Читать книгу: «El hijo inesperado»
© del texto: Gemma Vilanova, 2021
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: julio de 2021
ISBN: 978-84-18741-07-4
Ilustración y diseño de cubierta: Anna Juvé Maquetación: Nèlia Creixell
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Para Ferran, Jana, Josep y Nora. Mi pequeño mundo. Mi vida. Os quiero más.
«Nada de cuanto es humano me es ajeno».
Proverbio latino de TERENCIO
«La vida es como una caja de bombones,
nunca sabes qué te va a tocar».
FORREST GUMP
SUMARIO
PRÓLOGO
CAPÍTULO I Bienvenido
CAPÍTULO II Pez pececito
CAPÍTULO III ¿Y si?
CAPÍTULO IV Huidas
CAPÍTULO V Mi casa es vuestra casa
CAPÍTULO VI Miradas
CAPÍTULO VII El viaje
CAPÍTULO VIII Josep valiente
CAPÍTULO IX Es cuando corro que lo veo todo claro
CAPÍTULO X Ángeles y señales
ANEXO
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
Una noche recibí la llamada de una periodista amiga de mi hermana. Quería proponernos algo a Ferran y a mí. Hacía tiempo que seguía las aventuras de #josepvaliente en las redes sociales y había pensado en nosotros, sus padres, para colaborar en un libro sobre cuidadores que estaba empezando a escribir. El planteamiento me sorprendió. No es que tuviera ninguna duda sobre la oportunidad y la necesidad de tratar un tema cada vez más importante en una sociedad envejecida como la actual, pero precisamente porque lo asociaba a personas mayores o que sufren alguna enfermedad grave, no acababa de ver cómo nuestra experiencia con Josep podía encajar. Cualquier niño necesita que sus padres lo cuiden. Nosotros lo cuidábamos porque era nuestro hijo. Eso no nos hacía singulares. Lo cierto, sin embargo, es que el autismo de Josep lo convierte en alguien muy especial y eso nos hace especiales a nosotros. Quizás sí que nuestra historia podría servir para visibilizar a todas las personas anónimas que día tras día cuidan de niños como él…
Así que le contesté que lo hablaría con Ferran y que ya le diría algo. Al día siguiente le confirmé que contara con nosotros. Solamente hacía falta cuadrar las agendas de los tres para que nos pudiese entrevistar. Faltaban pocas semanas para Navidad y todos andábamos de cabeza. Fijamos un día a segunda hora de la mañana en el que yo estaría de baja en casa, recuperándome de una intervención quirúrgica que había ido posponiendo por motivos de trabajo, pero que ya no podía retrasar más. Ella fue muy puntual. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y nos saludamos de un modo muy formal. Creo que las dos teníamos una sensación extraña. No acabábamos de estar cómodas con la situación. Nos conocíamos desde hacía tiempo, pero no demasiado. Habíamos hablado cara a cara, pero no mucho. Conocíamos cosas de nuestras vidas a través de amigos en común, pero no las suficientes. Y ese día habíamos quedado para hablar íntimamente…
Convaleciente y con el cuello repleto de grapas me sentía vulnerable pensando en que tendría que hablar sobre mí. Esperaba que Ferran apareciese de un momento a otro para poder comenzar la entrevista como lo que éramos: un equipo. Cuando llegó, sin más preámbulos, nos sentamos alrededor de la mesa del comedor. Ferran y yo expectantes como dos críos antes de hacer lo que sea por primera vez. Ella, intentando encontrar la pregunta más adecuada para arrancar. Y los tres, impacientes por encender la grabadora.
La entrevista fue muy fluida. Hablamos de lo felices que éramos antes de conocer el diagnóstico de Josep y del impacto que nos causó saber que tenía un trastorno del espectro autista. Ferran recordó que yo le había dicho un día que aquello era como un gameover, el final de la partida, el fin de la vida que habíamos soñado. Me di cuenta de que, a pesar de haber vivido lo mismo, ni él ni yo nos habíamos tomado las cosas siempre del mismo modo, ni les habíamos dado la misma importancia. Nuestro proceso para aceptar la nueva realidad tampoco había sido simultáneo. Pero nos respetamos en todo momento y creo que eso nos salvó de alejarnos el uno del otro.
Nuestra interlocutora escuchaba con interés todo lo que le contábamos. La historia que le narrábamos le sugería preguntas distintas a las que tenía preparadas, y creo que a medida que avanzábamos en el relato de nuestra vida, se percató de que no podría trasladar las vivencias de Ferran y las mías a un único capítulo del libro, tal y como había imaginado inicialmente. Todo lo que nos había pasado con Josep, lo habíamos afrontado cada uno a nuestra manera, lo mejor que habíamos podido, utilizando nuestros recursos innatos y buscando otros nuevos para aprender a relacionarnos con él. ¿Cómo podía entonces esa joven periodista escribir un único relato en primera persona? La respuesta era muy sencilla: no podía. Por eso, su libro acabó teniendo dos capítulos sobre Josep, con dos protagonistas distintos y dos visiones de una misma historia.
Los días siguientes, sola en casa, reviví en muchos momentos la entrevista. Pensaba que nos habíamos dejado muchas cosas por contar, infinidad de anécdotas que reflejaban con claridad lo que significaba compartir la vida con Josep. Aquella conversación a tres había abierto un grifo por donde brotaban con fuerza recuerdos y vivencias de los últimos diez años, almacenados en algún cajón de mi memoria, que ahora se hacían presentes en todo momento, sobre todo porque, al estar convaleciente, mi cerebro quedaba liberado de muchas de las preocupaciones cotidianas, durante largos y silenciosos ratos. En ese contexto tan inusual, una idea iba tomando forma en mi cabeza. Cuando dispusiese de más tiempo, seguramente dentro de unos años, intentaría trasladar al papel lo que significaba para mí haber tenido un hijo como Josep. Sentía que podía hacerlo. De hecho, a medida que pasaban los días, tenía cada vez más ganas de intentarlo, pero claro, tenía que esperar un momento mejor, uno que quizás nunca llegaría, porque como le ocurre a la mayoría de gente, algo te hace creer que eres una pieza imprescindible en el engranaje productivo en el que te encuentras integrado. Que no puedes dejar de hacer lo que haces porque, si no, el mundo se vendría abajo. A veces es el qué dirán, otras el maldito dinero, a menudo es miedo y, casi siempre, son excusas.
Sin embargo, esta vez lo vi claro. Me di cuenta de que la página en blanco me llamaba, ávida por conocer la historia de Josep, que era la mía, que era la nuestra. Ferran también lo sentía así. Teníamos que hacer que el proyecto de escribir un libro sobre nuestro hijo, un niño tan inesperado como extraordinario, se hiciese realidad. Y aquí estamos.
***
Este libro podría empezar con una definición de autismo, podría describir las características propias del trastorno, también podría ofrecer cifras de prevalencia o enumerar y describir las terapias que se utilizan para tratarlo. Sin duda son datos interesantes, relevantes para entender qué es el autismo (algunos de ellos se presentan resumidos al final del libro), pero no son suficientes para comprender el trastorno, para conocerlo en sus diferentes dimensiones y, sobre todo, para empatizar con las personas que conviven con él a diario.
Entiendo y valoro el interés por los datos, por el análisis, por la búsqueda de un método que nos acerque a la solución de los problemas. Al principio yo también los busqué. Vivimos en un mundo en que creemos poder controlarlo todo. Nos resulta casi inconcebible no poder hallar una respuesta, pero lo cierto es que todavía existen muchas incógnitas que no hemos podido resolver. La investigación es crucial, los recursos para llevarla a cabo deberían ser una prioridad en todos los ámbitos. Pero los descubrimientos y avances científicos pueden alargarse años, décadas o siglos, y mientras tanto tenemos que continuar viviendo nuestras vidas con la máxima calidad y dignidad posibles. También las personas que convivimos con el autismo.
No soy una científica ni una profesional del autismo. Soy una madre con un hijo singular y único. Un niño diferente. Un hijo inesperado, como tantos otros, que más allá de la etiqueta del trastorno, la enfermedad o condición, se sale de lo que es considerado normal. Este libro está escrito desde el corazón, para aportar una visión complementaria a la ciencia, «porque nada de lo que es humano debería sernos ajeno». Trata de ejemplificar la lucha por poder ser, por poder vivir en un mundo con menos prejuicios, en una sociedad más comprensiva y respetuosa con la diferencia.
CAPÍTULO 1
BIENVENIDO
Lo primero que pensé cuando vi a Josep es que tenía una naricita preciosa. La cesárea fue rápida. Tras nueve meses imaginándolo, por fin podía abrazarlo.
Nació a finales de octubre de 2007. Un lunes gris y lluvioso. Habíamos pasado el fin de semana haciendo el traslado al nuevo piso. El que teníamos en el barrio del Putxet de Barcelona se nos había quedado pequeño desde que nació Jana casi dos años atrás. En primavera, justo el día en que estallaba la burbuja inmobiliaria, Ferran y yo firmamos la compra de un piso más grande, no muy lejos de donde habíamos vivido desde que nos casamos. Nuestra intención era poder mudarnos antes de que naciera Josep, pero fue imposible. A nuestro nuevo hogar le hacían falta algunas reformas y mucha pintura. Todo aquel que se ha liado a hacer obras alguna vez en su vida sabe que es fácil saber cuándo empiezan, pero nunca cuando acaban. El día antes de la fecha prevista para la llegada de nuestro hijo pudimos trasladar todos los muebles, pero todavía quedaban algunos detalles importantes por resolver. Por eso, mis suegros nos acogieron provisionalmente en su casa.
Josep completaba la familia que habíamos empezado a crear años atrás. Era un niño muy deseado. Ferran y yo solo teníamos hermanas y la idea de poder compartir la vida junto a él, ayudándolo a convertirse en un hombre, nos ilusionaba. Porque sería un crío fantástico, despierto y travieso; se transformaría en un joven determinado y con un punto rebelde; llegaría a ser un hombre extraordinario, de firmes convicciones y gran nobleza. Seguro que haría grandes cosas en la vida. No podía ser de otro modo. Estaba destinado a ser, junto con su hermana, la décima generación de médicos de una saga que tenía que perpetuarse en el tiempo. ¡Qué tontería! Yo les aliviaría la presión, evitando que esa losa les pesara demasiado para llegar a ser quienes realmente quisieran ser.
En diciembre nos trasladamos a nuestro nuevo hogar. Un piso blanco y luminoso que olía a vida y en el que se respiraba futuro. Recuerdo bien nuestra primera noche allí, sentada en la cama, con Josep entre mis brazos. Acababa de amamantarlo y se había quedado dormido. Notaba su respiración profunda y tranquila sobre mi vientre. Ferran nos miraba con una mezcla de sueño y felicidad en los ojos. Nos cogimos de la mano, conscientes de que estábamos en casa y de que allí, en ese instante, no nos faltaba nada. Fue uno de esos momentos que hubiera deseado que durase eternamente y que al mismo tiempo sabía que tenía que acabar y reproducirse con cuentagotas a lo largo de la vida. De otro modo carecería de valor. Han pasado diez años desde entonces y no he vuelto a vivir una magia como la de aquella noche. La extraño y la ansío. Sé que algún día volveré a sentirla y entonces estaré preparada para saborearla aún más.
El primer año de vida de Josep pasó muy rápidamente. Antes de verano yo ya estaba reincorporada al trabajo. Todo iba según lo previsto. Nuestra familia era como un transatlántico que avanzaba implacable y decidido rumbo a la vida soñada, sin que nada ni nadie pudiese detenerlo.
A pesar de esa aparente perfección, Ferran y yo empezamos a observar cosas curiosas en el comportamiento de nuestro hijo. Me viene a la memoria la imagen de Josep gateando hacia mí al llegar a casa después del trabajo, avanzando sin utilizar su pierna izquierda. Yo me agachaba y lo esperaba paciente con los brazos abiertos. Cuando me alcanzaba, se sentaba dándome la espalda, confiando en que lo abrazara. Entonces, yo lo envolvía con mi cuerpo, sintiéndome afortunada de poder olerlo y notarlo de nuevo. Era un momento de felicidad absoluta para los dos. Es cierto que no conocía a ningún niño que buscara el abrazo de su madre de esa forma, pero a pesar de encontrarlo sorprendente, ni mucho menos me inquietaba. Los dos estábamos a gusto con ese modo de abrazarnos y de querernos. ¿Dónde estaba escrito que las muestras de amor entre madre e hijo tuvieran que seguir un patrón determinado? La escena distaba mucho de parecerse al típico anuncio de champú o crema para bebés, pero era tan real, tan bonita, tan nuestra… que si alguna vez la viese repetida en alguna otra persona seguro que me transportaría y me emocionaría.
Pasaban los días, las semanas. Sin decirnos nada, Ferran y yo comparábamos la evolución de Josep con la de Jana y veíamos que había diferencias que queríamos creer que se explicaban por el mero hecho de que Josep era un niño y Jana una niña. Todo el mundo sabe que las chicas son mucho más espabiladas que los chicos, ¿no?
Al año y medio, más gente alrededor de Josep se daba cuenta de que era un niño muy distinto a los demás, especial y extrañamente único; abuelos, tíos, hasta la pediatra. Todos ellos buscaban no darle importancia argumentando que era cosa de la edad, que Josep se tomaba con calma y parsimonia lo de evolucionar y que ya crecería.
A todos nos reconfortaba pensar que su comportamiento se explicaba por las características propias de su personalidad. Josep era un niño reservado, por eso no hablaba; independiente, por eso abría él solito la puerta de cremallera de su cuna y se ponía a dormir; tranquilo, por eso podía estar mucho rato en la cama despierto sin decir nada; de ideas fijas y muy meticuloso, por eso era capaz de entretenerse con cualquier objeto durante horas y horas, haciéndolo pasar por entre los barrotes de una silla, observándolo de reojo, buscando la perspectiva perfecta.
Todos nos aferrábamos a los tópicos en una especie de defensa mental para evitar enfrentarnos a unos indicios que, de confirmarse, provocarían que nos desviáramos del futuro imaginado, del rumbo que seguía nuestro barco, obligándonos a navegar por una ruta desconocida y llena de peligros.
El segundo verano con Josep fue definitivo. Continuábamos buscando explicaciones racionales a sus curiosos comportamientos, pero Ferran y yo empezábamos a estar preocupados. No hablábamos abiertamente de ello, ni entre nosotros, pero lo notábamos en las miradas, en los gestos.
Recuerdo un día en que una amiga nuestra intentaba hacer reír a Josep. Él estaba sentado en un taburete de plástico en el jardín, jugando con unos cochecitos de metal encima de una mesa, situándolos en fila uno detrás de otro, como si estuvieran en un gran atasco. Nuestra amiga le decía cosas, pero él ni tan siquiera la miraba. Como si no la oyera. Decidí intervenir haciendo lo que sabía que provocaría una reacción «normal» de Josep.
—¡Ay que voy y te hago cosquillas…! —le dije, acercándome y moviendo los dedos.
Él me miró, rio y se protegió con sus pequeñas manos. Era el niño más guapo del universo y acababa de hacer lo que hacen los niños cuando les insinúas que les harás cosquillas. Reímos todos y yo respiré aliviada, pensando que nadie, excepto Ferran, se había dado cuenta de que había utilizado un truco que sabía que funcionaría para superar aquella situación incómoda, demostrando al mundo que Josep era un niño «normal». Ferran también tenía trucos como los míos.
CUANDO TE DAS CUENTA DE LO QUE PASA
Tengo muy presente el día en que supe lo que le pasaba a Josep. No fue ningún especialista quien me lo hizo ver. Yo estaba en el trabajo y hacía días que me rondaba por la cabeza. Acabábamos de regresar de las vacaciones de verano y los niños todavía no habían empezado el colegio. En casa siempre había alboroto y además me daba vergüenza que Ferran me descubriera haciendo algo que cualquier médico te diría que no hicieras nunca: buscar información en la red para emitir un diagnóstico.
Esa misma mañana, en un momento no sé si de debilidad o de coraje, tecleé cuatro conceptos clave en el buscador de internet más conocido del mundo: niño, dos años, no habla y… finamente, con el corazón en un puño y los dedos temblorosos, la palabra autismo.
En tan solo décimas de segundo, la pantalla del ordenador me devolvió centenares, miles de entradas donde aparecían juntos los cuatro conceptos. Escogí el artículo que había salido como primer resultado y empecé a leer.
Inmediatamente se me hizo un nudo en el estómago. Mi mundo se ensombreció de repente. Los ojos se me llenaban de lágrimas a medida que avanzaba en la lectura del texto. El despacho luminoso donde me encontraba se había transformado en una habitación oscura y cerrada, únicamente iluminada por la pantalla del ordenador. Las voces de mis compañeros retumbaban a lo lejos, como si estuvieran fuera de la pesadilla que me atrapaba. Yo me sentía cada vez más pequeña y vulnerable. Sola ante un monstruo terriblemente cruel, poderoso y despiadado. Me hubiera gustado apartar los ojos de la pantalla y que todo volviera a ser como antes, pero ya no era posible. Nunca más lo sería. Mi corazón latía con fuerza y podía sentir su dolor. Leía, pero no procesaba nada con claridad. Empecé a saltarme párrafos enteros buscando alguna afirmación que desmintiera lo que hacía tiempo que intuía pero que no estaba preparada para asumir. Algo donde agarrarme. Algo que me salvase de precipitarme al abismo. Pero no lo encontré.
Llorando, salí de la oficina con el teléfono móvil en la mano y allí mismo, en el rellano de los ascensores, llamé a Ferran desesperada. Me contestó enseguida.
—Hola cariño, ¿pasa algo? —me dijo más sorprendido que preocupado.
Sollozando, con la voz entrecortada, respondí.
—Ferran, ya sé qué le pasa a Josep. Es autista1. Estoy segura. No habla, no señala las cosas que quiere, es demasiado independiente, alinea los coches de juguete… Está todo descrito en internet… —No podía continuar hablando. Solamente podía llorar.
Ferran intentó tranquilizarme. Él, por su cuenta, también había empezado a moverse para conseguir una visita con una neuropediatra de la clínica donde trabaja. No me había comentado nada para que no me preocupase antes de tiempo.
Estábamos los dos en el mismo punto. Venciendo el miedo a escarbar un poco en el mundo de nuestro hijo, temerosos de descubrir cosas que seguramente no nos gustarían.
Los días que transcurrieron hasta la visita con la neuropediatra se me hicieron eternos. Estaba muy convencida de mi diagnóstico, pero íntimamente tenía la esperanza de que alguien especializado me dijera que me había precipitado, que había sacado conclusiones antes de tiempo y que mi imaginación me había jugado una mala pasada. Al mismo tiempo, notaba que esa esperanza era un engaño, pero la mente humana es así. Somos capaces de convencernos de lo que no creemos con el fin de evitar el sufrimiento.
El día de la visita yo volvía de Madrid en avión. Me había levantado muy pronto para ir hasta allí. Era un viaje de trabajo imposible de cancelar. Teníamos la reunión anual del patronato de la fundación donde trabajaba. Sobra decir que yo no estaba nada centrada esa mañana. Pensaba en Josep y en nuestra familia; en el futuro que nos esperaba. A pesar de todo, creo que conseguí disimular bastante bien mi angustia y diría que nadie notó nada raro. Una vez se aprobaron todos los puntos del orden del día pude escaparme rápido hacia Barajas, con el objetivo de llegar puntual a la que para mí era la única cita importante de la jornada. Recuerdo que pagué un suplemento de mi bolsillo para poder sentarme en los asientos delanteros del avión. Por eso, cuando en el aeropuerto de Barcelona descubrí que no nos asignaban finger y que teníamos que amontonarnos en jardineras para llegar a la terminal, me enfadé muchísimo. Los euros desembolsados habían resultado inútiles para ganar tiempo y llegaría muy justa a la cita. Me lo tomé como una señal; negativa, por supuesto.
Ferran y Josep me esperaban en la entrada de la clínica. Bajé del taxi y nos dirigimos con paso rápido hacia el despacho de la neuropediatra, cogidos los tres de la mano. Josep estaba inquieto. No veía nada claro qué íbamos a hacer allí, con esa señora vestida con bata blanca, señal inequívoca de que estaban a punto de suceder cosas que no serían de su agrado. Nos sentamos mientras él se acercaba a una mesa donde había coches de juguete y un pequeño tren de madera con la pintura envejecida por el paso del tiempo y las horas de juego acumuladas.
Explicamos las curiosidades de Josep a la especialista. Ella nos escuchaba seria, asintiendo con la cabeza, observándole desde lejos, sin interferir en la peculiar forma de jugar de nuestro hijo, que se había acercado el tren a la cara, escudriñando las ruedas con el ojo derecho entrecerrado, sin ninguna intención de colocarlo sobre las vías que había encima de la mesa.
Salimos de la consulta con dos ideas claras. Las que quiso trasladarnos la doctora en aquella primera visita: Josep tenía rasgos obsesivos y retraso en el lenguaje. Según nos explicó la especialista, era muy pronto para poder diagnosticar nada más. También salimos de allí con una lista interminable de exploraciones médicas a realizar, con el objetivo de descartar posibles patologías orgánicas que justificasen su comportamiento. Teníamos que comprobar que no fuera sordo, epiléptico, que no tuviera malformaciones cerebrales… Por suerte (o por desgracia) Josep no tenía ningún problema orgánico. Era un niño sano, físicamente hablando, al menos hasta donde la medicina de siglo XXI podía determinar.
Esa noche, antes de irme a dormir, entré en su habitación. Descansaba plácidamente boca arriba, con los bracitos por encima de su cabeza, sus diminutas manos abiertas y los deditos ligeramente curvados. Su «muñeco preferido», un elefante con una trompa un poco torcida, yacía impasible a los pies de la cuna. El destino lo había emparejado con un niño que no lo había acariciado ni una sola vez, que nunca se lo había llevado consigo a ninguna parte y que no lo lloraría cuando desapareciera. A pesar de vivir ignorado, él siempre estaba allí, acompañando a Josep en la oscuridad. Me acerqué más a mi pequeño. Quería notar cómo respiraba, acompañarlo también yo aquella noche. Flojito, susurrándole al oído, le dije:
—Te quiero. Siempre te querré. No sufras. Todo irá bien.
Esto último en el fondo no se lo decía a él. Me lo decía a mí misma. Lo necesitaba.
No teníamos todavía un diagnóstico definitivo, pero estaba claro que nuestro hijo se desviaba de los parámetros considerados normales y teníamos que ayudarlo, estimularlo en todo lo posible, nos insistían los expertos, con el objetivo de que desarrollara al máximo su comunicación, mejorase su interacción social y ampliara sus intereses.
Estábamos dispuestos a hacer todo lo necesario el tiempo necesario. «Incluso, caminar haciendo el pino mientras canto una canción y pelo una manzana», le solté una vez a la psicóloga que nos atendía en el CDIAP (Centro de Desarrollo Infantil y Atención Precoz de la Generalitat de Cataluña) que nos asignaron. Reconozco que no fue una sugerencia demasiado ortodoxa, pero fue un comentario en un momento de desesperación, después de que, en el periplo por buscar los recursos y la atención más adecuados a las necesidades de Josep, descubriésemos un mundo de ideologías enfrentadas sobre cómo abordar psicológicamente el trastorno del espectro autista. Una guerra entre profesionales en la que los padres teníamos que tomar partido y decidir de qué lado estábamos. Y sin equivocarnos, porque el mantra de la importancia de la estimulación precoz nos lo habían inyectado en vena.
Con el paso del tiempo, te das cuenta de que aquello que estimula y le hace bien a tu hijo no es lo mismo que lo que le va bien a otro niño. Debes ser muy crítico con las terapias que pruebas y confiar en tu intuición como madre o padre. Observar si tu hijo avanza y, sobre todo, si es feliz.
Cada vez estoy más convencida de que el trastorno del espectro autista (TEA) es un cajón de sastre donde caben personas con síntomas similares, pero que pueden tener orígenes muy diversos. Me gusta el símil que hace Ferran cuando explica que en el siglo XIX se decía que una persona era ciega porque tenía un síntoma muy claro: no veía. Pero los motivos por los cuales alguien puede no ver son muy diversos, y la forma de tratarlos para intentar solucionar el problema, también. Tal vez ese individuo tenía una catarata, o quizás su ceguera se debía a una degeneración macular. A lo mejor había tenido un accidente traumático que le había segado el nervio óptico… Cada uno de estos motivos de ceguera exigen un tratamiento diferente y el pronóstico tampoco es igual. Tengo la sensación de que con el TEA pasa un poco lo mismo. Quién sabe si dentro de unos años, siglos tal vez, seremos capaces de distinguir los diferentes motivos por los cuales hay gente con síntomas parecidos a los de Josep. Será entonces cuando podremos buscar una solución adecuada en cada caso. Mientras tanto, solamente podemos intentarlo y volverlo a intentar.