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16 de octubre de 1943


Giacomo Debenedetti

16 de octubre de 1943


Prólogo de

Natalia Ginzburg

Traducción de

Maria Folch

las afueras

Título original: 16 ottobre 1943, 1944 / Otto ebrei, 1944

© 2001, 2012 y 2015 Giulio Einaudi Editore s.p.a., Turín

© de la traducción, Maria Folch, 2019

© de esta edición, Editorial Las afueras, 2019

Av. Diagonal, 534, 2º 2ª

08006 Barcelona

www.lasafueras.com

ISBN: 978-84-949837-7-1

Diseño de la colección: Hermanos Berenguer

Maquetación: María O’Shea

Imagen de la cubierta: Matthäus Merian, Plano de Roma, 1642 (detalle)



PRÓLOGO

Natalia Ginzburg



Breve y espléndido1, 16 de octubre de 1943 narra la deportación de los judíos romanos. No podemos dejar de admirar la extraordinaria fuerza de su estilo, transparente como el vidrio. Parece que quien habla, en el relato de Debenedetti, sea la misma realidad. Las frases se suceden nítidas, sobrias, severas, y sobre cada una de ellas gravita el peso de una piedad inmensa. Como las campanadas de un reloj, suenan las palabras que nos llevan a la implacable conclusión.

Estamos en Roma, en el antiguo gueto, barrio poblado por artesanos y pequeños comerciantes judíos. Han pasado pocos días desde el armisticio. El Mayor Kappler hace llamar a los jefes de la Comunidad judía. Los judíos de Roma, dice, son doblemente culpables: como italianos, y por tanto traidores; como judíos, y por tanto, enemigos de Alemania desde hace siglos. Así que el Gobierno del Reich impone un rescate. Deben reunir y entregar, en un día y medio, cincuenta quilos de oro. Con afán, con fatiga, los judíos se ponen a recoger el oro. La ciudad se ha enterado, y algunos «arios» vienen a ofrecer oro, tal vez sea poco, lo que pueden. «Casi humildemente preguntaban si ellos también podían… si sería apreciado…». Lamentablemente no dejaron sus nombres, que querríamos poder recordar en los momentos de desconfianza en el prójimo. Vuelven a la mente, y parecen bellas, unas palabras repetidas también por George Eliot, «la leche de la bondad humana». Entregados finalmente al Mayor Kappler los cincuenta quilos de oro, los judíos de Roma se sintieron tranquilos. En el antiguo gueto vuelve la calma y cada uno retoma su vida cotidiana, el trabajo de cada día, los negocios y las prácticas religiosas. Kappler les ha dado su palabra y se fían: a cambio del oro, la seguridad. «En contra de la opinión generalizada —escribe Giacomo Debenedetti— los judíos no son desconfiados. Mejor dicho: son cautelosos y astutos para las cosas pequeñas, pero crédulos y desastrosamente ingenuos para las grandes».

La vida en el gueto, por lo tanto, ha vuelto a ser como era y «a primera hora de la mañana, cuando un resplandor pegajoso y gris como sus casas, empieza a empujar las cornisas, ya encuentras a todos estos judíos por la calle, voceando, llamándose a gritos.» Todos, si estábamos cerca de Roma en aquella época, o en la misma Roma, o lejos, hemos intentado después imaginarnos las calles de aquel barrio, evocándolas en nuestra memoria o dibujándolas en nuestra imaginación. Todos, cuando hoy caminamos por aquel barrio, volvemos a pensar en aquel 16 de octubre, cuando el odio y la desventura se abatieron sobre aquellas calles, sobre aquella gente ingenua, atareada, ignara.

La tarde del viernes 15 de octubre llegó al gueto una mujer. Venía del Trastévere, donde trabajaba en el servicio doméstico por horas. «Una mujer vestida de negro, despeinada, desaliñada, empapada por la lluvia. No puede ni hablar, la agitación atasca las palabras en su garganta, le hace babear». Ha hablado con la mujer de un carabiniere, que le ha dicho que ha sido vista, en mano de un alemán, una lista con nombres de cabezas de familia judíos, destinados a la deportación con sus familias. Pero nadie la escucha. La consideran una exaltada, una mentecata. «Regresaron a sus casas, y se volvieron a sentar en torno a la mesa, a cenar, comentando aquella historia sin sustancia».

Puede parecer extraño, a la luz de los hechos, tanto candor. Sin embargo, quien vivió aquellos días y quien vivió entonces el miedo de la persecución, recuerda bien como con el terror a los nazis se mezclaba un cierto optimismo y la idea de que quizás, en definitiva, la realidad fuera más leve, más razonable que la imaginación. El estado de ánimo que reinaba entre los judíos entonces, en Italia y tal vez también en otros lugares, era variable y discontinuo y el pánico luchaba contra algo que quería parecerse al sentido común. Así, sentados para cenar, aquellos judíos del antiguo gueto rechazaron cualquier proyecto de fuga, pronunciaron sus oraciones y celebraron la llegada del sábado.

Por la noche, se oyeron disparos por las calles del barrio. No solo disparos, también gritos siniestros, alboroto, «gritos coléricos, sarcásticos, incomprensibles». Los niños lloran, en las casas todos están levantados, espían, vigilan desde las ventanas los callejones inmersos en la oscuridad, a los soldados. «¿Qué se puede decir a los niños para que se callen, cuando no se sabe qué decir a uno mismo? Cálmate, ahora van a Monte Savello, a Piazza Cairoli, en un rato todo habrá terminado, ya verás». Después, al alba, de repente las calles se vacían, sobreviene un profundo silencio. Todos vuelven a dormir porque «pensándolo bien, no había pasado nada. (…) Las camas abandonadas acaso habían conservado un poco de calor».

Pero por la mañana, aquí están de nuevo los soldados. Esta vez sin disparos, sin gritos. Ha empezado la redada. «Los cogen a todos, literalmente a todos, peor de cuanto se pudiera imaginar». Enfermos, ancianos, lactantes, mujeres que acaban de parir. Las familias pasan por las calles en fila. «Los niños buscan seguridad en los ojos de los padres, un consuelo que estos ya no les pueden dar (…) Alguno besa a sus criaturas: un último beso entre aquellas calles, aquellas casas, aquellos lugares que les han visto nacer, sonreír por primera vez a la vida». Y «en los rostros y en el comportamiento de estos judíos, más intensamente que el sufrimiento, ya se ha impreso la resignación». Al candor de la inocencia sobreviene, fulminante, la memoria ancestral de antiguas deportaciones que sufrieron antepasados remotos, de los cuales ellos nunca han oído hablar.

Alguno, quién sabe cómo, consigue salvarse. A una mujer, los dos alemanes de guardia en la puerta de su casa le indican con un gesto que huya. Son, se dirá después, dos austriacos. La mujer, confiando en su fortuna, llama a una pariente desde la calle: «¡Escapa, que cogen a todo el mundo!». La pariente: «Un momento, visto al niño y bajo». «Desgraciadamente vestir al niño fue fatal: fue capturada con el niño y con toda la familia». Otra mujer, que cree que ya está a salvo en Ponte Garibaldi, ve pasar un camión alemán cargado de parientes y de conocidos, grita y es apresada con los niños que llevaba con ella. Un «ario» consigue salvar a una de las niñas diciendo que es suya. Pero la niña llora y llama a su madre, y los alemanes la meten en el camión y también ella desaparece.

Al alba del lunes, los judíos son obligados a subir a un tren en la estación Roma-Tiburtino. Imposible acercarse al tren. Se dice que en Fara Sabina, o en Orte, desde un tren que pasaba al lado del «tren precintado» una joven distinguió tras la reja de un ventanuco, el rostro de una niña que conocía, y la llamó. Otro rostro apareció entonces en la reja y le hizo el gesto de callar: «Esta invitación al silencio, a no intentar devolverlos a la comunidad humana, es la última palabra, el último signo de vida que nos ha llegado de ellos».

En Ocho judíos se evoca la figura de un comisario de policía que, después de la liberación, declaró ante la Alta Corte de Justicia que había tenido la posibilidad de borrar, de la lista de los que iban a ser fusilados en las Fosas Ardeatinas, diez nombres. Hizo borrar dos nombres elegidos al azar y ocho nombres de judíos. Ocho judíos, por tanto, le debían la vida. Esto era para él un signo de antifascismo, y le parecía que ahora debía representar, ante la opinión pública, un mérito. Pero se trata, una vez más, de una discriminación de naturaleza racista. Los judíos, sin embargo, piden la ausencia de cualquier discriminación. Piden «el derecho a no tener derechos especiales». «Reparación sería volver a poner a los judíos en medio de la vida de los otros, en el círculo del destino humano, y no apartarlos aunque sea por motivos benignos».

La importancia de estos dos opúsculos, hoy, a la luz de los hechos, me parece enorme. Ambos afrontan temas todavía hoy de actualidad. La violencia, el exterminio de una colectividad por motivos raciales y, finalmente, la diferencia de los judíos. Una diferencia de una calidad estrictamente secreta, privada e íntima, como un tenue signo impreso en el espíritu, tan tenue y tan profundo que no puede traducirse en nada que no pertenezca al espíritu.

En el 1944, Giacomo Debenedetti escribía: «Qué es el hebraísmo de los judíos, es una cuestión difícil de resolver. En cualquier caso, se trata de un asunto estrictamente íntimo. No se niega que existan modos interiores, originales, profundos de sentirse judío; pero son cuestiones de sentimiento privado, todas confinadas en la zona de los pudores, nunca extrovertidas en la acción; y no tocan, por tanto, el comportamiento social del hombre, ni lo distinguen del de sus semejantes y, ni mucho menos, lo contraponen». «Sentirse judío es sentir renacer desde el fondo —en las horas de mayor recogimiento, horas casi inconfesables de tan íntimas— viejos cánticos de la sinagoga, oídos durante la infancia (…) desolados cara a cara con aflicciones sin tiempo, el escozor de lágrimas mal enjugadas (…) y el derrumbe indefenso frente a invisibles muros de las lamentaciones».

¿No es acaso esta diferencia, tan parecida a la de todos los diferentes, lo que los judíos, o mejor dicho los hombres en general (porque en cada hombre puede esconderse un judío o un diferente) deben cultivar y defender por encima de todo, ciertamente no con la violencia ni con las armas, sino con todas las facultades del propio ser y del propio pensamiento?





1. El texto de Natalia Ginzburg que publicamos aquí apareció en La Stampa el 14 de febrero de 1978.

16 DE OCTUBRE DE 1943



Nota preliminar2



Este breve libro sobre la famosa redada nazi en el gueto de Roma, que en una sola mañana culminó con la deportación de más de mil judíos a los campos de la muerte, es considerado como un clásico de la literatura postclandestina. Lectores y críticos lo han comparado, justamente, con La peste de Londres de Defoe y con los primeros capítulos de la Historia de la columna infame de Manzoni. Publicado por primera vez en diciembre de 1944 en la revista Mercurio de Roma, en un número dedicado a la Resistencia, fue inmediatamente recuperado por Libera Stampa de Lugano; en 1947 Jean-Paul Sartre lo hizo traducir para Temps Modernes; en 1955 la revista Galleria lo puso en el centro de su fascículo conmemorativo del décimo aniversario de la Liberación. Hacía años que la primera edición como libro (1945), a pesar de la larguísima tirada, era inencontrable. Son páginas de una lectura ardiente: más allá del valor documental, poseen un estilo de intensa calidad. Muchas veces, a quien lo interrogaba sobre este relato, Debenedetti respondía declinando su paternidad: «Yo soy un crítico, ese es mi único oficio literario. 16 de octubre de 1943 ha sido escrito por quien lo ha vivido directamente. Mejor atribuirlo a un nuevo anónimo romano, como el que nos ha dejado la Vida de Cola3». Más que un anónimo, aquí habla una colectividad popular, un coro consternado y terrible, en el que destacan las voces de los protagonistas de un momento, enseguida abismadas, para siempre perdidas, en el trágico destino común. Con la distancia de los años, la nueva edición de Il Saggiatore presenta un texto que para muchos nuevos lectores constituirá una revelación literaria. Catástrofes, injusticias y crueldad son tal vez inevitables en el curso de la historia. Pero el nazismo, nunca más.





Hasta pocas semanas antes, cada viernes al anochecer, cuando la primera estrella empezaba a brillar, se abrían las grandes puertas de la Sinagoga, las que daban a la Piazza del Tempio. ¿Por qué las grandes puertas, en lugar de los canceles laterales y un poco recónditos como todas las otras tardes? ¿Por qué, en lugar de los escasos candelabros de siete brazos, aquel fulgor con todas las luces, que encendían llamas en los oros, esplendor en los estucos —las insignias de David, los nudos de Salomón, las trompetas del Jubileo— y suntuosos destellos en el brocado de la cortina colgada delante del Arca Santa, el Arca del Pacto con el Señor? Porque cada viernes, cuando empezaba a lucir la primera estrella, se celebraba el retorno del Sabbat.

En lugar de la macilenta salmodia del cantor perdido en el lejano altar; desde lo alto del coro, en el clamor atronador del órgano, el coro de muchachos glorificaba un cántico de sacra ternura, el himno del antiguo cabalista, Lehà Dodì Lichrà Calà: Ven, oh amigo, ven a recibir al Sabbat que llega… Era la invitación mística a acoger al Sabbat que llegaba como una esposa.

En cambio, al antiguo gueto de Roma, al atardecer de aquel viernes 15 de octubre, llegaba una mujer vieja vestida de negro, despeinada, desaliñada, empapada por la lluvia. No puede ni hablar, la agitación atasca las palabras en su garganta, le hace babear. Ha venido desde el Trastévere corriendo. Hace poco, en casa de una señora donde trabaja media jornada, ha visto a la mujer de un carabiniere que le ha dicho que su marido, el carabiniere, ha visto a un alemán y este alemán tenía en la mano una lista con doscientos padres de familia judíos, para llevárselos con toda la familia.

Los judíos del distrito Regola han conservado el hábito de acostarse temprano. Poco después del atardecer ya están todos en casa. Tal vez la memoria de un antiguo toque de queda ha perdurado en su sangre; de cuando las puertas del gueto chirriaban con una monotonía que tal vez la costumbre había vuelto familiar y dulce, para recordar que la noche no era para los judíos, que para ellos la noche era el peligro de ser apresados, multados, encarcelados, golpeados. Así que estos judíos, acusados de conspirar en las sombras contra el orden y la seguridad del mundo, son desde hace tiempo criaturas diurnas. A primera hora de la mañana, cuando un resplandor, pegajoso y gris como sus casas, empieza a empujar las cornisas como un abrelatas, para hacer llegar un atisbo de luz a los callejones, ya encuentras a todos estos judíos por la calle, voceando, llamándose a gritos. Y pactan, debaten, discuten, cierran tratos y negocios y se afanan, aunque para esos comercios y discursos suyos no haya ninguna urgencia. Pero estos judíos aman la vida: sienten la necesidad de que irrumpa en ellos aquella vida de la que la noche los ha excluido.

También aquella noche las familias estaban ya recogidas en sus casas. Alguna madre encendía la linterna sabática —no la buena, que había sido escondida cuando empezaron los robos alemanes— mientras los viejos con el tefilín4 sobre las rodillas recitaban las bendiciones y pasaban del murmullo de la plegaria a los gritos iracundos contra los nietos fastidiosos. Así que la mujer desaliñada no tuvo ninguna dificultad en reunir a un gran número de judíos para advertirles del peligro.

Pero ninguno la quiso creer, todos se burlaron de ella. Aunque viva en el Trastévere, Celeste tiene parientes en el gueto y es conocida por toda la cheilà5. Todos saben que es una charlatana, una exaltada, una fanática: basta con ver como gesticula cuando habla, con los ojos alucinados bajo aquellos cabellos que parecen de crin vegetal. Y, además, se sabe que en su familia todos tienen pocas luces. ¿Quién no conoce a su hijo mayor, el de veinticuatro años, flaco, peludo, oscuro y extraño, con un aire de haham6 frustrado, del que se dice, incluso, que tiene el mal caduco.7 ¿Cómo iban a escuchar a Celeste?

«¡Creedme! ¡Escapad, os digo! —suplicaba la mujer. —¡Os juro que es la verdad! ¡Os lo juro por mis hijos!».

¿La verdad? Quién sabe qué le habrán dicho, quién sabe qué habrá entendido. Aquellas carcajadas, aquella incredulidad la exasperan. Estalla y empieza a insultarlos, como si en lugar de los alemanes, fuera ella quien los amenaza y ahora se ofendiera porque no la toman en serio. Si supiera qué inventar, agravaría la dosis para vengarse, para conseguir finalmente atemorizarlos. Grita, suplica, llena sus ojos de lágrimas, pone sus manos sobre las cabezas de los niños, como para protegerlos.

«¡Os arrepentiréis! Si fuera una señora me creeríais. Pero como no tengo un céntimo, porque llevo estos harapos…». y mostrándolos rabiosamente, los rompe todavía más.

Ya han pasado trece meses y muchos de los testigos de aquella noche están dispuestos a reconocer que tal vez, si Celeste hubiera sido una señora y no la infeliz que era… Pero aquella noche regresaron a sus casas y se volvieron a sentar entorno a la mesa, a cenar, comentando aquella historia sin sustancia. Estaba claro qué había pasado por la cabeza de la loca: veinte días antes el Mayor Kappler había amenazado al Presidente de la Comunidad, commendatore Foà, y al de la Unión, el doctor Almansi, con llevarse a doscientos rehenes judíos. Las cifras coincidían y de ahí venía la confusión: la pobre gente se entera de las cosas siempre con retraso y confusamente, pero están siempre convencidos de la veracidad de lo poco que consiguen saber. En aquel momento la amenaza de los doscientos rehenes había sido conjurada. Los alemanes eran rascianím8, pero gente honorable.

En contra de la opinión generalizada, los judíos no son desconfiados. Mejor dicho: son cautelosos y astutos, para las cosas pequeñas, pero crédulos y desastrosamente ingenuos para las grandes. Con los alemanes fueron, y se mostraron, ingenuos casi con ostentación. Las razones que se pueden aducir son varias. Persuadidos por experiencias seculares de que su destino es ser tratados como perros, los judíos tienen una necesidad desesperada de simpatía humana, y para obtenerla la ofrecen. Fiarse de la gente, entregarse, creer en sus promesas es, de hecho, una prueba de simpatía. ¿Se comportaron así también con los alemanes? Sí, desafortunadamente. Con los alemanes, además, influía también el clásico comportamiento de los judíos frente la Autoridad. Desde la primera caída de Jerusalén, la Autoridad ha ejercido sobre los judíos un poder de vida y de muerte absoluto, arbitrario, incomprensible.

Esto ha hecho que en sus mentes y en sus subconscientes, la Autoridad se configure como un dios omnipotente, exclusivo y celoso. Desconfiar de ella cuando promete algo, ya sea para bien o para mal, es cometer un pecado que, tarde o temprano, se paga, aunque ese pecado no se manifieste y quede solo en una intención, en un murmullo. Y finalmente: la idea principal del hebraísmo es la justicia. Llevar esa idea a la civilización occidental ha sido la misión de los judíos. Renan lo convirtió en la cuestión fundamental para interpretar toda la historia de Israel, desde los grandes anuncios escatológicos hasta la espera del Mesías, pasando por la promesa del Día del Señor que, mañana o quién sabe cuándo, alumbrará con su aurora sobre el vértice de los milenios para reconducir, precisamente, el reino de la justicia sobre la tierra.

Por todos estos motivos, los judíos de Roma se fiaron, de alguna manera, de los alemanes, también —diríamos que sobre todo— después de lo que sucedió el 26 de septiembre. Se sentían vacunados contra cualquier nueva persecución. Habría sido una injusticia y, por temperamento, no lo podían creer. Mostrar su temor habría sido polemizar con los alemanes, manifestarles antipatía. Y, finalmente, habría sido un pecado contra la Autoridad. Por eso, aquella noche, los judíos se rieron del mensaje de la loca Celeste. (Pedimos disculpas por esta digresión y, eventualmente, por las otras en que incurriremos; pero para entender completa la atrocidad del drama que intentaremos reconstruir, es oportuno conocer un poco mejor a los personajes).

Efectivamente, la noche del 26 de septiembre de 1943, el presidente de la Comunità Israelitica de Roma y el de la Unione delle Comunità Italiane —a través del Doctor Cappa, funcionario de la Questura— habían sido convocados a las seis de la tarde en la Embajada Alemana. Los recibió, pausado y cortés, el Mayor de las SS Herbert Kappler, que les hizo acomodarse y por algunos minutos habló de todo un poco, en tono de ordinaria conversación. Luego entró en materia: los judíos de Roma eran doblemente culpables, como italianos (lo serían algo menos dos meses después, cuando un decreto germano-fascista, con el auspicio de Rahn, Mussolini y Pavolini9, arrebató a los judíos de Italia la nacionalidad italiana) y también como judíos, porque pertenecían a la raza de los eternos enemigos de Alemania. Por eso el Gobierno del Reich les obligaba a entregar cincuenta quilogramos de oro, que debían ser depositados antes de las once de la mañana del martes siguiente, 28 de septiembre. En caso de incumplimiento, razia y deportación a Alemania de doscientos judíos. Prácticamente poco más de un día y medio para encontrar cincuenta quilogramos de oro.

A las dificultades con las que los dos representantes judíos intentaron objetar, el Mayor rebatió que, como concesión, él proporcionaría los vehículos y los hombres necesarios para buscar el oro. ¿Los dos Herren no aceptaban? Bien, como si no hubiera dicho nada. Pero, siempre como concesión, prorrogaba una hora el plazo de entrega. Le preguntaron cuál era el precio del oro en liras. Kappler entendió enseguida la indirecta: el Gran Reich —respondió— no necesitaba liras italianas y de todos modos —sonrió— cuando le hicieran falta, siempre podía imprimirlas. Después creyó oportuno completar su propia presentación explicando que con él no valía la pena oponerse, de lo contrario se encargaría personalmente de la redada y a él, en muchas otras circunstancias similares, ese género de operaciones siempre se le habían dado muy bien. Con esto los argumentos parecieron agotarse y se levantó la sesión.

La Questura italiana, informada inmediatamente de la imposición, no respondió. Se les volvió a escribir, se les visitó, se llamó por teléfono: el silencio, por una cruel alusión, era más que nunca oro. Aquella misma noche y a la mañana siguiente se reunieron los miembros eminentes de la Comunidad, junto a las personas consideradas más expertas en negocios y a las más ricas. Se apesadumbraron, discutieron, declararon que no era factible. Pero los mas enérgicos se impusieron, así que al poco tiempo comenzó la recogida del oro. La voz ya había corrido entre los judíos; sin embargo al principio los donativos llegaban lentamente, con una cierta reticencia. Fue en aquellas horas cuando el Vaticano hizo saber, oficiosamente, que ponía a disposición de los judíos quince quilogramos de oro para afrontar posibles carencias.

Para entonces las cosas habían empezado a ir mejor. Ahora toda Roma se había enterado y el abuso alemán había conmovido a la ciudad. Cautos, como temiendo un rechazo, como intimidados por venir a ofrecer oro a los ricos judíos, algunos «arios» se presentaron. Entraban aturdidos en aquel local adjunto a la sinagoga, sin saber si debían quitarse el sombrero o mantener la cabeza cubierta, como notoriamente quiere el uso ritual de los judíos. Casi humildemente preguntaban si ellos también podían… si sería apreciado… Lamentablemente no dejaron sus nombres, que querríamos poder recordar en los momentos de desconfianza en el prójimo. Vuelven a la mente, y parecen bellas, unas palabras repetidas también por George Eliot: «La leche de la bondad humana».10

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91 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788494983757
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Издатель:
Правообладатель:
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