Summis Desiderantes, que sancionaba oficialmente la guerra a los malignos y malignas y precisaba los criterios para distinguirlos, se habÃan celebrado innumerables procesos por brujerÃa, muchos más que antes. Su Santidad habÃa entendido que habÃa aumentado en mucho el número de personas, hombres y sobre todo mujeres, dedicados a prácticas de hechicerÃa y por ello habÃa declarado «absolutamente necesario no tener piedad ni ser indulgentes contra ellas». El resultado habÃa sido feliz, con grandes condenas a endemoniados, convertidos en inofensivos mediante la prisión o la hoguera.
Una ayuda insustituible habÃa sido, y seguÃa siendo para nosotros, el Martillo de las brujas, que los doctos dominicos Sprenger y Kramer habÃan escrito en 1486 por encargo de Inocencio VIII, donde estaba previsto cada caso y se daban las instrucciones para el descubrimiento y castigo de los malignos. Por desgracia, a pesar del éxito, el diablo estaba más empeñado que nunca y habÃa suscitado un número cada vez más grande de brujas y brujos: parecÃan aumentar tanto más cuanto más numerosamente se los procesaba. Eso creÃa yo al menos. En realidad, la mayorÃa de los investigados confesaba sin necesidad de tortura e incluso una imputada, esa Elvira que nunca podré olvidar, habÃa cedido delante de mà sin haber recibido siquiera una amenaza. HabÃa sido confinada tras la habitual solicitud formal de gracia. SabÃamos que no habÃa que tenerla en cuenta porque, de otro modo, nosotros mismos habrÃamos sido sometidos a juicio: se trataba por tanto de elegir la pena, una vez obtenida la confesión. La mujer habÃa sido denunciada por un hechizo contra un tal Remo Brunacci, también él de la villa de Grottaferrata. HabÃa sido importante el testimonio de la parroquia, hasta el punto de que, aparte de la vÃctima, no habÃa sido necesario interrogar a otros lugareños: Brunacci habÃa perdido el miembro viril por la magia de la bruja y este se lo habÃa confiado al arcipreste. Este le habÃa pedido que se bajara los calzones y lo habÃa comprobado personalmente: efectivamente, como habÃa atestiguado después, no estaba el miembro. HabÃa invitado entonces al fiel a hacer penitencia: ayunar y beber agua bendita, pidiendo al cielo recuperar lo sustraÃdo. Para poder concentrarse mejor en la oración, habÃa encerrado al penitente, dándole un cubo de dicha agua, en una pequeña habitación vacÃa de su casa y le habÃa mantenido ahà un dÃa y una noche. Cuando habÃa vuelto a abrir por fin, el párroco le habÃa realizado otro control y habÃa aparecido entre las piernas el miembro viril, con una gran alegrÃa y maravilla de Remo que, una vez despedido, habÃa contado la historia a todo el pueblo. Posteriormente habÃa llegado una carta anónima a la Inquisición, a la que le habÃa seguido la oficial del arcipreste.
En ese tiempo yo asumÃa tales denuncias participando de la indignación. De hecho, también mi familia habÃa tenido que sufrir terribles males de una bruja. Yo tenÃa nueva años y, después de haber aprendido a leer, escribir y contar, estaba entonces en la tienda de mi padre, maestro espadero, cuando mi madre, durante toda su vida rebosante de salud, habÃa caÃdo repentinamente presa de una fiebre maligna y habÃa muerto. Yo era hijo único, a pesar de que los mÃos habrÃan deseado una prole numerosa para tener una familia como Dios manda. Muchas veces mi madre, llorando, le habÃa repetido a mi padre que debÃa haber sido la comadrona que me habÃa traÃdo al mundo la que lo habÃa impedido: habÃa tenido un altercado con ella unos meses después de mi nacimiento, por culpa de la ropa tendida y esa mujer debÃa haberle pasado factura: es de dominio público que curanderas y comadronas son sospechosas de brujerÃa por el solo hecho de su profesión; el mismo Martillo de las brujas indica a esas mujeres como seres potencialmente malignos. Temiendo su venganza tal vez sobre mÃ, mis padres habÃan hablado, aunque siempre solo entre ellos. A pesar de todo, una tarde, estando con nosotros en la mesa, como correspondÃa por ser parte de su salario, los dos empleados de la tienda, mi padre habÃa bebido demasiado y habÃa caÃdo presa de una profundÃsima tristeza. Se la habÃa desatado la lengua y habÃa revelado el secreto. Uno de ellos lo habÃa contado a su vez, si no los dos. Asà mi madre, dos dÃas después, se enfrentó con la comadrona a la entrada de la casa de esta, que, viperina, le habÃa espetado que alguien como ella, que andaba cotilleando, se merecÃa sus desgracias. Un mes después, atacada por el sortilegio de aquella mugrienta bruja, mamá estaba muerta. Mi padre, perdiendo la razón debido al luto y con el remordimiento de haber provocado la represalia de la hechicera, habÃa empezado a golpear a los empleados, como si esto hubiera podido cambiar la suerte de su amadÃsima esposa y no hubiera sido su bebida la causa principal de lo que habÃa ocurrido. Lleno de odio, perdido cualquier temor, en el funeral habÃa denunciado a la comadrona; por otra parte, el mismo hecho de que ella no estuviera presente para rezar por la muerta era una acusación. La parroquia habÃa avisado a la Inquisición; sin embargo la bruja, advertida por alguien, se supuso que el mismo diablo, habÃa desaparecido para siempre y no habÃa sido castigada. Hasta aquel momento, yo solo habÃa alternado llanto y silencio. Conocida la fuga de la asesina, exploté:
â¡Yo la encontraré! âle grité a mi padreâ: ¡Castigaré con la hoguera a todas las que son como ella!
No habÃa cedido y lo habÃa dicho tantas veces durante semanas que mi padre, también ansioso de justicia, habÃa pedido consejo a la parroquia. Asà habÃa sido dirigido hacia los estudios de jurisprudencia. Sin embargo, trabajaba en la tienda Grillandi cada vez que me era posible. Por esto, a fuerza de forjar espadas, mi brazo derecho se habÃa musculado con el tiempo, hasta ser casi el doble del izquierdo. Después de un par de años, mi padre se habÃa casado con una viuda sin hijos. Después de solo unos pocos meses, la consorte habÃa sufrido violentÃsimos dolores en el vientre y, en pocos dÃas, estaba muerta. Mi padre se habÃa casado una tercera vez, con una prima. Con ella habÃa concebido una niña, pero al dar a luz habÃa revelado el horror de dos cabezas y, durante el atroz parto, tanto la madre como la hija habÃan fallecido, la primera irremediablemente desgarrada por la doble cabeza de la naciente, la segunda por no haber podido respirar. La bruja continuaba lanzando desde lejos maleficios a todas las mujeres de la familia. Nuestro odio por ella habÃa aumentado, si es que eso era posible. Cuando conseguà el doctorado, como era habitual, mi padre habÃa comprado mi cargo de juez, con los buenos oficios del sacerdote y una gran suma a distribuir entre los poderosos. También la parroquia habÃa recibido una donación. A mi padre no le habÃan quedado ni dinero, ni plata, ni armas, asà que, para adquirir el material para fabricar nuevas espadas, habÃa tenido que pedir un préstamo al banco. Pero, con los años, yo le habÃa compensado su sacrificio dándole un décimo de mis estipendios.
La asesina de mi madre y mis madrastras nunca fue hallada, pero mi corazón se aceleraba con cada arresto de brujas. Recuerdo que cuando trajeron a Elvira yo habÃa exclamado delante de Astolfo Rinaldi:
â¡Quitarle el pajarito a un caballero! ¡Ah! Pero se hará justicia.
Al principal se le habÃa escapado una sonrisa, que yo habÃa interpretado como «SÃ, nosotros pensamos lo mismo» y habÃa dicho:
âBoccaccio.
SabÃa que era un gran admirador del Decamerón, texto que entonces, antes de que en 1559 Pablo IV creara el Ãndice de los Libros Prohibidos, era de libre lectura, pero no conocÃa entonces esa obra y no habÃa entendido lo que el juez habÃa sugerido, ni me habrÃa atrevido a pedir una explicación para no parecer inculto. A mà me gustaban las obras serias y, sobre todo, el Infierno de Dante, que me parecÃa casi un sÃmbolo de mi obra heroica contra el maligno y quien se habÃa adentrado en su «selva oscura».
Elvira habÃa sido arrestada y encarcelada siguiendo la práctica habitual. El jefe de los gendarmes, con dos guardias armados y un inquisidor dominico, habÃa llamado a su puerta. En cuanto abrió la puerta, sin darle tiempo siquiera a hablar, le habÃan amordazado, atado, conducido a Roma y ahà habÃa sido encerrada a pan y agua en una celda de la Inquisición, a la espera del proceso. Después de la condena religiosa, seguÃa encerrada para el proceso secular, en el que habÃan estado presentes, aparte de Rinaldi y de mÃ, el inquisidor y dos testigos, Brunacci y el párroco, ya interrogados por nosotros. Todos estábamos ocultos para la imputada, pero podÃamos verla y hablar con ella a través de las aberturas apropiadas. La bruja solo tenÃa a los carceleros a la vista. De inmediato, por orden de Rinaldi, señalé la prueba suprema, la confesión. La investigada estaba atada, semidesnuda, en una postura que permitÃa atormentar casi cualquier parte de su cuerpo. Una vez oÃda mi voz y antes de que la hubiera amenazado con la tortura, Elvira habÃa confesado todo. No me sorprendÃa: sabÃamos que después de haber sido apresada por la Inquisición se habÃa comportado asÃ. Me habÃa dicho que era bruja ya con catorce años y respondiendo a mis preguntas concretas según la casuÃstica de Martillo de las brujas, habÃa admitido haber matado y dañado bestias y cultivos, ser asesina de hombres y niños varones, que se untaba las vergüenzas con una grasa mágica, para asà subirse al mango de una escoba y, gracias a esos artificios, volar al aquelarre de los diablos, en el que participaba en persona el prÃncipe negro y era adorado por ella y otras mujeres malvadas y que el maligno, después de que el asistente que tenia detrás le hubiera levantado la cola y todos los presentes le hubieran rendido homenaje besándole la asquerosa cloaca, copulaba con alguna de las brujas, según y también contra natura mediante su bifurcado órgano masculino y que la hechicera tenÃa en una jaula, invisible para todos aparte del demonio y ella, los miembros viriles de todos los hombres que habÃa embrujado, más de veinte, que se movÃan como pájaros vivos y comÃan avena y trigo y que el diablo venÃa cada cierto tiempo a mirarlos para divertirse. Le habÃa preguntado por fin si Lucifer se le habÃa manifestado en la famosa forma del «bello Ludovico», es decir como «hombre en todos sus miembros, salvo en los pies, que parecÃan siempre pies de ganso que miraban hacia atrás de tal manera que estaba atrás lo que suele estar adelante». HabÃa respondido que sÃ. La rea confesó sus pecados y, al mismo tiempo, delitos de todo tipo, sobre todo el homicidio y mutilación de cristianos, ¿cómo se podÃa no quemarla? Por otro lado, habiendo confesado de inmediato, se le habÃa concedido la gran misericordia de ser estrangulada antes de encender la hoguera. A pesar de eso, una vez en el patÃbulo, antes de ser estrangulada por el verdugo con la cuerda que le rodeaba el cuello, nos habÃa maldecido a todos. Entonces no me habÃa dado pena, ya que sabÃa que la confesión era prueba suprema y habÃa estado orgulloso, como siempre, del buen servicio prestado a Dios y, con ello, al recuerdo de mi madre.
Estaba tan seguro del gravÃsimo peligro de la brujerÃa que, tiempo después, en 1525, publiqué un Tractatus de Sortilegis como documentación y admonición. Esta obra habÃa acrecentado, ¡pobre de mÃ!, mi buena fama en la Inquisición Monástica papal.
Debo añadir sin embargo una cosa, en nombre de la verdad: no he pretendido, al manifestar remordimiento, que los fenómenos diabólicos hayan sido y sean siempre mera apariencia. AsÃ, yo en persona asistà una vez atónito a un caso indudable de posesión, que narraré más adelante, y seguramente a un proceso, que también contaré, a verdaderos siervos de Satán. Sin embargo sigo estando seguro de que, en su mayor parte, brujas y hechiceros no fueron tales y, por tanto, de que me equivoqué en casi todos los casos.
CapÃtulo II
Las dudas empezaron a aparecer cinco años después de la publicación de mi libro.
Era ya el final de la tarde de un dÃa templado de finales de invierno, casi al atardecer. Volviendo a casa, como de costumbre a pie, me habÃa parado en el gran mercado de alimentos y tejidos que ocupa toda la plaza del tribunal. Era esa hora en que se quitan los puestos y se puede conseguir comida a precios más bajos. Tras comprar un buen pollo vivo, que tenÃa que matar, lo llevaba a casa sosteniéndola delante de mà agarrado con la mano derecha mientras que con la izquierda aferraba, como siempre cuando caminaba, la empuñadura de mi espada. Como era habitual, pretendÃa parecer fiero y fuerte a pesar de la molestia de esa ave y asà todos me habÃan dejado pasar y me habÃan saludado, tanto en la plaza como en el resto del camino; salvo⦠¡Bueno, un chico desconocido cuando ya estaba casi a la puerta de mi hogar, no se habÃa apartado! Más bien habÃa chocado conmigo y se habÃa ido sin pedir perdón a pesar de la ofensa:
â¡Pues vaya!
Además, cuando estaba a varios brazos lejos confundido con la muchedumbre, tuve que sufrir la vil deshonra de una clarÃsima pedorreta. Solo después me di cuenta de que habÃa sido una señal del Cielo contra mi soberbia y tal vez también de la visita que iba a recibir enseguida, pero en ese momento me puse lÃvido.
Una vez en casa, un piso cerca del tribunal en el que vivÃa solo con un sirviente, tras apagar la ira mojándome la cabeza con agua frÃa, ordené al sirviente que cocinara con cuidado el pollo. No era la estación, porque si no le habrÃa ordenado freÃrlo en el zumo de ese novÃsimo fruto al que algunos llaman manzana de oro, pero en realidad, cuando está correctamente madurado, tiene el color rojo del infierno, hasta el punto de que, como me habÃa dicho hacÃa meses una espÃa, el populacho, por supuesto cuando sabe que lo le pueden oÃr, suele llamar a ese espléndido plato «el pollo al demonio».1 Pero los demonólogos, a los que interpelé rápidamente, una vez probada esa comida con absoluto escrúpulo y repetidamente, habÃan concluido que el diablo no se encontraba en esa magnÃfica pitanza y que cualquier cristiano podÃa comerla sin pecar, siempre que no fuera con gula.
Acababa de ponerme cómodo con las ropas de casa y de sentarme en la silla de mi estudio y esperando a la comida me disponÃa a reanudar una lectura que habÃa dejado a medias del Orlando furioso, cuando llamaron a la puerta.
El sirviente me anunció la visita del abogado Gianfrancesco Ponzinibio. Este era un hombre de mala fama, autor de un tratado contra la caza de brujas, publicado una década antes, que yo no habÃa leÃdo, pero conocÃa por los vehementes ataques del teólogo Bartolomeo Spina, dominico y gran cazador de malignas, incluidos en su Quaestio de Strigibus, publicada dos años después de ese libro impÃo. Las crÃticas del monje habÃan puesto en peligro al descarado abogado, también porque Spina era un funcionario importante y escuchado por el Médicis de Milán que, en ese mismo año 1523, habÃa sido elegido papa con el nombre de Clemente VII y que le habÃa ascendido rápidamente a cardenal y, no mucho después, a Gran Inquisidor.
No hace falta decir que yo ya no era un magistrado inexperto, sino todo lo contrario: estaba colocado como Juez General en el Tribunal de Roma y además también habÃa aumentado la estimación de Clemente por mÃ, desde hacÃa tres años. De hecho, durante el gran saqueo de la ciudad realizado por las tropas imperiales en 1527, me habÃa utilizado, arriesgando mi vida, para poner a salvo los documentos de los procesos en vigor y de todos los posibles del pasado. EntendÃa que tal vez Ponzinibio habÃa acudido a mà por este poder en el tribunal. Este se habÃa atrevido porque, además, tenÃa la fuerte protección de otro dominico, el austero monseñor Gabriele Micheli, entonces de veintiséis años, pero muy docto, fuerte y estimado en la ciudad.
Por respeto al obispo, que por otro lado ya gozaba de fama de santo, recibà a Ponzinibio.
En su tratado, el abogado habÃa negado la realidad de los aquelarres y las cabalgadas volantes y condenado la utilización de la tortura para las confesiones. Pues bien, parece increÃble pero, inmediatamente después de los saludos, nada más que formales, empezó:
â¡Incluso usted, SeñorÃa, confesarÃa ser un hechicero si le martirizaran los testÃculos con tenazas candentes!
Me indigné enormemente: ¿cómo osaba hablarme asÃ, sin corteses preámbulos, sin el debido respeto, sin perÃfrasis? ¡¿Tenazas candentes a mÃ?!
âSepa con seguridad, mi docto señor âle respondà con rostro sombrÃo, pero no sin cortesÃa en la voz y sin descomponerme en absolutoâ, que muchas brujas confiesan no solo sin haber sufrido tortura, sino incluso sin haber recibido siquiera la amenaza. HabÃa exagerado, porque solo Elvira se habÃa comportado asÃ, pero recordaba la confirmación absoluta que habÃa sabido dar a mi conciencia, por otro lado ya convencida.
âSi me lo permite, doctÃsimo juez âcontinuó el infatuado como si tampoco hubiera escuchadoâ, me remontaré varios siglos, para que lo pueda entender mejor.
¡Una nueva impertinencia! Tuve el impulso de que mi sirviente lo echara de casa, pero me contuve pensando en la noble figura de su protector.
âVayamos al inicio del siglo X âprosiguióâ, a un manuscrito del monje Regino de Prüm, hoy en manos del sabio padre monseñor Micheli, es decir, a la transcripción del Canon episcopi, a su vez anterior en muchos siglos.
â¿El Canon episcopi ârepetÃ, comenzando a estar interesadoâ, de los primeros siglos de la Iglesia?
âSÃ, puede leerlo en casa del actual poseedor, del cual soy mensajero; pero entretanto, si me lo permite, le haré un resumen.
Hasta entonces le habÃa mantenido en pie, junto a la puerta de mi estudio. Sabiéndole embajador de un protector tan importante y habiéndome picado la curiosidad, le hice sentarse y también yo me senté.
âMagia y brujerÃa âcontinuó en cuanto se sentóâ, siguen a la historia del hombre, desde mucho antes del cristianismo. Se describen rituales de brujerÃa en la literatura antigua, por ejemplo en Apuleyo, ahora de nuevo objeto de lectura y estudio por parte de distintos eruditos; y también el descubrimiento y la investigación de textos antiquÃsimo como la hermética y la cábala, por parte de Ficino, de Pico della Mirandola...
Le interrumpÃ, de nuevo con fastidio:
âMi sabio señor, ¡por supuesto que esas cosas son verdad! y bien conocidas por pobres ignorantes como este Juez General que le está escuchando pacientemente. ¡Verdaderamente el demonio ha estado activo durante toda la historia! ¿Piensa decirme algo nuevo? ¿Cree que no sé, por ejemplo, de la viejÃsima bruja de Endor que predijo la desventura al rey Saúl? âañadà como muestra de mi saber, citando el primer ejemplo que me vino a la mente y, torciendo el gesto, le miré fijamente a los ojos para hacerle bajar la vista, pero no lo hizo del todo y me sonrió; luego inclinó la cabeza asintiendo como para excusarse y, tras levantarla, contestó:
âPerdóneme, señor juez, pero solo pretendÃa ser una inocente introducción. No he dudado en absoluto de su sapiencia.
Mostré mi aceptación de las excusas bajando la cabeza por un momento, aunque más breve que el suyo:
âVamos con el Canon episcopi âle ordenéâ, o no hablaremos más âY comencé a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de mi sillón.
Apresurándose casi hasta el punto de atropellarse con las palabras, Ponzinibio continuó:
âEl canon, con la venia, señorÃa, afirma que existen mujeres malignas que creen cabalgar animales de noche con la diosa Diana y cubrir grandes distancias en breve tiempo y desarrollar ceremonias blasfemas en lugares secretos con espÃritus encarnados, pero subraya que se trata solo de alucinaciones o de sueños, provocados por el diablo para apoderarse de la mente de las personas y ¿sabe cuáles son los remedios propuestos? âNo me dio tiempo a hablar y prosiguióâ: Penitencia y oración. Eso dice el canon y asà actúa la Iglesia hasta el año 1000; luego bastan unos pocos años: un siglo después, como se deduce de otros documentos en poder de monseñor Micheli, gran parte del clero acepta entonces, por el contrario, la realidad externa de esos hechos, mientras que el pueblo tiene una certeza absoluta; y la magia del diablo, su aparición en persona, visible, en reuniones de brujas y hechiceros se convierte en esos siglos en algo indiscutible.
âEn efecto, es indudable y puede costar muy caro pensar otra cosa ârepliqué con gran severidad. Estaba a punto de añadir una amenaza mayor a Ponzinibio cuando me acordé de su poderoso protector y, habiendo entendido que también él pensaba asà de mal, me callé.
Al callar, el abogado replicó:
âY sin embargo, mi justo señor, ¿la actitud moderada del Canon episcopi tal vez indicarÃa que nuestros antiguos padres estaban mal preparados? ¿Es posible que hasta el siglo XI, sin que la tortura fuera legal y se garantizara a los investigados un proceso justo âPonzinibio, mirándome directamente a los ojos, recalcó la palabra justoâ, brujas y hechiceros fueran un fenómeno de importancia absolutamente secundaria y, por el contrario, con el paso del tiempo hayan aumentado en número hasta ser considerados como uno de los peligros más grandes? ¿Es posible que lo que parece el remedio sea por el contrario la causa? Como dije, ¿quién podrÃa resistirse al dolor o aunque solo sea a su amenaza sin declararse culpable? ¿Es posible que en los últimos siglos que tanto muestran glorificar la sabidurÃa y en esto en concreto se haya perdido la razón, gloria del cristianismo en el primer milenio? âfinalmente concluyóâ: Monseñor Micheli reza por usted y desea ardientemente verle, señor Juez General. Le espera el jueves en su casa, dos horas después de salir el sol. ¿Qué debo decirle?
âMi obediencia hacia monseñor es absoluta. ComunÃquesela y dÃgale que iré.